—¡Déjame! —intenté desasirme con todas mis fuerzas, apartarme de él, pero era mucho más fuerte que yo, y apenas tuvo que esforzarse para inmovilizarme, apresando mis muñecas con sus manos.
—¿Por qué? —su voz era suave, y le miré, y le vi sonreír, reírse de mí, sin más violencia que la imprescindible para mantenerme a su lado—. Sólo estoy preguntando. Quiero saber, y eso no es malo, ¿verdad? Deberías portarte mejor conmigo, Inés, porque yo he ganado la guerra, no sé si te acuerdas. Pero si no quieres contestarme, da igual. Sé que te acostabas con tu responsable político porque fue él quien te entregó, he leído tu expediente. Un obrero ferroviario, tirándose a una señorita como tú… ¡Joder! Va a ser difícil competir con él, la tendría como una piedra, el hijo de puta… ¿Y con cuántos te compartía, dime? ¿Cuántas veces te mandó al Gaylord a chupársela a los rusos, que para eso eran los amos?
—¡Es mentira! —en ese momento, muerta de miedo como estaba, decidí que no ganaba nada estando callada—. Todo eso que dices es mentira, y lo sabes, lo sabes, no eres más que un cabrón mentiroso…
—¡Eh, eh, eh! —se acercó tanto a mí que sentí su erección, el bulto de su sexo contra mi cadera, mientras reunía mis dos muñecas para sujetarlas con su mano derecha y me tocaba los pechos con la izquierda, siempre sin hacerme daño, en su voz, en sus manos, una desconcertante suavidad—. Cuidadito con lo que dices, no vayamos a tener un disgusto. Sobre todo porque… —pegó su cara a la mía, para hablarme muy cerca, al borde del oído—. Tú tienes un problema conmigo, Inés, un problema muy gordo. Estás salida como una perra, y parece que los demás no se dan cuenta, pero yo sí, yo te estoy viendo venir desde que llegaste. Te mueres de ganas de echar un polvo, y lo peor es que se te nota, pero un montón, ¿sabes? No puedes más, ¿a que no puedes más? —en ese momento se me saltaron las lágrimas, y él se rió—. No llores, imbécil, si no te voy a hacer nada. ¿Qué te crees? Podría tumbarte ahora mismo en el suelo y metértela hasta la garganta, y te gustaría, encima, estoy seguro de que te gustaría, pero ¿qué ganaría yo con eso, aparte de un disgusto con Adela, en comparación con lo que puedo ganar? No. Prefiero que vengas arrastrándote, suplicándome que te deje arrodillarte delante de mí, y si tú me complaces, yo te complaceré, no lo dudes. La vida es muy larga, Inés, yo, muy paciente y Lérida, una provincia muy aburrida. Tenemos mucho tiempo por delante. Si no es ahora, será dentro de poco, pero tú y yo acabaremos pasándolo muy bien aquí, ya lo verás.
Entonces sentí su lengua, que me lamió el cuello muy despacio, desde el hombro hasta el lóbulo de la oreja, que mordió después, sin hacerme daño. Luego, con una sonrisa triunfal, me soltó, se dio la vuelta y siguió andando despacio, sin volverse a mirarme. Yo salí corriendo en dirección contraria, y mientras corría, esperaba que pasara algo, cualquier cosa, que me agarrara de las piernas para tirarme al suelo, que saliera otro hombre a cortarme el paso, pero no ocurrió nada, y crucé la verja, recorrí el jardín, entré en casa, me metí en mi cuarto, cerré la puerta sin que nada ni nadie me lo impidieran. Aquella noche no salí de mi habitación, y al día siguiente, cuando Adela me reclamó para que fuéramos juntas a misa, el comandante ya se había marchado. Pasaron más de veinte días antes de que volviera a verle, sólo de lejos, y a aquellas alturas ya no sabía qué pensar, cómo definir o clasificar lo que había ocurrido en el pinar. Todo había sido tan repentino, tan extraño, que me convencí a mí misma de que no se repetiría.
En la cárcel había oído contar historias parecidas, relatos de mujeres acosadas por una fantasía, una obsesión febril que bullía en la imaginación de ciertos hombres que no sabían en realidad lo que buscaban, porque al perseguirlas, perseguían algo que nunca se permitirían poseer, lo que les faltaba, lo que deseaban pero jamás consentirían que sus novias, sus esposas representaran para ellos. Aquellos relatos siempre comenzaban con las mismas palabras, «desnuda debajo del mono», esa era la contraseña, una idea fija, constante, la piedra angular de la secreta, minúscula derrota que había sobrevivido a su grandiosa y pública victoria, un delirio sucio y caliente, el pecaminoso entretenimiento de los buenos chicos que besaban las manos de los obispos y afirmaban a gritos la vida de Cristo Rey.
Garrido no podía ser como ellos. Había sucumbido una vez, sí, quizás había bebido, quizás estaba aburrido y sólo pretendía asustarme, divertirse un rato o echar un polvo fácil. A medida que pasaban los días y no pasaba nada, empecé a apostar conmigo misma por esta última opción. No tenía más remedio que reconocer que su diagnóstico sobre mi estado era certero, tanto que hacía sólo unos meses, en los primeros días de calor, un mozo de cuadra con la camisa abierta y un caballo encabritado habían bastado para hacerme perder el control. Era verdad que no podía más, y si él hubiera escogido otro camino, una aproximación más amable o ni siquiera eso, si me hubiera ofrecido sexo a secas, sin insultos, sin desprecio, sin esa odiosa arrogancia de los fascistas españoles, tal vez habría aceptado allí mismo. El comandante Garrido se había equivocado conmigo, y en el fondo, era una lástima, pero yo no dejaba de ser la hermana pequeña de Ricardo Ruiz Maldonado, y él era demasiado maduro, demasiado atractivo, demasiado poderoso como para perseverar en aquel pasatiempo de adolescentes pajilleros. Eso pensé, y así recobré la calma, hasta que un sábado de noviembre, cuando ni siquiera sabía que estaba en casa, me di cuenta de que la equivocada era yo.
—Inés, Inés… —aquella vez me asaltó por la espalda, y cuando reconocí su voz, ya me había rodeado con los brazos en medio del pasillo para pegar su cuerpo completamente al mío—. Parece mentira, una mujer como tú, y que no te des cuenta de que estoy de tu parte… —empezó a mover la mano izquierda dentro de mi blusa, me la metió en el sostén, me sacó un pecho fuera, me subió la falda con la otra mano, y durante unos segundos ni siquiera intenté impedírselo, tan aturdida estaba—. En fin, cuando empieces a trepar por las paredes, acuérdate de mí.
Y se marchó otra vez, me dejó en el pasillo con la blusa abierta, la falda por la cintura, y un desconcierto mucho más profundo, fronterizo con la incomprensión, porque aquella escena había sido más brusca pero menos desagradable que la anterior. No sabía qué pensar, y sin embargo, al día siguiente, mientras oía misa conmigo y con Adela, me dedicó toda una serie de gestos galantes que a ella la entusiasmaron y a mí empezaron a darme miedo. Todavía necesité algún tiempo para comprender su juego, aquella imprevisible sucesión de carantoñas y amenazas, atenciones e indiferencia, que supo hacer compatible hasta con las vacaciones de Navidad, en las que se trajo a sus hijas desde Salamanca y vino a visitarnos con ellas varias veces, para comportarse como el más cariñoso y tierno de los padres. Incluso una de aquellas tardes de turrón y villancicos, logró encerrarse conmigo en el cuarto de baño, y aquella vez me hizo daño.
—O sea, que con aquel desgraciado sí, pero conmigo no —el tono de su voz, suave, sereno, no se alteró mientras me estrellaba contra la pared—. Me compraría un mono azul, pero no iba a sentarme bien, así que… La verdad es que estoy perdiendo la paciencia contigo, Inés —tiró de las solapas de mi blusa hasta que saltaron todos los botones, y aunque me aferré a sus muñecas, no logré liberarme de los dedos que retorcían mis pezones—. Deberías ser más simpática conmigo, mujer, ya te lo dije este verano. ¿Por qué eres tan esquiva? Vas a lograr que me enfade, ¿sabes? Y no te conviene, te lo digo en serio.
Entonces me soltó, empujó mis hombros hasta que me quedé sentada en el suelo, se inclinó hacia mí, cogió mi cabeza, tiró de ella hasta situarla a la altura de su bragueta y la aplastó contra sus pantalones.
—Esto es para que te acuerdes de mí —le escuché reír mientras me mantenía pegada a él—. Yo también pensaré mucho en ti cuando esté esquiando ahí arriba, no lo dudes.
Después se fue como si no hubiera ocurrido nada. Al rato, cuando pasé de puntillas por la puerta del salón, le vi con sus hijas en brazos, cantando a coro a la sed de los peces que bebían en el río, y sin descomponer aquella entrañable estampa, me vio, y me sonrió.
El gato jugaba con el ratón. Lo acorralaba, lo arañaba, le daba zarpazos violentos, luego más suaves, y amagaba siempre con malherirlo, con destriparlo, pero no tenía intención de hacerlo, o al menos, no todavía. De momento, su juego era otro, verle bailar, sufrir, correr a esconderse, eso era lo que le divertía. No se lo comía porque no tenía hambre, ni ganas de liquidar a su víctima antes de poseerla completamente. Por eso, y porque el calendario le imponía una tregua forzosa, no había querido llegar hasta el final, comerse el postre antes de servirse el plato fuerte.
Cuando comprendí a lo que estaba jugando, el miedo que le tenía se complicó con factores oscuros, más temibles que el terror. Garrido me daba asco, pero no tanto como el que podría llegar a darme yo misma si entraba en su juego, si aceptaba las miguitas envenenadas que sabía deslizar entre sus amenazas, la ofrenda de aquella voz, aquellas manos, aquella lengua que sabía ponerme la piel de gallina sin tener en cuenta mi voluntad. Garrido era inteligente, poderoso y mortífero, porque si conseguía hacerme sucumbir, me arrasaría por completo, por dentro y por fuera, acabaría conmigo, con todo aquello en lo que yo había creído, por lo que yo había luchado, y lograría la victoria suprema de envilecer lo que había sido noble, de ensuciar lo que había sido limpio, de pervertir la inocencia que aún seguía viva en mi memoria. No pretendía conquistarme, sino rendirme, hacerme capitular, claudicar, entregarme a él sin condiciones, y por eso renunciaba a vencer en las batallas que él mismo planteaba. No quería violarme, abusar de mi debilidad, disfrutar de mi cuerpo, no, aspiraba a mucho más. Lo que quería era volver a ganar la guerra, y ganarla en mí, tomar posesión de una mujer vencida, humillada, sin dignidad, sin esperanza, sin respeto por sí misma.
No se lo consentiría. A solas en mi habitación, era muy fácil pensarlo, muy fácil decirlo, por eso lo hice una y otra vez. Alfonso Garrido jamás me poseería, antes me mataría, a solas en mi habitación era muy fácil pensarlo, muy fácil decirlo, muy fácil imaginar mi cuerpo cayendo desde un balcón para estrellarse en el suelo, y sin embargo, aquel hombre tan grande, tan listo, tan peligroso, seguía dándome miedo. Así, en los primeros meses de 1944, mi vida en aquella casa donde había llegado a estar bien, a disfrutar del campo, de los libros, de mis sobrinos, bajo la protección de mi cuñada, se convirtió en el tormento de una cobaya encerrada en una jaula sin salida, un laberinto de alambre donde no existía ningún lugar seguro. La sombra de Garrido se cernía sobre mí de día y de noche, y era tan poderosa en su presencia como en su ausencia, porque apenas me dejaba espacio para pensar en otras cosas.
—¿Qué te pasa, Inés? —sin contar a Garrido, Adela era la única que se fijaba en mí, y no tardó mucho tiempo en descubrirlo—. Tienes muy mala cara y te estás quedando en los huesos, no pareces la misma que llegó del convento. Deberías tomar vitaminas, o algo así.
Yo le decía que no me pasaba nada, que no se preocupara, pero ella tenía razón, estaba mal, y si seguía viviendo en su casa, estaría cada vez peor. Sólo existía una vitamina capaz de curarme, y era casi tan peligrosa como mi enfermedad, porque no lograría nada contándole la verdad a Adela. Ella no me creería, y si lo hiciera, tampoco podría ayudarme, ampararme. Su poder no llegaba tan lejos, y tampoco me atreví a invocar el de mi hermano. Lo pensé muchas veces, pero siempre llegué a la misma conclusión. Él me había pedido que no le jodiera, y aunque yo fuera inocente, aunque él se viera obligado a reconocer mi inocencia, su intervención se limitaría a encerrarme en otro convento, y yo no quería volver a un convento. La única solución era escapar, intentarlo siquiera, aunque me costara una nueva cárcel o un tiro por la espalda, cualquier cosa antes que seguir haciendo equilibrios sobre una cuerda floja que se rompería antes o después, porque mi capacidad de resistencia era más limitada que la astucia de Garrido, y él ya había logrado que empezara a agradecerle las visitas en las que no me atacaba, y más que nada, aquellas largas vacaciones, como si en el fondo hubiera empezado a asumir que mi destino no era otro que acatar su voluntad.
El terror es un recurso sumamente eficaz. Yo lo sabía porque era española, porque vivía en España y no era más fuerte que los demás. En las largas noches del invierno, mientras el hielo y la nieve me mantenían aislada de Garrido y hasta de Ricardo, que solía subir los sábados a esquiar con él, pensaba en el deshielo, en la turbia primavera que vendría después, y a veces cedía a la tentación de imaginarme mansa, sumisa, porque no sería tan difícil, sonreírle, halagarle, ponerme de rodillas, no era más que un hombre y a mí me gustaban los hombres, no era más que sexo y a mí me gustaba el sexo, y tal vez se cansaría, bastaría con unas pocas veces para que se quedara satisfecho, quizás incluso harto, cansado de mí, y yo descansaría. A veces, lograba incluso convencerme de que no arriesgaría nada importante, porque nada en mi interior se rompería, sería sólo una representación, una farsa, una pura técnica de supervivencia que no comprometería ninguna cosa de valor, pero cuando pensaba así, llegaba a verme, tan pálida y tan flaca como estaba, con un vestidito negro, escotado, y los labios pintados de un rojo intenso, sentada al lado de Garrido en un café, callada, mientras él hablaba de sus asuntos con unos señores, pero pendiente de sonreír, de acercarle el tabaco, de darle lumbre, y de mantener las piernas abiertas por lo que se le pudiera ofrecer. En Madrid, durante la guerra, había visto escenas como esa, mujeres aniquiladas, vacías, tan huecas que ya no les quedaba ni siquiera espacio para el miedo, sentadas junto a hombres uniformados que las trataban como si fueran ganado, animales de compañía que acabaran de recoger por la calle y que agradecían los palos que se llevaban a cambio de tener algo que comer, un rincón bajo techo donde echarse a dormir por las noches. Era repugnante, daba asco y vergüenza, sobre todo vergüenza, porque aquellos cabrones eran de los nuestros, y eso me dolía más que la luz tenebrosa que convertía los ojos de aquellas mujeres en charcos negros, perpetuos.
Ellas eran el enemigo, las señoritas que habían esparcido alpiste a los pies de los oficiales en los bailes del Casino después de la victoria del Frente Popular, las instigadoras de la traición de unos generales que se levantaron contra el pueblo al que habían jurado defender y al que estaban masacrando sin piedad, las cómplices de lo que estaba pasando en España. Su envilecimiento era asunto suyo, pero ellos nos envilecían a todos, nos hacían despreciables, malvados, nos devolvían a los días terribles en los que las calles amanecían sembradas de cadáveres, y nos quitaban la razón, que era lo más precioso que teníamos. Eso era lo que recordaba cuando me veía a mí misma con un vestidito negro y los labios muy pintados, como una muñeca estropeada en manos del comandante Garrido, y entonces comprendía que tenía que escapar, que no me quedaba más remedio que intentarlo, costara lo que costara, al precio que fuera, la cárcel, la muerte, mejor morir que convertirme en una cascara de la mujer que había sido, que seguía siendo, una cosa con mi cara y con mi cuerpo, la ofensa viva de todo lo que había amado, de todo lo que había creído, de lo que me había hecho ser como era.