Si, con todo, tomaba la decisión de casarse con él, no podía acudir a la Casa de Dios a pronunciar promesas sagradas, mintiendo en lo íntimo de su corazón.
Los hombres tenían sus derechos matrimoniales, y las mujeres tenían el sagrado deber de producir hijos. ¿Podría resignarse a las dos cosas?
Una larga visita al padre Cluny le proporcionó respuestas a unas cuantas preguntas. El sacerdote hizo notar que ella, Brigid, no sería la única mujer de Ballyutogue que hallase en la relación sexual con el marido una parte de los sacrificios que nos impone la vida. Dios, decía el sacerdote, nunca pretendió que la unión sexual fuese un aspecto placentero del matrimonio. Los deleites carnales en sí mismos eran pecados horribles, y toda esposa católica había de llegar a comprender que tales placeres no debían representar ningún papel en el matrimonio.
La cuestión estaba, encareció el padre Cluny, en que Brigid amase a Jesús y a María más de lo que aborrecía la idea de realizar su función de esposa y madre cristiana. Cuando notase que lo que predominaba era el amor a Dios, podría aceptar las incomodidades del sexo.
El padre Cluny era ciertamente un hombre sabio, y le dio a Brigid mucho material sobre el que reflexionar. Sí, concluyó ella después de muchas meditaciones y plegarias, amaba a Dios lo suficiente para vencer la repugnancia. Al fin y al cabo, ¿no era lo que sentían la mayoría de mujeres de Ballyutogue?
La cosecha estaba en el almacén, y había sido excelente. En esta época del año los días y las noches se hacían largos y desocupados, y Colm se sorprendía pasando más horas cada día en la casita de Brigid. La cual, a pesar del amor que tenía a Dios, no acababa de hacerse a la idea de dormir con aquel hombre.
…De modo que allí estaba él una noche de invierno, sentado junto a la lumbre, como Su Señoría en la casona, jugando al glink con su camarada Muggins Malone…
…Lo que iba a venir no tardó en llegar…
—Os agradeceré que no recojáis la mitad del fango de la población para venir a extenderlo por mi casa…
…A lo cual Muggins se escabulló silenciosamente hacia la taberna de Dooley McCluskey…
…Dejando a Colm rascándose la cabeza y mirando a su alrededor en busca de huellas delatoras.
—¡Si no hay barro ninguno por aquí! —exclamó—. Te aseguro que hemos dejado las botas en el establo, antes de entrar.
—Bueno, es posible que esta vez las hayáis dejado —atajó ella—, pero parece que me paso la mitad de las horas del día limpiando lo que tú ensucias y atendiendo a las necesidades de tu reverencia.
Colm se rascó la cabeza un poco más; luego se fue murmurando hacia la puerta del establo, elevo el volumen de sus parloteos y se calzó las botas.
—¿Y adonde imaginas que te vas ahora, Colm O'Neill?
—A casa.
—¿O a la de Dooley McCluskey?
Bien, hay que tener en cuenta que Colm era hombre de temperamento dócil, y no demasiado rápido en captar pensamientos premeditados. Aunque éste se veía sobradamente claro. Colm se puso en pie, refunfuñando:
—Ciertamente, puedo ir allá, si me place —dijo—. Ya sabes, no estamos casados.
Era cierto que desde que murió su adorada madre, Brigid había atendido algunas necesidades suyas, pero a la vez estaba haciendo mella en su libertad. Una libertad que Mairead le había garantizado desde la cuna y que había alejado de él todo deseo de cargar con el estorbo de una mujer. Ahora Brigid Larkin extendía ante sus ojos todos los males del matrimonio. ¿Por qué no había de beber en la taberna de Dooley McCluskey? Había recogido ya la cosecha. Había pagado ya las rentas. ¿Por qué diablos no había de beber?
Con la misma claridad alboreaban en la mente de Brigid unas cuantas ideas nuevas. Había ciertas necias y malditas concesiones que los hombres exigían, y habría de tener el buen criterio de aceptar esta realidad si quería alcanzar a Colm para marido.
—Ea, vamos, Colm —le arrulló—. Tengo el puchero en el fuego y el té estará listo dentro de un minuto.
—No quiero té —replicó él, enmurriado—. Quiero marcharme y nada más.
Brigid le pacificó sacando una botella de
poteen
. Después se explayó comentando cómo se preocupaba continuamente de su bienestar, desde que su santa madre les había dejado. Luego vino una discusión práctica sobre el terrible despilfarro de mantener dos casitas, dos fincas y dos… de todo. Se podía ahorrar una cantidad increíble de dinero.
Colm la oía en parte, y en parte no, porque se disponía a poner a prueba su recién adquirida autoridad y despachaba varias copitas de
poteen
en rápida sucesión, que aumentaron la graduación de su coraje. Se puso en pie un tanto inseguro, inspiró profundamente y expulsó un eructo de la auténtica masculinidad.
—Vi cómo tratabas a Rinty Doyle. Vaya, si el pobrecito andaba por ahí lamentándose como un perrito cruzado. Y puesto que hablamos de perros, no volveré más hasta que des entrada al mío para que pueda calentarse a la lumbre en mi compañía. ¡Caramba, mujer, llevas esta casa como si fuera una institución! ¡Si hasta las vacas tienen miedo de cagar en tu establo!
—¡Madre Santa! ¡Sujétate la lengua, Colm!
—¿Por qué? —exclamó él, tambaleándose—. ¡Cagar en el establo! ¡Cagar en el establo!
—¡Puedes marcharte!
—Sí, me marcho. No aguantaría ni la mitad —dijo chasqueando los dedos—, ni la mitad.
—¡Y no te arrastres más para acá!
—Nooo, no lo haré; no volveré hasta que recibas a gusto a mis compañeros y mi perro, y te diré además que Fanny O'Doherty no me encuentra tan desagradable…
—¡Caramba!
Brigid se sorprendió llorando desconsoladamente, cuando estuvo sola. Ya no podía contar sino consigo misma, y con nadie más. Había quedado tan malparada que ya ni Colm O'Neill la quería.
Colm pasó una semana sin asomar por allí. Todas las noches Brigid iba de una habitación a otra estudiando el esterilizado mundo que había creado. Gracias a Dios no andaba por allí ningún patán echándolo todo a perder. Podía continuar así hasta el final… si a ella le parecía bien…
No hubo una gran fiesta cuando Colm y Brigid se casaron. Tanto los solterones viejos como los casados cargados de hijos movían la cabeza con aire de personas enteradas. Colm había conquistado algunas concesiones, de momento, pero ¿cuánto tiempo tardaría ella en reanudar sus fumigaciones?
Pasado el día de la boda, Brigid empezó a coquetear con la gloriosa idea de la maternidad. Sin embargo, en medio de las ansiedades que sentía por sí misma, se acordaba demasiado poco de Colm. El pobre Colm era casi tan inexperto como ella, igualmente tímido y con muy poca capacidad para adaptarse a la nueva situación.
Noche tras noche continuaban desnudándose separadamente, cada uno de ambos metiéndose bajo las sábanas a toda prisa para que el otro no le viera, y se quedaban quietos, espalda contra espalda, sin hablarse ni tocarse, sin que ninguno de los dos tuviera medios ni recursos para cambiar de estilo.
Al cabo de un tiempo, el trabajo del día y el licor le la noche se cobraban su impuesto, y Colm rompía la tensión, anunciando con un tonante ronquido, que había llegado el sueño.
Al cabo de unos meses, a Brigid ya no le importaron ciertas cosas, tales como que Colm y su perro abandonaran el fuego para ir en busca del de Dooley McCluskey. A decir verdad, era un alivio que Colm saliera; de este modo ella podía prepararse para la cama sin la turbación habitual.
Al llegar y pasar varias estaciones sin que Brigid diera noticia de estar encinta, las comadres viejas y sabias de Ballyutogue empezaron a comentar que el legado de los Larkin había llegado a su fin.
Shelley leía los inexpresados mensajes. Sabía por experiencias que Conor no tardaría en internarse en aquel mundo misterioso por el cual ella no podía acompañarle. La primera indicación se la dio el hecho de que Conor se tomara tiempo libre. El astillero continuaba cerrado, pero él se había trasladado a Rathweed Hall todos los días para trabajar con el club. Luego solicitó tres días de permiso, el más largo que se tomaba.
Aquel día y aquella noche se abstuvo por completo del licor, detalle indicador de que no quería que nada le nublase la mente. Antes de marcharse solo, siempre se abstenía de beber.
Pero el detalle más elocuente fue la manera de poseerla aquella noche. Fue una posesión sin furia, un prolongar la unión sin estar completamente despierto ni completamente dormido, la manifestación más suave de amor, el intento de prolongar los minutos hasta la eternidad.
El despertador los retornó con una sacudida a la realidad. Ellos continuaron en su arrobo varios minutos más, hasta sobrepasar el margen de tiempo disponible; luego, pensativos los dos, se entregaron a las actividades del día.
A pesar de que Shelley se mostrase exteriormente plácida y tranquila, cada uno de ambos ocupaba el primer plano de la mente del otro, cada uno conocía las aprensiones del otro. Conor notaba el miedo, cada vez mayor, que invadía a Shelley, la cual esperaba que le dijese algo.
Shelley no le había hablado de las cartas anónimas. Había recibido tres, cada una manando veneno y pintándola como la peor especie de prostituta, por vivir con un católico. Cada una la amenazaba de muerte por tan inenarrable crimen.
Anteriormente había sufrido el trauma de romper con la familia. Por lo visto toleraban bien que tuviese un amorío clandestino con un hombre casado; pero que viviera abiertamente con un católico romano se les hacía insoportable. Morgan ordenó a la familia que no la viesen y que no pronunciasen su nombre entre aquellas paredes. Robin fue el único que desafió el mandato del padre, prolongando una relación más bien penosa con su hermana. Los demás obedecieron. Shelley y Conor se habían trasladado del pisito de la calle Flax a un barrio más acogedor, cerca de la carretera de Cavehill. Aunque dentro de Belfast ningún lugar resultaba suficientemente apartado.
—Quiero que te quedes en casa de Blanche —dijo Conor mientras desayunaban. Ella respondió que así lo haría—. Esta vez importa muchísimo. Yo estaré fuera varios días. El caso podría resultar arriesgado; por lo tanto comunica a Robin que estás en casa de Blanche y que si pasa algo anormal quizá tengas que salir de Belfast precipitadamente. Es mejor que Robin lo sepa. Vete a Dublín, entonces, a casa de Seamus, o a la de Atty Fitzpatrick.
Shelley aguardó a que Conor hubiese abandonado la mesa para permitirse un estremecimiento. Nunca le había dado parecidas instrucciones. Era evidente que correrían un gran peligro. Conor regresó con la pistola y la dejó sobre la mesa.
—Cógela —le dijo.
—¿No deberías llevártela tú?
—O salgo bien de la empresa, o no salgo. Ese cacharro no cambiaría nada.
Shelley miró el arma fijamente y movió la cabeza.
—Ya sabes que no sería capaz de utilizarla.
—La verdad es que cuando estabas de centinela a la vera de mi lecho parecías dispuesta a disparar —observó Conor.
—Aquello era diferente —replicó Shelley.
Conor se encogió de hombros y se sujetó la funda del sobaco.
—Es lo que nos pasa a los dos, muchacha. Tampoco estoy seguro de ser capaz de apretar el gatillo. Mi comandante se da perfecta cuenta de esa posibilidad.
—Creo que me gustas más así —dijo ella.
Conor miró el reloj e hizo una mueca.
—Lo más probable es que cuando regrese de este viaje, nos vayamos de Belfast por mucho tiempo. Yo me alegraré mucho. Cada vez que vuelvo aquí tengo la sensación de haber entrado en un manicomio.
Shelley no le había contado nunca lo que soñaba ella repetidamente. Soñaba que se hallaba completamente sola y todas las calles estaban completamente oscuras y andaba interminablemente entre filas y filas de casas de ladrillo rojo, cruzando laberintos y metiéndose en callejones sin salida sin haber encontrado ni rastro de vida humana. Y se despertaba comprendiendo que había sido una visión de muerte.
Conor apuró el té, se puso la chaqueta y la gorra y se permitió una última y lenta mirada. Sí, sería bonito marcharse de Belfast. No era ciudad para un hombre católico y una mujer protestante.
Los chulos de Sandy Row tenían una importantísima cuenta que saldar con respecto al encarcelamiento de Vessey Bain y Joey Hooker. Las conversaciones sobre el tema no amainaban nunca en ciertas tabernas y en ciertas logias de Orange. Había tan pocas probabilidades de que olvidasen esta cuestión como de que dejaran de acordarse de la batalla del Boyne o de las murallas de Derry.
Y las damas de Oliver Cromwell MacIvor ardían en ganas de saldar una cuenta suya particular con Shelley por la vergüenza que había echado sobre su excelente y piadosa familia.
Conor y Shelley juntaron las mejillas.
—Pase lo que pase, contigo he tenido todo lo quería —dijo ella.
—Pase lo que pase —repitió Conor, y se fue.
Dan Sweeney el Largo vino a Belfast enseguida de recibir el cable de Owen O'Sullivan diciendo que las armas estaban en camino. Cuando Conor le informó de la ruta que seguiría el tren, Sweeney envió a buscar a Kelly Malloy de Dungannon.
Kelly era cultivador de rosas, de profesión, creaba variedades de las magníficas rosas del Ulster, lo cual le daba cierta fama por toda la parte oriental de la provincia. Era jefe oficial de los «Dungannon Clubs» que habían brotado por la zona con el renacimiento gaélico; primos hermanos de las Wolfe Tone Societies y otros grupos de matiz republicano del norte.
Además, militaba en la Hermandad Republicana Irlandesa.
Su negocio requería cierto número de carretas, aparte de una relación íntima con los campesinos de las colinas del sector, donde él analizaba suelos continuamente, condiciones de riego y fertilizantes, y hasta utilizaba pedazos de sus tierras como viveros de rosales para la exportación.
Kelly calculó que podría organizar la recogida de las armas en las treinta horas y pico que le concedían. Para ello tendría que reunir un grupo suficiente de simpatizantes y hallar un buen escondite temporal. Las montañas de los alrededores de Omagh estaban llenas de chozas, subterráneos y pozos mina. Se escogió Sixmilecross como el mejor apartadero, bajo el manto protector de un bosque.
Cuando Kelly se marchó, Dan Sweeney encontró a Conor como sobre brasas.
—¿Qué te pasa, Conor? —preguntó Dan sin rodeos.
—Deberías saberlo. Hasta cinco minutos antes de llegar Kelly, te estuve diciendo que en este caso el riesgo es superior al normal. Sabes perfectamente bien que quizá estemos coqueteando con un confidente. Había que decírselo a Kelly. Yo estoy dispuesto a correr el riesgo; pero al menos sé que existe.