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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (104 page)

BOOK: Trinidad
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Largo Dan estudió a Conor, y se acordó nuevamente de sus propios recelos de que se trataba de un hombre complicado. Cada vez que se proponía designar a Conor como miembro del concejo venía la duda a modificar la decisión. Larkin continuaba escapándosele como hombre y acaso fuera tarde para ver cómo reaccionaba en una situación crítica.

—Un comandante está obligado a informar a sus hombres —le espetó Conor—. ¿Crees que un oficial británico no se lo explicaría a una patrulla?

—Ya te dije una vez, Conor, que no podemos llevar el juego según las normas británicas. Como puedes haber recogido en las conversaciones que hemos sostenido, tenemos cuatro miembros de la Hermandad entre Dungannon y Omagh. Cuatro hombres, fíjate bien. Son el número total, no hay más. Antes de que esta guerra termine, habrás tenido que enviar a la muerte docenas de veces a hombres valiosos, sin que ellos lo sepan… si es que posees dotes de mando…

—Quizá no las posea…

—Quizá no, en verdad —respondió Dan—. Aquí no hay que tomar sino una sola decisión y el resto es retórica inútil… esos rifles importan más que Kelly Malloy, los hombres que Kelly pueda reclutar y Conor Larkin por añadidura.

Conor bajó del tren de pasajeros más que mediada la tarde en Sixmilecross, examinó el paraje y le pareció bien. No llamaba la atención en absoluto y contenía un apartadero ignorado rodeado de árboles, tal como Kelly Malloy había prometido. El camino que cruzaba la vía conducía directamente a las montañas hacia la parte de Ballygawley donde se extendía una colección de cabañas y minas abandonadas.

Conor siguió a pie hacia Carrickmore, preguntando por la granja de Sterling McDade, que al fin encontró.

Hacia el final de la tarde empezaron a llegar carretas, de una en una, procedentes del vivero que Kelly Malloy tenía en Dungannon, y también de Coalisland Pomeroy y Ballygawley. A las siete de la noche estaban todos reunidos. Eran en total, contando a Kelly y Conor, los cuatro «hermanos», seis simpatizantes y seis carretas. Se repartió entre los reunidos toscos planos, señalando el emplazamiento de los escondites. Sterling McDade, el más feo de todos los irlandeses, era el que conocía mejor el terreno, pues había correteado por aquellos montes cincuenta veranos de su vida. A la luz de unas linternas fueron señalando a cada uno misiones concretas y rutas a seguir. Conor calculaba que entre el desatornillar las planchas y otros varios problemas, el transbordo de las armas requería un par de horas. Siempre que el tren llegase al cruce no más tarde de la medianoche, Sterling calculaba que antes de despuntar el día podían quedar escondidas.

Mientras los hombres iban trazando planes, Conor los observaba atentamente. Eran los rostros de Ballyutogue, el cutis grueso, arrugado y correoso de hombres que no necesitaban explicaciones sobre lo que estaban haciendo ni por qué. Eran los Kilty y Tomas Larkin y los Fergus O'Neill de sus respectivos pueblos que habían vivido míseramente bajo la histeria de Orange y la arrogancia británica. Fisonomías angulosas, todas ellas. Eran los irlandeses.

A las ocho y media, cada hombre, por turno, recitó, a entera satisfacción de Conor, el trabajo concreto que tenía que realizar. La esposa de McDade (que formaba un hermoso contraste con el marido) y sus hijas sirvieron unas frituras, un estofado para calentar el estómago y pan de bizcocho.

Mientras los minutos iban transcurriendo, los hombres chupaban la pipa y fijaban la mirada en el fuego. Kelly Malloy salió y regresó a las nueve y media anunciando que el jefe de estación de Omagh había telegrafiado que el «Red Hand Express» especial pasaría a eso de las once. Se calculaba que llegaría a Sixmilecross a las doce y cuarto. Aunque todos la esperaban, la noticia causó profunda sensación. Conor concedió unos minutos para que cada uno de ellos volviese la mirada hacia su propio interior, sin interferencias, y luego fue cuestión de ponerse en danza.

—Bueno, muchachos, un traguito, antes de enfrentarnos con la noche —dijo Sterling McDade.

—Nada de licor —prohibió Conor con voz tajante. Aunque luego se puso a reír—. Conviene que todos tengamos la cabeza despejada. Mañana por la mañana festejaremos la ocasión, dadlo por seguro.

A las diez y cuarto, las carretas empezaron a salir de la granja de McDade en dirección a Sixmilecross, a intervalos de varios minutos. Conor fue el primero en llegar y exploró el terreno. Todo despejado. Cuando llegaba una carreta, la situaban en uno de los lugares disimulados preparados anteriormente, y los hombres se reunían junto a la vía. A las doce menos diez, todo estaba listo. A los caballos les habían puesto morrales; así comían y no hacían ruido.

Medianoche. Conor estudiaba el firmamento, contento de que una capa de nubes cubriera la luna y aumentase la oscuridad. Luego hizo un signo a Sterling McDade, quien encendió una linterna y se alejó por la vía para señalar la llegada del tren.

Las doce y dos minutos. Dos borrachos de la taberna de Beragh que venían por la vía llegaron tambaleantes al cruce y decidieron sentarse y descansar un rato; en seguida echaron mano de su repertorio de canciones.

Conor miraba desesperadamente hacia el lugar donde se había apostado McDade; después se volvió hacia los otros.

—¿Quién los conoce?

—Yo —respondió Adam Sharkey.

—Coge tu carreta, cárgalos y aléjalos de aquí.

—¿Y mi cargamento?

—Tendremos que arreglarnos con una carreta menos.

Cada uno de los restantes cargará cien rifles más y dos o tres cajas de munición. ¿Me habéis entendido?

—Sí —susurraron los otros mientras Sharkey salía del escondite. Después de quitar los morrales a los caballos, subió a la carreta, aflojó el freno, se dirigió hacia el camino y paró delante de los calaveras nocturnos.

—Que tengas buenas noches, Jerry Hayes, y tú también, Rory Gleeson.

—De veras creo que es Adam Sharkey, o un facsímil de su espectro…, ¿y qué haces tú errando por aquí en medio de la noche?

—Yo y mi vieja hemos tenido una agarrada furiosa. Lleva en la cara la sonrisa del ruibarbo del año pasado. ¿No podría llevarte a casa y dormir en tu establo esta noche, Jerry? —preguntó, bajando del carro y ayudándoles a ponerse en pie. Como cada uno echaba en dirección opuesta sin saber lo que hacían, Adam Sharkey los empujaba con fuerza hacia la carreta.

¡Allá abajo la luz de la linterna de McDade hacía señas!

—Arriba, muchachos, hala, subid y dormid un poco…, arriba…

El sonido de cuatro pitidos débiles llegaba a Sixmilecross en el mismo instante en que Adam Sharkey dejaba la carreta de allí, con los ocupantes de la parte trasera rompiendo a cantar:

Ellen O'Connor, Ellen que te vas,

Dime que me quieres, y que pronto volverás,

Los ángeles bondadosos te guiarán, vida mía,

Para guardarte del mal, hasta que vuelvas un día…

—Calma, chicos —susurró Kelly Malloy.

Un momento después la linterna de Sterling McDade se mecía adelante y atrás, adelante y atrás. Ahora se oía perfectamente el ruido del tren, que disminuía la marcha bajo la acción de los frenos. Los ocho del cruce de caminos se pusieron tensos. Cuando el convoy apareció a la vista, después de una ligera curva, Conor ordenó que los hombres fuesen en busca de las carretas. El tren crecía, crecía. Los frenos chirriaban y el convoy gimió hasta quedar casi parado. McDade corría a su lado, movió la aguja del apartadero y el tren entró poco a poco en la vía muerta.

—¡A la tarea! —gritó Conor.

Las carretas avanzaron en línea junto a la vía. Los caballos protestaban de la brusca interrupción de sus divagaciones y del extraño trabajo.

—¡Bajad el nivel del agua! —gritó Conor a los del vagón—. ¡Darren y Carberry, sacadlas del depósito! —decía, repitiéndoles las órdenes—. Kelly, coge las llaves y quitemos esas planchas.

Mientras Kelly Malloy se deslizaba entre las ruedas, bajo el vagón, Conor encendió la linterna y subió a la locomotora para hablar unas palabras con los conductores.

¡Eran caras diferentes!

—¡Huid! —gritó Conor, saltando al suelo—. ¡Emboscada!

En aquel instante estalló el trueno de dos centenares de botas, de los soldados que saltaban de los vagones.

—¡Quedan todos detenidos!

Conor rodó bajo el vagón hasta donde estaba Kelly Malloy. Desde allí divisó el cruce de caminos, por donde venía una segunda fuerza militar, en furgoneta.

—¡Atención! ¡Atención! —gritaba el comandante por un altavoz—. ¡No hay escapatoria posible! ¡Quedan todos detenidos! ¡Dispararemos contra todo el que se mueva!

—¡Madre de Dios!

—¡Emboscada!

—¡Atención! ¡Atención! ¡No resistan! ¡Levanten las manos y reúnanse junto a la locomotora!

Los soldados bajados del tren formaron rápidamente un cordón alrededor del grupo de contrabandistas. Los soldados habían bajado todos del costado izquierdo del tren. Conor dio un codazo a Kelly, se lo señaló y Kelly movió la cabeza afirmativamente. Ambos rodaron por el no vigilado andén derecho, se pusieron en cuclillas y corrieron hasta el extremo del tren, mirando hacia unos matorrales protectores a unos metros de allí.

—¡Allá van dos más!

—¡Alto!

—¡Alto! ¿Me oyen? ¡Alto!

—¡Abran fuego!

Justo en el momento que llegaban al matorral los disparos desgarraron las entrañas de la noche. Kelly Malloy soltó un alarido y cayó de bruces. Conor se dobló… Le invadía una sensación extraña…, las piernas se le descarriaban… y se lanzó de cabeza hacia la espesura…

Shelley se incorporó y soltó un grito; el corazón le galopaba y tenía la cara empapada de sudor. La puerta se abrió de pronto. Blanche Hemming entró precipitadamente, iluminó la habitación y echó los brazos alrededor de su amiga.

—¡Conor! ¡Conor!

—¡Domínate! ¡Ha sido un sueño nada más!

—¡Blanche! ¡Lo he visto! ¡Sangra por todas partes!

—Sssiiittt…, por favor…, por favor…, Shelley…

—Trae a Robin —exclamó Shelley—. Blanche, trae a Robin… Tengo que salir de Belfast… enseguida…

13

Nosotros aguardábamos, medio enloquecidos, alguna noticia del desastre de Sixmilecross. Primero llegó Shelley MacLeod, con su hermano, y yo la acompañé al momento a un domicilio seguro.

Luego nos enteramos.

Kelly Mallow había muerto. Conor Larkin estaba gravemente herido. Sterling McDade y los labradores de las colinas Carberry, Macken, McGovern, Gorman, Gilroy y McAulay estaban en la cárcel de Mountjoy. Al otro lado del mar, Owen O'Sullivan, sus hijos Barry y Bryan, y Dudley Callaghan habían sido internados en Brixton. Parecía que un granjero había escapado sin ser aprehendido. Aquello era el caos y la ruina, una catástrofe irreparable para la Hermandad.

Pero cuando leímos los periódicos un día después no podíamos dar crédito a lo que veíamos. En su obstinado celo, los británicos habían cometido un error tremendo. La oficina de información de la Corona se jactaba de que habían
«APLASTADO UN ORGANIZADO GRUPO DE CONTRABANDISTAS DE ARMAS DE LA HERMANDAD REPUBLICANA IRLANDESA, QUE HABÍA UTILIZADO DURANTE MESES UNA RUTA SECRETA DE ENTRADA».
El reportaje continuaba dando la versión completa de cómo se había utilizado el tren de sir Frederick Weed para la operación aquella.

El Castillo de Dublín se había negado años y años a reconocer que existiera ninguna Hermandad Republicana Irlandesa. Una y otra vez se había declarado que no existía semejante organización, salvo en las mentes de unos pocos fenianos viejos y chochos. Bueno, pues, ¿cómo podía una entidad inexistente entrar armas en Irlanda? Con las prisas por hacer sonar su trompa, los británicos reconocieron que los años de propaganda invariable habían sido dedicados a mentir. Y de pronto, el desastre de Sixmilecross adquirió una dimensión distinta. La audacia del plan pertenecía al tipo de demencias que cautivan los corazones irlandeses y fue acogida con un humor que nosotros entendíamos y los británicos no comprenderían nunca. Todo el país estalló en una gran carcajada. Los del Castillo de Dublín reconocieron demasiado tarde lo que habían hecho y se sonrojaron humillados. Al confesar nuestra existencia, nos habían dado una fama que no habríamos logrado por nosotros mismos.

De modo que el perro irlandés se negaba a permanecer quieto y la Hermandad vivía. Mientras la incertidumbre sustituía a la arrogancia (y el oficial de información era sustituido también) la noticia de nuestro resurgimiento llegaba a todos los ámbitos del país. El Castillo de Dublín se convirtió en el gran reclutador de adeptos para nosotros al mismo tiempo que Sixmilecross pasaba de ser una derrota a constituirse en una muy rara variedad de victoria. Habíamos perdido las armas, pero habíamos ganado la atención del país y, acaso, millares de hombres decididos.

Robert Emmet McAloon, arrugado viejo brujo de las leyes, había sido amigo íntimo de Desmond Fitzpatrick y heredado la plena responsabilidad de las cuestiones republicanas después de la defunción de este último. Emmet saltó a la brecha, pero fue a topar contra una muralla de piedra.

El gobernador de la cárcel de Mountjoy le advirtió que tenía la orden de mantener aislados a los prisioneros de Sixmilecross y no permitirles recibir visitas, ni siquiera la de sus abogados. El paradero de Conor Larkin se mantenía en secreto. Lo único que se sabía era que continuaba vivo, y todo lo que podíamos comunicarle era que Shelley se encontraba bien y había salido de Belfast.

Robert Emmet McAloon era un táctico de raro talento y había luchado demasiado tiempo en la resaca de una ley antiirlandesa para desalentarse. Durante tres semanas sus peticiones al tribunal cayeron en oídos sordos. Al insistir todavía más, vino la comunicación de los Cuatro Tribunales (hogar de la justicia británica en Irlanda) de que el habeas corpus había sido suspendido en este caso. El tribunal citaba algunas leyes coercitivas (cuyo número total sobrepasaba el centenar) dictadas contra los irlandeses durante el siglo XIX.

Entonces Robert Emmet McAloon empleó una táctica distinta. Los británicos estaban furiosos todavía por el incidente y querían recobrar la dignidad. Algunos miembros del concejo de la Hermandad ocupaban, asimismo, cargos importantes en el partido Sinn Fein, legalmente aceptado, y se trazaron planes para utilizar el Sinn Fein como fachada para soltar una plétora de oradores que redoblaran los tambores, hicieran hervir el puchero, recogieran fondos, atrajeran la atención, la indignación y la simpatía de todo el país en favor de los hombres de Sixmilecross. Como oradora callejera, Atty Fitzpatrick no tenía rival, y estaba templada y preparada.

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