Inés y la alegría (10 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Metí cinco duros en el cajón de la cocina, le dije a Virtudes que me pidiera más cuando lo necesitara, y la esquivé durante el resto del día. Seguía sintiéndome como una ladrona, la usurpadora de un trono ajeno o una torpe estafadora, de esas que se creen muy listas cuando la policía ya ha puesto precio a sus cabezas. Pero la policía nunca vino a buscarme.

—Inés… —y cuando alguien lo hizo, cinco meses después, Virtudes me llamaba de tú, porque a ninguna de las dos le quedaba ya otra hermana—. Ahí fuera está un hombre que dice que te conoce, que es amigo de Ricardo, aunque si quieres que te diga la verdad, yo no lo he visto en mi vida…

Cuando mi hermano envió a alguien para que se hiciera cargo de mí y de ese dinero, yo había descubierto ya que mi sangre era efervescente, y para qué, para quién habían guardado mis ojos aquellas lágrimas que representaban un tesoro más valioso que el contenido de cualquier caja fuerte.

—Oye, Virtudes —porque el día que la abrí, no salí de casa, al siguiente tampoco, pero el 30 de julio decidí que ya estaba bien—, he pensado que, como hoy es mi cumpleaños y no he podido celebrarlo, ni nada… ¿Por qué no te arreglas y nos vamos a la Gran Vía?

El 30 de julio de 1936 cumplí veinte años, y me hice a mí misma el regalo de pararme a pensar. Miré a mi alrededor, resté lo que había perdido de lo que aún conservaba, y así comprendí, en primer lugar, que lo que hasta entonces había sido mi vida, con sus costumbres y sus rutinas, las normas que siempre había acatado dócilmente y la culpa que me retorcía por dentro cuando las infringía, habían perdido todo su sentido. Para mí sólo había dos caminos, echar todos los cerrojos de todas las puertas y enterrarme en vida sin más horizonte, sin otro propósito que mi propio encierro, o aprender a vivir de otra manera. Cuando escogí el segundo, descubrí que aún podía hacerme otro regalo, y me fui a buscar a Virtudes. La encontré en la cocina, planchando, pero me opuso una resistencia más tenaz de la que habría esperado incluso si hubiera tenido la cena a medio hacer.

—¿A la Gran Vía?

Lo repitió muy despacio, mientras me miraba como si se lo hubiera propuesto en un idioma indescifrable, y cuando volvió a hablar, su voz había adelgazado hasta encajar en los límites de un hilo precario, tembloroso.

—¿Y para qué vamos a ir a la Gran Vía? —eso me preguntó, y no supe por dónde seguir.

Si me hubiera preguntado por qué, habría sido más sencillo, porque llevaba todo el día meditando esa respuesta. Si me hubiera preguntado por qué, le habría contestado que porque yo no tenía la culpa de nada, porque estaba harta de estar metida en casa, porque si todos me habían dejado allí, abandonada a mi suerte, tenía derecho a hacer lo que me apeteciera, porque me estaba quedando pálida como una muerta de no ver el sol, porque si era capaz de salir aquella noche, también podría salir al día siguiente, y porque era mi cumpleaños, porque aquel día había cumplido veinte años y sólo podía elegir entre salir y morirme. Pero no me había preguntado por qué, sino para qué, y no me resultó fácil hallar una respuesta.

—Para ir —no encontré nada mejor, pero me acerqué a ella para cogerla de las manos y balancearlas con las mías, como cuando éramos pequeñas—. ¿O es que tú has ido a la Gran Vía alguna noche?

—Uy, no, señorita —negó con la cabeza y mucho vigor—, yo, desde luego que no.

—Pues yo tampoco. Y ya va siendo hora, ¿sabes?

—Es que… —pero con eso no la convencí—. Salir de noche, por la Gran Vía, las dos solas… Vamos a parecer unas busconas.

—¿Unas busconas? —solté sus manos y percibí el desaliento de mi propia voz, mientras hablaba tan en serio como lo había hecho muy pocas veces—. No me digas eso, Virtudes, no me lo digas, por lo que más quieras, por favor te lo pido, no lo vuelvas a decir. A ver si precisamente esta noche, la primera vez en mi vida que puedo hacer lo que se me antoja, resulta que voy a parecer una buscona.

—Lo siento, señorita.

No pude mirarla a los ojos porque, después de pedirme perdón, bajó la cabeza para clavarlos en las baldosas del suelo, pero me di cuenta de que no me había entendido. No era fácil de explicar, pero volví a cogerla de las manos, se las apreté hasta que volvió a mirarme, y seguí hablando, reconociendo mi voz, pero no su acento, un aplomo que le pertenecía, que debía pertenecerme a mí también, puesto que estaba brotando de mis labios, pero cuya existencia había ignorado hasta aquel mismo momento, como si nunca lo hubiera necesitado antes.

—Yo sólo quiero salir para dar una vuelta, porque es mi cumpleaños, y estoy harta de estar en casa, y… Y porque siempre he querido ir de noche a la Gran Vía —al confesar la verdad, sonreí como una tonta—. ¿Qué quieres que te diga? Mi madre siempre dice que tengo el mismo gusto que los paletos de los pueblos, pero yo siempre he querido ir, nadie ha querido llevarme, y ahora… Ahora ya no hay nadie aquí a quien pedirle permiso, ¿verdad? Me han dejado sola, y eso me convierte en una mujer libre, ¿o no? Las dos somos mujeres libres, Virtudes, igual que Aurora, que sale todas las noches con sus amigos, y vuelve de madrugada, y no le pasa nada.

—Ya, pero la señorita Aurora está acostumbrada, y nosotras…

—Nosotras nos acostumbraremos enseguida, Virtudes, ya lo verás. Y yo sólo quiero ir a la Gran Vía a dar una vuelta, tampoco es mucho pedir, ¿no? —era muy poco, pero en aquel momento representaba tanto para mí que mi voz se quebró sin pedirme permiso—. Es una tontería que perdamos el tiempo discutiendo por tan poca cosa, así que coge lo que quieras de mi armario y vámonos, porque hoy cumplo veinte años y no quiero ni pensar… No quiero acabar cenando una tortilla francesa en la cocina.

—Bueno, pues si quiere… —lo que no habría querido era convocar la compasión que vi en sus ojos, aunque sólo eso logró decidirla—. Pero no me llore usted, señorita.

—Si no estoy llorando, mira, ¿ves? —y me limpié los ojos de un manotazo—. Ya no estoy llorando.

Media hora después, dos mujeres libres se bajaron de un taxi en la esquina de Alcalá con la Gran Vía. Una de ellas era Virtudes, la otra era yo, y las dos sonreímos.

—¿Adónde van las chicas guapas?

Cuando volví la cabeza, no pude averiguar cuál de los milicianos que se alejaban en un camión, Alcalá abajo, había gritado aquella pregunta, porque todos nos devolvieron la sonrisa. Entonces miré a mi alrededor, abrí los brazos, y fue como si nunca hubiera tenido brazos, como si nunca los hubiera tenido abiertos, como si la brisa ligera de una noche de verano no los hubiera acariciado jamás.

Antes de llegar a Callao, ya había decidido que no podía existir una causa mejor que aquella, la causa de mis brazos, de la brisa, de aquel piropo y las sonrisas juveniles que lo acompañaban, la causa de una ciudad volcada hacia fuera, viviendo en la calle, las aceras abarrotadas como si fuera de día, aquella noche brillante, luminosa, en la que el peligro aún parecía muy lejano y sin embargo ya estaba ahí, sacándole punta a todo, a las palabras, a los gestos, a los cuerpos, a la vida. Aquello era más de lo que yo podía esperar, y esperaba tanto que aquel desbordamiento me aturdía, pero por encima de mi confusión, empecé a sentirme bien en aquel tumulto de gente despareja, misteriosamente integrada en un conjunto armónico que tenía sentido pese a su dificultad, mujeres perfumadas, elegantes, aceptando con una sonrisa la lumbre que les ofrecía un obrero que no se había quitado su ropa de trabajo, señores impecablemente vestidos discutiendo a blasfemia pelada en las mesas de los cafés, parejas de adúlteros a quienes les había tocado la lotería de besarse en las esquinas sin que nadie se parara a mirarles, oficiales de uniforme que sonreían con el puño en alto cuando escuchaban aplausos a su paso, muchos extranjeros, Virtudes y yo, una multitud vivísima de hombres y mujeres de aspecto familiar y naturaleza desconocida, un Madrid distinto, insospechado, que seguía siendo el mismo y mi ciudad, a la que me sentía pertenecer como nunca antes. Nada de lo que pasó después habría ocurrido si aquella noche no me hubiera enseñado que mi sangre podía llegar a ser efervescente.

—Vamos a sentarnos aquí —le dije a Virtudes al ver que se quedaba libre una mesa en una terraza.

—No, señorita, eso sí que no —y me cogió del brazo cuando ya tenía la mano en una silla—. De día aún, pero ahora… No podemos sentarnos aquí, las dos solas, como si estuviéramos en un escaparate, para que nos vea todo el mundo. ¿Qué vamos a parecer? ¿Qué van a pensar de nosotras?

La miré, y vi en sus ojos un temblor de angustia genuina, un miedo auténtico que tenía poco que ver con la teoría, todas esas convenciones injustas, odiosas, ridículas, que habían inspirado sus palabras. Virtudes, que era baja, menuda, menos llamativa que yo pero más guapa de cara, iba vestida con mi ropa, una blusa, una falda, un collar de cuentas de colores. Por fuera parecíamos iguales, por dentro su inquietud nos hacía diferentes. Yo me podía permitir el lujo de ignorar lo que cualquiera pensara de mí aquella noche, pero ella tenía derecho a preocuparse por su reputación. Eso pensé, y que no podía obligarla a acompañarme porque no sería justo para ella, así que la cogí del brazo y seguimos andando, dejándonos llevar por aquel torrente humano, interminable, hasta la Puerta del Sol, donde al fin me consintió entrar en La Mallorquina y comprar dos bollos rellenos de nata que nos comimos en la calle, como si sentarse, incluso dentro de una confitería, fuera una relajación definitivamente incompatible con la decencia de dos mujeres jóvenes y solteras. Era un pobre festín para un cumpleaños, pero antes de terminarlo, ya había aprendido que las cosas eran aún más complicadas de lo que parecían.

—Pero ¿qué haces?

Ella no me contestó, ni siquiera volvió la cabeza para mirarme, y hasta que se abrió el semáforo, siguió plantada en la acera, con el cuerpo erguido, una imperturbable sonrisa entre los labios y el brazo derecho doblado en ángulo recto, para saludar con el puño cerrado a un camión de milicianos que se había parado a nuestro lado.

—¡Virtudes! —me acerqué a ella y la sacudí—. Que qué haces…

—Nada, saludarles —me respondió, con toda la naturalidad del mundo—. Es que esos eran de los míos.

—¿De los tuyos? —e insistí, como si no lo hubiera comprendido a la primera—. ¿Cómo que de los tuyos?

—Pues sí, de los míos —entonces desvió la mirada, bajó la voz, y pareció arrepentirse de haber llegado tan lejos—. No se lo he dicho nunca, señorita, pero yo… Estoy afiliada a la JSU.

—¿A la JSU? —miré el bollo mordisqueado con extrañeza, lo envolví en la servilleta, para que no se ensuciara, y lo dejé encima de la barandilla de las escaleras del metro, porque ya no tenía fuerzas ni para acabar de comérmelo—. ¿Cómo que estás afiliada a la JSU? O sea, que dices que salir por la noche es de busconas, no me dejas sentarme en una terraza, me obligas a comer andando por la calle, para que no nos tomen por putas… ¿y ahora me sales con que eres de la JSU?

—Pues sí —terminó de rebañar la nata con la lengua y me miró con extrañeza—. Eso no tiene nada que ver.

—Pero ¿cómo no va a tener nada que ver?

Empecé a pasearme por la acera, tres pasos a la izquierda, tres a la derecha, a la izquierda otra vez, y una anciana que entraba en el metro cogió el paquete envuelto en la servilleta, lo abrió, se puso muy contenta y se zampó lo que quedaba de mi bollo en tres bocados.

—Piensa un poco, Virtudes, es todo lo mismo, ¿no lo entiendes? —y antes de que se formara un corro a nuestro alrededor, la cogí del brazo y echamos a andar otra vez—. Si quieres que cambien las cosas, que haya justicia y libertad para todos, ¿cómo se te ocurre que las mujeres no tengamos derecho a hacer lo mismo que hacen los hombres?

Cogimos otro taxi para volver a casa, y al llegar, le dije que me esperara en la cocina. Cuando volví a entrar, con una botella de Pedro Ximénez y dos copas, volvió a mirarme como si no me conociera, como si no pudiera entender nada de lo que yo había hecho, de lo que había dicho aquel día.

—Bueno, pues vamos a brindar —propuse—, que es lo menos que se le puede pedir a un cumpleaños. Y así, de paso, charlamos un poco, a ver si nos entendemos…

Aquella noche hablamos y hablamos, y discutimos, y nos reímos, y volvimos a hablar hasta que se nos cayeron los párpados, de cansancio y de borrachera, al borde del amanecer. Un mes y medio después, cuando el timbre de la puerta empezó a sonar a la hora de la reunión que ella misma había convocado, todavía no la había convencido del todo, quizás porque mis propias convicciones habían ido cambiando desde la primera noche de mi libertad. Sólo había pasado un mes y medio, y sin embargo, la Gran Vía se había vuelto demasiado estrecha para mí. Aún no conocía otra manera de describir mi avidez, el agujero imaginario que, en el lugar de mi estómago, se negaba a saciarse con aquellas pequeñas aventuras nocturnas que al principio me habían parecido tan grandes. Aurora me invitaba a salir de vez en cuando, pero me entendía mejor con Virtudes, quizás porque los pocos amigos que conservaba mi vecina tenían un único tema de conversación, que consistía en reírse de los que estaban ausentes porque se habían alistado.

Yo intuía que tras su cinismo, la congelada finura de su ironía, no había más que mala conciencia, una cobardía enmascarada de superioridad intelectual que buscaba mi complicidad pero sólo servía para agrandar el hueco de mi estómago. Hasta que una noche, mientras pensaba, como tantas otras, que si yo fuera un hombre me habría alistado, comprendí que lo que estaba pensando no eran sólo palabras. Si yo fuera un hombre, me habría alistado, y era verdad. Por eso lo dije en voz alta. Luego me levanté, me puse el abrigo, salí a la calle, volví a casa andando y no volví a soltarle a Virtudes ningún sermón sobre la emancipación de la mujer, porque no hacía falta. Ya sabía que aquella sublevación militar no se parecía a ninguna de las que habíamos vivido antes de entonces, pero hasta aquella noche no comprendí que, a pesar de la desorganización, de los desórdenes, de los excesos y los errores que se cometían todos los días, nos lo estábamos jugando todo en una sola apuesta. Y desde aquel instante, nunca dejé de levantar el puño para saludar a los camiones con los que me cruzaba por la calle, ni de sonreír al hacerlo.

Vivíamos un tiempo decisivo, y mi estómago lo descubrió antes que yo, porque cuando me levanté del sofá para ir a la cocina a curiosear, sentía que estaba hueco pero aún no conocía el origen de su oquedad, ni sabía qué nombre ponerle. Aquella tarde estaba tan aburrida como de costumbre. No tenía ninguna cosa que hacer y, por primera vez, la oportunidad de contemplar, aunque fuera de lejos, una reunión política. No aspiraba a más cuando enfilé con sigilo el pasillo que llevaba a la cocina, y si la puerta hubiera estado cerrada, habría vuelto sobre mis pasos con una decepción tan leve que ni siquiera la habría recordado al día siguiente. Pero aquella puerta desembocaba directamente en mi futuro, y estaba abierta.

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