Inés y la alegría

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Toulouse, verano de 1939. Carmen de Pedro, responsable en Francia de los diezmados comunistas españoles, se cruza con Jesús Monzón, un cargo menor del partido que, sin ella intuirlo, alberga un ambicioso plan. Unos años después, en 1944, Monzón, convertido en su pareja, ha organizado el grupo más disciplinado de la Resistencia contra la ocupación alemana, prepara la plataforma de la Unión Nacional Española y cuenta con un ejército de hombres dispuestos a invadir España. Entre ellos está Galán, que ha combatido en la Agrupación de Guerrilleros Españoles y que cree, como muchos otros en el otoño de 1944, que tras el desembarco aliado y la retirada de los alemanes, es posible establecer un gobierno republicano en Viella. No muy lejos de allí, Inés vive recluida y vigilada en casa de su hermano, delegado provincial de Falange en Lérida. Ha sufrido todas las calamidades desde que, sola en Madrid, apoyó la causa republicana durante la guerra, pero ahora, cuando oye a escondidas el anuncio de la operación Reconquista de España en Radio Pirenaica, Inés se arma de valor, y de secreta alegría, para dejar atrás los peores años de su vida.

Almudena Grandes

Inés y la alegría

El ejército de la Unión Nacional Española y la invasión del valle de Arán,
Pirineo de Lérida, 19-27 de octubre de 1944

ePUB v2.0

Creepy
25.06.12

Título original:
Inés y la alegría

Almudena Grandes, septiembre 2010.

Editor original: Creepy

Segundo editor: Carlos

Corrección de erratas: Carlos.

ePub base v2.0

PLAN DE LA OBRA

I. Inés y la alegría

El ejército de la Unión Nacional Española y la invasión del valle de Arán,

Pirineo de Lérida, 19-27 de octubre de 1944

II. El lector de Julio Verne

La guerrilla de Cencerro y el Trienio del Terror,

Jaén, Sierra Sur, 1947-1949

III. Las tres bodas de Manolita

El cura de Porlier, el Patronato de Redención de

Penas y el nacimiento de la resistencia clandestina contra el franquismo,

Madrid, 1940-1950

IV. Los pacientes del doctor García

El fin de la esperanza y la red de evasión de jerarcas nazis

dirigida por Clara Stauffer,

Madrid-Buenos Aires, 1945-1954

V. La madre de Frankenstein

Agonía y muerte de Aurora Rodríguez Carballeira

en el apogeo de la España nacionalcatólica,

Manicomio de Ciempozuelos (Madrid), 1955-1956

VI. Mariano en el Bidasoa

Los topos de larga duración,

la emigración económica interior y los 25 años de paz,

Castuera (Badajoz)-Eibar (Guipúzcoa), 1939-1964 

A Luis

Otra vez, y nunca serán bastantes

Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas,
Aún en estos libros te es querida y necesaria,
Más real y entresoñada que la otra;
No esa, mas aquella es hoy tu tierra.
La que Galdós a conocer te diese,
Como él tolerante de lealtad contraria,
Según la tradición generosa de Cervantes,
Heroica viviendo, heroica luchando
Por el futuro que era el suyo,
No el siniestro pasado al que a la otra han vuelto.
Lo real para ti no es esa España obscena y deprimente
En la que regentea hoy la canalla,
Sino esta España viva y siempre noble
Que Galdós en sus libros ha creado.
De aquella nos consuela y cura esta.

Luis Cernuda, «Díptico español»,

Desolación de la Quimera
(1956-1962)

A Azucena Rodríguez,

que también escribió esta novela para mí,

mientras yo escribía para ella el guión

de una película que no se hizo,

pero que nos hizo amigas para siempre.

Las dos somos Inés,

porque esta es nuestra historia

Y a la memoria de Toni López Lamadrid,

a quien tanto quise,

y con quien siempre estaré en deuda por tantas cosas,

la última, su pasión por este libro

A pesar del mejor compañero perdido,

de mi más que tristísima familia que no entiende

lo que yo más quisiera que hubiera comprendido,

y a pesar del amigo que deserta y nos vende;

Niebla
, mi camarada,

aunque tú no lo sabes, nos queda todavía,

en medio de esta heroica pena bombardeada,

la fe, que es alegría, alegría, alegría.

Rafael Alberti, «A
Niebla
, mi perro»,

Capital de la gloria (1936-1938)

(Antes)

Toulouse, un día de agosto, quizás aún julio, tal vez en los comienzos de septiembre de 1939.

Una mujer camina por la calle con los labios apretados, la actitud apresurada, ensimismada a la vez, de quien está en apuros o tiene una larga lista de tareas que cumplir. Se llama Carmen, y es muy joven. Lo más probable es que ese día, cuya fecha exacta se desconoce, no haya cumplido aún veintitrés años. Sin embargo, ha vivido mucho.


Bonjour, monsieur
.


Bonjour, madame!

El panadero, quizás el carnicero, o el frutero apoyado en el quicio de la puerta por la que Carmen acaba de pasar, saluda con acento satisfecho a una clienta a la que no ha visto en los últimos días, quizás porque ha estado veraneando. En 1939 los franceses aún veraneaban, aún vivían en un mundo donde existían los puestos de trabajo, las vacaciones, las playas con casetas y sombrillas clavadas en la arena, las olas mansas del Mediterráneo, las majestuosas mareas del Atlántico.

Carmen pensaría en eso y, quizás, en un archipiélago de azoteas con sábanas tendidas o parras deformadas por el peso de los racimos verdes, el sol rebotando contra la cal de las paredes en el silencio perezoso de la siesta, una mosca mareada de sobrevolar durante horas y horas el redondo misterio del mismo botijo, y niños medio desnudos con sonrisas de higo, o de sandía, el agua azucarada de la fruta dibujando alegres ríos de placer sobre sus barbillas. Eso fue en otro tiempo, veranos recientes que ahora le parecen lejanísimos, un país que existe y no existe, que ha desaparecido pero seguirá teniendo las ventanas cerradas, las persianas bajadas como escudos contra el calor, y en las ciudades, terrazas repletas de noctámbulos cantarines y borrachos, felices de ver amanecer otro día en plena calle. En la costa, también seguirán existiendo pueblos con cuestas vertiginosas, como toboganes de albero polvoriento y sin aceras, que dejan ver al fondo retazos de un mar propio, tan limpio, tan hermoso, tan azul como nunca podrá ser un mar extranjero. Mejor no saber, no recordar. Mientras escucha a lo lejos la voz de una clienta desconocida, que le pregunta al tendero el precio de esto o de aquello, Carmen piensa en España y aprieta aún más el paso, los labios, esa exasperada variante de la determinación que es el único patrimonio de los desesperados.


Écoute, Marcel! Oú vas-tu tellement…?
—el ruido del pedaleo, los engranajes moviéndose a toda prisa con un grueso estrépito de chirridos metálicos, le impiden entender el resto de la pregunta.


Salut!
—pero escucha a cambio la respuesta, una expresión neutra que el acento travieso, malicioso, del ciclista, ha convertido en una clave que ella no logra descifrar.

Cuando sus caminos se cruzan, el adolescente que anda por la acera sigue riéndose, aunque hace un par de minutos que la bicicleta de su amigo se ha perdido por una bocacalle. Él seguramente no sabe que la mujer joven que avanza en dirección contraria pronuncia aún, todos los días, casi siempre en voz baja, una expresión casi idéntica, ¡salud!, aunque ya nadie se ríe al escucharla. Si lo supiera, tampoco le importaría, así que Carmen prefiere no pensar tampoco en eso mientras camina deprisa y procura fijarse en lo que sucede a su alrededor, sin llamar la atención de los transeúntes. Eso, al menos, nunca ha resultado demasiado difícil para esta chica bajita, ancha de caderas, más bien culibaja, con una cara simpática, los ojos pequeños, vivos, y la sonrisa fácil, que no es ni siquiera fea, que es incluso agradable para quien tenga tiempo o ganas de mirarla dos veces, pero que sobre todo es, por fuera como por dentro, una mujer corriente, incluso vulgar, una del montón. Así había sido siempre Carmen de Pedro. Así fue hasta que ella, aunque quizás sea más justo y más preciso escribirlo con mayúscula, Ella, la escogió entre todos para confiarle una tarea que estaba muy por encima de su ambición, y aún mucho más allá de sus capacidades.

Desde aquel día, Carmen no duerme bien. Desde aquel día, tiene miedo de todo, y sobre todo de sí misma, de su previsible fracaso en el cumplimiento de una misión mucho más grande que ella. Cuando ingresó en el Partido, una muchacha entonces, casi una niña, jamás se atrevió a imaginar la enormidad de la carga que algún día llegaría a abrumar sus hombros, que anularía su imaginación y estremecería su conciencia, esa responsabilidad que siente ahora como una roca inmensa de aristas afiladas que le desgarra la piel a cada paso y siembra monstruos, peligros como monstruos, en cada instante que pasa despierta, y en los sombríos pliegues de sus sueños sombríos.

Eso es lo que ve mientras camina por Toulouse, Rue des Jacobins quizás, Rue Mirepoix, Rue Léon Gambetta, calles estrechas de casas de piedra y ninguna playa al fondo, esta buena chica que nunca pretendió ser otra cosa, la mecanógrafa del Comité Central de Madrid, que conocía en persona a casi todos los dirigentes del Partido Comunista de España, sí, pero sólo porque había transcrito a máquina sus intervenciones, porque había pasado a limpio sus cartas para que ellos las firmaran después, porque les abría la puerta cuando llegaban, y la cerraba tras ellos después de despedirles con la misma sonrisa entre los labios. Eso es lo que ella sabe hacer, ese había sido siempre su trabajo y nunca había aspirado a otro. Ahora, mientras Toulouse disfruta de otro día amable, templado, de la vida aburrida de una Francia que no quiere saber nada, ni dónde está, ni en qué día vive, ni quiénes son sus vecinos, ni a qué juegan, ni qué pretenden, Carmen de Pedro camina por sus calles con un infierno a cuestas, un tormento portátil, otra maldita bendición española.


A tout à l'heure, madame!


Au revoir, Marie, à dimanche!

La campanilla instalada en el quicio de la puerta tintinea como un crótalo jubiloso y exótico, un lujo sonoro, acorde con la imagen de la anciana enjoyada, bien peinada, bien vestida, con aspecto de haber sido rica toda su vida, que atraviesa el umbral con una bandeja de pasteles entre las manos mientras una niña grande, de unos diez años, mantiene la puerta abierta para ella.


Au revoir, Nicole!
—el saludo hace sonreír a la niña con labios manchados de azúcar, el bollo que ha escogido al salir del colegio a medio morder en la mano derecha.


Au revoir, madame!

Tras el cristal, su madre, con un inmaculado delantal blanco, el nombre de su establecimiento, Pâtisserie du Capitole, bordado en letras azules de florida caligrafía, espera a que su clienta se pierda de vista antes de ordenar a su hija que suba inmediatamente a casa y se ponga a hacer los deberes. La Rue Gambetta se ensancha apenas durante unos metros antes de desembocar en la Place du Capitole, vasta y armoniosa como el mar que no llega a Toulouse. Allí, bajo uno de los soportales, semiescondido en la entrada de una tienda, simulando mirar con interés un escaparate que exhibe una cuidada selección de paraguas, o de quesos, o de libros que no le interesan en absoluto, él la está esperando.

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