Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (23 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—Esto no es un temporal, Adela, y tú lo sabes. Son los míos, y han venido a salvarme, como en los cuentos —a pesar de todo, mis labios se curvaron solos en una sonrisa automática, casi infantil—. Y no es sólo un príncipe azul, no. Son ocho mil, acaban de cruzar la frontera, y yo nunca podré olvidar lo que has hecho por mí, Adela, nunca podré pagártelo, pero ahora me voy con ellos, tengo que irme con ellos —y ya no pude seguir mirándola—. Intenta comprenderme, por favor, ya sé que es difícil, que tú no te mereces esto, pero es que yo no tengo otra salida, no puedo quedarme aquí, arriesgarme a volver a la cárcel, a que tu marido me encierre en un psiquiátrico, a acabar… —pero ni siquiera en aquel momento tuve fuerzas para hablarle de Garrido— de mala manera, ahora que ellos están tan cerca.

Ella tampoco quiso contestarme mientras me veía mover la pistola en el aire para señalarle a Cristina otra silla, en la que corrió a sentarse. Después de atar a la doncella con el cinturón de un abrigo, comprobé las ataduras de mi cuñada y las amordacé con dos pañuelos.

—¿Te duele? —Adela levantó la cabeza hacia mí y negó lentamente, con los ojos llenos de lágrimas—. Perdóname, por favor, perdóname, yo… Es que no puedo hacer otra cosa, lo entiendes ¿verdad? —y la besé en la cara y en la cabeza, muchas veces, para no correr el riesgo de verla negar otra vez.

Luego les di la espalda y respiré hondo hasta que mis manos dejaron de temblar. Lo peor ya ha pasado, me dije, y aseguré la pistola para encajármela en la cintura de la falda antes de ir a buscar el dinero. Ricardo le había dejado a su mujer algo más de tres mil quinientas pesetas, un botín insignificante en comparación con el que me había llevado una vez, pero que no dejaba de ser valioso en mis circunstancias. Sin embargo, antes de metérmelo en el bolsillo, cogí la libreta y la estilográfica que estaban al lado del teléfono, y me fui con ellas hasta el tocador, porque no quería que Adela me tomara por una vulgar ladrona.

—Voy a llevarme el dinero también, pero no te preocupes, que te voy a hacer un vale.

Empecé a escribir con letra clara y mucho ímpetu, Pont de Suert, 20 de octubre de 1944. Vale por tres mil seiscientas noventa y dos —3.692— pesetas, requisadas por… Al llegar ahí me di cuenta de que no sabía por dónde seguir.

—Bueno, mira… —así que, al final, escribí mi nombre y mis dos apellidos—, lo voy a firmar yo en nombre de la Unión Nacional Española, porque ahora, como se ha muerto Azaña, no sé cómo se organizará esto hasta que vuelva a haber elecciones, pero da igual. El dinero no es para mí. Yo se lo entregaré al mando militar, le pediré otro vale a cambio, y cuando volvamos a vernos, en Madrid o donde sea, te lo devolveré todo —entonces me levanté y miré a mi cuñada despacio, por última vez—. Y no te preocupes, Adela, porque, pase lo que pase, a ti nadie te va a hacer daño. Ni a ti, ni a los niños. Te lo prometo.

Antes de salir, miré el reloj. Faltaban unos minutos para que dieran las nueve de la mañana, pero me esperaba un día muy largo, y por mucho que me doliera Adela atada y amordazada, no podía perder ni un minuto más en aquella habitación. Cogí una sombrerera que estaba abierta y vacía sobre una butaca, porque al verla se me ocurrió que me vendría bien para transportar las rosquillas, y sólo en la puerta volví a hablar.

—No tengáis miedo, porque no os va a pasar nada. Voy a dejar la casa abierta. Por la tarde, cuando vengan a buscaros, os encontrarán.

El día que salí de la cárcel de Ventas, una mujer desconocida me esperaba en el vestíbulo, de espaldas al violento resplandor del sol de junio. A pesar del contraluz, me extrañaron sus tacones, la falda ceñida a sus caderas y, sobre todo, aquel tupé tan exagerado, característico del peinado que se había puesto de moda entre las mujeres de los vencedores. «Arriba España», llamaban a aquel enorme rulo de pelo que desafiaba a la gravedad, trepando varios centímetros sobre sí mismo, para despejar la frente y alargar la estatura de la interesada sólo a costa de deformar su perfil, un precio que sólo podían permitirse las auténticas bellezas. A ella, que tenía la cara muy redonda, y mofletes musculosos, de campesina, no le sentaba demasiado bien, pero eso no me llamó tanto la atención como el peinado en sí mismo, un capricho demasiado caro para una simple funcionaría de prisiones. Porque ni siquiera después de apreciarlo, se me ocurrió que aquella mujer pudiera ser otra cosa.

—Dame un beso, compañera —cuando me despedí de Virtudes, tampoco sabía que nunca volvería a verla—, y prométeme que te vas a cuidar mucho.

—¡Inés Ruiz Maldonado! —pero aquella celadora, aunque muy aficionada a gritar, no era una mala mujer—. No puedo estar esperándola toda la mañana.

—Te mandaré vendas nuevas, y pomadas para la sarna —por eso la dejé gritar un poco más, mientras seguía abrazada a mi amiga—. Teresita se ha comprometido a curarte. Recuérdale que lo más importante es que tengas la piel seca, y…

—No te preocupes tanto por mí, y cuídate tú, Inés. Dame otro beso.

—¡Inés Ruiz Maldonado!

Besé a Virtudes por última vez, y al levantarme, seguí besando a todas las que pude, tocando con mis manos todas las manos que me tocaban, intentando llegar con la punta de los dedos a los dedos tendidos hacia mí, adiós, Faustina, adiós, María, adiós, Enriqueta, adiós, Dolores, adiós, Teresita, adiós, cariño, y que se te ponga bueno el niño, no sé adónde me llevan, pero si puedo mandarte algo, te prometo que lo haré, adiós, adiós, y despedidme de las demás, de Mercedes, de Pili, y de las Pepas, sobre todo de las Pepas, dadles ánimos y besos de mi parte, adiós, adiós, suerte, y adiós a todas… Salí de aquella celda llorando, de mi baldosa y media de suelo para dormir encogida llorando, de aquellas cuatro paredes abarrotadas de mujeres hambrientas llorando, llorando de emoción y llorando de pena, por mí, por ellas, por sus hijos y por los que yo quizás nunca tendría, por el tiempo que pasaría hasta que pudiera volver a verlas, y por las que nunca volvería a ver. Me esperaban veintiocho de los treinta años de condena por los que me habían conmutado la pena de muerte, y aún no había cumplido veinticinco. Me esperaba también, en la puerta de la cárcel, una mujer a la que no conocía.

—¡Inés! —cuando me abrió los brazos y pegó su cabeza a la mía para besarme en las mejillas, cerré los ojos para apreciar mejor el aroma de su perfume, y sentí que me alimentaba más que el desayuno de aquella mañana—. Soy tu cuñada Adela, la mujer de Ricardo. Tenía muchas ganas de conocerte.

Mientras intentaba comprender el sentido de aquellas palabras, la funcionaría que la esperaba con un impreso entre las manos carraspeó, y Adela se puso tan nerviosa como una niña a la que regañara su profesora. Después de firmarlo, me miró, me sonrió, y me cogió del brazo como si fuéramos a salir juntas de compras, o a dar un paseo.

Caminamos unos pasos sin hablar ni mirar hacia atrás, y tuve la impresión de que el edificio que estábamos abandonando le daba más miedo que a mí, pero cuando pude verla a la luz del día, su peinado volvió a acaparar toda mi atención. Acababa de salir de la peluquería, y su pelo brillante, sedoso, cuidadosamente teñido de rubio platino, atrapó mi mirada con la insistencia de una alucinación, el fragmento de un sueño impreciso, dividido entre el anhelo y la pesadilla, el vestigio de un mundo perdido y hasta un indicio de irrealidad. Sentí un deseo infantil, repentino, de tocar ese pelo brillante e imposible que parecía salido de una película, de un cuadro, de una fotografía extranjera, pero no lo hice. Antes de que pudiera fijarme en la oscuridad de las cejas que desmentían tanta blancura, mi cuñada abrió el bolso y sacó un cigarrillo.

—Bueno, pues ya pasó… —murmuró para sí misma, en el mismo tono en el que consolaría a un niño asustado, antes de inspirar el humo con una fruición que fulminó en un instante mi interés por su peinado.

—¿Me das uno? —si hubiera hecho falta, se lo habría pedido de rodillas, y ella se dio cuenta.

—Claro —porque me lo ofreció con una rapidez proporcionada a mi ansiedad—. Nunca fumo en la calle, no creas, y Ricardo quiere que lo deje, pero…

Al expulsar la primera bocanada, sonreí, y sólo después comprendí que estaba tragando, más que humo, el aire de la calle. Mi sonrisa se ensanchó, pero ella siguió mirándome con un gesto de disgusto que no pude interpretar.

—¡Qué flaca estás, Inés! —y meneó la cabeza varias veces—. Si no supiera que eres tú, no te habría reconocido, ¿sabes? Ayer estuve mirando fotos tuyas, y… pareces otra.

—Ya, es lo que tiene la cárcel —sonreí de nuevo, pero ella no se animó a imitarme—. ¿Dónde está Ricardo? ¿Por qué no ha venido él?

—Él… Bueno, ya sabes, está muy ocupado, tiene mucho trabajo. Sigue en Obras Públicas y se tira las semanas viajando de un lado para otro. Pero me ha dado… —volvió a abrir el bolso y tuve la sensación de que le aliviaba entretenerse en revolver su contenido—. Aquí está. Es una carta para ti.

—¿Una carta?

Hasta aquel momento, no me había parado a pensar qué iba a ser de mí. Tres días antes, cuando me avisaron de que me trasladaban, me había parecido raro, pero no grave, porque ya me habían juzgado. Los traslados individuales no eran frecuentes y tanta precipitación tampoco, pero la arbitrariedad de las autoridades era una clave esencial de nuestras condiciones de vida, y aquella mañana, al despedirme de las demás, esperaba que alguna funcionaría me metiera en una furgoneta, sola o con otras presas, después de darme, o no, noticias de mi nuevo destino.

Sin embargo, cuando conocí a mi cuñada, no pude evitar hacerme ilusiones.

Después de la desafortunada visita de aquel abogado que me ofreció la libertad a cambio de la vida de Virtudes, mis relaciones con mi familia habían sido casi inexistentes. Nadie había venido nunca a verme a la cárcel, aunque mi madre me escribía regularmente, tres o cuatro párrafos cargados de amor e incomprensión, que traducían un dolor tan profundo como el que sentía yo al leerlos. A ella le contesté siempre, en cartas más largas que las suyas, que no intentaban explicarle lo que no entendía, pero sí devolverle el mismo amor, hasta que, a principios de 1941, dejó de escribir. Llegué a enviarle cuatro cartas seguidas sin obtener respuesta hasta que, en abril, mi hermana Matilde me escribió por primera y última vez, para informarme de que había muerto y de que todos me consideraban la única culpable.
Tú la has matado, Inés…

Rompí en pedazos aquella carta que seguiría intacta para siempre en mi memoria, y nadie volvió a acordarse de mí hasta que Adela vino a sacarme de la cárcel, pese a que su marido ya estaba furioso conmigo antes de ofrecerme una salida que yo no quise aceptar. Eso era lo único que había sacado en claro de los lamentos de mamá, mientras me pedía que no perdiera la esperanza, porque ella no desesperaba de convencer a Ricardo para que intercediera a mi favor, más tarde o más temprano. Yo sabía que, sobre el agravio general de lo que todos consideraban mi traición, mi hermano acumulaba contra mí un rencor específico, la memoria de aquella fortuna que yo me había gastado, hasta el último céntimo, en botas y en capotes, medicamentos y comida para los soldados del Ejército Popular que luchaban contra los sublevados a quienes él había pretendido financiar con ese dinero, pero cuando Adela me tendió aquel sobre, yo estaba libre, en la calle, fumándome un pitillo con ella, que era mi cuñada y, en los pocos minutos que llevábamos juntas, me había tratado con más cariño que cualquiera de mis hermanos desde el final de la guerra. Si hubiera tenido tiempo para pararme a pensar en lo que iba a suceder a continuación, habría supuesto que estaba a punto de parar un taxi, que me invitaría a montar en él, que se sentaría a mi lado y nos iríamos juntas a su casa. A cambio, en aquel momento me di cuenta de que ni siquiera íbamos andando simplemente por la calle. Ella me había cogido del brazo al salir de la cárcel para guiarme hasta un coche negro que tenía el motor en marcha. El conductor estaba sentado en su puesto, pero en la acera había dos policías mirándonos, y uno de ellos tenía la mano derecha apoyada en la culata de su pistola.

Abrí el sobre y saqué el papel que contenía para intentar comprender lo que me estaba pasando.
Yo no he ganado una guerra para que tú me amargues la vida, Inés
, leí, y cerré los ojos.

—¿Adónde vamos? —le pregunté a mi cuñada.

—No, yo… —levanté los párpados para comprobar que se estaba poniendo nerviosa—. Yo no puedo ir contigo. Tengo un hijo pequeño, bueno, eso no te lo he dicho, hemos tenido tan poco tiempo para hablar… Es un niño, se llama Ricardo, tiene quince meses, no puedo dejarlo solo, pero tú… —se acercó a mí y me abrazó, para seguir hablando con la cabeza pegada a la mía—. Vas a estar muy bien allí, ya lo verás. Las madres son muy buenas, y…

Su última frase resonó en mis oídos como un latigazo, y ninguno me habría hecho tanto daño. Por eso la aparté de mí, la mantuve a la distancia de mis brazos estirados, y me habría tirado al suelo, para arrodillarme a sus pies, si uno de los policías no me hubiera inmovilizado inmediatamente, uniendo mis brazos detrás de mi espalda como si fuera a ponerme unas esposas.

—No quiero ir a un convento, Adela, por favor, por favor —me miraba con un gesto de espanto que no impidió que sus ojos se humedecieran, pero yo empecé a llorar antes que ella—. Prefiero volver a la cárcel, llévame a la cárcel, por favor, Adela, a la cárcel, a un convento no, por favor te lo pido, no me hagas esto, por lo que más quieras, a un convento no, a un convento no…

—Pero si allí vas a estar muy bien —se acercó a mí, alargó una mano con cautela, me acarició la cara—, ya lo verás, Inés, Inés…

—No, Adela, no quiero, de verdad que no quiero, no quiero ir a un convento, por favor te lo pido, prefiero la cárcel, por favor…

—¡Bueno, ya está bien!

El policía tiró de mí y me obligó a entrar en el coche antes de que nos convirtiéramos en un problema de orden público, pero Adela vino detrás de mí, y golpeó en la ventanilla con los nudillos hasta que la abrí.

—Lo siento. Fue idea mía, yo creía que era lo mejor, porque…

—Tenemos que irnos, señora —le advirtió el policía.

—Sí —asintió con la cabeza, pero metió una mano por la ventana abierta para coger la mía, puso dentro su paquete de tabaco y la apretó—. Ánimo, Inés.

Eso fue lo que Adela me dijo, ánimo, no adiós, cuando nos despedimos por primera vez. Por eso, el 20 de octubre de 1944 sentí la necesidad de desearle algo parecido cuando la dejé atada y amordazada en el dormitorio de su propia casa, pero no supe cómo hacerlo. Al final, me limité a entornar la puerta, y fue entonces cuando me puse más nerviosa.

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