Dos velas para el diablo (35 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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«¿Y cómo es posible, entonces, que tanto ángeles como demonios hayáis olvidado vuestros orígenes, si él estaba aquí para recordároslos?», le pregunto con cierto escepticismo.

Astaroth sonríe.

«Porque no contó con la memoria de los que se quedaron fuera», responde solamente.

La angustia y el horror vuelven a recorrer mi esencia de fantasma.

«¡Lo olvidaron aquí dentro!», comprendo. «¡Se olvidaron de que estaba aquí!». Observo al pobre ángel, llena de compasión. «Pero… pero… ¿quién es?».

«Es Metatrón», dice Astaroth. «La voz de Dios».

Me quedaría sin respiración, si aún pudiese respirar.

Metatrón. El Rey de los Angeles. El más poderoso de todos.

Sacudo la cabeza. Son demasiadas revelaciones sorprendentes para asimilarlas todas, por lo que trato de ordenar mis pensamientos.

«He oído hablar de Metatrón», comento con suavidad. «Pero creí que era un mito. Después de todo, se supone que es el Rey de los Angeles, pero en la práctica parece que no hay nadie por encima de Miguel… salvo Dios, claro, esté donde esté».

«Eso es porque Metatrón jamás se involucró en la lucha contra mi gente», me responde Astaroth. «Nunca fue un combatiente. Era el más grande de todos los ángeles, y su trabajo consistía en conocer con todo detalle la creación de Dios. Cada semilla que germinaba, cada insecto que moría… nada de eso se hacía sin que Metatrón lo supiese. No es el Rey de los Angeles porque sea el más poderoso, sino porque era el más sabio».

«¿Era?», repito.

Astaroth me mira con sus ojos abrasadores, y en la silueta oscura de su rostro puedo adivinar una sardónica sonrisa.

«Lleva un desfase de mil quinientos años», me recuerda. «No estoy seguro de que esté preparado para enfrentarse al mundo moderno. Han cambiado muchas cosas desde su época».

«Comprendo», asiento.

«Pero acércate y salúdale, niña», me anima el demonio. «Pregúntale cualquier cosa acerca del pasado. Te responderá, y sus respuestas te brindarán más de una sorpresa».

Titubeante, me acerco al ángel del trono de piedra. «Buenas tardes», le digo. «Me llamo Cat». Enseguida me pregunto dos cosas:

1)
        
Si tiene sentido decirle «buenas tardes» a alguien que lleva milenio y medio sumido en una noche perpetua.

2)
        
Si un ángel como él querrá hablar con un simple fantasma como yo.

Pero Metatrón alza hacia mí su rostro casi cadavérico y me mira con unos ojos totalmente blancos, sin iris ni pupila. Inmediatamente entiendo que no puede verme. No con los ojos, al menos, aunque muy probablemente su esencia angélica pueda detectarme sin problemas. También él sufre la Plaga. De lo contrario, no estaría atrapado en un cuerpo tan abandonado. Habría podido pasar al estado espiritual en cualquier momento y regresar en un envoltorio mejor.

—Habla, alma perdida —dice entonces, sobresaltándome; es una voz que parece más un agónico jadeo, un silbido que se escapa entre sus labios agrietados, como si pronunciar cada palabra le costara un titánico esfuerzo. Vuelvo la mirada hacia Astaroth, interrogante, pero él niega con la cabeza, prohibiéndome toda posibilidad de retirada. Dudo. Por un lado, ardo en deseos de preguntarle cosas, de conocer la verdad, y además es lo que quiere Astaroth que haga, y no creo que sea buena idea contrariarle. Pero, por otro lado, me sabe fatal por este pobre ángel y no quiero hacerle hablar más de lo necesario.

Además, tampoco estoy segura de que me guste lo que tiene que contarme.

Cierro los ojos un instante. Este es el momento perfecto para respirar hondo, pero claro, eso es algo que ya no puedo hacer, por lo que me conformo con contar hasta tres, volver a abrir los ojos y preguntar:

«¿Es cierto que lo recuerdas todo, desde el principio de los tiempos?».

—No —responde Metatrón—. Recuerdo la historia del mundo desde la aparición de la vida. Porque nosotros surgimos con ella.

«¿Nosotros?».

—Los ángeles y los demonios. Los guardianes y los destructores. El orden y el caos. La estabilidad y el cambio…

Pronuncia cada pareja de términos con dificultad, y asiento enérgicamente para hacerle entender que lo he comprendido, que no hace falta que se esfuerce más. Sin embargo, Metatrón parece experimentar la necesidad de continuar hasta el final.

—La luz y la oscuridad —concluye en un susurro.

He venido a preguntarle por el origen del ser humano, para saber si Azazel miente o no, pero no puedo desaprovechar esta ocasión:

«¿Y dónde estaba Dios entonces?», pregunto.

—Donde está ahora —responde Metatrón—. Donde ha estado siempre.

«¿En el cielo?».

Sus labios resecos se curvan en una sonrisa.

—En todas partes. En la vida misma. En el mundo. En todos nosotros.

Abro la boca, perpleja. No es la respuesta que esperaba, y me siento un poco decepcionada. Había supuesto que sería capaz de darme una localización concreta, o decir simplemente «Dios no existe», no algo tan abstracto como… ¿en todas partes?

—Dios lo es todo —prosigue Metatrón—. Dios es su propia creación.

Me siento incómoda. Astaroth ha dicho que fue un ángel sabio en el pasado. Vete tú a saber si no se le ha ido la olla de estar tanto tiempo encerrado. Quizá confunda ideas. Quizá no haya entendido del todo mi pregunta.

Pero entonces recuerdo que mi padre pasó más de una década buscando a Dios, y que dejó de visitar templos para caminar por espacios naturales vírgenes.

Buscando a Dios en lo que quedaba de su creación. En lo poco que los humanos no habíamos tocado aún.

¿Y si Metatrón tiene razón? ¿Y si mi padre lo intuyó en los últimos años de su vida?

¡Ejem! Es algo demasiado complicado para mí, así que será mejor pasar a otros asuntos menos espinosos.

«¿Y qué fue del ser humano? ¿De dónde surgimos? ¿Fuimos creados del barro, evolucionamos del mono?».

—Nacisteis de la Tregua —responde Metatrón—. Grupos de ángeles y demonios conviviendo juntos. Los primeros humanos fueron sus hijos.

Niego con la cabeza. Por mucho que sea Metatrón quien me lo diga, me cuesta imaginarlo.

«¿Quieres decir que tenemos sangre demoníaca?».

Metatrón vuelve a sonreír, pero no responde. Ha hablado con claridad y no tiene sentido que lo vuelva a repetir. No es que yo no lo haya oído o no lo haya entendido. Es que no quiero creerlo.

—Y también sangre angélica —añade él—. Sois los hijos del equilibrio. Como especie, habéis provocado una gran destrucción a lo largo de vuestra historia, pero también sois capaces de cuidar y conservar este hermoso mundo. Casi mejor que nosotros, los ángeles.

Empiezo a sentirme incómoda y a desear que no salga de su pirámide nunca más. Si viera en qué hemos convertido el mundo desde que él se encerró aquí, no tendría esa opinión de nosotros, seguro.

«Nos has llamado hijos del equilibrio», le recuerdo. «¿Qué quiere decir eso exactamente? ¿No sois los ángeles el equilibrio, y los demonios, la destrucción?».

—No —responde Metatrón; inspira hondo, preparándose para hablar largo rato—. El mundo ha sido siempre así desde la aparición de la vida. Las criaturas nacen y mueren. Ninguna criatura puede sobrevivir sin alimentarse de otra, directa o indirectamente. Para que las criaturas existan, otras tienen que morir. Nosotros estamos en el mundo para que las criaturas vivan. Los demonios están en el mundo para que las criaturas mueran. Si los ángeles no existiésemos, nuestro planeta acabaría por convertirse en un mundo muerto. Si los demonios no existiesen, las criaturas crecerían y se reproducirían sin control, y el planeta no podría sustentarlas a todas. Somos los dos extremos de la balanza. La existencia de unos y otros garantiza el equilibrio del mundo.

«Entonces, ¿los demonios no son ángeles caídos?».

Metatrón niega con la cabeza.

—Nunca lo fueron —responde—. Pero los ángeles amamos tanto la vida que muchos no pueden aceptar la idea de que la existencia de los demonios sea necesaria para el equilibrio del mundo.

»Yo lo sé, lo entiendo y lo acepto —añade—, porque estaba allí y lo recuerdo.

«¿Estabas dónde?».

—Allí —contesta Metatrón en un susurro—, cuando apareció el primer organismo vivo. Yo nací con él. Y el primer demonio —añade— nació cuando un organismo vivo murió por primera vez. Somos los espíritus del nacimiento y de la muerte, de la conservación y del cambio. Emanamos de Dios cuando la faz de este planeta comenzó a cambiar y lo transformó en un mundo vivo.

Le escucho, fascinada, tratando de imaginar cómo debe de haber sido eso.

«Y ese primer demonio… ¿era Lucifer?».

—No. No sé qué fue de aquel demonio y, por otro lado, entonces no teníamos nombre. Lucifer fue quien inició una guerra abierta contra los ángeles, mucho tiempo después. Miguel fue el primero que le respondió. Pero no es esa la función para la que fuimos creados. Aunque tenemos propósitos contrarios, no estamos en el mundo para luchar. Nosotros cuidamos del mundo, ellos lo destruyen. Ha de ser así.

Me cuesta mucho trabajo asimilarlo. Además, hay algo que no me cuadra.

«Pero… si sabías todo esto… ¿por qué permitiste que los ángeles y los demonios lucharan durante tanto tiempo?».

Metatrón se ríe, con una risa que parece más bien una tos asmática.

—Soy el más viejo de todos los ángeles —responde con sencillez—. Lo olvidé todo hace mucho, mucho tiempo. Entonces les di la espalda a los combatientes y me dediqué a buscar el modo de recuperar el conocimiento que había perdido. Me fundí con el mundo —recuerda—, y durante decenas de miles de años fui ave, fui árbol, fui insecto y fui mamífero; fui reptil, fui pez, fui hongo, fui hierba y fui anfibio. Lo fui todo, y lo aprendí todo de nuevo. Y cuando regresé al estado espiritual, el mundo había cambiado mucho y los seres humanos ya se extendían por todos sus confines. Para no volver a olvidar nada, me encerré en esta pirámide, dispuesto a compartir mis conocimientos con ángeles y demonios, y también con humanos que quisieran preguntarme. Pero muy pocos han venido hasta mí. Se han acostumbrado a creer que el mundo es como ellos piensan que es, y temen conocer la verdad.

Metatrón calla, exhausto. No quiero hacerle hablar más. No le quedan fuerzas y, de todos modos, ¿qué podría decirle? ¿Que si no viene nadie no es porque tengan miedo de la verdad —que también—, sino porque se han olvidado de que sigue aquí?

«Creo que basta por hoy», dice Astaroth a mi espalda, con suavidad.

Retrocedo un poco.

«Gracias, Metatrón», le digo. «Espero poder volver a verte».

Metatrón no responde. Solo sonríe, y después vuelve a dejarse caer sobre su trono de piedra.

Y mientras me alejo de nuevo junto a Astaroth, tengo la terrible certeza de que no voy a volver a verle nunca más.

«No es lo que esperaba escuchar», le confieso a Astaroth cuando abandonamos la estancia.

«Pues aún no lo has oído todo», responde él. «Hay cosas que Metatrón no sabe, porque las descubrimos mucho después de que él se encerrara aquí abajo».

Me vuelvo hacia él, suspicaz.

«¿Qué clase de cosas?».

Tarda un poco en responder. Por una parte quiero escucharle, porque sospecho que puede responderme a las preguntas que llevo planteándome desde hace tanto tiempo; pero, por otra, no se me olvida que es un demonio, y de los poderosos. Que aunque ahora se muestre amable y comunicativo, me ha traído aquí a la fuerza.

… a conocer a un ángel, admito para mis adentros, a regañadientes.

Está bien, decidido. Escucharé lo que tenga que decirme.

«¿Qué clase de… cosas?», repito, esta vez con más suavidad.

«Acerca de los humanos», responde él. «Los hijos del equilibrio, ¿recuerdas? Bueno… fue así, pero solo al principio. Pero… tu especie no tardó en, por decirlo de algún modo, inclinarse hacia uno de los dos lados de la balanza».

No necesito que me diga cuál. Me lo imagino.

«¿Y eso por qué fue, si puede saberse?», pregunto con algo de escepticismo. Toda mi buena voluntad empieza a esfumarse otra vez.

«Porque, a lo largo de la historia de la humanidad, han sido muchos los demonios que han mezclado su sangre con la vuestra. Diablesas aburridas, demonios lujuriosos… Generación tras generación, siempre ha habido demonios que han dejado su semilla en vosotros. Los ángeles, en cambio, solo lo hacían en muy contadas ocasiones. A estas alturas, los seres humanos sois incluso más peligrosos que nosotros, los demonios, porque vuestra sangre angélica está demasiado diluida, pero vuestra herencia demoníaca sigue intacta, y cada vez más fuerte… y porque no tenéis medida. Nosotros somos crueles y destructivos, pero nunca hemos roto las leyes naturales, porque los ángeles estaban allí para impedirlo. Ellos nos contenían a nosotros, y nosotros los conteníamos a ellos. Vosotros no tenéis a nadie que os frene. Y sí, estáis destruyendo el mundo. En unos cuantos milenios habéis conseguido lo que los demonios no han logrado en toda su existencia de millones de años».

«Ah, claro, y me imagino que estaréis muy contentos», replico con sarcasmo.

«La mayoría sí, pero los que tenemos un poco más de perspectiva somos capaces de darnos cuenta de que esto es una catástrofe. Ya has oído a Metatrón: los demonios nacimos con la primera muerte de un organismo vivo. Cuando ya no quede nada vivo en este planeta, a los demonios no nos quedará nada por destruir, no seremos necesarios y nos extinguiremos. Ya nos está pasando. La Plaga que está azotando a los ángeles se cierne también sobre nosotros. Y es precisamente porque los ángeles están desapareciendo. Porque vosotros los estáis matando».

Ah, vamos, esto es demasiado. Los demonios llevan matando ángeles desde que tienen memoria. ¿Cómo se atreve Astaroth a insinuar que la extinción de los ángeles es culpa nuestra?

«¿Nosotros? », protesto, enfadada. «¿Cómo que nosotros? ¡Ya vale de cargarnos las culpas! ¿Cómo vamos a ser más malvados que los mismos demonios? ¿Cómo vamos a estar exterminando a los ángeles, si la gran mayoría de la gente no sabe ni que existen?».

«Porque estáis destruyendo el planeta, Cat. Miles de especies extinguidas a causa del ser humano. Millones de criaturas asesinadas por los humanos cada día. Los ángeles respiran la vida. Cuanto más enfermo esté el planeta, cuanto más se acelere su destrucción, más deprisa sucumbirán. La creación muere, y los ángeles que debían cuidarla mueren con ella. Y cuando ellos ya no estén, nosotros iremos detrás».

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