Desde la Gran Hambruna de 1840 hasta el Levantamiento de la Pascua de 1916, tres familias, los Larkin de Donegal, los Hubble, condes de Foyle, y los MacLeod de Belfast, forman, a lo largo de cuatro generaciones, la "Trinidad" que Leon Uris utiliza como símbolo del pasado, del presente y también del futuro de Irlanda. Relato de todo el marco histórico, político y social de la época, y de todas las circunstancias que llevaron a los acontecimientos que precipitaron la independencia irlandesa del dominio británico: la roya de la patata, la emigración a América, el nacimiento del Sinn Fein y del IRA…
Leon Uris
Trinidad
ePUB v1.0
tagus15.06.12
Título original:
Trinity
Leon Uris, 1976.
Traducción: Baldomero Porta
Diseño/retoque portada: Yzquierdo/Redna Azaug
Editor original: tagus (v1.0)
ePub base v2.0
Dedico este libro a mi esposa JILL,
que forma parte de estas páginas
en tan gran medida
como el pueblo irlandés
Deseo expresar mi cordial agradecimiento a mi colaboradora, Diane Eagle, cuyas investigaciones y sincera adhesión han contribuido enormemente al nacimiento de esta obra. Deseo expresarlo también a la Biblioteca Pública de Denver.
Quedan todavía otras personas, docenas y docenas, cuyas indicaciones y cuyos conocimientos han hecho posible este libro. Lo elevado de su número me impide dar las gracias a todas, una por una. Desgraciadamente, algunas no desean, ni conviene, que se las mencione, porque la historia de Irlanda sigue su curso. Los que me ayudaron saben quiénes son y cuentan con mi gratitud imperecedera.
LEON URIS
No hay presente ni futuro —sólo el pasado que acontece una y otra vez— ahora.
Eugene O'Neill,
A Moon for the Misbegotten
(Una luna para los bastardos).
BALLYUTOGUE
Mayo de 1885
Recuerdo con toda claridad la primera gran conmoción de mi vida. De la casita de campo vecina vino un fuerte alarido. Yo me precipité dentro de la habitación, para mí tan familiar como mi propia casa. Los hijos de los Larkin, Conor, Liam y Brigid, estaban repartidos por la alcoba donde un jergón de hojarasca servia de cama al viejo Kilty. Permanecían inmóviles, boquiabiertos de espanto.
Me escabullí junto a Conor.
—Abuelo ha muerto —me dijo.
Su madre, Finola, que estaba embarazada de ocho meses, se había arrodillado y apretaba la cabeza contra el corazón del anciano. Era la primera, la primerísima vez que yo veía una persona muerta. Un muerto color de cera, huesudo, tendido allí con la abierta boca completamente huérfana de dientes, mirándome fijamente con unos ojos vidriosos, y yo contemplándole también fijamente a él hasta que sentí los míos a punto de saltar fuera de sus cuencas.
¡Ah, fue para mí un momento terrible, revelador! Todos los chavales creíamos que el viejo Kilty poseía la magia de los duendes y que viviría eternamente, leyenda corroborada por el hecho de ser el superviviente más viejo de la gran hambre, y no hablemos ya de que fue un héroe del levantamiento feniano de 1867 y que le habían encarcelado y torturado en premio a sus fatigas.
Por aquellas fechas yo tenía once años. Kilty estaba lelo desde que me alcanzaba la memoria, siempre acurrucado junto a la lumbre, murmurando palabras incoherentes. Era una antigualla preciosa, más que viejo ya; pero nadie había pensado nunca en serio que pudiera morir algún día.
La pequeña Brigid se puso a llorar.
—¡Calla! —ordenó vivamente la madre—. No debes llorar hasta que hayamos preparado debidamente al abuelo. Los duendes han rodeado la casa esperando el momento de echársele encima, y tu llanto los animaría a irrumpir dentro y arrebatarnos su alma.
Finola, su madre, se puso en pie con esfuerzo y se entregó a un torbellino de actividades. Abrió puertas y ventanas para echar fuera a los malos espíritus y se apresuró a cubrir el espejo para esconder la imagen del difunto.
—Liam, tú irás a dar la noticia. No te olvides de llegar hasta los establos y los colmenares, para anunciar a vacas y abejas que Kilty Larkin ha fallecido. No dejes de hacerlo, si no quieres que los duendes se lleven su alma —se estrujaba las manos y se lamentaba—: ¡Oh, Kilty, Kilty, eras un buen hombre, en verdad que lo eras! —Después se dirigió a mí—: ¡Seamus!
—Sí, señora —respondí.
—Ve a buscar a tu madre. Necesitaré sus buenas manos para ayudarme a vestirlo. ¡Conor!
Conor no respondía, no hacía más que seguir mirando a su abuelo. Ella lo zarandeó por el hombro.
—¡Conor!
—Sí, madre.
—Ve a la turbera a buscar a tu padre.
Brigid había caído de rodillas y se estaba santiguando a un ritmo vertiginoso.
—Levántate y ayúdame —ordenó Finola. Porque arreglar el cadáver era tarea de mujeres.
Liam corrió primero al establo. Yo le veía a través de la media puerta hablando a las vacas, mientras Conor salía lentamente de la alcoba, andando para atrás, sin apartar los ojos de su abuelo.
Fuera, le di un golpecito en el brazo.
—Eh, si vienes primero a mi casa, te acompañaré a la turbera, a buscar a tu padre.
Trepamos por la pared de piedra que separaba nuestras casitas. A mi madre, Mairead O'Neill, como a todas las madres de Ballyutogue, la recordaremos siempre acurrucada en su eterno puesto junto al hogar. Cuando nosotros entramos, estaba levantando el caldero (mediante una polea de cadena) sobre el fuego de turba.
—Buenos días tenga usted, señora O'Neill —dijo Conor—. Me temo que nos hallamos en una aflicción.
—Kilty Larkin ha estirado la pata —expliqué.
—¡Ah!, ¿de modo que es eso? —mi madre suspiró y se persignó.
—Y sin duda la señora Larkin la necesitará a usted para vestirlo. Mi madre se había quitado ya el delantal.
—Conor, esta noche te quedarás aquí, y tu hermano y tu hermana también —dijo.
—Yo esperaba tomar parte en el velatorio —respondió él.
—Esto corre de cuenta de tus padres. ¿Ya llevas sal?
—Oh, Señor, con el nerviosismo lo hemos olvidado todos.
Madre se acercó al gran salero de la capillita del costado del hogar de la lumbre y sacó un pellizco para mi bolsillo, para el de Conor y para sí misma, a fin de ahuyentar a los malos espíritus.
—Yo voy a la turbera con Conor —anuncié, corriendo tras él.
—No os olvidéis de avisar a las vacas y las abejas —nos gritó ella mientras marchábamos.
—De esto se ha encargado Liam.
Nuestro pueblo empezaba a una altura de unos cien metros sobre la bahía Foyle, y nuestros campos se encaramaban laderas arriba unos ciento cincuenta metros más, partidos en peldañitos de escalera. Algunos pedazos eran poco mayores que nuestra habitación principal y pocas personas habrían sabido afirmar con seguridad a quién pertenecía cada cual, exactamente. Todos los campos estaban vallados, componiendo una telaraña de piedra por la ladera.
Conor corría como si lo llevara el viento; no se detuvo hasta haber salvado la última pared. Ahora jadeaba en busca de aire. Se sentó, sudando, temblando y sollozando.
—El abuelo… —dijo a sacudidas.
Conor Larkin tenía doce años, era mi amigo íntimo y mi ídolo, y yo sentía, en verdad, unas ganas inmensas de prodigarle palabras de consuelo; pero no encontraba las expresiones precisas.
Mis más tiernos recuerdos estaban ligados a los Larkin. Yo era el benjamín de mi familia, las arrebañaduras del bote. Todas mis hermanas eran mujeres mayores y se habían casado; mi hermano mayor, Eamon, había emigrado a Estados Unidos y era bombero en Baltimore. Cuando Kilty murió, el hermano mediano, Colm, tenía diecinueve años, ocho más que yo.
Conor y yo aguardamos un rato porque se daban pocos días tan claros como aquél, con una vista tan espléndida. Ballyutogue, que significa «lugar de conflictos», se extendía, majestuoso, en el costado este de Inishowen, veinticinco kilómetros al norte de Derry, en el con dado de Donegal.
Desde donde nos encontrábamos lo abarcábamos todo…, todos los campos que nos robaron y que ahora pertenecían a lord Hubble, conde de Foyle. El panorama era tan luminoso aquel día que podíamos divisarlo en todos sus detalles, por encima de Foyle Lough, hasta el condado de Derry, así como toda la línea de la costa, desde Muff a Moville. Debajo mismo de nosotros, junto al lago, estaba el municipio, y a ambos lados del mismo, la larga, perfectamente proporcionada simetría rectangular de unos lozanos y verdes campos protestantes, cada uno de ellos con una casa de piedra bellamente construida, de dos pisos y tejado de pizarra.
La parte alta del pueblo, donde vivíamos nosotros, los católicos, estaba «en el brezal» con su demente laberinto cuadriculado de paredes de piedra trepando por las salvajes colinas.
Conor se mordía el labio con fuerza para contener las lágrimas.
—¿Crees que todavía está en el purgatorio? —le pregunté.
Él sacudió la cabeza para indicar que no lo sabía, luego escarbó el suelo, cogió una piedra y la tiró ladera abajo. Yo también tiré otra, porque solía imitar todo lo que él hacía.
—Vamos, peque —ordenó, volviéndose y empezando a correr camino arriba hacia los fangales de la montaña. Casi una hora después llegamos allá. El guardián de la turbera nos indicó el sector donde Tomas Larkin y mi propio padre, Fergus O'Neill, estarían cogiendo turba. En aquel punto, el tajo era profundo. Cuatro brigadas de hombres manejaban las sesgadas azadas con la precisión de las máquinas, sacando y cortando ladrillos que levantaban con poleas y amontonaban en forma de casitas para que se secaran. Semanas después, cuando el agua se había secado del todo, habían perdido mucho peso y estaban en condiciones de arder. Los ladrillos de turba, ya secos, los cargaban en una reata de carritos de asnos y los llevaban a un almacén del municipio.
Nuestra gente se quedaba el quince por ciento de la turba en pago del trabajo de arrancarla; el resto iba, o bien a Derry, para hacer funcionar las fábricas de sus señorías, o lo vendían a granjeros protestantes, a tiendas y a hogares. Conor ya trabajaba en los fangales de vez en cuando, y dentro de un año, poco más o menos, yo me uniría a él durante la estación seca, propia para el arranque, en mayo.
A Tomas Larkin no costaba mucho localizarle, pues aventajaba en un cincuenta por ciento la estatura de mi padre, que estaba cavando a su lado. ¡Era un hermoso ejemplar de hombre! Al ver a Conor dejó la azada a un lado y le hizo un ancho ademán de llamada; pero al momento percibió la excitación de su hijo.
—¡El abuelo! —gritaba Conor, corriendo hacia los brazos de su padre.
—Sí —suspiró Tomas Larkin, desde unas terribles profundidades—, sí.