En lugar de sentirme armada y libre, fuerte y segura, en aquel instante respiré una repentina turbiedad en el aire de la casa que iba a abandonar, y presentí un peligro inexistente en las paredes, en las alfombras, en las ventanas, en cada hueco del pasillo por el que avanzaba. El edificio estaba vacío, pero la experiencia de mi cautiverio se fundía con lo que ya no era un proyecto, sino la irremediable necesidad de huir, para acelerar todos mis movimientos. Quizás no fuera más que el silencio, o la certeza de que allí ya había terminado todo para mí, pero me moví con la misma rapidez con la que habría actuado si una jauría de perros feroces estuviera cruzando el jardín. Así, sin pararme a tomar aliento, me cambié de ropa, me eché a la espalda el morral en el que había reunido un equipaje imprescindible, bajé a la cocina, arramblé con toda la comida sólida y fácil de transportar a caballo que encontré en la despensa, y apenas me detuve a colocar con mimo las rosquillas, formando capas regulares, concéntricas, en la sombrerera. Luego lo llevé todo a la fachada principal, lo apilé junto a la puerta, me llené los pulmones con el aire del jardín y, sólo un poco más tranquila, me fui a buscar a
Lauro
.
Cuando Ricardo me llevó a vivir a Pont de Suert, lo último que me habría atrevido a imaginar era que volvería a montar a caballo. Las fotos y los trofeos que habían acompañado a las puntillas blancas en la habitación de mi infancia, dormían en un maletero desde que mi madre decidió que ya me había convertido en una jovencita y que tendría que dejar de competir, porque los concursos de saltos, tan graciosos y saludables en una niña, resultaban demasiado masculinos y arriesgados para una señorita. «¿Qué quieres, que te vea todo el mundo tirada en el suelo, levantándote para volverte a caer, pringada de barro de arriba abajo?». «Pues sí, estaría bonito», «¡buen novio te iba a salir!». Intenté oponerme con todas mis fuerzas a aquella idea tan absurda, pero no logré reclutar otro aliado que mi padre, y él tampoco quiso imponer su opinión sobre los criterios de su mujer, porque el 30 de julio de 1931, cuando cumplí quince años, todavía no se le había pasado a ninguno el soponcio del 14 de abril. De esta extraña manera, «lo siento, Inés, pero ya hemos tenido bastantes disgustos este año como para que me pelee yo ahora con tu madre por la tontería de tus caballitos», la República me apartó de la equitación. De una manera aún más extraña, acabaría devolviéndome a ella.
A Adela no le gustaba leer, y tampoco que yo leyera. Esa fue una de las primeras cosas que aprendí de ella, porque cuando volví a verla, unos días antes de la Navidad de 1941, me preguntó si me hacía falta algo, le pedí que me mandara libros, y no lo entendió.
—¿En serio? ¿Y para qué quieres libros?
El tercer día que desperté en el convento, llegó a mis manos su primer paquete, dos cartones de tabaco, tres tabletas de chocolate, varios pares de calcetines gordos de lana, dos camisetas de manga larga, un jersey y, para mi sorpresa, dos tarros de una crema blanca y espesa, uno para la cara, y otro para el cuerpo,
porque cuando te vi en Madrid, me asusté de lo sequísima que tienes la piel, así que ponte las dos, todos los días, por la mañana y por la noche, y extiéndelas bien para asegurarte de que penetran como es debido…
Después de leer la carta en la que su marido había especificado las condiciones de mi vida en el futuro —
he prometido dos cosas a cambio de tu libertad, Inés. Que nunca más vas a poner un pie en Madrid y que voy a quitarte para siempre de la circulación, así que ya puedes ir haciéndote a la idea
—, aquellas instrucciones me hicieron sonreír. Quizás por eso, había gastado ya esos tarros, y dos más, cuando Adela me visitó en diciembre. ¡Qué bien! Tienes la piel muchísimo mejor, exclamó nada más verme, antes de escuchar una petición que le haría fruncir el ceño.
—¿Para qué voy a querer libros, Adela? Pues para leerlos. Aquí sólo he podido conseguir una Biblia, y la verdad es que el Antiguo Testamento me gusta mucho, pero tampoco es cosa de aprendérmelo de memoria.
—Ya, pero… —y sin haber estirado las cejas del todo, las arrugó otra vez— ¿y qué te mando?
—Las obras completas de Galdós —porque, si podía elegir, quería volver a casa, a mi país, a una España que pudiera entender, que me perteneciera, aunque no llegué a formular ese anhelo en voz alta, porque la expresión de Adela volvió a desconcertarme—. Benito Pérez Galdós, sabes, ¿no?
—Sí, si me suena mucho, pero es que… ¿Las quieres todas?
—Pues… Están reunidas en seis o siete tomos, y hay ediciones baratas.
—¡Ah! Bueno —y sonrió—. Haber empezado por ahí.
Los libros la aburrían tanto que le daba pena verme con uno entre las manos, y se negaba a creer que me estuviera divirtiendo por mucha energía que yo invirtiera en asegurárselo. Ricardo, sin embargo, seguía siendo muy buen lector, y en marzo de 1943, al llegar a su casa, aprecié antes la compañía de su biblioteca que la de su mujer. Después de haberme repartido durante cuatro años entre una cárcel y un convento, me pareció maravilloso volver a vivir en un lugar donde hubiera libros, y durante algunos meses, fui infiel a Galdós, el único compañero que me quedaba, hasta con el enemigo. Entonces, antes o después, Adela me descubría, llegaba hasta mí andando muy despacio, se sentaba a mi lado.
—¿Qué haces aquí, Inés? —y ella misma fabricaba una respuesta imprevisible para una pregunta tan simple—. Hay que ver, con lo joven que eres, teniendo toda la vida por delante, que la malgastes de esta manera.
—Si no estoy malgastando nada, Adela. Estoy leyendo.
—Pues eso, leyendo, aquí sola, ya ves… —y descubría en sus ojos una compasión tan sincera que me desarmaba—. Anda, vamos a dar una vuelta.
—Pero si no me apetece dar una vuelta, si estoy aquí muy bien.
—¡Que no estás bien! —se ponía de pie, me quitaba el libro de las manos, lo tiraba sobre la mesa y me obligaba a levantarme—. ¡Qué vas a estar bien! Vamos a salir a que te dé un poco el aire, que pareces una muerta en vida…
Después, nos montábamos en el coche, el chófer nos llevaba al centro del pueblo, e íbamos a la mercería, a comprar botones, o al quiosco, a escoger revistas, o a pasear por la calle Mayor, simplemente. Y no es que me aburriera, porque el paisaje era tan hermoso que el trayecto se me hacía corto, y era agradable volver a cruzarse con gente desconocida por las aceras, pero casi siempre echaba de menos mi butaca, mi libro, el punto en el que lo había interrumpido y al que Adela sólo me dejaba volver cuando daba por concluidas aquellas obras suyas de caridad ambulante.
En aquella época,
Lauro
, un hermoso potro árabe español de tres años, con unas proporciones tan perfectas como las de
Sultán
, el caballo con el que había ganado varias copas cuando era una niña, ya estaba en los establos. Ricardo lo había comprado para Adela unos meses antes, pero ella, acostumbrada a su yegua, mansa y pacífica como una vaca lechera, no se atrevía a montarlo. Y una de aquellas mañanas en las que se empeñaba en imponerme sus particulares criterios sobre la diversión, al pasar cerca de los establos, lo vi en el picadero, dando vueltas con una elegancia tan asombrosa que me acerqué a las vallas y me quedé mirándolo, como atraída por un imán.
—¡Qué caballo tan bonito! —exclamé, y el mozo que sujetaba las riendas tiró de ellas—. ¿Puedo acercarme?
—Claro —al sonreír, me dejó ver unos dientes tan blancos como la camisa que llevaba desabrochada, cuatro dedos por debajo del nivel que señalaba el decoro de los nuevos tiempos—. Es un buen caballo.
Hacía muchos años que no apretaba la cabeza contra un cuello como aquel, muchos años que no acariciaba una piel parecida ni sentía un pulso semejante en las venas que latían bajo mis dedos, pero
Lauro
me lo puso muy fácil, porque desde el primer momento se dejó hacer con tanta complacencia, que tuve que dominar el impulso de pedir una silla.
—¿Quiere montarlo, señorita? —el mozo me tendía las riendas sin dejar de sonreír, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Le vendría estupendamente, ¿sabe? Es muy joven y aquí sólo lo monto yo…
En ese momento, el animal percibió algo que le molestaba, un insecto o algún mido remoto, y levantó las patas traseras mientras movía la cabeza, inclinando el cuello hacia mí. No me hizo daño pero sentí su aliento, le acaricié para tranquilizarle, y el mozo hizo lo mismo, se acercó un poco más mientras le pasaba la mano por el lado opuesto, y llevaba la camisa abierta, el picadero estaba en un claro sin sombra, el sol de junio calentaba, él sudaba, yo sudaba, el caballo nos daba calor, su aliento, su piel, la sangre tensando sus venas, «me estoy mareando», pensé, pero no era un mareo, y al comprenderlo, me eché para atrás como si acabara de recibir una descarga eléctrica.
—¿Lo ve? Está muy nervioso —el mozo no podía haberse dado cuenta de nada, pero yo me había puesto más nerviosa que el caballo y ni siquiera me atreví a mirarle a los ojos—. ¿Quiere montarlo?
—No, gracias. Otro día, mejor —le di la espalda, me colgué del brazo de Adela y tomé la iniciativa por primera vez en los paseos que compartíamos—. Vámonos a casa, anda. No me encuentro nada bien.
—¿No? —ella se paró en seco, me cogió por los hombros, me miró con atención—. Es verdad, estás muy colorada.
—¿Sí? —claro que estaba colorada—. No sé lo que me ha pasado.
—Igual te ha bajado la tensión. O a lo mejor es que estás anémica, que no me extrañaría nada, porque no comes, aunque entonces estarías más bien pálida, ¿no? Así que… ¿Te pasa con frecuencia?
—Alguna vez —mentí—. Pero se me pasa enseguida —volví a mentir—. No te preocupes.
—¿En serio? ¿No quieres que llame al médico y le pregunte…? —y me puso la mano en la frente con la solicitud de una madre—. A ver, ¿qué síntomas has tenido? ¿A qué se parece?
—He tenido… —miré a mi cuñada, intenté calcular qué cara pondría si le dijera la verdad, «he tenido un calentón, Adela», y volví a cogerla del brazo para obligarla a andar, más despacio—. Yo creo que es que no he desayunado.
—¡No me digas más! Pero a quién se le ocurre, Inés, salir al campo en ayunas, con el sol que hace…
Al llegar a casa, tuve que volver a desayunar bajo la estrecha vigilancia de mi cuñada, pero la última vez que me acosté con un hombre tenía veintidós años, aquella mañana me faltaba poco para cumplir veintisiete, mi cuerpo no necesitaba mi opinión para echarlo de menos, y eso no se iba a arreglar con una tortilla francesa y dos tostadas.
La verdad que nunca me atrevería a contarle a Adela era que me pasaba continuamente, dormida y despierta, con motivos o sin ellos, y yo no lo controlaba, no podía negarme, esquivar las imágenes que se agolpaban en mi cabeza de repente, hombres sin rostro o con caras conocidas, sensaciones familiares o fabulosas, recuerdos verdaderos o inventados, el ritmo regular de dos cuerpos que chocaban crujiendo en mis oídos y un escalofrío fulgurante, que al principio me daba calor y al final me dejaba helada. En la cárcel no me había pasado. Tenía demasiado miedo y demasiadas cosas que hacer, cosas en las que pensar. Además, en aquella época, mi memoria aún conservaba la frescura de una experiencia que el paso del tiempo iría acartonando, fosilizando, haciendo cada vez más extraña, más dudosa, la experiencia del placer, del vértigo, de la arrolladora supremacía de la vida sobre la muerte en la sangre, en la carne, en la piel, en la lengua, en los dientes, en la risa, en el sudor de mi cuerpo poderoso, triunfador sobre el hambre y el desaliento, vencedor de las bombas y de los escombros.
En otoño de 1936, Virtudes y yo aprendimos lo que era la guerra, una línea frágil, sutilísima, que separaba la vida de la muerte. Una mañana de octubre, una bomba alcanzó a la hija de la portera, una chica más joven que yo, en la calle Luchana, a dos pasos de la boca del metro. Yo la había visto por la mañana, habíamos hablado un momento en el portal, nos habíamos reído del vecino del segundo, que no la dejaba en paz, y me había contado que su novio estaba en la sierra, que le habían ascendido a cabo. Todo eso, a las diez y media de la mañana, y a las dos de la tarde estaba muerta. Otro día, Virtudes llegó llorando de la calle. Uno de sus primos había muerto en el bombardeo de un colegio, en Aluche, con cinco años. El entierro fue por la tarde, y después, ninguna de las dos tenía ganas de volver a casa, así que entramos juntas, solas, en un café, después en otro, y nadie nos miró mal, nadie pensó que fuéramos unas busconas, y a ella ya le habría dado igual que lo pensaran. Así era la guerra, y por eso, desde aquel día, salimos juntas casi todas las noches, hasta que una tarde de marzo de 1937, en el vestíbulo del Monumental Cinema, Pedro Palacios me vio bajar por las escaleras, esperó a que llegara a su lado, me abrazó, y me besó en la boca sin mediar palabra.
Habíamos ido andando hasta Antón Martín para celebrar la victoria de Guadalajara, y aunque llegamos con mucho tiempo, sólo encontramos sitio para quedarnos de pie, en el anfiteatro. Estaba segura de que él también habría ido hasta allí, y aunque sabía que era una tarea imposible, no dejé de buscarle entre los centenares de cabezas que estaban al alcance de mis ojos, durante las dos horas que duró el mitin. Hacía seis meses que le buscaba disimuladamente por todo Madrid, en los sitios donde era previsible que coincidiéramos y en los que no. Él seguía viniendo a casa cuando había reuniones, y siempre me miraba, me sonreía, me cogía por el cuello para apretar durante un instante su mano sobre mi piel y comprobar cómo se erizaba, antes de despedirse. «Pareces tonta, Inés, está jugando contigo, ¿es que no te das cuenta?», me decía Virtudes, y yo ni siquiera le llevaba la contraria. Era verdad que estaba jugando conmigo, pero me gustaba tanto que no me importaba parecer tonta, y cuando tenía la menor posibilidad de volver a verle, aunque fuera fugazmente, dejaba plantado sin más explicaciones a un capitán de artillería que me cortejaba como un caballero, para mayor desesperación de Virtudes. Aquella tarde, sin embargo, ella estaba tan concentrada en el escenario, que ni siquiera me regañó.
—Es guapo, ¿verdad? —y no entendí tanta atención hasta que los oradores se adelantaron para entonar juntos la
Internacional
.
Tuve ganas de contestarle que no, que era del montón, recurriendo a la misma fórmula que ella misma había escogido para desdeñar a Pedro el día que le conocí, pero asentí con la cabeza, porque sólo podía referirse a uno de los hombres que cantaban al borde del escenario, un comisario moreno y joven que se llamaba Francisco Antón y era guapo de verdad.