Dos velas para el diablo (34 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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Lo contemplo un momento, dormido, y me pregunto si será verdad que fue capaz de convivir con una mujer humana durante toda la vida de ella. Es cierto que eso debe de ser un suspiro para alguien que ha vivido decenas de miles de años, pero aun así me resulta extraño… o quizá no tanto.

Si Azazel no miente, hay algo demoníaco en cada uno de nosotros.

No quiero parecerme a Azazel, no quiero creer que ella sea mi madre. Pero, si su historia es cierta, no soy tan diferente de Angelo como yo pensaba.

Nadie lo es.

Reflexiono sobre lo que debo hacer a continuación, pero no se me ocurre ninguna idea brillante. No creo que tenga mucho sentido suplicarle a Azazel que libere a Angelo. Se ha empeñado en conservarme a su lado, y sabe que él no se va a quedar en Villa Diavola por propia voluntad. ¿Qué puedo hacer?

«Ven, Cat», dice de pronto una voz en mi mente.

Doy un respingo y miro a mi alrededor, pero Angelo sigue durmiendo, y no veo a nadie más.

«Ven», repite la voz. Es una voz profunda, imperiosa y da mucho miedo, creedme; de modo que me quedo en el sitio, temblando, sin la menor intención de obedecerla.

«Sal de ahí», insiste la voz. «Tenemos que hablar».

«¿Quién eres? », interrogo amedrentada. «¿Dónde estás?».

El desconocido se ríe, y es una risa oscura y llena de malas vibraciones.

«Soy alguien que lleva mucho tiempo buscándote», responde. «Y estoy al otro lado de la puerta; fuera de la celda, porque soy un demonio y las espadas angélicas que defienden las paredes me matarían si osase atravesarlas. Así que tendrás que salir tú al pasillo para que hablemos».

«Tiene sentido», respondo, «salvo por el hecho de que yo no sé si quiero hablar contigo».

Y me vuelvo hacia Angelo, dispuesta a despertarlo.

«No te lo volveré a repetir», dice el demonio, y su voz hace temblar mi esencia de puro terror. «Sal de la celda».

Cuando me quiero dar cuenta, estoy atravesando la pared, porque siento, porque sé que no puedo desobedecer al dueño de esa voz. Es demasiado poderoso. Demasiado terrible. Es…

… ahogo una exclamación de terror y de sorpresa.

Es una sombra. No, mejor dicho, una Sombra, así, con mayúscula. Tiene forma vagamente humana y flota en el aire, como yo. Su silueta, más negra que el corazón de Lucifer, exhibe dos impresionantes alas que recuerdan a las de un murciélago. Sus ojos, rojos como el mismo infierno, me miran irritados, y me dejan paralizada de puro terror.

Es un demonio en forma pura. Un demonio sin cuerpo. Un demonio mostrando su auténtico aspecto, que solo sus congéneres, los ángeles y los fantasmas como yo podemos contemplar.

Así es la verdadera esencia de todos los demonios. Incluida Azazel. Incluido Angelo.

«Eres obstinada», comenta el visitante. Estoy tan aterrorizada que no puedo ni hablar, pero a él no parece importarle. Debe de estar ya acostumbrado a que los humanos reaccionemos así ante su presencia. «Me llamo Astaroth; tu especie me concedió en tiempos pasados el título de Gran Duque del Infierno».

¡Astaroth! ¿He oído bien? ¿Estará de broma? ¿Estoy soñando?

Astaroth es el nombre de uno de los señores demoníacos más poderosos que existen. Si en algún momento de la historia alguien ha estado medio cerca de arrebatarle a Lucifer el trono del infierno, ese es Astaroth. Su gloria y su poder no pueden compararse con los de nadie más en el mundo demoníaco, excepto, tal vez, Belcebú, o Belial, en tiempos antiguos.

¡Y está aquí! ¡En Villa Diavola! ¡Delante de mí! ¡Hablándome! Pero ¿por qué?

«No suelo perder el tiempo con humanos», prosigue, «ni mucho menos deslizarme en secreto, como un ladrón, en la guarida de un demonio caído en desgracia. Así que espero que comprendas que, si lo he hecho esta vez, es porque se trata de un asunto de suma importancia. ¿Lo entiendes?».

Asiento, pero a mis neuronas les sigue costando trabajo unir dos ideas coherentes.

«¿Sabes quién soy?», me pregunta. Asiento de nuevo, débilmente, pero él niega con la cabeza. «No me refiero a mi nombre ni a mi condición. Te estoy preguntando… si sabes cuál es mi relación contigo».

¿Relación…? Me muero de miedo solo de imaginar que pueda haber alguna relación entre Astaroth y yo, del tipo que sea.

«Yo le ordené a Angelo que te protegiera, por medio de Hanbi», me revela, para mi sorpresa. «Cuando los esbirros de Nebiros te mataron, yo le envié a averiguar quién estaba detrás de tu muerte. Yo te quería viva, Cat. Te necesitaba viva. Pero subestimé el poder de mis enemigos, y acabaron contigo antes de que pudiera hacer nada al respecto».

No me lo puedo creer. Entonces, ¿Astaroth era el «jefe» de Angelo? ¿Y qué quiere decir con eso de que me necesitaba viva? ¿Se está quedando conmigo, o qué?

Astaroth sigue hablando:

«Gracias a Angelo obtuve información muy valiosa acerca de la identidad y los planes de mis enemigos. Sin embargo, aún quedan cabos por atar. Tendréis que trabajar para mí una vez más».

Una vez más, dice. ¡Como si hubiésemos tenido elección en algún momento!

«Hay algo que debes hacer por mí antes de que el túnel se abra para ti», prosigue el demonio. «Algo que solo tú y tu enlace podéis hacer. Pero, para poder explicarte de qué se trata, primero he de mostrarte algo. Acompáñame».

Levita un poco más alto, esperando, supongo, que le siga. Por fin mi mente consigue hilar un par de frases entrecortadas:

«Pero mi enlace… Angelo… no puedo…».

«Podrás si yo te enlazo a mí un instante. Así».

Noto un estremecimiento en toda mi esencia, mi espíritu, mi ectoplasma o lo que quiera que sea. De pronto, algo me empuja a mirar a Astaroth y a acercarme un poco más a él, como si el Duque del Infierno estuviese tirando de mí.

«¿Preparada?», pregunta, y antes de que pueda hablar, echa a volar. Y yo tras él.

Volar
, en realidad, es un eufemismo para lo que estamos haciendo. Nos desplazamos a la velocidad de la luz, dejando atrás Villa Diavola, Florencia, Italia, Europa en apenas unas centésimas de segundo. Un destello azul es todo cuanto veo del océano. Y cuando quiero darme cuenta, estamos en otro lugar, en medio de una exuberante selva, descendiendo cada vez más despacio.

Por primera vez desde mi muerte, me alegro de no tener ya estómago. De lo contrario, a estas alturas estaría echando hasta la primera papilla.

Miro a mi alrededor, intimidada. Nos encontramos en lo que parecen las ruinas de una gran pirámide escalonada.

«¿Inca?», me pregunto, pero Astaroth capta mi pensamiento y responde:

«Maya».

«¿Qué… qué hemos venido a hacer aquí?», me atrevo a preguntar.

La sombra de Astaroth se desliza con suavidad sobre las piedras milenarias cubiertas de liquen. Yo le sigo de cerca.

«Supongo que Azazel te habrá contado algunas cosas», responde él. Parece que se le va pasando el enfado, porque su voz suena casi amable. Recuerdo otra vez que, según parece, Astaroth quería protegerme y que, si ahora estoy muerta, es porque no seguí sus instrucciones y me fui detrás del primer niño simpático que me dijo que era un ángel.

Lo miro con curiosidad.

«Me ha dicho que es mi madre», respondo, «y que mató a mi padre. Me ha contado que los humanos descendemos de un cruce entre ángeles y demonios. Pero no sé si creerla», añado, y aguardo, expectante, a que confirme o desmienta la historia de Azazel.

Pero me llevo un chasco.

«Eso es lo que ella dice, en efecto. Y otros ángeles y demonios cuentan otras historias. Nadie puede saber qué hay de verdad en cada una de ellas, si es que hay algo, porque hemos olvidado lo que sucedió entonces».

«Eso quiere decir que probablemente esté mintiendo…».

«Puedo asegurarte dos cosas, Cat», contesta Astaroth. «Azazel es tu madre y ordenó matar a tu padre. Pero, respecto al origen de tu especie, me temo que no soy yo quien debe responder a esa pregunta».

«¿Entonces, quién?», interrogo.

Astaroth vuelve hacia mí sus ojos como brasas, y juraría que sonríe.

«El único que recuerda todo lo que pasó. Hasta el último detalle».

«¿Lucifer?», pregunto, asustada, y entonces se me ocurre otra idea aún más fascinante: «¿Dios?».

«Ni uno ni otro», responde Astaroth. «Aunque sí puedo decirte que Lucifer olvidó hace ya tiempo el secreto que ocultan los restos de esta pirámide, y que si alguien puede hablar de Dios y recordar qué aspecto tiene, es aquel que mora en su interior».

Y atraviesa la pared como si fuera humo. Me quedo un instante en el exterior, dudando. Seguir al Gran Duque del Infierno al interior de una ruinosa pirámide maya no tiene pinta de ser una buena idea. Claro que soy un fantasma y en teoría ya no puede hacerme daño, pero aun así…

Pronto queda claro que no puedo opinar al respecto. La cadena invisible que me une a Astaroth tira de mí y me obliga a seguirle, atravesando el muro y hundiéndome en la oscuridad.

A pesar de que, como fantasma, soy perfectamente capaz de desenvolverme bien hasta en la más negra de las noches, este túnel me asusta. Es opresivo y angustioso, como si nadie hubiese entrado aquí en cientos de años. Y probablemente así sea, comprendo de pronto. Hemos entrado atravesando una pared. Seguro que Astaroth no lo ha hecho así para demostrarme lo poderoso que es, sino porque no hay ninguna entrada. El lugar al que nos dirigimos está totalmente sellado, como una tumba. ¿Cómo es posible que viva alguien aquí dentro?

Observo a mi guía con aprensión. A pesar de que el túnel está oscuro como la boca de un lobo, distingo perfectamente sus contornos, porque su esencia es todavía más tenebrosa que la más profunda oscuridad.

No resulta un pensamiento agradable. Estoy siguiendo a un demonio poderoso, y seguimos bajando y bajando por un túnel que parece el camino al mismo infierno.

Astaroth debe de haber captado mis pensamientos de nuevo, porque dice con una suave risa:

«No andas muy desencaminada, joven humana. Los antiguos mayas creyeron que esta era la antesala de Xibalba, el inframundo. Vieron a un héroe sabio y poderoso adentrarse por este túnel y, como no volvió a salir, sellaron la entrada. Nadie ha vuelto a abrirla en mil quinientos años».

«Se me ocurren dos posibilidades», comento. «O bien ese héroe era humano y la palmó aquí dentro, o bien era uno de vosotros, entró bajo cualquiera de sus encarnaciones y volvió a salir como espíritu, sin que nadie pudiera verlo».

«Ni lo uno ni lo otro», vuelve a repetir Astaroth.

Sigo dándole vueltas mientras descendemos cada vez más hacia el corazón de la pirámide. Estoy convencida de que hace ya un buen rato que nos movemos bajo tierra, pero Astaroth continúa avanzando, a veces por el túnel, a veces atravesando muros o lugares donde el techo se ha derrumbado parcialmente, impidiendo el paso a cualquier criatura corpórea. Pero nada puede detenernos a nosotros, demonio y fantasma, en nuestro camino hacia Xibalba.

«¿Qué vamos a encontrar ahí abajo?», pregunto cada vez más inquieta. La única solución que se me ocurre al acertijo del héroe que no volvió a salir es que nunca llegara a entrar. A saber qué clase de bestia parda está encerrada aquí abajo. Como para pensárselo dos veces, incluso si eres un héroe sabio y poderoso.

«La respuesta a muchas de tus preguntas», dice Astaroth.

Pese a lo que pueda parecer, eso no me tranquiliza; más bien al contrario.

Por fin, el túnel se ensancha hasta formar una gran sala. Como todo en el interior de la pirámide, está sumida en la más completa oscuridad. Y, sin embargo, mi percepción de espíritu es capaz de apreciar hasta el mínimo detalle, desde las fabulosas pinturas de las paredes o el intrincado dibujo de las baldosas del suelo, hasta las telarañas que se extienden, como velas fantasmales, por todos los rincones de la estancia. No quiero imaginar qué tipo de araña sería capaz de crear telas como estas en una oscuridad absoluta, pero eso no es lo más importante ahora.

Porque en el centro de la estancia, yaciendo sobre un trono de piedra, hay alguien.

A simple vista parece muerto. Sus ropas están hechas jirones, como si llevara siglos sin cambiárselas. Tiene los ojos cerrados y su piel está pálida y demacrada, como la piel de alguien increíblemente viejo. Su cabello cano es tan largo que llega hasta el suelo y cubre buena parte de él, confundiéndose con la espesa maraña de telarañas que ha invadido la habitación, y que también alcanza a la figura del trono. Cualquiera diría que es una momia olvidada aquí abajo mucho tiempo atrás.

Pero no es una momia. No es un cadáver. Está vivo.

Lo sé porque su cuerpo despide un leve resplandor pálido.

No puede ser.

Me acerco para verlo mejor.

No puede ser. Es un ángel.

Lo que había tomado por una larga melena no es tal. Son unas grandes alas de plumas, encrespadas, que parecen haber sido de colores hace mucho tiempo, pero que ahora se han tornado en un mustio color gris. Y no, no son alas de luz, como las de todos los ángeles que he visto hasta ahora. Son alas de verdad, reliquias de un tiempo remoto, de mitos y maravillas, en el que los ángeles y los demonios podían adoptar formas aladas y mostrarse así ante los humanos.

Y este ángel caminó entre los mortales bajo el aspecto de un alto e imponente ser alado…

… y era el héroe que entró en la pirámide y nunca más volvió. No salió como espíritu ni murió aquí dentro. Se quedó encerrado en esta misma habitación.

Y lleva aquí mil quinientos años, comprendo, llena de espanto.

«¿Qué le pasa? ¿Por qué no ha salido de aquí? ¿No puede regresar al estado espiritual? ¿Quién lo encerró en la pirámide? ¡Tenemos que ayudarle!».

Un torrente de pensamientos atropellados se acumula en mi mente. Muchas preguntas y ninguna respuesta. Y una terrible angustia por el angélico prisionero que, cubierto de mugre y telarañas, ve pasar los días, y los años, y los siglos, desde su trono de piedra.

«Cálmate», responde Astaroth. «Está aquí por voluntad propia. Se encerró aquí en vida porque así lo quiso, y tuvo tiempo de sobra para pasar al estado espiritual y escapar al exterior si así lo hubiese deseado. Y aunque ahora ya esté atrapado en su forma actual, me consta que no quiere salir de aquí. Se lo ofrecí yo cuando lo encontré y declinó la oferta».

«Pero… pero… ¿por qué?», pregunto, desolada.

«Por la memoria», responde Astaroth. «Cuando los ángeles empezaron a perder la memoria, uno de ellos decidió que no permitiría que la suya se corrompiese con más recuerdos, y eligió enterrarse en vida para preservar intacto todo lo que sabía. Tanto Miguel como Lucifer sabían que estaba aquí, porque él sacrificó su vida para conservar la memoria de ambas especies, que es también la memoria del mundo. Desde entonces no ha permitido que entre más información en su mente. Por lo que a él respecta, las ruinas que hemos visto ahí fuera siguen siendo una próspera ciudad maya. Su memoria histórica se detuvo hace mil quinientos años. Pero, a cambio, conserva recuerdos de todo lo anterior». Me mira un momento, con los ojos relucientes. «Desde el principio de los tiempos», añade.

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