Cuando Angelita estuvo a salvo, en Toulouse, nuestra vida había vuelto a cambiar de una forma tan radical, que hasta Comprendes había dejado de pensar en ella a todas horas. El desembarco aliado en Normandía obligó a los alemanes a concentrar tropas en el norte, y este movimiento, que dejó relativamente desguarnecido el sur, nos permitió bajar al llano, a luchar en campo abierto. Aquello ya no era la guerrilla, sino la guerra auténtica, y una guerra distinta a la que habíamos conocido antes. No sé cuándo se darían cuenta los demás, pero el 2 de julio de 1944 yo empecé a estar seguro de que aquella vez íbamos a vencer.
—¡Comprendes! —grité, cuando me pareció que ya llevaba demasiado tiempo hablando con aquel alemán—. Ven aquí.
Aquel día gané la batalla más importante de mi vida. Porque la había ganado yo solo, porque el enemigo era superior en número, y porque los alemanes no sabían, pero yo sí, que lo que tenían enfrente no era un ejército, sino una partida de desarrapados, mal armados, mal alimentados, mal uniformados, que luchaban en un país extranjero donde vivían contra su voluntad. Eso era lo que habíamos sido hasta entonces y lo que nunca volveríamos a ser desde aquel día en el que liberamos, sin la ayuda de nadie, un pueblo pequeño, mucho más cerca aún de Bagnéres que de Toulouse, y que ni siquiera aparecía en la mitad de los mapas.
—¿Qué pasa? —le había mandado a parlamentar en mi lugar después de que el jefe alemán, que llevaba insignias de comandante, destacara a un teniente en vez de dirigirse a mí en persona.
—Tenemos problemas, ¿comprendes? —y meneó la cabeza con desánimo—. No se quieren rendir.
—¿Qué? —y lo pregunté en voz tan alta que al oficial que hablaba español no le quedó más remedio que mirarme—. ¿Pero cómo no van a querer rendirse, si les hemos desarmado y todo?
—Ya, a la tropa, pero el comandante no quiere entregarse a nosotros, ¿comprendes? Dice que sólo está dispuesto a rendirse a los franceses.
—¿Y por qué, si puede saberse?
—Es que… —Comprendes miró a nuestro alrededor, comprobó que estábamos rodeados de hombres que nos miraban con extrañeza, y bajó la voz—. El comandante estuvo en nuestra guerra, ¿comprendes? Era el asistente de uno de los asesores de Burgos, y dice que… —el Bocas y el Tarugo, un chico riojano de su edad, que apenas hablaba y por eso se había convertido en su compañero inseparable, estaban tan cerca que su voz descendió al nivel de un murmullo—. Dice que a nosotros ya nos ha vencido.
—¡Me voy a cagar en Dios!
Me aparté unos pasos y me mordí la lengua doblada entre los dientes, mientras sentía la sangre latiendo en las venas del cuello, en las sienes y en las cuencas de los ojos, mi corazón bombeándola a tal velocidad que mi cabeza parecía a punto de estallar de un momento a otro. Decidí correr ese riesgo, y me volví para mirar a los ojos de aquel comandante de la Wehrmacht. Él me sostuvo la mirada con una arrogancia que no le correspondía, porque yo no había estudiado en ninguna academia militar, nunca me había condecorado ningún ministro de la Guerra, no tenía sable, ni estado mayor, ni un caballo blanco sobre el que entrar cabalgando en ninguna ciudad, pero le había vencido. Él, con todos sus galones, sus condecoraciones y sus águilas de metal reluciente, había sucumbido a un simple parche tricolor, cosido de cualquier manera en una guerrera prestada, que ni siquiera se parecía a la que llevaban otros de mis hombres. Y sin embargo, a mi derecha, el Bocas, que no había luchado en ninguna otra guerra, que no sabía lo que era una desbandada, una retirada, una derrota, que no tenía por qué saberlo, me miraba con una inquietud que me dolía, porque era un soldado victorioso y todavía no se había dado cuenta. Los soldados victoriosos no tienen otra obligación que alardear, abrazarse, y elegir entre beber hasta caerse o intentar acostarse con la primera que se deje. Los soldados victoriosos son más chulos que un ocho, y no miran a sus jefes como me estaba mirando él a mí, sin atreverse a preguntar qué era lo que habíamos hecho mal aquella vez.
—¡Comprendes! —pero aquella vez no habíamos hecho nada mal, y todos, los alemanes y mis hombres, se iban a enterar al mismo tiempo.
—Los de la VI deben estar a unos veinte kilómetros, ¿comprendes? Podemos avisar a Ben, o…
—A nadie —y mi cuerpo entero se aflojó en aquel instante—. No vas a avisar a nadie. Lo que vas a hacer es llevarte a los alemanes, a punta de pistola, a cualquier casa, y dejarlos encerrados allí. Luego, metes cuatro o cinco ametralladoras, las que quepan, en la escuela, debajo de la pizarra, las cubres con una lona, te vas a buscar al comandante, a sus oficiales, y a punta de pistola otra vez, nada de cortesías, me los sientas a todos en las sillitas de los niños, enfrente de las ametralladoras. Y vamos a ver si se rinden o no. ¿Está claro? —asintió con una sonrisa, porque había empezado a entenderme—. Que el Bocas, el Tarugo, y quince o veinte más, los que tú quieras, entren contigo y rodeen la clase. Cuando esté todo preparado, me avisas.
En el instante en que vio a Comprendes dirigirse a él con la pistola por delante, el comandante alemán cerró los ojos. Volvió a abrirlos para mirarme, mientras mi lugarteniente movía su arma en el aire para ordenarle que se levantara. En aquel gesto aprendí que él también había adivinado a su manera lo que iba a pasar, pero no cambié de planes porque para mí, en aquel momento, él ya era lo de menos.
—Buenas tardes, comandante —le saludé en español cuando todo estuvo listo, las ametralladoras montadas, los alemanes, tan altos, encajados en aquellas sillas tan pequeñas, mis hombres, más bajos, de pie, tiesos como postes, cada uno en su sitio—. Me parece que tenemos un problema y necesitamos resolverlo, ¿no?
El teniente que había hablado antes con Comprendes se inclinó hacia delante, en un ángulo muy difícil, para poder traducir mis palabras a su jefe, que estaba impertérrito en su pupitre, la barbilla altiva, los labios fruncidos en un gesto de desprecio tan ridículo, tan desproporcionado con el ángulo de sus piernas encogidas, que le sonreí antes de seguir.
—La solución está en su mano, comandante. Tiene usted dos opciones —las marqué con dos dedos de la mano derecha—. La primera es rendirse. A mí —y posé el dedo índice sobre mi pecho—. No a los franceses —aparté el dedo para señalar hacia la ventana—, sino a mí, porque quien manda aquí —y de nuevo golpeé mi pecho con el dedo— soy yo. Y la segunda…
Retrocedí unos pasos sin dejar de mirarle, cogí por una esquina la lona azul con la que mis hombres habían cubierto las ametralladoras, y la aparté de un tirón, con un movimiento un tanto exagerado, incluso teatral, pero eficaz, porque dejó todas las armas a la vista.
—La segunda opción ya la está usted viendo —hice una pausa para mirarle—. Así que usted dirá…
Cuando el teniente alemán intentó traducir mi última frase, el comandante negó con la cabeza. No necesitaba más traducción, y se limitó a sacar su pistola con una mano, ponerla encima de la palma de la otra, y extenderla hacia mí.
—
Merci beaucoup, commandant
—fui a recogerla con una sonrisa—.
Nous vous laisserons entre les mains de l'armée française
.
Mientras los demás dejaban caer sus pistolas al suelo, empecé a andar hacia la puerta, pero el teniente que había hecho de intérprete me llamó antes de que la alcanzara.
—¡Capitán! —al darme la vuelta, vi que mis hombres, tan diligentes como de costumbre, habían recogido ya todas sus armas—. Habla usted muy bien francés. ¿Por qué no ha querido dirigirse a nosotros en un idioma que todos entendemos?
Antes de responder, comprobé que todos los pares de ojos, claros y oscuros, que había en aquella aula me estaban mirando a la vez. Por eso avancé unos pasos, llegué hasta el centro de la habitación, liberé mi lengua de mis dientes, y le contesté en un tono sereno, amable incluso.
—Porque no me ha salido de los cojones.
Giré sobre mis talones y salí de la escuela andando despacio, con la serenidad suficiente para darme cuenta de que Comprendes venía detrás de mí. Cuando ya nos habíamos alejado un trecho, escuché un sonido que al principio no logré identificar, clap, clap, clap.
—¿Qué? —y al darme cuenta de que estaba aplaudiendo, me eché a reír y me volví a mirarle—. ¿Te ha gustado?
—¡Joder! —él me dio un abrazo antes de contestar—. Más que los títeres de mi pueblo, ¿comprendes?
—Bueno, pues vamos a ver si podemos sacarle partido a esto —porque ya estaba decidido a llegar hasta el final—. ¿El camión está cargado?
—Sí, todo está dentro. Ahora mismo voy…
—No, tú no.
Él me miró con extrañeza, porque lo primero que hacíamos siempre era quitar de en medio las armas de los alemanes. Cuando sólo cogíamos dos o tres, en alguna escaramuza sin importancia, las íbamos enviando al fondo del cajón de las patatas, hasta que una cosecha mayor, como la que acabábamos de obtener, justificara un viaje hasta la granja de Fermín, un camarada de Palencia que había emigrado antes de nuestra guerra y tenía un arsenal escondido en el granero. El armamento seguía siendo nuestro problema principal, pero mientras estuviéramos luchando en Francia, nos armaban los aliados, que tenían de sobra. Los camaradas franceses lo sabían todo, y nos preguntaban de vez en cuando, por pura fórmula, dónde estaban las armas de los alemanes que habíamos capturado. Y cuando contestábamos que no lo sabíamos, que las habrían enterrado en alguna parte o las habrían tirado a un río, pero el caso era que las habíamos perdido, se reían más que nosotros.
—Hoy no —Comprendes era quien se ocupaba de eso, e inventariaba minuciosamente hasta la última bala en una libreta de tapas de hule que siempre llevaba encima, pero aquel día le necesitaba a mi lado—. Ya lo has apuntado todo, ¿verdad? Pues manda a otro, uno que no vaya a pararse en todos los bares, que conduzca bien y que se sepa el camino.
—¿Por qué? —no le contesté, y él se quedó pensando un momento—. ¿El Novillero?
—Sí, muy bien. Que escoja a otros dos y que se vayan ya. A todos los demás, quiero verlos formados en la plaza dentro de diez minutos.
—¿Ahora? —me miraba como si los ojos fueran a salírsele de las órbitas.
—Sí —y lo afirmé también con la cabeza—. Ahora.
—Pero están agotados, ¿comprendes?, esto acaba de terminar, es mejor…
—No. Hazme caso. Tiene que ser ahora, antes de que se enfríen.
Era cierto que la lucha acababa de terminar. Era cierto que mis hombres estaban cansados, que necesitaban descansar, pero no creo que aquellos diez minutos resultaran tan largos para ninguno como para mí. La decisión que acababa de tomar me había devuelto al día más amargo de mi vida, y mientras escuchaba a lo lejos los gritos de Comprendes, volví a vivirlo, a verlo todo, montones de maletas abandonadas flanqueando la carretera y aquellas mujeres moribundas de cansancio, cargadas de bultos y de niños, algún hijo más grande de la mano, que avanzaban despacio por la calzada entre soldados sucios, encogidos. Ellos también entraban en Francia solos, en parejas o en pequeños grupos, a veces junto a algún animal suelto, atado a un cordel que nadie sostenía por el otro extremo. Yo estaba allí, viéndolo todo, escuchando el sonido de la derrota, ecos de voces que repetían un nombre a gritos, quejas, juramentos, los gimoteos de una niña que se había perdido. También el silencio de una mujer exangüe, que llevaba toda la desesperación del mundo prendida en los ojos y el pañuelo de las campesinas sobre la cabeza. Aquella mujer que se sentó en una cuneta y se sacó un pecho flaco, vacío, para intentar aplacar al bebé que llevaba entre los brazos, no para que un fotógrafo norteamericano la encuadrara con su cámara.
Al final, aquella foto dio la vuelta al mundo desde la portada del
París Match
, porque cuando estaba a punto de ir a partirle la cara a aquel cabrón, mi teniente coronel me llamó a gritos, «¡González!» Aquel día de febrero de 1939, yo aún no era el Gaitero, y él, José del Barrio, todavía el jefe del XVIII Cuerpo del Ejército Popular de la República Española, mi jefe. Cuando llegué a su lado, vi que él también estaba mirando a aquella mujer, la miraba de un modo que me obligó a preguntarme de dónde iba a sacar la leche que iba a pedirme de un momento a otro, pero lo que dijo fue distinto. «Mis hombres no van a pasar la frontera como vagabundos, como maleantes, mis hombres no, —eso fue lo que me dijo—. Avisa al mando de que cedo mi turno. Pasaremos mañana».
Somos unos cabrones. Antes de obedecer aquella orden, me fui a por el fotógrafo, le aparté de la mujer, y cuando ya estaba a punto de meterle una hostia, empezó a apaciguarme en español, con los brazos extendidos hacia delante, las manos abiertas, «está bien, está bien». Luego se marchó corriendo, y fui tan tonto que ni siquiera le quité el carrete. Después de eso, creí que ya nada podría impresionarme, pero en el puesto de mando había un general mayor, con la guerrera alicatada de medallas, que lloraba como un niño de sesenta años y sólo sabía repetir esa frase, «somos unos cabrones, unos cabrones, somos unos cabrones». Y ni siquiera eso me conmovió tanto como el discurso que pronunció el teniente coronel a mi regreso, ante una masa de hombres desaliñados, rendidos por fuera y por dentro, formados a regañadientes.
Yo los vi, vi su cansancio, su desesperación, tan semejante a la mía, y cómo se esfumaban todas juntas, cómo íbamos irguiéndonos uno por uno, cómo levantábamos el ánimo, y la cabeza, mientras escuchábamos aquellas palabras, «hemos perdido la guerra, pero no el honor, hemos perdido la guerra, pero no la razón, hemos combatido durante tres años por la legalidad constitucional de nuestro país, como el único ejército español legítimo…». Al día siguiente, todos los hombres del XVIII pasamos la frontera afeitados, limpios, repeinados y desfilando, cantando el
Himno de Riego
en perfecta formación, para ir a parar a los mismos campos que los demás, como si fuéramos vagabundos, como si fuéramos maleantes. En apariencia, aquel gesto no sirvió de nada, y sin embargo, el 2 de julio de 1944, cuando entré en la plaza de aquel pueblo de Haute Garonne cuya liberación nunca aparecerá en ningún tratado sobre la Segunda Guerra Mundial, miré al cielo, como miran los toreros cuando quieren brindar un toro a alguien que ya no está a su lado, antes de empezar como empezaba mi teniente coronel cuando hacíamos las cosas bien.
—¡Enhorabuena, camaradas! Enhorabuena y gracias a todos. Hemos ocupado esta posición sin bajas mortales ante un enemigo numéricamente superior, y esto es sólo el principio, pero nuestro camino no termina en París —aquella frase les desconcertó tanto que sólo al escucharla empezaron a prestarme atención de verdad—. Eso es lo primero que quiero advertiros. Nosotros no luchamos para llegar a París, y tampoco somos soldados de fortuna. No somos mercenarios, no somos forajidos, no somos bandoleros ni salteadores de caminos —hice una pausa y levanté la voz—. ¡Nosotros seguimos siendo el Ejército de la República Española! —ellos rugieron, pero yo rugí más que ellos—. Eso es lo que han aprendido los alemanes hace un rato, y eso es lo que no voy a consentir que se le olvide a nadie, ¿está claro? ¡A nadie! Porque hace cinco años perdimos una guerra, pero durante tres años luchamos con las armas contra el fascismo, por la legalidad constitucional de nuestro país, por los derechos y por las libertades de los españoles. Y no sé por qué lucháis vosotros, pero yo sigo luchando por la misma causa…