Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (22 page)

BOOK: Inés y la alegría
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En aquella época, tampoco sabíamos nada de Agustín Zoroa, excepto que vivía en México hasta que el Comité Central lo mandó a España para que le pusiera al corriente de lo que había sucedido durante su ausencia. En otras circunstancias habríamos sospechado que esa inquietud no armonizaba demasiado bien con la permanencia de Carmen en el puesto al que la había encaramado el Buró Político, pero en aquel momento no le dimos importancia. La guerra había aislado de tal manera a la dirección del Partido de la situación de Europa Occidental, que nos habría sorprendido más que perseveraran en su cómoda indolencia, sin aprovechar la primera ocasión para enviar a nadie. Y lo que se hubiera encontrado Zoroa en Madrid, pensábamos todos nosotros, no era ni más ni menos que lo que se merecía, después de llevar cinco años tocándose los huevos y tomando el sol. El que se fue a Sevilla, perdió su silla. Los que se fueron a Moscú, o a América del Sur, ya no digamos. Monzón se había ganado a pulso el poder, y el respeto de los que habíamos trabajado con él, que éramos, precisamente, los que habíamos acabado con los nazis en el sur de Francia. Los mismos a quienes, más precisamente todavía, nos la sudaba que lo hubieran elegido o no en un congreso.

—Esto es muy gordo, supongo que os dais cuenta —y sin embargo, aquel día el Lobo logró contagiarnos su preocupación—. Es muy gordo hasta si sale mal, y si sale bien, ya no digamos. Y tengo la impresión, y es sólo una impresión, pero me molesta, de que nosotros sólo somos los peones que Monzón mueve encima del tablero. No me atrevo a decir que en Moscú, en Buenos Aires, no saben nada, pero si me obligaran a apostar…

—Si tenemos éxito —el Pasiego completó en voz alta el razonamiento que nuestro jefe no se había atrevido a rematar—, cuando los aliados invadan, su interlocutor político será Monzón, la Unión Nacional, ¿no?, que es Monzón. Él asumirá el poder, y no sólo en el Partido, sino en España entera, el poder con mayúscula. Le cederá a Negrín la presidencia de la República, supongo, y formará un gobierno de concentración nacional, con socialistas, con anarquistas, con republicanos, con liberales incluso, hasta que se puedan convocar elecciones, hasta que pueda ganarlas…

—Bueno, ¿y qué? —pregunté yo entonces, porque había pensado lo mismo que él, pero más deprisa—. Siempre hemos sido los peones de alguien, en España y en Francia. Se supone que eso es lo que nos distingue de los fascistas, que no tomamos el poder para quedárnoslo, sino para devolvérselo a los civiles. ¿O qué hemos hecho aquí, si no?

—Eso es verdad —me contestó el Pasiego—. Tienes tanta razón, que te voy a decir otra cosa. El día que Monzón asuma el poder, yo seré muy feliz. Y a la mañana siguiente, me quitaré el uniforme, lo tiraré a la basura y me volveré a Santander, a dar clases de latín. Y si hay que hacer la revolución, que se apunten los que se han quedado en casa, que yo, para ser profesor de instituto, ya llevo más de ocho años sin hacer otra cosa que pegar tiros.

—Yo también seré feliz —añadió el Lobo, mirándome a los ojos—, y supongo que también volveré a dar clase, aunque a lo mejor me apunto a la revolución, eso sí… —sonrió al Pasiego, y recibió una sonrisa a cambio antes de volver a mirarme—. Yo no soy amigo de Jesús, Galán, pero le respeto más que a nadie, ya lo sabes. En las cosas importantes, siempre he estado de acuerdo con él. Sin embargo… Hay otra cosa.

Esa cosa fue la que me envenenó después, porque el Lobo, y el Pasiego, y por supuesto Comprendes, eran más amigos míos, más íntimos, más imprescindibles que Jesús. Pero tenía tantas ganas de que aquello saliera bien, que les llevé la contraria con el mismo ardor que había puesto Carmen en negar la evidencia, la misma convicción con la que ella había sostenido dos días antes que el descontento se respiraba en las calles de todas las ciudades, que los desórdenes eran constantes, que las mujeres se amotinaban en los mercados ante la carestía y la escasez de los alimentos, que los franquistas estaban muy desmoralizados por la inminente derrota del Eje, que la policía no cargaba contra los manifestantes, que en las fábricas y en los talleres, en los comercios y en las oficinas, todo estaba a punto para convocar la huelga general que nos daría la bienvenida. «¿Y por qué no sabemos eso?, —me preguntaron ellos—. Estando tan cerca como estamos, teniendo allí amigos, familia, recibiendo cada dos por tres a refugiados que acaban de cruzar la frontera… ¿Cómo es que no tenemos ni idea, por qué no dicen ni una palabra los periódicos de aquí, por qué nadie nos lo ha contado hasta ahora?» Yo no tenía respuesta para esas preguntas, pero confiaba en Jesús. «Él está en Madrid, —les dije—, él sabrá, tendrá datos, la información que nos falta…».

—Un momento, por favor, que me he perdido —cuando aquella discusión iba ya por la segunda o la tercera vuelta, el Sacristán pidió la palabra levantando a la vez las dos manos en el aire—. No sé si estoy entendiendo bien. ¿Vamos a ir o no vamos a ir?

—Por supuesto que vamos a ir —le contestó el Lobo.

—Pues entonces, no sé de qué estamos hablando.

Ese fue el criterio que prevaleció sobre todos los recelos, todas las dudas, a medida que se iba acercando la fecha de la invasión. Vamos a ir, vamos a dar leña, y luego, ya veremos. Mientras tanto, yo quedé una tarde con el Lobo, a solas, y le conté mi entrevista con Carmen en aquel restaurante pequeño y exquisito de las afueras. «Ya lo sabía, —me dijo sonriendo, porque tenía apuntado en un papel hasta el último gramo de dinamita que hay en el granero de Fermín, y los demás ni siquiera la habían tenido en cuenta…—. Eso sólo se te podía haber ocurrido a ti».

El comienzo de la operación se fijó para el amanecer del 19 de octubre. Dos días antes, al llegar a Tarbes, donde nos concentramos los cuatro mil que íbamos a entrar por Arán, sufrí mi primera herida. Y fue grave.

—¿Y el Gitano? —le pregunté al Lobo—. No le veo por ninguna parte.

—No viene —me contestó, con una expresión que no fui capaz de interpretar.

—¿Cómo que no viene?

—Con nosotros, no.

El Gitano, al que llamábamos así porque tenía la piel muy oscura, aunque era payo, y de Tordesillas, había sido el comisario político del Lobo desde el verano del 36. No se había separado de él, ni de Zafarraya, hasta que cruzaron la frontera, y así, siempre juntos, les habíamos conocido Comprendes y yo en Argelés. Si el Gitano no estuvo luego con nosotros en el aserradero, fue porque le mandaron a trabajar a una fábrica de armamento en la Francia ocupada, se fugó, lo cogieron y lo encerraron en Le Vernet. Yo siempre había dado por descontado que él sería el comisario jefe de nuestro sector. El Lobo no había tenido tiempo ni de suponerlo, porque cuando se despidió de Carmen, en la primera reunión de Toulouse, ella le anunció ya que Flores sería su comisario, y cuando intentó protestar, le dijo que no estaba dispuesta a poner en riesgo la operación por los caprichos de unos y de otros.

—¡No me jodas! —le pedí en voz alta cuando me enteré.

Para empezar, Flores, cuyo verdadero nombre ignorábamos, ni siquiera era militar. Que fuera civil no habría resultado demasiado grave si no hubiese sido además un sujeto turbio, desagradable, de quien nadie sabía a ciencia cierta qué papel había desempeñado en nuestra guerra, y con quien tampoco nadie se había encontrado jamás en un campo de prisioneros, condición sospechosa donde las hubiera cuando, como en su caso, no era fácil de explicar. Pero lo peor era que le conocíamos. Mucho antes de escuchar los rumores que le señalaban como el hombre que le hacía los trabajos sucios a Monzón, ya estábamos seguros de que Flores, que aparecía por la granja Perrier de vez en cuando, sin avisar a Angelita y sin dar explicaciones, había sido su informador en nuestro sector. Hasta si nadie hubiera sospechado eso de él, habría seguido siendo exactamente el tipo de hombre en quien ningún guerrillero se atrevería a confiar, y en un cuartel, entre nosotros, más un espía que otra cosa.

—¿Me entiendes ahora? —me preguntó el Lobo—. Pero no se lo cuentes a nadie. Total, nos faltan dos días… —miró el reloj—. Uno y medio.

«¿Vamos a ir o no vamos a ir?», recordé entonces. «Estamos yendo, así que ahora no podemos pensar en esto». El Lobo me dio una palmada en la espalda, y no volvimos a hablar del tema. En la madrugada del 19 de octubre de 1944, nos pusimos en marcha a la hora prevista y, con la misma puntualidad, cruzamos la frontera y entramos en España.

A las nueve menos cuarto, Romesco vino corriendo para decirme que el coronel me estaba esperando en lo alto de la cuesta. Cuando llegué allí y me explicó por qué me había llamado, me volví hacia Comprendes, al que acababa de pedirle que se quedara a esperar a un grupo que se había rezagado.

—¡Comprendes!

—¡Mande!

—¡Sube!

—¿Ahora? —y me obedeció refunfuñando—. A ver si nos aclaramos ¿comprendes? Ahora quédate aquí, ahora sube, ahora baja…

Cuando llegó a mi lado, el Lobo ya había empezado a bajar la cuesta.

—¿Qué pasa? —me preguntó, y yo le pasé el brazo derecho por los hombros mientras señalaba a los que iban por delante.

—Nada. Pero si echas a andar por donde van esos, ¿los ves?, y sigues adelante, llegas andando a Vicálvaro.

—¿Estamos en España?

—Sí.

Nos quedamos allí, juntos, solos, sin hablar, sin mirarnos, quietos como dos estatuas con la vista fija en el horizonte, hasta que pasó el último de nuestros hombres. Después, Comprendes rompió el hechizo en el que nos habíamos quedado atrapados. Cuando su codo izquierdo rozó mi brazo derecho, le miré, y vi que se estaba levantando las gafas para limpiarse los ojos con los dedos.

—¡Joder! —me dijo, meneando la cabeza como si no pudiera creérselo—. Me he emocionado y todo, ¿comprendes?

Cuando me di cuenta de que tenía en la mano una pistola cargada, sentí por un instante que todo se paraba, el tiempo, mi vida, Adela y su doncella, que sin embargo seguían moviéndose alrededor de las maletas abiertas sobre la cama como si aún no hubieran encontrado ningún motivo para detenerse. Aunque sabía disparar, ni había llevado nunca armas ni estaba acostumbrada a manejarlas, pero lo que sentí no tenía nada que ver con el peligro o el nerviosismo. Todo lo contrario. Durante un segundo de paz irreal, desgajado de mí y de cuanto me rodeaba, cada uno de mis músculos se relajó por completo para recuperar la tensión de inmediato y sin esfuerzo, como le habría ocurrido a un náufrago que, sólo después de ganar a nado una playa desierta, hubiera advertido de pronto, al borde del desfallecimiento, el territorio inhóspito, hostil, donde se había quedado atrapado. Entonces, al recobrar la conciencia y el control de mi cuerpo en un instante, tan deprisa como los había perdido antes, miré hacia delante y vi a mi cuñada despeinada, de rodillas sobre la cama, resoplando mientras hacía presión con las dos manos sobre la tapa de una maleta que Cristina no lograba cerrar. Aquella escena inocente, graciosa, casi cómica, terminó de devolverme a una realidad donde cada cosa tenía su precio, e instaló en mi ánimo un tierno brote de arrepentimiento que, lejos de desanimarme, me afirmó en mi determinación de escapar lo antes posible.

Yo quería mucho a esa mujer que estaba diciendo jopé, por no decir joder, mientras se sentaba sobre la maleta, pero era mi libertad contra su decepción. Yo la quería de verdad, la quería tanto que me dolía el corazón sólo de pensar que, al día siguiente, me consideraría quizás una traidora, una ingrata egoísta y desaprensiva, pero mi gran oportunidad había llegado y no podía dejarla pasar. Adela me miró, frunció las cejas al comprobar que no había devuelto el arma a la mesilla, pero yo estaba a punto de jugármelo todo, mi vida, mi futuro, la posibilidad de volver a ser yo misma, y ella, como mucho, se iba a llevar un disgusto. Eso procuré pensar mientras empuñaba la pistola, colocaba el dedo en el gatillo y levantaba el brazo, recto, en el aire.

—Lo siento mucho, Adela —pero mientras la apuntaba, le confesé lo que me estaba pasando por dentro, y fui sincera—. Daría cualquier cosa, lo que fuera, por no tener que hacer esto. De verdad que lo siento muchísimo.

—Inés, suelta eso, por Dios… —ella, repentinamente pálida, se levantó y vino hacia mí con los brazos estirados, las manos abiertas, un conmovedor gesto de incomprensión pintado en la cara—. No hagas tonterías, anda.

—No te acerques, Adela, por favor, vuelve a la cama.

No me hizo caso. No podía hacerme caso porque aún no había entendido lo que estaba pasando, por qué tenía yo su pistola en la mano, por qué la estaba dirigiendo hacia ella, por qué parecía dispuesta a tratarla como a una rehén, a una prisionera, si era mi amiga, la única que estaba de mi parte.

—Pero ¿qué haces…? ¿Qué pasa, qué…?

—Adela, por lo que más quieras, estate quieta.

Cuando la vi avanzar un paso más, levanté la pistola y disparé al techo. Habría preferido no hacerlo, pero no tenía otra opción para lograr que me obedeciera, por su bien, y sobre todo, por el mío. Yo sabía que era incapaz de hacerle daño, de disparar al techo sí, de disparar al aire, pero sobre ella nunca. Antes habría vuelto el cañón de la pistola hacia mí, y lo último que quería era matarme, abandonar justo en aquel momento, cuando me quedaba tanto por ver, tanto por vivir. Tenía que ser capaz de salir de aquella habitación sin hacerle daño a nadie o me quedaría allí para siempre y no quería, no me lo merecía. Por eso disparé, y el disparo resonó como un cañonazo en la casa desierta, mientras una polvareda de escayola blanca caía sobre mí como la nieve trucada sobre el escenario de un teatro.

—Siéntate, Adela, por favor —pero yo no era una actriz, ni estaba representando un papel.

Ella me miró, cerró los ojos, movió la cabeza como si quisiera borrarme para siempre de su memoria, y se derrumbó en una silla con una actitud tan dolorida que de nuevo tuvo la virtud de acelerar mis movimientos.

—Ata a la señora a la silla con el cinturón de la bata, Cristina, ese azul. Átala bien, pero no le hagas daño —la doncella, aterrada, sí me obedeció a la primera—. Lo siento mucho, Adela, te lo juro, lo siento muchísimo. Que te haya tocado a ti, que has sido mi única amiga, la única persona buena y cariñosa que he encontrado en esta casa, la única compañía que he tenido en tanto tiempo… Que tenga que hacerte esto a ti, precisamente a ti, queriéndote como te quiero… ¡Qué mala suerte!

—¿Pero qué vas a hacer, Inés? —intentó echarse hacia delante, pero ya no podía moverse—. ¿Qué locura…?

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