Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (20 page)

BOOK: Inés y la alegría
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El día que aparecí con madame Mercier en su tienda, Nicole me contó que Amparo le había encargado una tarta de tres pisos para la inauguración de lo que, a partir de la noche siguiente, sería la Taberna Española de San Sernín. Cuando Sandrine lo oyó, se empeñó en que la llevara conmigo a aquella ¡fiesta!, como la llamaba, aplaudiendo en el aire. «¿Y tu marido?, —le pregunté—, ¿no le parecerá mal?», menos por curiosidad que por aliviar la presión. «No te preocupes», me contestó, y no me atreví a seguir preguntando.

—Oye, Fernando —Diego el Perdigón, que era de Huelva y cantaba muy bien, se me acercó cuando Angelita estaba sirviendo la tarta—. Dile a tu chorba que no me toque las palmas, por favor, que lo hace fatal y así no me concentro.

—Hombre —intenté tragarme la risa, pero no lo conseguí del todo y él se dio cuenta—, si lo hace con la mejor intención.

—No, ya, si es imposible que lo haga aposta —y me reí con él—, porque no da una ni por aproximación, la jodía por culo…

«Pobre Sandrine», pensé, mientras iba hacia ella, y la abrazaba por detrás, para inmovilizar sus brazos con los míos. Pobre Sandrine, que sólo quería divertirse, y si no entendía la diferencia que hay entre un andaluz y un asturiano, mucho menos la que separaba sus manos de las de Lola, una gitana de Cádiz que tenía el pelo rubio oscuro, unas tetas enormes, incompatibles con su delgadez, y una cara huesuda que podía ser atractiva o temible, según le diera la luz. Pobre Sandrine, que se quejaba de que la hubiera arrancado del jaleo, mientras señalaba con el dedo y un gesto de disgusto a aquel instrumento de percusión viviente, que había aprendido a tocar las palmas antes que a hablar. Lola marcaba el compás con los tacones, con los hombros, con todo el cuerpo, mientras acompañaba al Perdigón sentada en una silla, las piernas entreabiertas alrededor del hueco por el que se perdían a distancia los ojos del Pasiego, cuando se golpeaba las rodillas y cuando no. Entonces, un instante después de que los míos descubrieran la calidad de aquella mirada insistente, casi obsesiva, se abrió la puerta y Carmen de Pedro entró en la taberna.

Carmen entró y el Perdigón dejó de cantar, Lola de jalearle, el Cabrero y Sole, ya nunca más Solange, de besarse en una esquina como si aspiraran a matarse mutuamente de asfixia, y Amparo de ponerme mala cara, porque Nicole debía haberle contado quién era Sandrine, y de paso, seguramente, quién era su marido. La aparición de la máxima autoridad del Partido Comunista de España en la Francia liberada suspendió a la vez todo lo que sucedía en una taberna abarrotada de comunistas españoles.

—Pero, por favor, por favor —insistía ella con una sonrisa, mientras repartía besos entre las mujeres y apretones de manos entre los hombres—, seguid con la fiesta, por favor, yo no quería interrumpir…

Ninguno de nosotros había oído hablar nunca de Carmen antes de que nos encontráramos en el aserradero. Después, nos acostumbramos a oír su nombre asociado siempre al de Jesús Monzón. A él tampoco le conocíamos de antes, pero yo me hice amigo suyo cuando los mangos de las sierras todavía no me habían hecho callos en las palmas.

—Salud —un hombre alto, fuerte y bien vestido, que parecía mucho mayor que yo aunque sólo me sacaba cuatro años, me tendió la mano en la puerta de una granja tan escondida que parecía un camuflaje, las paredes completamente recubiertas de hiedra y, detrás, un jardín rodeado por árboles tan altos que impedían que se viera desde la carretera—. Soy Jesús Monzón.

Aquel día de la primavera de 1942, un coche me había recogido en la puerta del aserradero a las once de la mañana. Angelita, que fue quien me avisó, no pudo contarme nada más de aquella cita. Ignoraba la hora, el lugar, los motivos y, sobre todo, la identidad de mi interlocutor, pero si a cualquiera de los dos nos hubieran dado un margen de cien nombres para adivinarlo, no nos habríamos atrevido a mencionar el suyo.

—Salud —estreché la mano que me ofrecía y le miré a los ojos, pequeños, vivos, penetrantes, los más inteligentes que contemplaría en mi vida.

Nunca supe por qué me escogió a mí. La primera vez que le vi, no llevaba ni dos meses viviendo en el Luchonnais, pero ya estaba claro que el Lobo, como oficial de más graduación, había tomado el mando del grupo y que nadie se lo iba a disputar. Después, me dijo que me había elegido justo por eso. Ramón era la autoridad militar y ya conocía su punto de vista a través de los enlaces, pero le interesaba más conocer las opiniones, y sobre todo las sensaciones, añadió, de alguien como yo, que estaba un peldaño por debajo en la escala de mando. En una posición semejante a la mía, añadió sonriendo, y al escuchar eso, ya le conocía tan bien que me eché a reír.

—Este no es un encuentro, digamos, oficial —me aclaró después de guiarme hasta una mesa con manteles blancos, en el porche que se abría al jardín—, o al menos no es esa mi intención. Me gustaría que hablaras conmigo con la misma libertad con la que lo harías en una comida entre amigos.

Entonces, una chica francesa, morena y esbelta, con un maquillaje discreto y un vestido ceñido, el escote no más de dos centímetros por debajo del que llevaría una esposa irreprochable, empezó a servirnos la comida, casera pero muy buena, aunque no tan extraordinaria como el vino.

—Rioja, naturalmente —anunció, al llenar mi copa—, a ver qué te parece…

—Buenísimo —le contesté, después de impregnar con él hasta la última esquina de mi boca, mientras sentía que el paladar palpitaba de emoción.

—Me alegro, porque soy navarro, ¿sabes? —sonrió, y si no me hubiera caído bien desde el principio, lo habría logrado en aquel instante—. Y ahora, cuéntame. Ya sé quién eres, cómo te llamas, dónde naciste, desde cuándo perteneces al Partido… Sé todo lo que otros han podido contarme de ti, que hiciste la guerra en el XVIII, que tu íntimo amigo se llama Comprendes, y que te gustan el vino tinto, las mujeres morenas y la dinamita —era mi turno, y sonreí yo—. Lo que quiero que me cuentes es cómo te sientes, cómo ves la situación, a tus camaradas, el estado de la organización en esta zona, el nivel al que podríamos llegar… Empieza por donde quieras. En este momento, soy el responsable del Partido en Francia, y por extensión, en España, lo sabes, ¿no? —asentí con la cabeza, lo sabía—. Todo lo que puedas contarme me interesa.

De esta extraña manera conocí a Jesús Monzón. En aquella casa escondida, sentado a una mesa que parecía un sueño, un espejismo en el que acunar mis anhelos de paria prisionero, hablé con el máximo dirigente de mi partido como nunca había hablado con ningún insignificante responsable de radio, sin presiones, sin recelos, sin suspicacias, sin esa escenografía de interrogatorio policial a la que estaba acostumbrado. Y enseguida me di cuenta de que estaba hablando para un hombre que sabía escuchar, un hombre que no necesitaba secretarios, guardaespaldas, ningún pedestal simbólico sobre el que encaramarse, para afianzar una autoridad que le pertenecía tanto como su nombre de pila, y que nadie se atrevería nunca a discutirle. Cuando me interrumpía, me pedía perdón, cuando se equivocaba, lo reconocía, cuando algo le hacía gracia, se reía con ganas, pero en ningún momento recurrió a los trucos de manual soviético, sonrisas paternales y palmadas en la espalda, que utilizaban los dirigentes a quienes yo conocía para inspirar confianza en sus subordinados. Su voz tampoco cambió de tono. Ni descendió hasta una suavidad melosa, ni trepó hasta la rigidez inflexible con la que se habían dirigido a mí otras veces. Tampoco habría hecho falta, porque cuando quise darme cuenta, se había salido con la suya y aquello era una verdadera comida entre amigos.

—Creo que voy a pedirle que se quede en la cocina… —propuso con acento risueño, después de que me quedara atascado en la mitad de una frase mientras aquella mujer se inclinaba sobre mí para servirme el café, y esperó a que se marchara para hacerme una pregunta que no esperaba—. Puedes no contestar si no quieres, por supuesto, pero llevo un rato pensando… ¿Cuánto tiempo hace que no echas un polvo?

—¿Un polvo? —y mi estupor le hizo reír—. ¿Y eso qué es? Me suena de algo, no creas, pero ya no me acuerdo de cómo se hace…

Entonces entró en la casa, y volvió a salir con una botella de armañac y dos copas. La sobremesa se alargó hasta media tarde, pero podría haber seguido hablando con él durante el resto de mi vida. Aquel día le conté a Jesús Monzón todo lo que quería saber, aunque me guardé para mí la verdad más importante. Que mientras él estuviera donde estaba, el Partido Comunista de España había vuelto a estar vivo. Eso sentí, y que yo había resucitado con él.

—Tengo que irme —a las cinco y media se levantó, vino hacia mí, me dio un abrazo—. Gracias, camarada, no sabes lo importante que ha sido esto para mí. Quédate aquí un rato, ¿quieres? Esta carretera está tan apartada que sería sospechoso que salieran dos coches a la vez. El tuyo te esperará todo el tiempo que haga falta.

Atravesé el porche tras él, y me quedé de pie, ante la cristalera, para ver cómo le daba las gracias, muy formalmente, a la chica que nos había servido la comida. Ella le acompañó hasta la puerta, la cerró, y giró sobre sus talones para mirarme. Cuando llegó al centro de la sala, se bajó la cremallera y el vestido cayó a sus pies como el envoltorio de un regalo inesperado. Al reunirse conmigo, en el porche, ya estaba desnuda.

Nunca llegué a saber si era una puta o una camarada, aunque cuando me despedí de ella, estaba casi seguro de que era ambas cosas a la vez. Tampoco supe nunca cómo se llamaba, porque ni siquiera se lo pregunté, aunque en cierto sentido, fue una de las mujeres más importantes de mi vida. El hombre al que había conocido aquel día dejó, con todo, un rastro más perdurable en mi memoria. Por eso, un mes y medio después, cuando volví a encontrarme con él en la misma casa, la misma mesa, el mismo vino, me alegré de verlo aunque la persona que nos sirvió la comida fuera una granjera gorda y canosa, de más de cincuenta años.

—Lo siento, camarada —me dijo sonriendo, al ver cómo la miraba—, pero ya sabes… Unas veces se puede, y otras no.

No llegué a pasar mucho tiempo con Jesús Monzón, pero sí a conocerle lo suficiente como para comprender que aquella tarde de castidad había sido una prueba, una especie de examen de mi carácter. No me sorprendió. En la situación en la que estábamos, era muy natural que quisiera asegurarse de mi fortaleza. Además, y por muy heterodoxa que fuera su manera de imponer su autoridad, y lo era mucho, Jesús Monzón no era ni más ni menos que un dirigente comunista, exactamente lo que tenía que ser.

—La próxima vez, intentaré hacerlo mejor —me prometió, después de estudiar mi cara y dejarme adivinar que le gustaba lo que estaba viendo—. Hoy, todo lo que puedo ofrecerte… —se metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó un estuche de puros— es un habano.

—Bueno, no es lo mismo —y los dos nos echamos a reír a la vez—, aunque menos da una piedra.

Hubo otras mujeres, hasta cuatro más, todas francesas y todas distintas, en los ocho encuentros que Monzón y yo celebramos en aquella casa desde mayo de 1942 hasta marzo de 1943, cuando me convocó sólo para despedirse.

—Te voy a echar de menos —le dije mientras le abrazaba, y sonrió.

—Ya me lo imagino.

—No. Te voy a echar de menos a ti. Lo demás también, pero sobre todo a ti —le estaba diciendo la verdad y él se dio cuenta—. Cuídate mucho, Jesús.

En la época en la que se mudó a Madrid, nuestras conversaciones ya no se parecían en casi nada a la primera entrevista que habíamos sostenido. Monzón era una máquina de ideas, que solían ser interesantes hasta cuando eran malas. Solía enlazar un proyecto con otro a tal ritmo que la frecuencia de nuestros encuentros le impedía mantenerme al corriente de su producción, así que muy pronto empezó a hablar más que yo. Me contaba cómo veía la guerra, cómo veía al Partido, la situación en España y los caminos que podrían abrirse antes o después de la victoria aliada, que daba por descontada cuando nadie que yo conociera estaba aún seguro de ella. Si no tratábamos de cuestiones que tuvieran que ver directamente con la guerrilla, ni siquiera me hacía preguntas. Eso no significaba que no tuviera informadores. Los tenía, y los conocíamos, pero a mí nunca me obligó a opinar sobre la conducta o la actitud de mis camaradas, más allá de su nivel colectivo de moral, que era un tema que le obsesionaba. Yo se lo agradecí mientras le explicaba nuestra situación, hombres, armas, expectativas, y desmenuzaba en voz alta sus planes militares para que analizáramos juntos si eran viables, o no, y por qué.

Jesús Monzón era demasiado inteligente como para confundir la cosas, y la clase de lealtad que podía recibir de cada uno. Yo estaba seguro de que no era el único guerrillero al que había reclutado como asesor de aquella pintoresca manera, pero también de que sabría mantener una relación distinta, la que más le conviniera, con cada uno de nosotros. A mí me trató siempre como a un amigo, hasta el punto de que, durante todas las horas que pasamos juntos, hablando, en aquella casa, no llegó a pronunciar el nombre de Carmen de Pedro ni una docena de veces. Sin embargo, el día de la inauguración de la taberna, ella le mencionó inmediatamente.

—Galán, ¿verdad? —y me besó en las mejillas como una manera de distinguirme de los demás, a los que se había limitado a ofrecerles la mano—. Jesús me ha hablado mucho de ti. Tenía muchas ganas de conocerte.

—¿Cómo está? —le pregunté mientras la miraba, para ganar tiempo.

Tal vez Carmen de Pedro no fuera la última mujer de este mundo a la que yo habría podido imaginar en la cama de Monzón, pero se acercaba bastante a esa posición. No dejaba de ser lo que cualquier mujer española describiría como «una chica mona», aunque otra más fea me habría sorprendido menos que aquel pajarillo constipado, sin más carácter que su propia fragilidad y aquellos dientes tan menudos que enseñaba al sonreír. Yo sabía mejor que nadie que Jesús tenía buen gusto para las mujeres, y a primera vista, aquella tampoco parecía dotada de una inteligencia o unas capacidades extraordinarias, pero no tuve tiempo de detenerme en aquel misterio.

—Está bien, muy bien —su sonrisa se ensanchó para enseñarme que estar contenta la favorecía—. En Madrid, muy ilusionado, muy orgulloso de vosotros, de todo lo que habéis hecho, y lleno de ideas, de proyectos…

—Como siempre, entonces —yo también sonreí—. Dale recuerdos de mi parte. Dile que cuando entré en Toulouse, me acordé mucho de él.

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