Levanté la vista para ver entrar a Conor, barbudo, cojeando y demacrado. Conor nos dedicó un atisbo de sonrisa. Por la expresión de los ojos de Atty comprendí al instante que todo el amor que aquella mujer pudiera sentir volaba hacia él. Atty me cogió la mano, sintiendo la necesidad de estar en contacto con alguien; la suya estaba húmeda y temblorosa. A Conor lo separaron de los otros, y lo ataron a unas gruesas anillas de la pared como si hubiese fuera una muchedumbre preparada para irrumpir en la sala y libertarle. Por lo contenido de los movimientos a su alrededor y la extraña mirada que le dirigía sir Lucian Bolt, se advertía claramente que los británicos respetaban la energía de aquel hombre que no quería arrepentirse.
La sala de piedra, los presos encadenados y la abundancia de soldados hacían que aquello más bien pareciese un cuadro de la era posterior a la Revolución, en Francia, que un juzgado británico. No faltaba sino la chusma en la galería y la guillotina en el exterior.
—¡Levántense todos!
Sir Arnold Scowcroft, con un ropaje adecuado hasta para la coronación de un rey, entró apresuradamente acompañado de su séquito y se sentó detrás de la mesa de enfrente. La vista se resolvió en cuestión de minutos. Se leyó las acusaciones…, unos quince cargos; desde robar bienes del Gobierno, transportarlos ilegalmente y pertenecer a una organización ilegal hasta el incurrir en falta contra varios artículos de diversas leyes penales. Según lo pactado de antemano, Robert Emmet McAloon aceptó las acusaciones con respecto a dos cargos y el fiscal se avino a que los acusados fuesen juzgados según las normas pertinentes. Los otros trece cargos fueron retirados. Los presos serían trasladados a un penal ignorado donde serían sentenciados en fecha posterior, y les hicieron desfilar fuera de la sala.
—Su Señoría, tenemos que resolver el caso aparte del acusado Larkin —dijo sir Lucian.
—Traigan al preso al banquillo de los acusados —ordenó el juez. Pero enseguida se puso a reír—. Veo que no tenemos banquillo. Bien, tráiganlo delante del tribunal.
Conor fue desatado y esposado con las manos delante. Hasta cargado de cadenas imponía, y todavía más por su aire retador. Yo temblaba de miedo.
—Señor McAloon, ¿debo entender que el preso no ha querido abogado defensor?
—Tal es la situación, Señoría.
Scowcroft estudió a Conor con el desprecio que sólo un lord inglés podía dedicar a un croppie.
—Lea los cargos.
Las acusaciones fueron cayendo sobre Conor, estructurando un delito de traición de la peor especie. Después de mirarle unos momentos más, el juez continuó con acento amenazador en su murmullo de voz:
—Usted se da cuenta, ¿verdad?, de las consecuencias de continuar esta charada sin abogado defensor.
Conor paseó una mirada lenta por la sala.
—Me doy cuenta, efectivamente, de que se está procediendo a una charada —dijo.
La sala se hundió de pronto en un silencio sepulcral
—¿Qué alegato presenta? —preguntó finalmente el juez.
Conor permaneció callado.
—Anote que alega no ser culpable —indicó Scowcroft.
—Yo no alego tal cosa —dijo Conor.
—¿Le gustaría quizá explicárselo bien al tribunal?
—Sí —respondió Conor—. Yo no reconozco la existencia y mucho menos la legalidad de este tribunal.
Bobby nos miró, desconcertado, pero muy interesado. Después de meditar un momento, Arnold Scowcroft quedó perfectamente sosegado. Por lo visto, se decía que después de tanto viajar para llegar a aquel escondido lugar y habiendo despachado tan prestamente los otros asuntos, podía divertirse un rato. Se arrellanó, pues, en el asiento, movió la cabeza e incitó a Conor a puntualizar la cuestión.
—Al tribunal le interesa informarse de cómo ha llegado el detenido Larkin a esta conclusión.
—Este tribunal es ilegal —respondió Conor.
—¿Y en qué funda esta asunción el preso?
—En el código civil inglés.
Miren, se lo digo, si hubiesen escuchado con suficiente atención, habrían oído ustedes a Charles Stewart Parnell y a Daniel O'Connell revolviéndose en sus tumbas.
—Llévenselo —dijo Scowcroft, con un ademán. ¡Bobby se había puesto en pie!
—El preso tiene derecho a hablar en su propia defensa —dijo, citando una de las piedras angulares de la justicia británica—. A menos, por supuesto, que el tribunal se contente con que figure en autos que se le obligó a guardar silencio.
Sir Lucian Bolt vino en socorro del juez.
—La Corona no tiene nada que objetar.
—Estoy dispuesto a permitir al preso Larkin que hable —dijo el juez—, pero le advierto de antemano que esto es un tribunal de justicia y que sus argumentos deberán circunscribirse al caso que nos ocupa, exclusivamente. Puede continuar, Larkin.
Conor se acercó unos pasos a la mesa, siempre mirando, ora a sir Lucian Bolt, ora a sir Arnold Scowcroft.
—Hay centenares de casos en la ley civil inglesa en los que un vecino poderoso ha utilizado la fuerza, bajo una u otra forma, para imponer su voluntad a un vecino más débil, y los tribunales ingleses han considerado siempre ilegal semejante empleo de la fuerza como método. Aunque no disponga de una biblioteca jurídica adecuada para apoyar mis argumentos, intentaré, no obstante, citar una docena, aproximadamente, de casos sobresalientes que estoy seguro usted conoce muy bien.
Conor se extendió en la más estupenda y extemporánea disertación que hubiéramos escuchado jamás ninguno de los allí presentes. Al principio nadie podía creer que semejante oratoria saliera de labios de un hombre vestido de andrajos y cargado de cadenas; luego todos quedamos arrobados. Citó casos, conocidos por todos los abogados, de querellas en las que se declaró ilegal el empleo de la fuerza entre vecinos en situaciones conflictivas en ciudades, entre labradores, entre grandes terratenientes, entre municipios, entre condados y entre provincias británicas de la isla madre: Gales contra Inglaterra; Escocia contra Inglaterra. A continuación recitó otra docena de decisiones, generalmente tomadas por tribunales coloniales en resolución de disputas entre tribus guerreras y clanes o provincias de una misma colonia. La última serie de citas que hizo se refería a querellas internacionales en las que los británicos habían actuado de árbitros y, de conformidad con la ley civil inglesa, declararon que el empleo de la fuerza por parte de un vecino más fuerte contra otro más débil no daba base legal para resolver una querella.
—Lo que ustedes dicen por boca de la ley civil inglesa —prosiguió Conor— es que están deseosos de vivir con sus vecinos en un país y un mundo en el que no se admita la fuerza para la resolución de querellas, porque la fuerza por sí misma no constituye un derecho. Como sabemos, según todas las definiciones, Irlanda es la vecina de Inglaterra.
La sala había quedado estupefacta. Lo que yo creo tenía atónitos a sir Lucian Bolt, sir Arnold Scowcroft y los otros británicos que escuchaban las palabra de Conor era que una teoría tan profunda emanase de un representante de una raza a la que creían, sinceramente, inferior. Tuve la sensación de que aquellos hombres de leyes se daban cuenta de que no estaban escuchando una perorata ociosa, destinada a morir en aquella sala, sino una declaración que harían suya todos los pueblos ocupados del mundo que anhelaban su libertad. Si la ley civil inglesa era una prolongación de la ley suprema de Dios, les sería verdaderamente difícil explicar la formación de su imperio.
—Si Inglaterra hubiese dicho: «Nos apoderaremos da Irlanda porque somos más fuertes y queremos explotarla», quizá se comprendería mejor su presencia aquí. No obstante, los ingleses realizaron esfuerzos ingentes para sentar una base legal para su entrada en Irlanda. Evidentemente, querían decir a las generaciones futuras: «Este es el motivo de que viniéramos aquí.» ¿Qué le sirvió de instrumento a la legalidad inglesa para la invasión de Irlanda? Fue una bula papal publicada el año 1154 concediéndoles mi país a ustedes. ¿Quién les dio Irlanda a ustedes? El documento lo otorgó un papa inglés a requerimiento de un rey inglés… que se proponía acumular reinos para sus hijos… Ustedes desempolvan este documento y, en este año de 1908, dicen: «He ahí nuestro derecho sobre Irlanda.» ¿Era legal siquiera entonces? ¿Era el Papa dueño de Irlanda? ¿Acaso la invasión armada no destruía la legalidad de la bula papal, según la ley civil inglesa?
—Su Señoría —interrumpió sir Lucian, poniéndose en pie—, no veo por qué el tribunal se ha de someter a lo que ha degenerado en una diatriba feniana.
—No veo que nada de lo dicho por el prisionero se salga de las pautas establecidas por el tribunal —atajó McAloon.
Scowcroft repiqueteó en la mesa con los dedos. La cuestión había llegado al punto en que temía tener que emitir juicio sobre la tesis de Larkin, y él era un jurista muy preciado de sí mismo.
—Deseo escuchar el resto de lo que Larkin tenga que decir.
Conor inspiró profundamente y dio un paso más hacia el juez, señalándolo con el dedo.
—Dando por sentado que la presencia de Inglaterra en Irlanda se obtuvo fundada en una base legal falsa, las acciones subsiguientes, de carácter cuasilegal, carecen en verdad de fundamento. También ahora, sin el auxilio de una biblioteca jurídica, podría citar unos cuatrocientos ejemplos de leyes promulgadas contra el pueblo irlandés para incrementar, incitar y extender la presencia británica en las que había el propósito deliberado de destruir una antigua civilización mediante leyes contrarias a todo concepto de Dios y de democracia, leyes que desmienten las declaraciones públicas de ustedes de traer la civilización a los irlandeses salvajes.
Conor se interrumpió, deglutió varias veces para eliminar la sequedad de la boca y tosió un poquito.
—Se promulgaron leyes —gritó luego— para destruir el concepto celta de catolicismo, que era la luz y la flor de la civilización occidental en una época en que Inglaterra y el continente europeo se revolvían en la Edad Media. Cuando el intento de imponernos la Reforma fracasó, ustedes dictaron leyes y sobornaron vergonzosamente a los obispos irlandeses para que sustituyeran el catolicismo celta por el anglocatolicismo, completamente ajeno al carácter irlandés. Igualmente y en la misma medida se dictaron leyes para erradicar nuestro idioma, nuestro avanzado sistema de gobierno democrático, nuestra economía, nuestras costumbres, nuestra herencia. La base legal que han buscado para justificarse ha consistido en convencerse a ustedes mismos de que somos una raza inferior incapacitada para compartir una vida justa ni siquiera en nuestro propio país y de que si queremos seguir viviendo en él hemos de volvernos ingleses. Ustedes han tratado de convencer al mundo y a su propio pueblo de que somos inferiores y de que esto les da licencia para tratarnos como animales. No, a los animales se les da de comer, sólo a los irlandeses se les mata de hambre en la misma Irlanda. Mediante el precedente de establecer a los irlandeses como salvajes y la misión de redimirlos de ellos mismos han seguido luego levantando un imperio en el que están salvando igualmente salvajes negros, amarillos y aceitunados, rescatándolos de sí mismos.
Ahora iba y venía con las cadenas sonando, pero nadie se sentía con ánimo para detenerle.
—Esos decenios —continuó él— generaciones y siglos de cómica perversión de la justicia y de Dios, esas leyes coercitivas en beneficio propio, esas leyes al minuto que se promulgan en un tris, al primer aviso, según las necesidades del momento, esas uniones de farsa impuestas sobre pueblos que no las querían se han llevado a cabo siempre con un desprecio total por el salvaje. Ningún inglés pide nunca opinión al salvaje sobre cómo le gustaría ser gobernado, porque por lo visto ése es un derecho otorgado por Dios a la excelente, adelantada cultura occidental de ustedes y a su Parlamento, padre de parlamentos.
»Los hombres que componen su gobierno en estos momentos son los mismos que se sentaban en el último banco del Parlamento hace unos años, expresando públicamente el horror y la aversión que les causaba el trato que los británicos daban a los boers. Pero ahora esos excelentes caballeros han subido al poder, y su compasión y su honradez han desaparecido de un modo extraño, como han desaparecido siempre cuando se ha tratado de los irlandeses.
—¿Debe continuar esta arenga? —gritó sir Lucian.
—¡Sí! —replicó McAloon—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
—Yo estoy aquí, en un mundo lleno de voces coléricas que suben de tono y no quieren seguir tolerando que sus vidas sean juguete de los perversos caprichos de hombres codiciosos. Este siglo XX no terminará sin haberles visto a ustedes recogiendo sus bártulos, expulsados a redoble de tambor, con desprecio, de todos los rincones del mundo. Ustedes son un puñado de hipócritas malditos que se presentan ante el mundo como los sucesores de las democracias antiguas, con las manos empapadas de sangre y albergando esta burla en su Parlamento. ¡Lo único que realmente buscan ustedes es el dinero!
—¡Silencio! —estalló Scowcroft, con las mejillas color carmesí, saliendo de su trance hipnótico.
Conor echó la cabeza atrás y soltó una carcajada mientras los guardias le rodeaban.
—Pero, Señoría —rugió—, hasta el irlandés más bajo tiene derecho a pronunciar su discurso de defensa.
—¡Hagan callar al preso!
—¿Qué temen? Nadie me oirá. Se han asegurado bien de que no puedan oírme.
Mientras los guardias cogían a Conor, el mayor Westcott hacía una reverencia al juez.
—¿Desea Su Señoría que el preso sea amordazado?
—¡Sí, háganlo! —gritó Conor—. Acabemos con la pamplina de que obtendré justicia de la misma gente encantadora que promulgó las leyes penales.
Sir Arnold reflexionó sobre su propia actitud, se dominó y despidió al mayor Westcott con un ademán.
—Este tribunal ha sido excesivamente generoso. No hace falta que el detenido comparezca de nuevo.