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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (19 page)

BOOK: Inés y la alegría
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Mientras hablaba, les iba mirando a la cara, ganando confianza y perdiéndola a la vez, porque no estaba muy seguro de cómo iban a reaccionar. Yo no tenía ningún sable, no había estudiado en ninguna academia, no había recibido galones ni medallas de ningún ministro de la Guerra, y nunca había desfilado sobre un caballo blanco. Yo era como ellos, lo mismo que ellos, un minero asturiano, un soldado del XVIII, un rojo español de Argelés-sur-Mer, un leñador forzoso, luego un guerrillero, ni más ni menos que los hombres que tenía delante. Por eso no me habría extrañado que me hubieran mandado a la mierda, que hubieran protestado o que hubieran seguido riéndose de mí, después de tumbarse a la sombra de un árbol. Lo que hicieron fue mucho mejor, mucho peor que eso. Mientras hablaba, iba estudiando sus caras, sus gestos, todos muy serios, concentrados en lo que escuchaban, algunos mirando al cielo, otros al suelo, la mayoría a mí, aunque Machuca, uno de los más veteranos, al que no debía faltarle mucho para cumplir cuarenta años, tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió, le brillaban más de la cuenta, y entonces empecé a pasarlo mal. «No llores, Machuca, por tu madre. No me llores, coño, que si lloras tú, voy a llorar yo, y ya me contarás, el papelón…». Por dejar de mirarle, me fijé en el Pollito, que habría podido ser su hijo, me di cuenta de que tenía la cara llena de churretones, y ya no pude seguir mirándoles.

—Mañana, vamos a salir de este pueblo desfilando como lo que somos, el Ejército Popular de la República Española —por fortuna, ellos volvieron a rugir en el instante en que se me quebró la voz, y lo demás fue fácil—. A partir de este momento, no quiero ver a un solo soldado sucio, despeinado o sin afeitar. No quiero ver un solo botón descosido, ni un tirante suelto, ni una bota con los cordones al aire. Al que no tenga un aspecto digno de sí mismo y de sus compañeros, lo arresto quince días. Podéis romper filas.

Tardaron un segundo en empezar a aplaudir. Durante un segundo, ellos no pudieron hacer ni eso y yo tampoco pude tragarme las lágrimas, aunque Comprendes me abrazó tan a tiempo que pude frotar la cara contra una esquina de su camisa para limpiármelas. Después, lo que hicimos todos, yo el primero, fue lavarnos, afeitamos, cosernos los botones, cortarnos el pelo. Sentir que la costra de la derrota se disolvía en el agua sucia, que la navaja desprendía de nuestras mejillas el cansancio humillado de las playas inhóspitas, que la aguja y el hilo volvían a coser nuestro honor, el honor de España, al parche tricolor de nuestros uniformes. En los cabellos muertos que el peluquero nos quitaba del cuello con una brocha, caía al suelo una desgracia vieja, una injusticia vieja, el viejo dolor de los desterrados que acaban de encontrar un camino para volver a casa.

El 2 de julio de 1944 me convertí en el capitán Galán. El hombre que salió de aquel pueblo era distinto del que había entrado en él, y necesitaba un nombre nuevo. Mis hombres sólo lo encontraron después de que el Lobo, al bajar del camión en el que había venido a felicitarnos con los franceses de la VI, se preguntara en voz alta si estaba viendo soldados o galanes de cine.

—Y hablando de galanes, Comprendes… —añadió, mientras Ben Laffon seguía riéndose del desparpajo con el que acabábamos de confesarle que habíamos vuelto a perder las armas de los alemanes—. Angelita ya está en Toulouse, en casa de mi mujer.

El 2 de julio de 1944 había sido un día de emociones fuertes, pero a Comprendes todavía le quedaban nervios para conmoverse una vez más. Luego, como si le diera un poco de vergüenza haber ejecutado una serie completa de gestos muy poco marciales, cerrar los ojos, taparse la cara con las manos y mantenerla oculta durante unos segundos, se fue a por el Lobo, le dio un abrazo tan fuerte que por un momento creí que iba a levantarle en vilo, bajó la cabeza para darle un beso en la frente.

—Gracias, Lobo —y se echó a reír—. Si es niño, le vamos a poner Ramón.

—¡Vete a tomar por culo, Comprendes, hostia!

Yo me reí tanto como él mientras el Lobo se limpiaba la frente, muy sulfurado, y Laffon nos miraba con curiosidad, preguntándonos sin palabras qué era lo que se estaba perdiendo.

Aquel día empezó para nosotros la campaña ideal, corta y arrolladora como los relámpagos alemanes de antaño. Y el 20 de agosto, cuando ya nos habíamos acostumbrado a dar en vez de recibir, a avanzar y a no retroceder, a ganar batallas en lugar de perderlas, entramos en Toulouse.

—¡Sebas!

Nos habíamos ido reagrupando a las puertas de la ciudad en los tres últimos días, para avanzar despacio, de encuentro en encuentro, de abrazo en abrazo, de juerga en juerga, sin ningún plan preconcebido.

—¡Sebas!

Al entrar en Toulouse, tampoco sabíamos adonde ir. Vamos al centro, ¿no?, propuso el Pasiego, que no tenía demasiadas ganas de encontrarse con su mujer. Allí habrá una plaza grande, o algo…

—¡Sebas!

Eso fue exactamente lo que Angelita había calculado que haríamos. «¿Adónde iba a ir, si no, un grupo de paletos españoles que pisa por primera vez una ciudad?, —nos contó después—. Pues al centro, a ver si hay una plaza grande…». Por eso fue a esperarnos a la Place du Capitole con Amparo y con Solange, la hija del pescadero, y acertó.

—¡Por fin! —murmuró Comprendes, un instante antes de abrazarla.

Yo compartí a distancia su emoción, como en los tiempos del monte, mientras me asombraba de la misteriosa elasticidad del tiempo, que para Angelita había transcurrido tan despacio que apenas tenía el vientre abultado. En aquel plazo, noventa días escasos, nosotros habíamos pasado de la clandestinidad a la victoria final, y ella, sólo del segundo al quinto mes de embarazo. Tuve que contarlos para convencerme, y entonces me fijé en una chica que miraba a los enamorados con la misma atención que yo y un gesto mucho más fervoroso. Tenía el pelo muy claro, casi blanco, los ojos menos azules que acuáticos, y una piel transparente, pálida y sonrosada como la de un bebé que aún no ha tomado el sol. Me pregunté si el Cabrero la habría visto ya, y al mirarle, me di cuenta de que la había descubierto antes que yo.

—¿Qué, Manolito? —me acerqué a él y, por si acaso, bajé la voz—. ¿Te animas a ocupar la posición?

Mientras tanto, iba repasando mi intervención habitual, «mi amigo no habla bien francés, pero le gustaría poder decirte lo guapa que eres. Él es de un pueblo de Murcia, en el sur de España, ¿sabes?, y allí no hay mujeres como tú…».

—No sé —me contestó, sin embargo.

—¿No? —su respuesta me sorprendió mucho—. Pues es tu tipo.

—Ya, por eso mismo…

Hasta aquel día, cada vez que el Cabrero se tropezaba con una chica como aquella, demasiado cruda para mi gusto, venía corriendo y me daba un codazo. Él, que tenía un par de años menos que yo y apenas había ido a la escuela, había nacido con el don del cálculo mental y, para compensarlo, un oído tan pésimo que hubiera dado lo mismo que no tuviera ninguno.

Yo hablaba francés mejor que los demás, porque aquel no era mi primer exilio en Francia. Durante los dos años que transcurrieron desde el fin de la revolución de Asturias hasta la victoria del Frente Popular, viví en París y me dediqué a estudiar francés. Había salido del seminario con la intención de convertirme en maestro, pero la muerte de mi padre me obligó a bajar a la mina antes de que se convocara mi oposición. El ambiente que se respiraba en la cuenca minera en aquellos meses prerrevolucionarios era incompatible con el estudio, pero en París conseguí un trabajo nocturno en un garaje, que me permitió mandar dinero a casa y prepararme para un examen que nunca se convocaría, con la ventaja de dominar una lengua extranjera. Por eso intenté enseñarle al Cabrero, al menos, un par de frases,
je ne parle pas français, mais j'aimerais bien te diré que tu es tellement jolie…
Fue inútil. Pronunciaba tan mal que no le entendía ni yo, pero al conocer a Solange decidió prescindir de mis servicios. Seis días más tarde, cuando le obligué a acompañarme a la recepción del ayuntamiento para que me amenazara con desaparecer, igual que la Cenicienta, mientras el reloj daba las nueve de la noche, me di cuenta de que él solo no lo había hecho nada mal.

—Bueno —lo reconoció mientras su cara de campesino, ancha y redonda como un pan tostado, se sonrojaba ligeramente—, aquella noche sí, porque… —en ese momento, madame Mercier, a la que había perdido de vista un rato antes, reapareció por la izquierda, muy sonriente—. Ya sabes cómo se ponen al ver un uniforme…

—Como locas —yo le devolví la sonrisa, sin dejar de atender al Cabrero.

—Exacto —y él sonrió a su vez—, es como si perdieran la cabeza, pero al día siguiente, ya fue distinto. «No te creerás que yo soy de esas que se van con un soldado cada vez que hay un desfile, ¿no?», me preguntó. «No, mujer, —le contesté—, si ya sé que no», mientras le metía la mano en el escote, y… Joder, tendrías que haberla visto. ¡Me pegó una hostia que me avió!

—¿En serio? —y hasta me olvidé de madame Mercier mientras el Cabrero asentía con la cabeza, sonriéndome como si nunca en la vida le hubiera pasado nada mejor—. Y a ti te encantó, por lo que veo…

—¿La hostia? —se echó a reír—. No, hombre, la hostia no, pero ella sí que me encanta, y… —no quiso terminar la frase pero yo lo hice por él, «prefiero que me dé una hostia a que se vaya con el primero que encuentre»—. ¿Por qué no te vienes? Me ha dicho que va a traer a unas amigas, Jean-Paul se ha apuntado.

—Yo no —y le hice un gesto con la cabeza para señalar a madame Mercier—. Prefiero quedarme aquí, a ver si me dan algo mejor que una hostia.

«Las victorias militares trastornan a las mujeres, —solía decir el Pasiego—. Las excitan, las emocionan, las empujan a lanzarse entre los brazos del primer soldado joven que encuentran por la calle…». La primera vez que le escuché estábamos juntos, de guardia, liando un pitillo para matar el tiempo. «Las derrotas también las trastornan, no creas, —prosiguió con su voz grave, reflexiva, de profesor de instituto—, también las excitan, pero de otra manera. Entonces, ceden a la tentación de crear algo, de tener algo que recordar, de triunfar sobre el enemigo siendo felices unos minutos, entre los brazos de un desconocido. Ahora que, lo mejor de todo, es la clandestinidad. Eso sí que las vuelve locas. Entrar en una casa sudando, con el miedo pintado en la cara, la cabeza vuelta hacia la calle, los pasos de los policías perdiéndose a lo lejos… Eso no falla. No se resisten ni cinco minutos. Y es que no hay vida como la clandestinidad, mira lo que te digo. Ni tan mala ni, sobre todo, tan buena».

La teoría del Pasiego se fue cumpliendo escrupulosamente a lo largo de 1944, aunque con resultados dispares. Era lógico, porque todos nosotros, excepto el Lobo, Zafarraya y él mismo, que no eran mucho mayores pero habían tenido tiempo de casarse, Juanito hasta de divorciarse, teníamos veinte años, o poco más, en el verano de 1936, y habíamos empalmado dos guerras con un largo cautiverio de por medio. Nuestros amores eternos habían sido muy fugaces, dos noches, cinco, una semana, y a veces ni eso. Cuando ganamos una guerra en la que habríamos preferido no tener que luchar, todos, menos el Pasiego, estábamos hartos de esos idilios instantáneos que tanto nos habían estimulado al principio. A él le sobraba la suya, pero los demás necesitábamos una mujer como se necesita una casa, para vivir en ella. Yo no la encontré en Francia, aquel verano.

La victoria le regaló al Cabrero el amor de su vida, igual que Comprendes lo había encontrado antes en la clandestinidad. Lo mío se quedó en un castillo de fuegos artificiales, bonitos, eso sí, aparatosos y hasta espectaculares, pero un puro humo de colores. Sandrine Mercier sólo sabía decir cuatro cosas en español, ¡ole!, matador, amor mío y ¡fiesta!, que me hicieron mucha gracia el primer día que me acosté con ella, y empezaron a tocarme los cojones la tercera o la cuarta vez que me llevó a Vieille Toulouse. La dama sofisticada que dejó a mis camaradas con la boca abierta cuando vino a buscarme al hotel Les Arcades, a la mañana siguiente de la recepción donde nos conocimos, no era más que una buena chica malcasada, que se aburría en su casa y buscaba fuera algo más que sexo, si no amor, al menos un sucedáneo que tal vez no fuera mucho, pero era más de lo que yo podía darle.


Mais tu n'es pas romantique, mon cher
—me reprochaba con una insistencia que hasta lograba hacerme olvidar lo buenísima que estaba—.
Je croyait que les espagnols étaient très romantiques…

De recién casada, su marido la había llevado a ver un Tenorio, y no se le había olvidado. Cuando me lo contó, le expliqué que don Juan era sevillano, y yo asturiano. «
Et il n'est pas la méme chose?
». Pues no, no era lo mismo, pero no encontré la manera de que lo entendiera. Tampoco habría encontrado la de dejarla si el 9 de septiembre no me hubiera pedido que la acompañara a la Pâtisserie du Capitole, a recoger los emparedados y los pasteles que comeríamos aquel día, un menú cuya monotonía empezaba a aburrirme tanto como la rutina de aquel
amour fou
que se había convertido en una obligación.


Bonjour, madame
—Nicole tardó algunos segundos en descubrir que el hombre que acompañaba a Sandrine no era su marido—.
Mon capitaine!
—y abrió mucho los ojos al verme—.
Bon jour… Quelle surprise, n'est-ce pas?

La pastelería de Nicole, la única que apreciaban por igual Amparo y Angelita, se había convertido en una parada obligatoria desde que las comidas privadas y españolas sustituyeron a los banquetes públicos y franceses en nuestra ociosidad de vencedores sin oficio. Una semana después de la Liberación, y aunque el dueño de la taberna le había traspasado el local para irse a vivir a París, Amparo había convencido a su marido para que se mudaran a un piso más grande. La vivienda que estaba encima del negocio era perfecta para Angelita y Comprendes, porque ella había decidido asociarse con la mujer del Lobo para sacar la taberna adelante y él estaba encantado de poder decir que vivía en la calle de San Bernardo, como llamó desde el primer momento a la Rué Saint-Bernard, que estaba cerca de Saint Sernin, en un barrio plagado de refugiados españoles. Las dos habían celebrado sendas comidas de inauguración, y, en ambos casos, yo le había comprado a Nicole medio kilo de rusos, los pasteles favoritos de Comprendes, sólo para oírle decir, «esto no son rusos, ¿comprendes?, esto es una mierda, hay una pastelería en Madrid, en la calle Orellana, ¿comprendes?, Niza, se llama, que hace unos rusos, ¡joder!, esos sí que son rusos y no estos, ¿comprendes?». Mientras tanto, se los iba comiendo igual, y todos nos reíamos mucho al escucharle.

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