Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
Silencio sepulcral. Mi voz interior enmudece de golpe. Hace apenas unas semanas, jamás me habría rebajado a decirle algo así a un demonio, pero algo dentro de mí me dice que es lo justo. Aunque sea una locura.
Angelo alza la cabeza y me mira fijamente, muy serio.
—Esto no está bien, Cat. Soy un demonio. Deberías temerme, odiarme, despreciarme. No sentirte en deuda conmigo.
«¿No es eso lo que esperáis los demonios de los humanos a los que os cameláis?», bromeo, pero sé que no tiene gracia.
—Pero no en tu caso. Tú eres diferente, y lo sabes.
«No tan diferente», comento con voz lúgubre. «Por lo visto, soy medio demonio».
—No quiero decir que seas diferente a mí. Quiero decir que eres diferente a todos los demás humanos. Mucho más íntegra, mucho más auténtica. Y aun así —añade con un suspiro—, es demasiado tarde para eso. Así que es mejor que lo dejemos aquí.
Le miro sin comprender.
«¿Que dejemos el qué? ¿Que lo dejemos dónde?».
—Olvídalo —concluye—. Acepto tus disculpas y tu gratitud, pero no te precipites. Si Astaroth cumple con su parte, aún vamos a tener que hacer un último trabajillo antes de que puedas irte por el túnel de luz y yo pueda ser libre del todo, por fin.
Lo miro fijamente.
«Antes estabas enfadado porque pensabas que me había ido», recuerdo. «Era porque temías lo que podía hacerte Azazel si dejabas de serle útil, ¿verdad?».
—Claro —responde él—. ¿Por qué pensabas que era?
«No porque me echaras de menos, desde luego».
—Desde luego —coincide Angelo—. Pero hazme un favor, Cat. Cuando llegue el momento de abandonar este mundo definitivamente…
«¿Sí?».
Me mira y sonríe.
—… no se te ocurra marcharte sin despedirte.
Le devuelvo la sonrisa. Una sonrisa más cálida de lo que a mi voz interior le gustaría, debo reconocer.
«Descuida. Pero para eso tenemos que salir de aquí», respondo con un suspiro. «Y… no sé… de momento, y a pesar de las promesas de tu jefe, esto no tiene pinta de mejorar».
Nada más pronunciar estas últimas palabras, la puerta se abre con un chirrido y asoma Lisabetta con cara de pocos amigos.
—
Madonna
Constanza quiere veros —anuncia—. A los dos.
Cruzamos una mirada de entendimiento.
Apenas unos momentos después, estamos de nuevo ante Azazel. Pero en esta ocasión no está de buen humor. Todo el cariño maternal que pudiera haber experimentado hacia mí parece haberse esfumado. Me mira rabiosa, con los ojos lanzando chispas rojas y las alas temblando de ira.
—Ingrata —escupe.
El motivo de su enfado se halla de pie junto a ella, esbozando una sonrisa de suficiencia. Es un hombre imponente, de cabello blanco y facciones engañosamente juveniles. Posee el porte de un distinguido aristócrata y la elegancia natural de una pantera. Sus ojos son de un color indefinido, entre verde y pardo. El destello rojizo que se adivina en ellos no ayuda a calificarlos mejor. Porque, por supuesto, este hombre no es un hombre, es un demonio. Mi percepción de fantasma me permite ver no solo el brillo sobrenatural de sus ojos y sus enormes alas oscuras, sino también la impresionante aura de poder que emana de él.
Es Astaroth.
Lo observo con curiosidad. De modo que este es el aspecto que muestra cuando se vuelve corpóreo. O, al menos, uno de ellos. Algunos demonólogos aseguran que Astaroth es horriblemente feo y huele muy mal, pero qué queréis que os diga: o bien tienen demasiada imaginación o bien nuestro amigo solía mostrarse así en tiempos antiguos para asustar. El caso es que el Astaroth del siglo XXI es bastante atractivo para ser tan viejo… quiero decir, para tratarse de un demonio.
Se vuelve hacia nosotros esbozando una sonrisa de lobo y nos saluda con un gesto socarrón. Angelo palidece de inmediato: lo ha reconocido. Casi puedo oírle tragar saliva.
Astaroth ladea la cabeza sin dejar de sonreír.
—Angelo, señorita Cat —nos saluda ceremoniosamente; estoy segura de que acompañaría el gesto quitándose el sombrero, si llevara uno—. Un placer veros a ambos de nuevo.
Angelo se inclina precipitadamente, en señal de sumisión.
«Lo mismo digo», murmuro yo. Una parte de mí siente que todo va bien, que tener a Astaroth de nuestra parte es lo mejor que nos ha pasado en mucho tiempo, pero mi instinto, que es muy sabio, me dice a gritos que su sonrisa no recuerda a la de un lobo por casualidad.
—Le estaba diciendo a
madonna
Constanza —prosigue Astaroth— que el hecho de que estéis aquí como… digamos, «huéspedes», ha de deberse a un lamentable error.
—No se trata de ningún error —replica Azazel, furiosa—. Ella es mi hija y va a permanecer conmigo.
—Y no tengo nada en contra de ello; sin embargo, se da el caso de que Angelo trabaja para mí, y no puedo permitir que permanezca más tiempo como… «huésped» de esta casa cuando tiene tareas pendientes que cumplir, ¿no os parece?
Azazel niega enérgicamente con la cabeza.
—Y yo no puedo permitir que se vaya; si lo hace, mi hija se irá con él.
—Ah, pero si no he entendido mal, vuestra hija ya está muerta, mientras que lo que yo reclamo es un sirviente vivo. ¿Vais a pretender privarme de mi sirviente, Azazel? —pregunta pronunciando el nombre antiguo de ella, y su voz suena de pronto terrorífica y amenazadora.
Mi madre retrocede un paso, intimidada. Compruebo que ya no es capaz de sostenerle la mirada, porque se vuelve hacia Angelo con los ojos cargados de odio.
—¿Es eso cierto? —le pregunta—. ¿Le debes lealtad a Astaroth?
Angelo titubea un breve instante. Intuyo que la respuesta es importante. En teoría ya no le debe nada a Astaroth, puesto que saldó su deuda, y proclamar en voz alta que es su sirviente podría volver a atarlo a él, quién sabe por cuánto tiempo. Sin embargo, es la única forma de escapar de aquí, y lo sabe.
Respira hondo y responde:
—Sí,
madonna
Constanza. Le debo lealtad a mi señor Astaroth.
Ella lanza un aullido de rabia y frustración. Después vuelve a mirarme, llena de rencor.
—Lleváoslo, pues —le dice a Astaroth entre dientes—. Y lleváosla también a ella, ya no quiero verla más. Es díscola y desleal; digna hija de su padre.
«Y a mucha honra», pienso. Pero, con tres demonios en la habitación, no es el mejor momento para las provocaciones.
Astaroth sonríe de nuevo. Somos libres. Y lo siento por mi madre, pero no tengo intención de volver por aquí nunca más.
Nuestra próxima parada es Madrid, otra vez. La única forma que conozco de contactar con ángeles es la librería de Jeiazel. Y aunque no me entusiasma la idea de volver por allí, tengo que reconocer que, si son combatientes, estarán más al tanto de los movimientos del Enemigo que los demás. Si algún ángel puede decirnos quién es el otro demonio del plan vírico anti-humanos, tiene que ser un combatiente. Tiene que ser Miguel.
—Me sorprende que los ángeles se hayan enterado de esto antes que Lucifer —comenta Angelo mientras paseamos por la Gran Vía madrileña en dirección a la calle Libreros.
«Ya, a mí también», asiento. «Pero ya escuchaste a Orias: un ángel fue a pedirle una profecía y se enteró de lo del virus. Debió de ir corriendo a contárselo a Miguel. Yo lo haría», añado tras una pausa.
—Pero recuerda que ese ángel vio un futuro alternativo en el cual la humanidad no se extinguía porque ya existían esos… esos hijos del equilibrio. Quizá eso le llevara a pensar que no sería algo tan grave.
«El hecho de que la humanidad no vaya a extinguirse no implica que no sea un futuro apocalíptico», le recuerdo. «Aunque los hijos del equilibrio y sus descendientes sobrevivieran al virus, todos los demás morirían. ¿Te parece que no es lo bastante importante como para que a un ángel, cualquiera que sea, le falte tiempo para contárselo a sus superiores?».
—Visto así… —admite él, pero no parece muy convencido.
Ha estado de un humor excelente desde que abandonamos Florencia. Si bien el encierro no ha sido bueno para él, la libertad le sienta de fábula. Sin embargo, da la sensación de que su estado de ánimo decae a medida que nos acercamos a la librería. Ahora mismo, casi lleva las alas arrastrando por el suelo. Me detengo un momento para mirarle.
«No tienes muchas ganas de visitar a Jeiazel, ¿me equivoco?».
—Para serte sincero, no. Es muy probable que terminemos enzarzados en una pelea, y no sé si estoy en condiciones de ganar.
Lo dice porque la «habitación especial» en la que lo ha recluido mi demoníaca madre lo ha dejado bastante débil. Lo observo echar un vistazo dubitativo a su espalda, donde, entre las dos alas oscuras, asoma la empuñadura de su espada. Eso me pone de mal humor a mí también. Acaba de recordarme que no he tenido más remedio que dejar la espada de mi padre en Villa Diavola. Azazel se la ha quedado como trofeo y la ha colgado muy cerca del lugar donde tiene planeado, ilusa ella, exhibir algún día la espada de Lucifer. He protestado escandalosamente, claro, pero ni Azazel ha dado su brazo a torcer ni Astaroth ha movido un dedo para recuperarla.
Así que mi preciosa espada ahora forma parte de la colección de una diablesa desquiciada, junto con las de otros cientos de ángeles muertos. Qué bien.
Sin embargo, lo he encajado mejor de lo que esperaba. No solo porque la muerte me ha vuelto un poco más estoica, sino también porque, de alguna manera, la memoria de mi padre ha sufrido un fuerte revés tras los últimos acontecimientos. Por supuesto que todavía le recuerdo con muchísimo cariño, ojo. Pero me duele pensar que en los dieciséis años que pasamos juntos, jamás me reveló la verdad acerca de mi madre. Me duele pensar en todo lo que me ocultó.
Y, por otra parte, yo ya no puedo empuñar esa espada, y si Angelo sigue usándola acabará por invertirse, así que… casi mejor que se quede donde está. Un quebradero de cabeza menos.
—¿Cat? —me llama Angelo devolviéndome a la realidad.
Me vuelvo hacia él. Lo veo inseguro.
«Se me ocurre que voy a entrar yo a hablar con Jeiazel», le digo. «Tú quédate por aquí, lo bastante cerca como para que pueda llegar hasta la librería, pero lo bastante lejos como para que él no te detecte».
Parece considerablemente aliviado.
—Es un buen plan —acepta.
También a mí me lo parece. Reconozco que no me gustaría que Jeiazel se lanzara sobre él y lo ensartara con su espada nada más asomar la cabeza por la puerta. Podéis llamarlo instinto de protección, si queréis; pero hay que tener en cuenta que Angelo es mi enlace y no quiero quedarme sin él.
—Si quiero pasar inadvertido, tengo que detenerme aquí —me dice—, porque, si me acerco más, tu amigo el ángel acabará por detectarme.
«Espérame aquí, entonces», le digo. «No tardaré».
Me alejo de él flotando, prestando atención al vínculo que nos une para comprobar si va a permitirme llegar hasta la librería. Noto un leve tirón de advertencia cuando atravieso la puerta, pero nada más. Estupendo: podré hablar con Jeiazel sin necesidad de que Angelo se aproxime más de lo necesario.
Me quedo junto a la entrada y echo un vistazo al interior. Allí está Jeiazel, sacando libros de una caja que hay sobre el mostrador y marcando los precios a lápiz en la primera página, para después colocarlos en las estanterías. A simple vista, un joven librero concentrado en organizar su establecimiento. Pero, ahora que lo veo con ojos de fantasma, soy capaz de detectar la luz de sus ojos y el par de enormes alas brillantes que irradia su espalda.
Como sospechaba, no me presta atención. Soy solo un fantasma más de los muchos que vagan por ahí. No se lo reprocho; aunque al principio los miraba con temerosa fascinación, lo cierto es que ahora yo tampoco me fijo en los otros fantasmas. Aunque sea una de ellos.
Intento acercarme un poco más, pero una súbita angustia me lo impide: el lazo que me une a Angelo no da más de sí. De modo que sigo donde estoy y trato de llamar su atención:
«Buenos días, Jeiazel», saludo.
El ángel alza la cabeza, desconcertado, y mira a su alrededor hasta que me localiza junto a la puerta. Alza las cejas.
—¿Te conozco, espíritu? —me pregunta con cierta cautela.
«Soy Cat, la hija de Iah-Hel». Y de Azazel, claro, pero eso me lo guardo para mí. «La chica que vino aquí hace unos días y dijo que quería unirse a vosotros».
Me observa con mayor atención y, por la cara que pone, deduzco que se acuerda del incidente y que ha sacado sus propias conclusiones al respecto.
—Te lo dije —me recuerda encogiéndose de hombros—. Te dije que no te mezclaras en esto, que los demonios eran peligrosos, y ahora mira lo que te ha pasado. Porque no has fallecido de muerte natural precisamente, ¿no? Eras demasiado joven.
«Me mató un demonio», admito a regañadientes. «Pero eso no habría pasado si me hubieseis permitido unirme a vosotros. Con la protección de los ángeles…».
—Te habrían matado igual, muchacha. Los ángeles estamos en el mundo para luchar contra los demonios, y esa es nuestra forma de proteger a los humanos. Así que lo mejor que podemos hacer para ayudaros es manteneros al margen.
«A veces, eso no basta», replico. «Hay un grupo de demonios que está planeando el exterminio total y fulminante de toda la especie humana». Hago una pausa, esperando que la noticia cale en mi interlocutor, y después prosigo. «He venido a preguntarte qué pensáis hacer los ángeles al respecto».
—¿Demonios planeando el exterminio de la especie humana? No me cuentas nada nuevo. Pero no pueden acabar con todos los humanos sin provocar grandes daños al resto del planeta, y ni siquiera ellos se atreverían a tanto.
«Esta vez va en serio», insisto. «El demonio Orias lo contempló en una visión. Están fabricando un virus que acabaría con los humanos, y solo con ellos».
Jeiazel me mira, asombrado.
—No se atreverían —responde—. Muchos demonios se han acostumbrado a la civilización humana, de la que viven como parásitos. No querrían renunciar a nada parecido. Seguro que es tan solo un rumor.
«Orias lo vio», repito. «Un futuro en el que la humanidad se extinguía… a causa de un virus que está creando otro demonio llamado Nebiros. No puedo creer que no estuvierais enterados».
—Porque no es más que un rumor sin fundamento…
«Bueno, pero ¿y si no lo es? ¿Me vas a decir que no lo vais a investigar siquiera? Si es cierto, y si Miguel no detiene a Nebiros, ¿quién va a hacerlo? Además… mis fuentes me han informado de que los ángeles ya lo sabíais».