—Hemos seguido obedientemente al antiguo orden y en premio a nuestros esfuerzos se nos ha llevado por la senda de la cobardía. Los sencillos cristianos del Ulster, cuyas vidas son las mayormente afectadas por esta situación, se disponen ahora a tomar las decisiones que les afecten y que afecten al futuro de su provincia. Este es un partido del pueblo. La era de vivir subyugados a la antigua clase gobernante ha terminado. —Después de lo cual disparó la consigna del partido—: NUESTRO ÚNICO DELITO ES LA LEALTAD.
Ahí estaba desplegado el gran plan: la Iglesia Presbiteriana Universal de Oliver Cromwell MacIvor, los Caballeros de Cristo de Oliver Cromwell MacIvor, y el partido lealista de Oliver Cromwell MacIvor, o sea, Padre, Hijo y Espíritu Santo…, de una Trinidad nada santa.
El 1907 nació con ánimo inquieto. En el campo había habido grandes reformas, gracias a las cuales vino un período de relativo bienestar. Ahora el foco de la pobreza se hallaba, indiscutiblemente, en las ciudades. En ellas imperaba la miseria negra. En Dublín, por ejemplo, la mitad de la población vivía en moradas de una habitación por familia. Y en la mitad de estos casos, la familia se componía de seis personas; o sea, seis personas por habitación. La degradación del ser humano progresaba a marchas forzadas, y no se veía en el horizonte inversiones británicas en instalaciones industriales que paliaran aquella pobreza, salvo en los condados leales de Antrim y Down.
A medida que la gente iba prestando oído al movimiento laborista y que sus doctrinas calaban en las mentes, la clase obrera protestante del Ulster examinaba su propia situación y hallaba que tampoco era tan excelente. El obrero protestante empezaba a pensar que le habían utilizado como instrumento. Era una situación que sólo se podía corregir mediante la unidad con la clase obrera católica.
Hubo huelgas, y por primera vez en la sórdida historia de Belfast, se entabló un diálogo entre los obreros católicos y los protestantes.
La clase dominante, unionista y orangista, contraatacó con furia. Oliver Cromwell MacIvor, que no tenía verdadero programa propio, como no fuese el del buitre que se alimenta de carroñas, superó a todos en la batalla por mantener divididas a las dos clases obreras. Una vez más resultó acertada la predicción de Roger Hubble de que el predicador seguiría trabajando, aun sin querer, en beneficio de ellos.
A pesar de la inquietud universal y de los problemas laborales, siempre en aumento, sir Frederick Weed continuó atendiendo el negocio de mostrarse humanitario y bienhechor a su manera. Su proyecto más reciente era el de regalar a la provincia un Museo de Ferrocarriles y Marina del Ulster, que se erigiría cerca del estadio Boilermakers.
Después de la gira, Conor Larkin fue asignado a este proyecto, con la misión de reparar locomotoras que habían reunido para figurar en la exposición permanente. Entretanto, el «Red Hand Express» había hecho dos viajes más a Inglaterra, para llevar a lord Roger a la Cámara de los Lores y traerlo de nuevo y para una prolongada correría comercial de sir Frederick. En ambas ocasiones, O'Hurley metió el convoy en la fundición de O'Sullivan para recoger un cargamento de armas.
Dado que la entrada de armas marchaba sin contratiempo, Conor empezó a considerar la posibilidad de aumentar la cantidad de las traídas en cada viaje añadiendo depósitos suplementarios en los vagones y la locomotora, así como en el mismo ténder. Había un gran número de ingeniosas posibilidades: instalando paneles deslizantes y falsos suelos, y hasta quizá se pudieran sujetar cajas a la parte inferior de los vagones.
Cuando salió el último modelo de «Red Hand» de manos de los diseñadores y estuvo a punto de ser fabricado, Conor perfiló sus propios proyectos y pudo abordar a Duffy O'Hurley para exponerle sus ideas, sosteniendo la conversación en el mismo taller donde estaban construyendo la locomotora y el ténder.
Había sido un invierno largo, desolador y solitario sin un atisbo siquiera de Shelley MacLeod. Más de una noche había rogado que Dan Sweeney le enviara lejos de Belfast, aunque sabía que era imposible mientras los Talleres Weed sirvieran de tapadera para la entrada de armas. Anhelaba que llegase el día en que Dan Sweeney le ordenara formar y conjuntar unas pequeñas unidades de la Hermandad, porque así podría al menos trabajar y relacionarse con otros hombres que pensaran y hablasen de lo mismo que él.
—Demasiado pronto para empezar a formar unidades —decía Dan—, demasiado pronto. La paciencia es el elíxir de la revolución.
Conor perdió la afición al teatro y a todas aquellas cosas que tiempo atrás entretenían una curiosidad insaciable. En una ocasión hizo un viaje a Dublín con el solo objeto de visitar a Atty Fitzpatrick, pero no le sirvió de nada, porque Shelley MacLeod no quiso dejarlo libre.
Al principio le gustaba recordar que en primavera volvería a practicar el rugby. Se hallaría al aire libre, cultivando la relación con antiguos compañeros, desahogando parte de las frustraciones acumuladas en su ser. Pero cuando pisó el terreno de juego, la realidad de los treinta magulladores partidos que le esperaban se impuso a todas las fantasías. Tenía ya treinta y cuatro años. Hacia el final de la temporada pasada le costaba unos segundos más que de costumbre levantarse del suelo después de un choque violento con un adversario y medio día más para que su cuerpo perdiera el envaramiento subsiguiente a un partido. El año pasado tuvo el aliciente de esperar a Shelley, una estrecha camaradería con Robin y el placer puro que le proporcionaba el exuberante Jeremy Hubble. Este año no le que daba nada de todo esto.
Jeremy escribía todas las semanas a Conor; era una correspondencia saturada de entusiasmo del adolescente que se convierte en un hombre joven. En sus primeros semestres en el Trinity College había logrado sacar buenas notas, y decía que había ganado unos seis kilogramos de peso y habría de estar en la misma cumbre del equipo del colegio. Aspiraba a jugar en el equipo nacional, como había jugado su abuelo; pero ¡ay!, no había ni que pensar en otra gira con los Boilermakers.
Conor y Robin se saludaban con un movimiento de cabeza cuando se encontraban por los talleres, pero no habían intercambiado ni una sola palabra. El primer día de entrenamiento de la primavera, fue Robin quien buscó a Conor.
—Me parece conveniente que hablemos unas palabras —dijo. Y se fueron detrás de las tribunas, fuera de la vista de los demás—. Ya sé que es embarazoso como el demonio para los dos —empezó Robin—, pero durante medio año habremos de estar en contacto continuamente. Será mejor para ambos y para el equipo si nuestra relación discurre por buenos caminos.
—Lo mismo pienso yo también —respondió Conor.
—Estupendo. Ya pensaba que lo comprenderías.
—¿Cómo están Lucy y Matt, y tu padre y Nell?
—Inmejorablemente, amigo. Matt crece como las calabaceras, y te echa muchísimo de menos. Si quieres saberlo, yo también te echo en falta.
—No sé qué os habrá contado Shelley, pero ninguno de nuestros problemas tuvo nada que ver con la familia, Robin.
Robin movió pausadamente la rizosa cabeza.
—No ha dicho ni una palabra sobre esta cuestión, ni casi tampoco sobre ninguna otra.
—¿Cómo está? —susurro Conor.
—Destrozada, amigo.
—¿Ha vuelto a reanudar la amistad con Kimberley?
Robin movió la cabeza en signo negativo.
—Jesús bendito, yo no sé qué os pasó, pero por lo que se ve, os está matando a los dos.
—Ciertamente, la cosa no marchaba bien. Habría sido una tontería querer esforzarse.
—¿Tiene algo que ver con…? —Robin se interrumpió en seco—. No importa; no es asunto mío. Mira, Conor, no quiero que lo tomes como cosa personal, pero dadas las circunstancias, he hablado con Derecho y le he dicho que creía mejor este año no nos pusiera juntos.
—Lo comprendo muy bien —respondió Conor.
—Bien, subamos a recibir la solemne bienvenida.
La primera reunión del equipo se celebraba siempre en el saloncito particular de sir Frederick, en la terraza de las tribunas. Entre trofeos de glorias pasadas, verdadera mina de oro y plata, la disertación anual discurría densa y campechana. Después de presentar a los posibles futuros jugadores, a los que se tomaba las medidas con el sano deseo de hundirles el cráneo, se narraba sin un sonrojo siquiera la historia personalizada del equipo y la visión de un solo hombre con respecto al mismo. A continuación el entrenador decía sin ambages que tenían el camino expedito hacia el título de campeones, y su ayudante decía que los juveniles estaban mejor que nunca. Parecía que los tres irlandeses de adopción, Weed, Crawford y O'Brien habían acaparado el mercado de lisonjas. Guardando lo mejor para el final, sir Frederick presentaba el cebo de una gira por Australia que estaban negociando… si el equipo resultaba victorioso.
Cuando se fueron al salón de los jugadores, Duffy O'Hurley estaba en su puesto acostumbrado, delante de una espita de cerveza Guinness. Conor no le veía desde hacía varias semanas, durante las cuales había perfilado los planes para incrementar la traída de armas.
—¡Ah, el equipo parece en toda forma este año, preparado y ansioso por lanzarse al ataque! —ensalzó Duffy—. Fíjate bien, Doxie me ha dicho que vamos a ser campeones, y yo estoy completamente de acuerdo. No perderemos los partidos de temporada como nos ocurrió el año pasado.
—No, no los perderemos —aseveró Conor—. Seremos duros.
—Y me han dicho que se habla de ir a Australia. Por Dios que ya me veo abriendo las válvulas en aquellas grandes extensiones.
—Pero sin que yo monte, confío. Oye, Duffy, muchacho; ha pasado muchísimo tiempo entre copa y copa.
—Estuve ocupado, gastando las ruedas del tren. En un mes no he pasado más de una noche seguida en Belfast.
—¿Qué te parece si comiéramos juntos y esta noche bebiéramos unas rondas? —preguntó Conor.
—Muy bien, muchacho, muy bien. Es una gran idea.
Duffy O'Hurley se hospedaba muy a placer en el hotel Balmoral de la arteria Lisburn Road, en un barrio al que se le solía conceder la benévola calificación de mixto. Como hombre cuya talla salvaba fronteras de secta, Duffy se recreaba en su propia imagen. Se hallaba a un corto paseo nada más de los hogares de su hermana y su cuñado Calhoun, y de su amigo íntimo Doxie O'Brien.
Conor se alarmó apenas Duffy le dio entrada en su apartamento. El talludo maquinista llevaba los ojos de medianoche, a pesar de que sólo eran las siete de la tarde. La botella de encima de la mesa estaba medio vacía de tanto suministrar coraje, mercancía que, según se veía claramente por su nerviosismo, el pobre de Duffy tenia que adquirir a cada momento.
—Quería hablar contigo; pero, como sabes Frederick no me ha dejado un momento de reposo. Está en contacto permanente con el Castillo por esas huelgas laborales.
—¿Qué tienes en la cabeza, Duffy?
—En primer lugar, que ningún elemento de la Hermandad se enfurezca conmigo. Hice todo lo que me pedisteis. Calhoun y yo hemos discutido el caso. Teniendo en cuenta que nos entregarán un tren nuevo y que se acerca una nueva gira, queremos salirnos. Con un año de este tormento, basta.
—¿Ha salido mal algo?
—No es nada en particular; sencillamente, estoy harto.
—Es un mal momento para dejarlo. El plan funciona a la perfección, y todavía tenemos montones de armas que traer.
—Al paso que vamos, tardaremos diez años en traerlas todas, y entretanto algo habrá, antes o después, que mande al diablo la combinación.
—¿Necesitas más dinero? —preguntó dulcemente Conor.
—En verdad que no. Todo lo que hago con él es gastarlo en bebida o en el juego. Se trata de esa cochina tensión. Me paso la mitad de los días, y también de las noches, imaginando excusas para llevar el tren allá, o para traerlo acá… A veces, cuando pienso que iré de vacío, me cargan unos cuantos criados, o algunos jefes de segunda fila. Y esa porquería de entrar en la fundición de Owen cada vez que vamos a Liverpool me destroza los nervios. Luego, a veces me paso dos semanas corriendo por Irlanda con los malditos fusiles en el ténder. Esto arruina mi salud, Conor.
—Tienes que resistir una temporada más —dijo llanamente Conor—. He trazado unos planes para aumentar la capacidad de cada viaje hasta un millar de rifles, poco más o menos.
—¡Oh, basura! —gimió O'Hurley—. Ya se me había ocurrido la cochina idea de que ibas a cortar a rebanadas todos mis vagones. Se me ha ocurrido como visión milagrosa apenas he oído decir que sir Frederick encargaba el diseño de un vagón particular nuevo. Le he dicho a Calhoun, y éstas han sido mis mismas palabras: «Cuando Conor se entere querrá convertir el tren en un arsenal rodante.» Amigo, quiero estar fuera del complot antes de que la nueva locomotora pise las vías. Si tenías la idea de preparar los vagones dentro de los talleres, olvídala. Esta vez nos costaría el pellejo, tenlo por seguro.
Duffy atacaba la botella con furia. Conor evaluaba a un hombre sujeto a una crisis de nervios. Sería inútil querer apretarle los tornillos ahora. En el estado de ánimo en que se encontraba, y con su temperamento, podía dar un traspié serio, o acabar de emborracharse y revelarlo todo.
Conor se sirvió una ración corta de bebida, observando al maquinista, que luchaba por dominar la agitación del sublevado pecho y luego se limpiaba las gotas de sudor.
Conor apuró el vaso y se levantó.
—Tengo que hablar de este asunto con algunas personas —dijo.
—Eh, por amor de Dios, no se os ocurra creerme capaz de hacer nada contra la Hermandad. En cuanto las cajas aquellas estén fuera del ténder, mis labios quedarán sellados; debes decírselo así.
—Cálmate, hombre, cálmate.
Duffy se tragó el nudo de la garganta y se dejó caer en un sillón, ahora que había pasado ya por la ordalía de expresar lo que tenía en el pensamiento.
—Quiero saber una cosa, bien clara, y nada de tonterías —advirtió Conor.
Duffy levantó unos ojos que volvían a estar inundados de espanto.
—¿Hay alguna otra persona, aparte de Calhoun Hanly y tú, enterada del asunto?
En este instante, Duffy se delató, con un titubeo bastante revelador. Sus ojos se apartaron presurosos de Conor. Luego el hombre comprendió que le convenía dominarse.
—No —respondió con demasiada presteza.
—Me refiero a todas las personas posibles, incluida tu hermana.
—¿Por qué imaginas que puede saberlo?