Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
Nebiros palidece. Casi puedo oler su miedo, su desconcierto. Incluso Uriel parece perder, por primera vez, algo de la aplastante seguridad en sí mismo que ha mostrado en todo momento. Gabriel titubea y dirige a su compañero una mirada llena de incertidumbre.
—Astaroth… —susurra.
La sonrisa de él se hace más amplia, hasta convertirse en una mueca feroz. Cargado de cadenas como está, se arroja al suelo y se postra ante algo… o alguien… que parece estar al fondo de la habitación.
—Bienvenido seáis, mi señor —lo saluda.
Nebiros retrocede con un grito ahogado. Todo su poder, toda su fuerza y su arrogancia parecen menguar ante el ser que se materializa de pronto ante nosotros, una criatura alta y pálida, de rasgos angulosos y ojos rojos como el corazón del infierno. Una mata de cabello negro, liso y brillante, le cae sobre la espalda, entre las dos enormes alas negras, dos alas materiales, de verdad, que despliega tras de sí. De su frente nacen dos pequeños cuernos retorcidos.
Está claro que este demonio no renuncia al placer de los pequeños detalles clásicos, porque no ha elegido una forma humana para encarnarse. No necesita ocultarse ni fingir que es uno de nosotros. Cualquiera, sea humano, ángel o demonio, se sentiría empequeñecido ante la fuerza de su mirada. Porque, pese a que su elegante túnica roja y negra envuelve un cuerpo esbelto y aparentemente delicado, su aura de poder es tan intensa que, antes de que podamos darnos cuenta, todos, incluido Uriel, estamos temblando de puro terror.
Sé quién es. Sé quien es y, sin embargo, su nombre se resiste a aparecer en mi mente, porque la posibilidad de que él esté aquí es demasiado terrorífica como para tenerla en cuenta siquiera.
Y, sin embargo, es él.
Nebiros no puede más. Se arroja a los pies del recién llegado.
—Mi señor Lucifer —susurra pronunciando el nombre que yo jamás me habría atrevido a mencionar en su presencia—. Vuestro siervo os saluda.
Lucifer. El Emperador del Infierno. El Señor de Todos los Demonios. El protagonista de innumerables leyendas y relatos de terror. Confieso que, pese a todo lo que sé, pese a ser hija de un ángel y haber caminado entre demonios, en el fondo nunca llegué a pensar que podría toparme con él algún día. Me parecía una criatura mítica, irreal.
Y, sin embargo, está aquí. En el cuartel general de Nebiros. Observándonos con esos ojos rojos, fríos y ardientes al mismo tiempo, si es que eso es posible. Su rostro permanece impasible mientras contempla a Nebiros, pero su mirada refleja disgusto y desagrado.
Y yo sigo temblando de puro terror. Por primera vez, de forma absurda e irracional, me alegro de estar muerta, de ser un fantasma. Porque es lo único que me salvará de su ira: el hecho de que ya no puede hacerme daño.
Porque no puede hacerme daño, ¿verdad?
—Un siervo que conspira a mis espaldas —observa él.
No ha levantado la voz, pero no es necesario: hemos escuchado con claridad todas y cada una de sus palabras. Tiene un tono magnético y al mismo tiempo autoritario; cuando le escuchas hablar, algo en tu interior desea fervientemente obedecer hasta el más insignificante de sus caprichos, porque tienes la sensación irracional de que te sucederán cosas muy desagradables y muy dolorosas si no lo haces.
También Angelo se ha postrado ante él, pero Lucifer, el Señor del Infierno, el Rey de los Demonios, no le presta atención, ni a mí tampoco. Observa con cierto disgusto a Nebiros, que sigue arrodillado ante él, pasa por alto a Astaroth y se dirige a los dos arcángeles. Saluda a Gabriel con un cortés gesto de frío respeto, y ella le corresponde, aunque hay un brillo de desconfianza en su mirada.
—Lucifer… —murmura Uriel—. ¿Por qué has venido?
Él le mira de arriba abajo, como evaluándolo.
—He estado aquí todo el tiempo. Ha sido un espectáculo muy… interesante.
Ahogo una exclamación consternada. ¿Ha estado aquí todo el tiempo? ¿Cuánto tiempo, exactamente? ¿Quiere decir eso que…?
—Astaroth tuvo la deferencia de informarme de sus planes antes de venir —añade Lucifer, y su voz sigue siendo gélida—. Decidí acompañarle para ver qué estaba sucediendo aquí. He comprobado dos cosas: que no me mentía y que vosotros no me esperabais. —Se vuelve de nuevo hacia Nebiros, que sigue temblando a sus pies—: ¿De modo que has pactado con un arcángel para exterminar a los seres humanos… sin consultarme?
Por su actitud, se diría que el hecho de no haber sido informado le molesta todavía más que el tema de la confabulación con el enemigo y del exterminio de la humanidad.
—Mis disculpas, mi señor…
—Cállate —interrumpe Lucifer, y Nebiros enmudece—. Pondré fin a esto inmediatamente. Y tú serás castigado en consecuencia. Severamente castigado —añade—. En cuanto a ti, Astaroth… tampoco me informaste de tus planes… ni de tus… buenas relaciones con los ángeles —concluye mirando a Gabriel—. Como tuviste el detalle de recordarme, hace tiempo castigué a Azazel por el mismo error que has cometido tú.
—Mi señor —responde Astaroth; se ha erguido y se enfrenta a él con valentía y serenidad—, al principio no fue más que un experimento. No pensábamos que fuese a salir bien, y no creí que fuera necesario molestaros con el tema. Había un precedente, cierto… pero Azazel fue condenada por crear una nueva especie, y hoy, dos millones de años después, los humanos ya no son una nueva especie. No había nada de particular en que nosotros engendrásemos unos cuantos más. Por otro lado, en tiempos de Azazel, los ángeles eran realmente un enemigo temible. Pero ahora, diezmados, cansados y al borde de la extinción, no suponen un peligro para nosotros. Mantener buenas relaciones con ellos no tiene las mismas connotaciones que antes.
»No obstante —continúa—, en ningún momento pensamos que nuestro experimento iría tan lejos. Solo cuando nuestros hijos comenzaron a ser asesinados, nos dimos cuenta de lo importantes que eran. Envié a este joven demonio —añade señalando a Angelo— a investigar el porqué de los ataques, porque casualmente había conocido a Cat, la primera de nuestras hijas, asesinada por los servidores de Nebiros, y sus investigaciones nos condujeron hasta aquí y hasta el plan de aniquilación de los seres humanos. Fue entonces, mi señor, cuando opté por informaros. Me pareció que era algo serio y que debíais tener conocimiento de ello.
Lucifer alza una de sus cejas, perfectamente arqueadas.
—¿Eres consciente de que esto podría significar el fin de tu pequeño experimento?
—Soy consciente, mi señor. Pero había que detenerlos. Había que…
No termina la frase, pero creo leer lo que sigue en su mirada.
Había que salvar a Gabriel.
Astaroth no era tan ingenuo como Nebiros y Uriel parecían pensar. Entró en la boca del lobo, sí, pero no lo hizo solo. Y Lucifer, Señor de los Demonios, el más poderoso de todos ellos, es perfectamente capaz de infiltrarse en un lugar sin ser detectado, tal vez como una sombra invisible, quizá como un simple pensamiento. Puede que por eso lleve tantísimo tiempo siendo quien es. Quizá por esta razón sea imposible engañarle o conspirar contra él. Porque puede escucharte sin que sospeches siquiera que lo está haciendo.
—Hablaremos de esto —concluye Lucifer—. En cuanto a vosotros… —añade dirigiéndose a los ángeles.
—No soy uno de los tuyos —replica Uriel, altivo—. No tienes poder sobre mí.
Los ojos de Lucifer relampaguean, y el arcángel retrocede un paso, pero no aparta la mirada. El demonio sonríe brevemente.
—Aun así, te mataré —afirma, y desenvaina su espada, casi al mismo tiempo que Uriel.
—Basta —interviene una voz, serena y autoritaria—. ¿Con qué derecho levantas tu espada contra un arcángel, Príncipe de las Tinieblas?
Obnubilados por la presencia de Lucifer, ninguno de nosotros se ha dado cuenta de que la puerta del despacho se ha abierto a nuestras espaldas. En ella hay tres ángeles severos y resplandecientes, dos varones y una joven. Los tres llevan las alas enhiestas y las espadas desenvainadas y cubiertas de sangre. Por lo que parece, se han cargado ellos solos a toda la seguridad demoníaca del edificio.
—Os saludo, arcángeles —responde Lucifer con frialdad—. Debo confesar que hace ya rato que os esperaba. No en vano, estoy tratando de desentrañar una conspiración de proporciones planetarias en la que están involucrados dos de los vuestros. Ya tardabais en aparecer.
Gabriel los contempla, perpleja:
—¡Miguel! ¡Rafael! ¡Remeiel! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
El más alto de todos, un ángel rubio e imponente, alza la cabeza con orgullo y dirige una breve mirada a Astaroth, que se encoge de hombros.
—¿Por qué crees que he tardado tanto en venir a buscarte? —responde el demonio.
No me lo puedo creer. Astaroth no solo ha venido con Lucifer, sino que además se ha tomado la molestia de avisar a los ángeles… a los arcángeles, mejor dicho, con Miguel a la cabeza.
—Pero ¿por qué? —murmura Gabriel.
Eso es lo que nos estamos preguntando todos, incluyendo Lucifer, supongo yo, porque tiene los ojos clavados en Miguel y ha fruncido los labios en una expresión que no presagia nada bueno. No parece que haya sido una gran idea juntar aquí a estos dos. ¿Sospecharía ya Astaroth que Uriel estaba detrás de todo esto, y decidió informar a los ángeles para que se ocupasen del asunto?
Sin embargo, la explicación resulta ser mucho más obvia y sencilla:
—Porque llevaban meses buscándote —responde—. Yo solo les dije que sabía dónde encontrarte. Han venido aquí por ti.
Remeiel, la chica, le sonríe.
—Saludos, hermana. Nos alegramos de encontrarte sana y salva. Y saludos, Uriel. También a ti te echábamos de menos.
—No lo hagas —replica entonces Gabriel, con una nota de ira contenida en su voz—. Es un traidor. Pactó con ese demonio para exterminar a todos los seres humanos del planeta.
Hasta Miguel, que se había llevado la mano a la espada, dispuesto a abalanzarse sobre Lucifer, se vuelve hacia ella.
—Nos han llegado rumores —murmura—. Un ángel fue alertado por una humana acerca de un plan semejante… Pero no se nos dijo que uno de los nuestros pudiera estar implicado. Si eso es verdad, se trata de una acusación muy grave. ¿Estás segura de lo que dices, Gabriel?
No lo puedo creer. ¡Jeiazel habló con los demás ángeles, después de todo! Sin embargo, ahora comprendo por qué me dio largas y por qué dudaba que Miguel fuera a hacerme caso. El y los suyos estaban ocupados buscando a Gabriel, que llevaba meses desaparecida.
—Una enfermedad letal —asiente ella en voz baja—, que solo afectaría a los humanos. A todos ellos. En menos de un mes desde la ejecución de su plan, ya no quedará ningún ser humano sobre la Tierra.
Los arcángeles callan, horrorizados. Rafael, que parece el mayor de los tres, el más juicioso tal vez, mira a Uriel, muy serio.
—¿Es eso cierto?
Los dos cruzan una larga, larga mirada. Finalmente, Uriel se derrumba. Se deja caer al suelo con la suavidad de una hoja que se desprende de un árbol y, de rodillas ante sus hermanos, susurra:
—Lo hice para salvarnos… para salvarnos a todos… la creación… nuestro hermoso mundo…
Su voz se apaga y nadie dice nada, por el momento. Contemplo a los arcángeles y me conmueve contemplar en sus rostros huellas del intenso dolor que aflige a Uriel, y que le ha llevado a esta situación. Me siento malvada y miserable.
Cuánto daño hemos hecho a estas criaturas, y a tantas otras, por ignorancia, por egoísmo o por pura mezquindad.
Miguel alza la cabeza lentamente. Sus ojos dorados, nobles y serenos, se cruzan con la mirada roja de Lucifer.
—Tú te ocupas de los tuyos —dice a media voz—, y yo de los míos. Como de costumbre.
Lucifer yergue las alas. Sus finos labios se curvan en una maliciosa sonrisa.
—Estoy de acuerdo —asiente—. Pero ¿qué hay de ellos? —pregunta lanzando una mirada hacia Astaroth y Gabriel—. ¿Estás al tanto de su pequeño… proyecto?
—Estoy al tanto —responde Miguel—. Astaroth ha tenido a bien informarme de ello. Debo confesar —añade contemplándola con un cierto gesto de repugnancia— que no le creí. Pensé que trataba de calumniarte, y solo Rafael fue capaz de impedir que le atravesara con mi espada allí mismo. ¿Es cierto eso, Gabriel? —Ella asiente, sin una palabra, y Miguel sacude la cabeza, desconcertado—. ¿Cómo has podido?
—Pero es parte de la esencia del mundo —responde ella con suavidad—. Y dime, hermano… ¿me espera por ello el mismo castigo que a Samael?
Miguel la contempla, dividido entre su afecto hacia ella y el dolor que le inspira el hecho de verla junto a Astaroth. El demonio, sin embargo, observa la escena sin intervenir.
Por fin, Miguel se vuelve hacia los otros arcángeles. Parece cansado e indeciso.
—Raguel la habría ejecutado por esto —murmura.
Rafael se encoge de hombros.
—Eran otros tiempos —responde—. Entonces éramos muchos más, y el mundo rebosaba vida. Hoy no podemos permitírnoslo. Nadie debería ser castigado por traer más vida al mundo. Nunca.
Miguel y Remeiel asienten. Parecen aliviados. Y yo sonrío porque, por lo visto, Gabriel se ha salvado. Su relación… su amor por Astaroth no va a ser recompensado con la muerte. Sin embargo, aún queda algo por resolver.
Uriel se ha levantado con dificultad. Parece terriblemente cansado.
—Recuerdo… cómo era el mundo antes —se limita a decir, y más que palabras, son un grito de dolor, un lamento, una pregunta sin respuesta.
—Yo también —responde Miguel a media voz.
—Yo… lo echaba de menos.
—Lo sé. También yo —y después añade—: Te comprendo.
Por el rostro puro de Uriel se derrama una beatífica sonrisa.
—Gracias —susurra solamente, y es entonces cuando nos damos cuenta de que, en un movimiento tan rápido que nos ha pasado desapercibido, Miguel le ha atravesado con su espada.
—Lo siento tanto, hermano… —susurra Miguel—. Descansa en paz.
—Gracias —repite Uriel, y ese es su último aliento. Por fin, el ángel que no podía soportar el intenso sufrimiento del mundo, que trató de aliviarlo eliminando a su peor pesadilla, muere en brazos de los arcángeles, que sostienen su cuerpo, conmovidos.
Miguel se yergue entonces para encarar a Lucifer, desafiante.
—Ya hemos cumplido con nuestra parte —anuncia; se le quiebra la voz en las últimas palabras, cargadas de dolor por el recuerdo de Uriel. Sin embargo, se recupera para añadir, con cierta dureza—: Esperamos que tú hagas justicia entre los tuyos.