Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
—Es la primera noticia que tengo. Y, de todos modos —añade, suspicaz—, ¿cuáles son tus fuentes? ¿Quién te ha contado toda esa sarta de disparates? ¿Y por qué estás en este mundo todavía? —mira a su alrededor, frunciendo el ceño con desconfianza—. ¿Dónde está tu enlace?
«Es que es un poco tímido», me apresuro a contestar. «Pero te aseguro que todo esto que te he contado es verdad…».
—No te lo habrá contado un demonio, ¿no?
En realidad, sí, pero si se lo confirmo voy a perder la poca credibilidad que me queda.
«¿Qué importa eso? Puede que se trate de un rumor, como dices, pero si existe la mínima posibilidad de que sea cierto… dime: ¿no valdría la pena investigarlo, al menos… solo por si acaso? Quizá Miguel ya lo sepa», hago notar. «Quizá esté trabajando en ello. Pero, de todas formas, me quedaría más tranquila si supiera que eso no va a pasar, bien porque sea mentira, bien porque vais a impedirlo».
—Puedes estar tranquila, Cat, eso no va a pasar…
«¿Puedes garantizármelo?», insisto.
Jeiazel me mira, un tanto desconcertado. Abre la boca para decir algo, pero la cierra y sacude la cabeza. No, no puede. Es un combatiente, y sabe que con los demonios no hay que dar nada por sentado.
«Llévame a ver a Miguel, por favor», suplico.
«Se lo contaré, al menos para que lo sepa, para que esté al tanto por si sucediera lo peor».
—No puedes hablar con Miguel, muchacha —replica el ángel, alarmado—. Está muy atareado. Lleva semanas preocupado por…
Se calla de pronto; la puerta acristalada de la librería se acaba de abrir y ha entrado un cliente, un señor bien vestido, con gafas y un maletín. Jeiazel le sonríe y deja de ser un ángel que lucha contra los demonios para meterse en la piel de un amable librero. Espero, impaciente, mientras Jeiazel va en busca del libro que le ha pedido, un manual universitario o algo por el estilo. Floto en torno a él, pero no me ve. Solo se estremece un poco cuando paso rozándole la espalda, como si de pronto le hubiese entrado un escalofrío.
Por fin, el cliente se va y Jeiazel vuelve a prestarme atención.
—Hablaré con Miguel y lo investigaremos, pero ahora vete, ¿de acuerdo? Y arregla con tu enlace lo que sea necesario para poder marcharte. Sé que eres joven, pero ya no estás viva y, por tanto, no tendrías que seguir aquí.
«¿Arreglar con mi enlace…? », repito, sorprendida.« ¿Qué se supone que tengo que arreglar?».
—La mayor parte de las veces, los fantasmas que no pueden marcharse se vinculan a algo o a alguien de quien no quieren separarse.
«Bueno, pues no es mi caso», replico. Pero Jeiazel no me escucha. Me dirige una mirada compasiva y me aconseja:
—Acepta tu muerte, despídete de él, o de ella, y abandona este mundo, Cat. Hazme caso esta vez. Créeme, hay cosas peores que estar muerto. Si te quedas aquí demasiado tiempo, llegará un momento en que no seas capaz de marcharte.
Me estremezco al recordar a los fantasmas perdidos, esos fantasmas que no saben ya dónde están y que apenas recuerdan su nombre. No quiero convertirme en uno de ellos, es verdad.
«Tú habla con Miguel y dadle una buena patada en el culo a ese tal Nebiros», respondo cambiando de tema. «Aunque no esté fabricando un virus exterminador, seguro que se lo merece. ¿Sabías que él fue el responsable de la Peste Negra?».
—Cat…
«Vale, de acuerdo, ya me voy. Pero, por favor, haced algo. ¿Cómo quieres que abandone este mundo dejando las cosas así? ¿Con una extinción inminente? Si puedo…».
—Cat, por favor.
«Claro, los fantasmas no son buenos para el negocio, espantan a los clientes», ironizo. «Gracias por todo, Jeiazel, y adiós».
De nuevo atravieso la puerta de cristal y salgo al aire libre. Sigo el hilo invisible que me ata a Angelo, doblo un par de esquinas y lo encuentro ahí, simulando que está contemplando los escaparates de las tiendas. Vuelve la cabeza hacia mí en cuanto me percibe.
—¿Y bien? —susurra.
Le describo brevemente la conversación que he tenido con Jeiazel.
«Me sorprende que no lo supieran», concluyo. «¿Qué clase de ángel se enteraría de lo del virus y no se lo diría a los combatientes?».
—Quizá los arcángeles sí lo sepan —responde Angelo—. Puede que, al igual que Astaroth, estén llevando en secreto la lucha contra Nebiros.
«Bueno, pero Astaroth tiene un buen motivo para esconderse: no quiere que se entere Lucifer. Sin embargo, y desde que Metatrón se encerró en la pirámide, podríamos decir que no hay nadie por encima de Miguel que pueda discutirle las decisiones que toma. Por otra parte, quizá estemos pasando por alto lo más obvio».
—¿El qué?
«Que Orias nos haya mentido y no le reveló el futuro a ningún ángel».
Angelo niega con la cabeza.
—No; si hay algo de lo que podemos estar seguros, es de que Orias dijo la verdad.
«¿Por qué?», ironizo. «¿Porque los demonios nunca mienten?».
Me lanza una de esas miradas suyas que quieren decir: «¿Pero es que no sabes pensar, o qué?», y me responde:
—Porque los demonios que comercian con información, sea del pasado, del presente o del futuro, no mienten. Dar información falsa es malo para el negocio. Se pierde credibilidad.
«Ah, claro. En tal caso, lo único que se me ocurre es que los ángeles sí lo saben, o al menos algunos de ellos, y es Jeiazel el que no está al loro. Y si no estaban enterados, bueno, pues ahora ya lo están».
—Sí, pero eso no soluciona nuestro problema —suspira Angelo—. Le prometimos a Astaroth que averiguaríamos quién es el socio de Nebiros, y aún no sabemos nada. Les has regalado información a los ángeles, pero ellos no te han contado nada a cambio.
«¿Tú qué te crees, que es fácil localizar a Miguel y hablar con él?», protesto.
—Para alguien que conversa de lo humano y lo divino nada menos que con Metatrón y Astaroth, no debería serlo, ¿no crees? —replica Angelo con una sonrisa.
«
Touchée
. Bueno, pues ¿qué hacemos?», pregunto. «Si los ángeles no saben nada, o sí lo saben pero no lo quieren compartir con los humanos, entonces ya no sé a quién preguntar ahora. ¿A Nergal otra vez?», sugiero sin mucho entusiasmo.
Pero Angelo niega con la cabeza.
—Ya se habrá encargado Astaroth de preguntar a Nergal, tenlo por seguro. Y si Nergal no le ha podido facilitar esa información, entonces nadie en el mundo demoníaco podrá hacerlo. Nebiros esconde bien sus secretos y, si es cierto que tiene un aliado, este es bien escurridizo, por lo visto. Astaroth tiene que estar muy desesperado para haberte pedido que contactes con los ángeles en busca de esa información. Me pregunto por qué —añade, pensativo.
«¿Qué hacemos, pues?», repito. Me siento como en un callejón sin salida.
—Pues, sinceramente, creo que ya hemos hecho todo lo que está en nuestra mano. Les toca a los ángeles mover ficha. Si saben algo, con un poco de suerte Jeiazel lo averiguará, y si volvemos dentro de un par de días, quizá tenga más cosas que contarte.
«¿Así que eso es lo que sugieres? ¿Que esperemos?».
—¿Qué otra cosa quieres que hagamos?
«Es que, por si lo habías olvidado, soy un fantasma. Así que, si no estamos investigando sobre conspiraciones demoníacas ni descubriendo oscuros secretos familiares, no tengo nada mejor que hacer. Nunca he tenido demasiada paciencia, y en estado ectoplásmico, menos todavía».
—Pues deberías: tienes toda la eternidad por delante.
«Por eso: me aburro si no tengo nada que hacer. ¿Cómo lo soportáis los seres eternos?».
Angelo se ríe. Bajo el sol deslumbrante de Madrid no parece un demonio, sino un joven normal y corriente que está de paseo, como cualquier otro… eso si pasamos por alto el
brillo rojizo de sus ojos y las alas de oscuridad que fluyen de su espalda, claro. Pero el caso es que ya me voy acostumbrando a esos detalles. Debe de ser porque ya hace un tiempo que estamos juntos a todas horas.
—Son solo un par de días. Cuando vives cientos de miles de años, un par de días no son nada. Ya sabes… «
una vida humana no es más que el parpadeo de un dios
».
Recuerdo, de pronto, mi conversación con Astaroth: «
Porque el tiempo que ha pasado contigo es solo un parpadeo comparado con su larga, larguísima vida».
Y me duele. Me duele que en estos momentos Angelo sea todo para mí, porque es mi enlace, porque dependo de él para casi todo, porque ha estado omnipresente en los últimos instantes de mi vida y en todo este extraño tránsito entre mi muerte y lo que haya más allá, y en cambio yo para él no soy… nada. Una anécdota que dentro de doscientos o trescientos años ya habrá olvidado. Puede que ni siquiera merezca un par de frases en el colosal registro de sus memorias.
Evito pensar en ello, porque me hace sentir pequeña y miserable, y eso no me gusta.
«Bonita frase», comento. «¿Platón, tal vez? ¿Nietzsche? ¿Séneca? », pregunto, pero Angelo niega con la cabeza.
—Conan el Bárbaro —se ríe—. Aún te queda mucho por aprender.
«Lamentablemente, mi vida ya terminó, así que me temo que no voy a poder aprenderlo». Él se limita a sonreír y a repetir:
—Tienes toda la eternidad por delante.
«Claro; siempre suponiendo que haya algo al otro lado del túnel de luz», replico, inquieta. «Otra posibilidad es quedarme aquí para siempre, por supuesto, pero no creo que te hiciera mucha gracia».
Se vuelve para mirarme, y la luz roja de sus ojos brilla con más intensidad.
—Ni se te ocurra pensar en ello, Cat —me advierte con seriedad—. Tienes que irte por el túnel de luz. Es la mejor alternativa para ti.
«¿Y cómo lo sabes?», me rebelo. «¡Soy demasiado joven para abandonar este mundo! ¿Cómo sé que lo que hay más allá vale la pena? ¡Ya sabes lo que dijo Metatrón: Dios está en este mundo y en todas las cosas! Si tan importante es nuestro mundo, ¿por qué debería creer que lo que hay al otro lado es mejor?».
Si esperaba que me consolara o me reconfortara, me llevo un buen chasco, porque se limita a responder enigmáticamente:
—No lo sabrás hasta que no lo pruebes. Y sí, creo que tienes razón: no se te da bien estar inactiva. Cuando te aburres empiezas a tener ideas extrañas, así que será mejor que nos pongamos en movimiento, o te convertirás en un espectro perdido antes de que quieras darte cuenta.
Pasamos el resto del día de turismo por Madrid. Angelo me cuenta muchas historias de ángeles y demonios en todo el mundo. Las batallas más sonadas entre unos y otros han tenido reflejo en la mitología de las distintas civilizaciones humanas. Es interesante, sí, y también son interesantes las cosas que me cuenta acerca de la ciudad que estamos visitando. Pero, a pesar de eso, no consigo quitarme de encima la angustia por todo lo que estoy dejando atrás: mi vida y mi mundo, aunque la historia de mi vida sea un desastre y mi existencia tuviera origen en un extraño experimento de mestizaje, y aunque mi mundo esté amenazado por una catástrofe inminente. En cambio, Angelo está relajado y tranquilo. Ventajas de ser eterno, supongo. Él sí puede permitírselo. Y puede que yo tenga la eternidad por delante, como dice él, pero no me siento así. No me veo al comienzo de una nueva vida. Por el contrario, me siento como si mi vida hubiese terminado. Que es lo que sucedió, por otro lado, cuando Johann me empujó a las vías del metro.
—¿Por qué no puedes irte? —me susurra Angelo hacia el final de la tarde.
Nuestro largo paseo por Madrid nos ha llevado, otra vez, al Retiro, cerca de la estatua del Ángel Caído. Angelo se ha dejado caer sobre la hierba y yo levito junto a él. Hemos estado hablando de muchas cosas… bueno, en realidad, él hablaba y yo escuchaba. Ni siquiera estaba de humor para replicarle, pero no parece que eso le importe. Da la sensación de que hace mucho tiempo que nadie escucha lo que tiene que decir.
Cuando la conversación ha concluido, nos hemos quedado un rato en silencio, y entonces Angelo ha formulado la pregunta.
«¿Tú por qué crees que es?», respondo. «Pues porque no quiero morir».
—Pero ya estás muerta, Cat. Tienes que aceptarlo.
«Claro, para ti es muy fácil decirlo. Como no vas a morir…».
—Yo también moriré algún día. Quizá abatido por la espada de un ángel… o de un demonio, quién sabe. O tal vez…
No termina la frase, pero sé lo que está pensando.
—He visto muchos fantasmas perdidos —prosigue—. Fantasmas que no fueron por el túnel de luz y que en un momento dado rompieron el vínculo con su enlace. Son criaturas atormentadas. No son felices. No sé qué hay al otro lado del túnel de luz, pero no puede ser peor que lo que te espera aquí si te quedas.
«¿El vínculo no dura siempre?».
—No; se debilita cuando pasa un tiempo después de la muerte, y llega un momento en que se rompe, y si el fantasma no logra marcharse, queda a la deriva para siempre.
Tragaría saliva, si pudiera.
«No tenía ni idea», reconozco. «No suena muy divertido».
—No lo es.
Sé que no lo es. Los he visto, sé cómo son esos fantasmas perdidos, lo desesperados que están. No quiero ser uno de ellos. Pero tampoco quiero darle la espalda a este mundo y adentrarme en lo desconocido. No sé qué me espera detrás. ¿Y si no hay… nada?
«Jeiazel me dijo que, si quería marcharme, tenía que arreglar las cosas contigo», le digo tras un instante de silencio.
—¿Conmigo?
«Con mi enlace», especifico, «y ese eres tú».
No responde. Sigue contemplando, pensativo, la estatua del Ángel Caído.
«Ya te di las gracias por todo lo que has hecho por mí», prosigo, «así que no se me ocurre qué más cosas tengo que solucionar. No he vengado la muerte de mi padre, pero tampoco quiero matar a mi madre. Creo que me basta con haber descubierto qué pasó, y por qué. Me parece, por tanto, que no me quedan asuntos pendientes. Incluso el tema de la nueva generación de humanos y la extinción de la humanidad… todo eso lo están llevando a cabo seres más poderosos y más inteligentes que yo, así que no es responsabilidad mía. De modo que no sé qué es lo que me retiene aquí… aparte del hecho de que no me hace gracia la idea de estar muerta, claro».
Angelo despega los labios por fin.
—Quizá haya alguien de quien no quieras despedirte.
«Todas las personas que me importan, por ejemplo. No quiero despedirme de nadie, porque sé que será para siempre. Y aunque no son muchos los amigos que dejo atrás, sí son importantes. Precisamente porque son pocos».