Inés y la alegría (63 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Así fue. En Arán se apaga una luz que permanecerá desconectada durante más de treinta años, para que, en Toulouse, las aguas del partido hegemónico del exilio republicano español vuelvan a su cauce. La recanalización resulta mucho más complicada, más arriesgada y dificultosa, que la interrupción de las operaciones de Arán, tanto que ni siquiera hay expulsiones. Por un lado, el partido que Monzón ha creado en Francia es mucho más importante de lo que se intuía desde Moscú, y está más que consolidado. Por otro, el fracaso de Arán no basta para arruinar su prestigio ni siquiera entre los militares, que saben muy bien que están furiosos, pero no seguros de quiénes son en realidad los deudores de su furia.

En la primera parte de sus memorias,
Derrotas y esperanzas
, que no sólo es el principal, sino prácticamente el único testimonio directo de aquellos acontecimientos que sobrevivió a los rigores del invierno estalinista, Manolo Azcárate recuerda la incómoda ambigüedad que, de vuelta en Toulouse tras el fracaso de Arán, preside sus relaciones con la dirección, unos pocos años antes de que su amistad con Jesús adquiera la pública categoría de pecado mortal que acabará desembocando en lo que él denomina su semiexpulsión. Ni en el otoño de 1944, ni en los años siguientes, llegan a tomarse medidas disciplinarias graves contra el equipo de Monzón. Sin embargo, durante este periodo, sus colaboradores siguen formando parte, en teoría, del aparato del PCE, sin ser invitados a ninguna reunión, sin recibir ningún encargo, sin desempeñar ningún papel. Nadie, nunca, ha sabido explotar el silencio, gestionarlo, dilatarlo, infiltrarlo entre sonrisas pálidas y palmadas paternales, con tanta maestría como la dirección de un partido comunista.

Azcárate se siente hasta el final amigo de Monzón. Mientras puede, está a su lado, y cuando escribe sus memorias, en la última década ya del siglo XX, todavía le quiere, le admira, comparte y defiende sus puntos de vista. Por desgracia, o quizás por la costumbre de un temor fermentado durante más de la mitad de su vida, ni siquiera entonces se atreve a contar del todo una historia que sólo él habría podido contar, pero sí se asegura de que su lealtad a Jesús aflore por encima de cualquier cautela. Azcárate es amigo de Monzón, y tiene que pagar el precio de esa amistad, pero el navarro nunca ha delegado sus responsabilidades en él ni, muchísimo menos, se han acostado juntos durante cuatro años. Sin embargo, si Carmen de Pedro está hoy en Toulouse, asistirá al retorno de Dolores, la procesión triunfal donde a nadie se le ocurre preguntar ni por Azcárate ni por Gimeno, a pesar de que ella, y nadie más, ha sido la amante de Jesús, su chica, su instrumento, la escalera por la que trepó hasta la cima saltando los escalones de tres en tres. ¿Qué ha pasado? Ni Manolo Azcárate ni Manuel Gimeno tuvieron nunca un hada madrina alocada, promiscua y marxista, dispuesta a convertir en una carroza la calabaza que encontrara más a mano.

En noviembre de 1944, cuando la situación en Toulouse está ya relativamente controlada, la militancia apaciguada por la ausencia de represalias, Santiago Carrillo decide que ha llegado el momento de averiguar cómo andan las cosas en España. Él, por la cuenta que le trae al Buró Político, no puede moverse de Francia, pero en Madrid, donde Jesús Monzón sigue instalado en su chalé de Ciudad Lineal, dirigiendo el Partido del interior como si no hubiera pasado nada, está todavía Agustín Zoroa. El propio Carrillo lo ha recomendado hace cinco meses para desempeñar una misión de enlace entre ambas direcciones, la de Madrid y la del exilio, que es mucho menos inocente de lo que se pretende. Zoroa cruza la frontera con la oculta intención de socavar la autoridad del dirigente navarro, pero lo cierto es que no hace gran cosa en ese sentido.

Jesús Monzón, que fue demasiado hombre para Carmen de Pedro, es también demasiado líder para Agustín Zoroa, que no puede cumplir el principal encargo con el que llega a Madrid. Ni siquiera consigue ponerle nervioso. Monzón es consciente de su fortaleza, de los cimientos que la sostienen, y de que, cuando llegue el momento de echarse la Historia a la cara, podrá hacer más reproches que los que le toque recibir. La invasión de Arán ha sido un fracaso, sí, con su correspondiente lista de víctimas, muertos, heridos, prisioneros, pero los políticos no valoran el éxito de sus operaciones en esos términos, y él siempre podrá alegar que sus órdenes no se han cumplido, diluir su responsabilidad entre la de muchos, argumentar que el fin de la invasión justificaba sobradamente sus medios. El Buró Político no tiene nada más contra él en dos países, España y Francia, donde comunista español significa monzonista español, y donde eso sólo ha sido posible después de que sus miembros deslumbrarán a su propia gente con el brillo de su ausencia. En noviembre de 1944, Santiago Carrillo sabe todo esto, pero prefiere escucharlo de los labios de su hombre de confianza. Reclama a Zoroa para que le informe de la situación en el interior, y el propio Monzón, con toda tranquilidad, se ocupa de preparar su viaje. Así llega a Toulouse un hombre de aspecto sorprendentemente parecido al de su presunto rival. Y en ese instante, una varita mágica empieza a revolotear en el aire.

Agustín Zoroa es más joven que Jesús Monzón, pero, en la misma proporción que este en 1939, cuando llega a Toulouse aparenta más años de los que ha cumplido. También es más guapo de cara, aunque nada en sus ojos, grandes, bonitos, llega a producir la menor perturbación en el espectador de sus fotografías. Zoroa es guapo y tiene cara de buen chico. Monzón, y ahí es previsible que resida gran parte de su encanto, no lo es, pero insinúa todo lo contrario. Aparte de eso, los dos son igual de grandes, altos, anchos, corpulentos, un tronco robusto en lugar del cuello, la cabeza muy grande, la frente despejada, entradas hasta la mitad del cráneo y el poco pelo superviviente de color castaño. Además, deben hablar con un acento similar, porque uno es de Pamplona y el otro, de Bilbao. Las coincidencias entre ambos llegarán mucho más lejos en los primeros días de diciembre de 1944.

—Carmen, yo… Quiero hablar contigo.

Cuando llega a Toulouse, Agustín no ha visto nunca a la antigua mecanógrafa del Comité Central de Madrid. Él no sólo es más joven que Monzón, también ha hecho su carrera política en el exilio, y no se sabe que tenga pareja conocida, ninguna mujer que se haya quedado atrás, en España o en México. Nada de esto basta para explicar lo que va a ocurrir, porque en el sur de Francia en general, y en Tolosa la Roja en particular, viven miles de muchachas solteras y españolas, entre las que habría podido elegir una compañera adecuada, más o menos guapa, atractiva, divertida, cariñosa y sin pasado, conveniente para su porvenir en el Partido, confortable para su posición en el mundo, una chica tan joven e inocente como él.

—Verás, Carmen, yo quiero preguntarte una cosa…

Pero Agustín Zoroa se enamora de Carmen de Pedro. Entre todas las comunistas españolas de Toulouse, va a enamorarse precisamente de la más incómoda, la más desprestigiada, la más peligrosa. Una mujer marcada por su pasado, que no sólo ha cometido el error de apostar todo cuanto tenía a un caballo perdedor, con lo que eso implica cuando el premio de la carrera no es otra cosa que el poder, dentro y fuera del Partido, sino que además, ha babeado generosamente en público, durante años, mientras se ofrecía a otro hombre. Monzón es el gran traidor de la temporada, desde luego, pero además, antes de alzarse con ese papel, ha sido otro hombre, otras manos, otra boca, otro sexo, y Carmen, una mujer usada. En un entorno tan machista como la realidad, que no la teoría, del Partido Comunista de España en los años cuarenta, es difícil imaginar una elección más peliaguda.

—Pero, el chico este que te has traído… —le preguntarían a Carrillo algunos de sus viejos camaradas, con el mismo gesto con el que le darían una palmada en la mano a su hijo, si le vieran recoger del suelo un caramelo chupado—. ¿Está tonto, o en la inopia? Porque, vamos, una de dos…

Seguramente, ni siquiera Santiago sabe qué contestar. Agustín no sólo es su protegido. También se ha convertido en el candidato de Dolores para reemplazar a Monzón en la dirección del Partido del interior. En estas circunstancias, con un poco de imaginación y otro poco más de malevolencia, puede resultar fácil sospechar que el Buró Político está detrás del amor de Zoroa que es la propia dirección la que le induce a fingirse enamorado de esa mujer, y que él se limita a acatar una orden a la que no puede resistirse. Pero un análisis objetivo de la situación, indica que sus superiores no ganan nada con esta boda. Al contrario. Es más lógico pensar que, si el horno estuviera para bollos, que no es el caso, los superiores de Zoroa habrían intentado disuadirle de una unión que, en la ambigüedad del momento, no les queda más remedio que tragarse. De lo contrario, en 1994, Azcárate no tendría ningún motivo para no contarlo, como no lo ha contado ninguno de sus camaradas, ni antes ni después.

Carmen, en sí misma, sigue careciendo de valor. Nunca ha pintado un pimiento, y sólo por eso fue escogida en la primavera de 1939. Toda la luz que esta mujer logra emitir en su vida es un reflejo de focos inmediatos, pero ajenos, Pasionaria primero, Monzón después, y en diciembre de 1944, ni eso. Carmen está separada físicamente de Jesús desde que, en marzo del año anterior, él la manda a Ginebra antes de marcharse a Madrid. Aunque los militantes de base lo ignoren, la sustituye por otra mujer, una comunista valenciana llamada Pilar Soler, unos pocos meses después, y hasta le escribe una carta para comunicárselo expresamente, en lugar de confiar en que la noticia llegue a sus oídos por la más lenta vía del cotilleo. Si la ruptura no se hace pública es porque Carmen no quiere. Después, aquella mujer sucesivamente insignificante, todopoderosa e insignificante otra vez, demuestra que se siente tan unida de por vida a Jesús Monzón, que miente, engaña, conspira y sostiene por él, para él y en su nombre, la caprichosa aventura en la que ocho mil hombres se van a jugar la vida para que uno solo conserve una oportunidad de mantenerse en el poder, para que una sola mujer tenga una oportunidad de recuperar el amor de ese hombre.

La vieja y nueva, eterna dirección del PCE, decide no tomar represalias sobre el equipo de Monzón pero, como se verá cinco años más tarde, esta es sólo una decisión provisional, aconsejada por las circunstancias. Incluso después del fiasco de Arán, e incluso estando ausente, Jesús es demasiado fuerte, demasiado popular y prestigioso, como para atacarle de frente. La situación recomienda prudencia, y la prudencia consiste en esperar, pero la simbólica leprosería en la que se confina a los dos Manueles, Azcárate y Gimeno, y a la que es lógico pensar que Carmen estaba también destinada, demuestra que la clemencia del Buró Político respecto al monzonismo francés —porque su actitud frente al español, como también se verá, va a ser muy distinta— constituye, desde el primer momento, una virtud relativa. Los culpables pagarán antes o después, aunque aún no está decidida ni la fórmula, ni la fecha, ni la gravedad de su castigo.

En este laberinto, la relación de Carmen con Zoroa no reporta ninguna ventaja, y Jesús no va a dolerse de que le arrebaten a una mujer que, a estas alturas, es más bien un problema que le quitan de encima. A Carrillo tampoco le conviene dar una imagen de blandura con la principal cómplice de Monzón, la más culpable de todos los partidarios que le han sostenido en Francia. Y, puestos ya a imaginar, la salvación de Carmen implica el riesgo de que, permaneciendo en una posición próxima a la dirección, pueda reverdecer su amor por Jesús cuando este acuda a Toulouse a rendir cuentas. Lo mejor para la dirección es que Carmen de Pedro se desvanezca, que desaparezca sin hacer ruido para recluirse discretamente en un lugar alejado de los focos y las preguntas de los curiosos, pero el regreso de Zoroa impide que la chica de Monzón alcance en este momento el que será, en efecto, su destino definitivo sólo después de 1950.

Porque Agustín toma una decisión que la devuelve al primer plano del exilio comunista español en el sur de Francia. Él no está tonto, ni en la inopia, pero sí enamorado de Carmen, y es un hombre valiente, lo bastante como para actuar en consecuencia. Por eso, a principios de diciembre, quizás todavía en noviembre, poco más o poco menos de un mes después de la invasión de Arán, se aparta con ella a un sitio discreto, donde nadie pueda oírles, y le hace una pregunta.

—¿Quieres casarte conmigo?

Entonces, esta chica del montón, que a los veintiocho años ya ha vivido tanto, vuelve a mirar a un hombre alto, corpulento, acogedor como una casa, y vuelve a pensar que es un regalo del cielo, el final de todas sus preocupaciones, la solución a todos sus problemas. Su hada madrina ha rizado el rizo y ella no va a ser menos.

—Sí, quiero.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. Cuando se cruza con el amor de la carne de un hombre en la trayectoria de una mujer despechada, no hace ya cosas raras, sino rarísimas. Antes de que termine 1944, Agustín Zoroa y Carmen de Pedro se casan en Toulouse. Azcárate, que no aclara si él asistió o no, describe su boda como una ceremonia discreta, casi secreta, sin banquete ni apenas invitados. No es para menos. Pero tampoco hace falta nada más. Así, dos hombres españoles de aspecto físico parecido, altos, anchos, cabezones, calvos y corpulentos como buenos chicarrones del norte, se suceden en el pequeño cuerpo de una sola mujer, española también, antes de reproducir el mismo rito, en idéntico orden de precedencia, respecto a la posesión del cargo de secretario general de la organización clandestina del PCE en el interior, para cerrar el círculo del poder ortodoxo de un partido español ilegal en España, a través de un continente desgarrado por una guerra mundial.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con la naturaleza de los cuerpos mortales, pero el deseo no es la única atribución de la carne capaz de trastornarla. Antes de que el azar vuelva a complicar la relación de los cuerpos con la Historia, Agustín Zoroa goza en Toulouse, durante los tres primeros meses de 1945, de los beneficios de una ley no escrita que se ha respetado, y se seguirá respetando escrupulosamente mientras dure el exilio antifranquista. En la clandestinidad, las lunas de miel son sagradas. Agustín sigue siendo el elegido para reemplazar a Jesús, porque una esposa más o menos afortunada no es suficiente para cambiar los designios del Buró Político, en un país repleto de fervientes monzonistas más o menos emboscados. Eso significa que, antes o después, tendrá que irse a Madrid, y a partir de ese momento nadie sabe lo que será de él, qué destino le espera, si logrará volver, o no, a Toulouse, una, varias veces, o ninguna. Las circunstancias han cambiado tanto que no es previsible que esta vez Carmen insista en acompañarle. Lo más probable es que le tiemblen las piernas sólo de pensar en la hipótesis de un encuentro de dobles parejas en un chalé de Ciudad Lineal, así que ella también se dedica a disfrutar del momento, apurando cada instante de una felicidad precaria, una paz con fecha de caducidad.

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