Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (21 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—Sí, y espero contarle algo más, porque me ha pedido que hable contigo. ¿Puedo invitarte a comer un día de estos? —su tono, su expresión, aquella manera amistosa, casi cariñosa, de cogerme del brazo mientras hablaba, eran del más puro estilo Monzón—. Mañana mismo, si te viene bien.

Quedé con ella a la una y sólo después me acordé de que ya había quedado a la una y media con Sandrine en el hotel. Madame Mercier se había marchado y no tenía manera de encontrarla, pero no necesité pararme ni un segundo a escoger entre las dos, porque Carmen era Jesús, y Jesús, la última persona de este mundo a la que yo iba a dejar plantada.

A la mañana siguiente, dejé una nota para mi amante en la recepción del hotel, anunciándole que un asunto urgente me mantendría fuera de la ciudad durante un plazo que aún desconocía. Luego paré un taxi que me llevó a un barrio de las afueras, calles irregulares, flanqueadas por casas bajas, humildes, y aún más lejos, una antigua villa ajardinada, transformada en un hotel de pocas habitaciones. El restaurante también era pequeño. No tenía más que una docena de mesas de las que apenas la mitad estaban ocupadas por comensales que no tenían aspecto de entender el español.

—Jesús confía mucho en ti, Galán, más que en ninguno. Dice que eres el único que no le ha adulado nunca —Carmen sólo entró en materia después de servir el vino y alabar las especialidades de la carta, y eso volvió a recordarme a Monzón—. Por eso, le gustaría saber… —hizo una pausa destinada a aparentar que escogía las palabras que iba a pronunciar a continuación, pero no era tan buena como su amante, y sospeché que las había ensayado con mucho cuidado—. Él está convencido de que, a partir de ahora, cualquier estrategia debe ir encaminada a explotar las consecuencias de vuestra victoria aquí, en el sur de Francia. Y en el caso hipotético de que pudiéramos intentar alguna acción militar, al otro lado de los Pirineos, naturalmente, para tratar de volcar a los aliados a nuestro favor… ¿Con qué medios crees tú que podríamos contar?

Una semana más tarde, Angelita me llamó al hotel, a media mañana, para invitarme a comer al día siguiente. No puedes faltar, me dijo, porque voy a hacer arroz con chorizo, de ese de mi pueblo que te gusta tanto… Lo primero que pensé fue que Amparo y ella, al corriente ya del cansancio que me había alejado de Sandrine, habían decidido atacar. Estaba seguro de que en casa de Comprendes me esperaba alguna buena chica española, decente, soltera, trabajadora y comunista, con el lazo preparado, y estaba seguro de que no iba a gustarme tanto como el arroz de su mujer. El Zurdo, a quien me encontré por el camino con una bandeja de rusos igual que la mía entre las manos, me adivinó el pensamiento justo después de saludarme.

—En fin —porque él estaba tan soltero como yo—, espero que, por lo menos, no vuelvan a ser las primas del Botafumeiro.

El Bota, como le llamábamos para abreviar, tenía dos primas solteras, bastante guapas pero muy sosas, de las que Amparo opinaba que eran perfectas para nosotros dos, sin ir más lejos, pero ninguna de las dos estaba en casa de Comprendes aquel domingo. En su lugar encontramos al Pasiego y a Zafarraya, que nos contó que aquella comida la había organizado el Lobo, no Angelita, y que si no nos había citado en su casa, era porque Amparo se había negado a cerrar la taberna.

—Bueno, pues ya estamos todos, ¿no? —el Lobo miró a su alrededor y yo seguí su mirada con la mía—. El Sacristán lleva dos días sin pisar su habitación y no ha habido manera de encontrarle, que, por cierto, Román, a ese va a haber que meterle en cintura —el Pasiego le miró y se encogió de hombros en un movimiento que logró englobar dos preguntas, ¿por qué dices eso? y ¿a mí qué me cuentas?, en una sola—, así que… ¡Ah, no! —después de corregirse sobre la marcha, se volvió hacia el Zurdo—. ¿Y el Cabrero?

—Vendrá luego, lo antes que pueda, a tomar café —hizo una pausa, para crear expectación—. Hoy le toca reparto.

—¿Reparto?

—Sí, de pescadillas —y él fue el primero en reírse—. El padre de su novia lo tiene como a un zángano, de aquí para allá, repartiendo pescado por los restaurantes con la furgoneta…

—Entonces le esperamos, ¿no? —el Lobo no quiso ser más explícito, pero yo ya había calculado que los invitados a aquella comida éramos los ocho de Bagnéres, y me estaba preguntando por qué—. Y mientras tanto, comemos, no vaya a ser que se pase el arroz y Angelita se acabe enfadando conmigo…

—¿Qué pasa? —Zafarraya, porque aquel día ni siquiera él sabía de antemano sus planes, le miró mientras la dueña de la casa empezaba a servir la comida—. ¿Nos vas a contar algo que nos va a quitar el apetito?

—Es posible —él le devolvió la mirada, miró después a su plato, e insinuó una sonrisa sin más destinatario que él mismo—. Casi seguro, diría yo.

No se movió de ahí hasta que el Cabrero apareció con medio kilo de rusos de la Pâtisserie du Capitole envueltos en un papel arrugado y sucio.

—Hombre, mira quién está aquí —celebró el Zurdo—, el Pescadilla…

—Tienes la gracia en los cojones, ¿sabes, Antoñito? —y sólo después depositó el paquete en las manos de nuestro anfitrión—. Lo siento, Sebas, pero como no he sabido explicarle a Sole lo que eran, los ha puesto encima de una caja de salmonetes, así que no sé a qué sabrán.

—Da igual, ¿comprendes? —y señaló las dos bandejas que ya estaban dispuestas sobre la mesa—. Será por rusos…

—De todas formas, yo que tú no me empacharía precisamente hoy, Comprendes —en aquel instante, todos detectamos que, aunque estuviera bromeando, la voz del Lobo había cambiado—. Quién sabe si, dentro de poco, podrás volver a comprarlos en la pastelería esa… ¿Cómo se llama, Cannes?

—No, Niza, ¿comprendes? —él le corrigió con un hilo de voz, los ojos como platos.

—Eso, Niza… —pero hizo otra pausa, para hacernos sufrir un poco más—. Porque lo que quería contaros es que… Volvemos a España. Vamos a invadir.

El primero en reaccionar fue el Zurdo, que empezó a darle puñetazos a la mesa con las dos manos a la vez, mientras asentía con la cabeza y gritaba «¡sí, sí, sí!». Yo me levanté como si un muelle me hubiera expulsado de la silla y, antes de abrazar a Comprendes, vi que Zafarraya se había tirado al suelo y que el Cabrero, a su lado, le sacudía como si pretendiera levantarle para sacarlo a hombros. Si el Lobo nos hubiera contado que nos había tocado la lotería, no lo habríamos celebrado tanto, risas, gritos, abrazos repetidos una y otra vez, mientras el Pasiego, el más taciturno de todos nosotros, el único que nunca hablaba por hablar, escupía palabras como una ametralladora, «fascistas, cabrones, hijos de puta, chulos de mierda, os vais a enterar…». Cuando sonó el timbre y Angelita pasó por delante de mí para ir a abrir la puerta, me di cuenta de que ella era la única que no estaba contenta.

—Ahora sí que estamos todos, ¿comprendes? —su marido fue el último en abrazar al Sacristán, que se echó a reír a carcajadas, se pegó a la pared que tenía más a mano, y estrelló las palmas contra ella una y otra vez, para volverse loco a su manera—. Bájate a la taberna, Angelita, y pídele a Amparo una botella de coñac… O dos, que tenemos que brindar, ¿comprendes?

—Baja tú —le contestó ella muy enfurruñada, cruzando los brazos y apoyándolos en su tripa como si fuera la barandilla de un balcón.

—Bueno, pues bajo yo, ¿comprendes? Pero antes dime qué te pasa —se acercó a ella e intentó abrazarla, pero Angelita desarboló el intento de dos manotazos—. No entiendo por qué estás enfadada…

—¿No lo entiendes? Míralos, Sebastián —y nos señaló con un movimiento de la mano—, y mírate tú, anda. Cualquiera que os viera pensaría que acabáis de quedar para ir de putas, y no es eso, ¿sabes? No es eso. Tú no te vas a España, Sebas. Tú te vas a la guerra, otra vez a la guerra. Acabas de volver y te vas otra vez, ahora que estamos tan bien, los dos juntos, en nuestra casa, tan contentos, ahora te vuelves a ir y yo me quedo aquí sola, con mi barriga y un negocio recién abierto, a pensar todo el tiempo en si estarás vivo o estarás muerto, si te han pegado un tiro ya o si te lo van a pegar dentro de un rato, otra vez lo mismo, la misma pesadilla que no se termina nunca… —su voz empezó a ahogarse en un llanto que cayó sobre nuestro ánimo como una tormenta de granizo en una mañana de primavera—. Y lo peor es que ni siquiera voy a pedirte que te quedes. Lo peor es que no puedo pedírtelo… Tú te vas, y yo lo entiendo, pero no quiero que te vayas, ¿me oyes? No quiero.

—Por fin, un poco de sensatez —sentenció el Lobo, y nos fue mirando, uno por uno, para calibrar los efectos de aquel discurso—. Sacristán, baja tú a por el coñac, que te lo tienes bien empleado, por tardón.

—No, no, si ya voy yo —Angelita se desembarazó del abrazo de Comprendes, se limpió la cara con las manos y cruzó la habitación tan deprisa como si estuviera deseando llegar a la escalera para echarse a llorar otra vez.

—Bueno, pues ahora, si me dejáis, os voy a contar cómo están las cosas… —nuestro jefe encendió un cigarrillo, y no quiso continuar hasta que todos estuvimos sentados a su alrededor, escuchándole como un grupo de alumnos aplicados—. Antes de ayer, Carmen me convocó a una reunión en la sede del Partido. No me explicó los motivos ni quién más iba a ir, pero cuando llegué, me di cuenta de que todos éramos mandos militares. Bueno, todos no. Con ella, escoltándola como si necesitara guardaespaldas, estaban Flores, Pacheco, y un par de civiles más a los que no conocía, gente de Monzón…

Hizo una pausa para mirarme y yo le sostuve la mirada con naturalidad, porque entre nosotros nunca había habido malentendidos. Yo era amigo de Jesús y todos lo sabían. Mis encuentros con él no habrían tenido sentido si yo no les hubiera ido contando a ellos lo que él me iba contando a mí. Eso formaba parte de mi misión y nunca les había ocultado nada, excepto el postre que a veces llegaba después del postre, y que no era asunto suyo. Sin embargo, yo no formaba parte de «la gente de Monzón», el aparato que controlaba el Partido en su nombre, y eso también lo sabían.

—El plan militar es impecable —reconoció el Lobo, mirándome todavía—. Si se ejecuta bien, lo más fácil es que tenga éxito. Contamos, como mínimo, con veintiún mil hombres bien armados, preparados y dispuestos a pasar la frontera sin vacilar. Dejaremos trece mil en la reserva. Del resto, cuatro mil entrarán en grupos pequeños al principio, después más grandes, por todos los puntos de la frontera, desde Irún hasta Puigcerdá, pero fundamentalmente por el Pirineo aragonés. Se pondrán en marcha a finales de este mismo mes y seguirán pasando de la misma manera dispersa, como con cuentagotas, hasta el 20 de octubre —hizo una pausa abrupta, destinada a medir nuestra atención.

—Para distraerlos —apuntó Zafarraya.

—Efectivamente —asintió el Lobo—. Se trata de que no sepan ni cuántos vamos a ser ni por dónde vamos a atacar, para que no puedan concentrar tropas en ningún lugar concreto. El 19 de octubre, los otros cuatro mil entrarán en bloque por Caneján para invadir el valle de Arán, el más conveniente, porque está mejor comunicado con Francia que con el resto de España y es muy fácil de defender. El túnel todavía está en obras. Ya han abierto un agujero suficiente para que pasen hombres de uno en uno, pero lo vamos a tomar igual, para no correr riesgos. Aparte de eso, las órdenes consisten en ocupar el valle, conquistar Viella, y establecer un territorio liberado, igual que hicimos aquí antes de que los nazis se rindieran. El mando ha dividido Arán en tres sectores. Yo mando uno y vosotros, a ver qué remedio —por fin sonrió—, sois mi estado mayor.

—Nosotros ocho —resumí yo, él asintió—. ¿Alguien más?

—De momento, Botafumeiro, Perdigón, Tijeras y el Afilador —siguió hablando sobre un murmullo de satisfacción, porque ninguno de aquellos cuatro había luchado con nosotros en Haute Garonne, pero eran amigos, camaradas, y de fiar—. Entraremos como el ejército de la Unión Nacional Española. Parece que don Juan, Negrín, naturalmente, y el general Riquelme están dispuestos a presidir un gobierno republicano en Viella. Y después, ya sabéis, a cruzar los dedos y a rezarle novenas al ejército aliado, aunque tengo que reconocer que eso también está bien pensado. Si todo sale bien, los aliados no deberían tolerar otro frente abierto en Europa Occidental mientras Hitler resiste en Berlín. Por supuesto, contamos con la solidaridad de los camaradas franceses, que están dispuestos a presionar a su gobierno, a cubrirnos la retaguardia y hasta a entrar detrás de nosotros, si hace falta. Y es mal momento para que los británicos vuelvan a pararles los pies, así que…

—¿Entonces, qué pasa? —preguntó el Pasiego, porque a aquellas alturas ya era evidente que la cabeza del Lobo iba por un lado y sus palabras por otro.

—No sé —respondió, y cuando parecía que iba a añadir algo más, se limitó a repetirlo—. No lo sé.

—¿Qué es lo que no te gusta? —insistí yo—. Vamos, Lobo, échalo ya…

—Sí, porque, desde luego, el plan es cojonudo, ¿comprendes?

—Cojonudo, eso es verdad —se frotó la cara con las manos y tomó impulso—. Es cojonudo, pero no tiene padre ni madre. No sé de quién es. No sé quién está detrás de esto, nadie sabe una palabra, ni siquiera López Tovar, y eso que va a ser el comandante en jefe. Esta es una operación política, eso es lo primero que no me gusta, o mejor dicho… —volvió a mirarnos, a pasear sus ojos por nuestras caras, una por una—. Va a ser una operación militar, porque los que vamos a entrar somos nosotros, nosotros somos los que vamos a arriesgar, los que vamos a jugarnos la vida y las vidas de nuestros hombres, ¿no? —y uno por uno, fuimos asintiendo con la cabeza—. Bueno, pues no hemos podido opinar. No nos han dejado decidir ni siquiera la fecha. Todo, hasta los mapas, estaba hecho ya, las fases establecidas de antemano, los objetivos asignados, las brigadas desplegadas. Hasta los pueblos donde se van a situar los puestos de mando estaban escogidos. ¿Por qué? ¿Por quién? Por alguien que sabe lo que hace, no digo que no, pero el caso es que allí no se levantó nadie para responsabilizarse de esta campaña. Nadie dio explicaciones, nadie pidió opiniones, sólo habló Carmen, habló, y habló, y habló sin parar, pero tampoco dijo nada por sí misma. Jesús dice esto, Jesús dice lo otro, Jesús ha pensado, Jesús, Jesús, Jesús… Lo dijo tantas veces que alguien, y creo que fue Pinocho pero podría haber sido yo, porque estaba pensando lo mismo, preguntó por qué el Partido no había enviado a nadie para respaldar una operación de tanta envergadura, y en ese momento, se puso a la defensiva. La delegada del Buró Político en Francia soy yo, ya lo sabes… Tampoco digo que eso no sea verdad. Es verdad que Moscú está muy lejos, que en medio está Alemania, la guerra, que nadie lograría cruzar Europa y llegar vivo hasta aquí, sí, pero de todas maneras, en junio mandaron a Zoroa desde América sólo para que echara un vistazo, ¿no?, y que ahora no hayan mandado a nadie…

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