La casa de Doxie O'Brien, grande y confortable estaba enclavada cerca de la Quenn's University y del Jardín Botánico, en un hermoso sector de Belfast donde se recibió gustosamente a los católicos opulentos. La proximidad a la universidad insuflaba aires de liberalismo y de alejamiento del sectarismo típico del resto de Belfast. Los profesores, abogados y médicos católicos que, con Doxie O'Brien, vivían allí se daban cuenta y se enorgullecían de esta diferencia, de su carácter de personas selectas.
Duffy O'Hurley, íntimo amigo de Doxie, vivía unas manzanas más allá, como también los Hanly. Era un hermoso lugar donde criar a los hijos.
Un mes después de la revuelta del astillero, Conor pudo levantarse, todavía con el cuerpo rígido y las costillas protegidas con esparadrapos. Su colección de heridas quedaba reducida a límites tolerables.
Doxie se hinchaba de satisfacción y vanagloria mientras enseñaba la casa a Conor y le presentaba su interminable lista de hijos, uno de los cuales (una niña) llevaba el nombre de la reina, y otro, el de Frederick Weed. Fueron a sentarse en el rincón de las glorias de Doxie, una guarida recubierta de fotografías. Doxie abrió la botella de whisky. Lo mismo que se vanagloriaba de su casa, sus muebles y sus bien vestidos hijos, se enorgullecía también de la calidad de su licor: «Bushmills», etiqueta negra.
—¿Qué pasa, Doxie?
—Como sabes, aunque el astillero está cerrado, sir Frederick ha continuado pagando el salario a los muchachos del club, la mayoría de los cuales trabajaban discretamente en Rathweed Hall.
—Así me lo habían contado.
—Confidencialmente, nos ha informado, a Derek y a mí, de que este año piensa salir de gira, como siempre. Sería una lástima cancelarla. Yo creo que podemos aspirar al campeonato. Bueno, sea como fuere, me he tomado la libertad de consultar al médico, y éste opina que dentro de unas seis semanas volverás a estar en condiciones de jugar.
Conor no dijo nada. Doxie había sido un buen jugador y un entrenador bastante decente; pero no poseía el arte de disimular sus propósitos. El hombre paladeó el «Bushmills» y se puso a deambular por la habitación, vivamente preocupado.
—Como ya sabes, probablemente, ninguno de los muchachos católicos ha vuelto a los entrenamientos.
De modo que ahí estaba la cuestión. Conor se preguntó por qué Frederick Weed había elegido a Doxie como emisario, estando, como estaba, en buena relación con él. El único motivo posible lo daba el caso de los jugadores católicos, y la verdad era que mejor habrían podido discutir el caso sir Frederick y él que ahora él y Doxie. A Conor se le ocurrió pensar una vez más lo que ya sabía, o sea que los británicos todavía no habían aprendido nada sobre los irlandeses, después de siglos de tratar con ellos.
—No hay que maravillarse de que no volvieran —comentó—. Tenían muchas probabilidades de terminar como terminé yo.
—Este es el caso, seguramente —convino Doxie—. De todas formas, yo he hablado con ellos, uno por uno, separadamente. Ya sabes, como todos somos de la misma fe… Bueno, sir Frederick me ha encomendado la misión de volver a reunir toda la familia, por así decirlo. Ha concedido una gran prioridad a la cuestión, que también significa muchísimo para mí, personalmente. Además, hay que tener en cuenta la gira por Australia.
El silencio de Conor le irritaba.
—Bien, he ahí el caso, Conor. Si tú convocases una reunión de los muchachos católicos y les dieras la consigna, volverían a entrenarse. Sir Frederick me ha encargado que te diga que te necesitamos en el club, aunque no puedas jugar.
—Ya le responderé —dijo Conor, levantándose para marcharse.
—¡Vaya una manera de portarse! —estalló Doxie, con un dejo de desesperación. Necesitaba una respuesta—. Le debes cierta fidelidad a sir Frederick.
—¿Por qué?
—¿Por qué, hombre de Dios? ¿No ha encerrado en el calabozo a Vessey Bain y a Hooker? ¿Y qué me dices de haber disfrutado la hermana de Robin y tú de dos semanas de vacaciones en la bahía de Bantry? ¿No te presentaron excusas toda la familia, incluidos Jeremy y lady Caroline en persona? ¿Dónde está tu cochina fidelidad, hombre?
—Después de haberme regalado lo mío a mí, al día siguiente volvieron y asesinaron a Nappy Flynn. Lo destrozaron a golpes de tal modo que su mujer y los ocho hijos ni siquiera lo reconocían. Y Dick Talbot, después de veinte años en el astillero, se pasará el resto de la vida en una silla de ruedas. ¡Y sin una cochina libra de subsidio!
—Sir Frederick no puede comprometerse a sostener a todas las condenadas viudas ni a todos los imposibilitados de Belfast. Sería un precedente peligroso. El hombre ha de cuidar de sí mismo, ni más ni menos.
—Sí, claro, es bueno con sus monos favoritos, pero no te creas que encerraron a Hooker y Bain en la cárcel por mí. En cuanto a Larkin y Weed, el saldo está nivelado. Valor entregado, valor recibido; de modo que ahórrate esa historia de la fidelidad.
Doxie se retorcía las manos. No podía decirle a Conor que necesitaba imperiosamente la gira por Australia. Weed y Crawford habían prometido nombrarle entrenador y gerente del nuevo equipo de Sidney. Tenía que llevarles nuevamente los muchachos católicos.
—Tú lo entiendes mal, Conor. Es la agitación de los radicales y los anarquistas lo que enloquece a los protestantes y los subleva. Weed ha levantado ese astillero con sus propias manos.
—Sin duda, Doxie. Y es conveniente que algunos católicos, como usted mismo, lo comprendan tan bien.
Doxie se puso color carmesí; luego empezó a resoplar.
—Puedes censurarme por mi lealtad. Yo era un mick del otro lado, con un pie en el arroyo y el otro en la sepultura cuando Derek me recogió. Tienes muchísima razón; soy leal y pienso que ha llegado la hora de que los otros católicos del equipo a quienes el amo trata con tanta decencia le otorguen a él la misma consideración. Me ha dicho, personalmente, que quiere este campeonato como no ha querido nada en su vida. En nuestras manos está dárselo.
—¡Cristo, Doxie! ¿Cuándo se compra el sombrero hongo y la faja color naranja?
—¡Vete al diablo, Larkin! ¡Sé muy bien qué basura llevas entre manos!
Apenas se le escaparon las palabras de los labios, cerró la boca vivamente y abrió en exceso los ojos.
—¿Qué basura llevo entre manos? —preguntó suavemente Conor.
—No quise decir nada.
—¿Qué basura?
—Nada, nada. Yo… yo… yo sólo quise decir… que no tolero una deslealtad con sir Frederick.
Conor posó una mano sobre el hombro de Doxie.
—No haga tonterías, amigo.
—El tren salió para Inglaterra anoche —le decía Conor a Dan Sweeney—. Curioso par de patos, esos Duffy y Calhoun. Vinieron a verme como dos chiquillos todavía en deuda por haberles salvado. Tienen unos dormitorios particulares en el segundo vagón, con cerradura y las llaves en sus manos. Están dispuestos a llenarlos de armas, sin cobrar nada por ellas. En verdad que son como veletas de campanario.
—Buena suerte. ¿Cuánto traerán?
—Con las cajas suplementarias que Owen está haciendo y lo que he arreglado yo en el arsenal, y ahora pudiendo utilizar sus dormitorios, imagino que podemos pensar en dos mil rifles y veinte mil cargadores.
Sweeney dejó el lápiz, silbó, hundió las manos en los bolsillos, paseo por el cuarto, encendió un cigarrillo y se lo fumó dándole media docena de chupadas.
—Dos mil —murmuró, como si estuviera levantando la tapa del tesoro de un pirata—. Te llena la cabeza de locuras.
Hasta este día, Conor no le había visto nunca excitado. Sweeney se recreó un momento con sus visiones; luego recobró su aire malhumorado habitual.
—¿Estás seguro de que O'Brien lo sabe?
—Duffy dice que no; pero yo creo que sí.
—¿Tendrá la boca cerrada?
—El tiempo lo dirá.
—Dos mil rifles. La línea de razonamiento es delgadísima, Conor. Una vez más debo decir que tú eres quien trata con esa gente, y tú has de ser quien decida.
—Si Doxie lo sabe, sabe también que será el último viaje. Sabe que sospecho de él. Sabe que he reunido a los católicos y los he metido en el equipo, dándole así la posibilidad de conseguir su empleo en Australia. Mirado en conjunto, si lo sabe, debería quedarse quieto. Por otra parte, puedo estar completamente equivocado.
—¿Adelante, o no, Conor?
—Por dos mil rifles hemos de correr el riesgo.
Dan hizo un signo afirmativo.
—Me pondré en contacto con Owen O'Sullivan y le avisaré que el proyecto está en marcha. Cuando hayan embarcado las armas, él enviará un cablegrama a Seamus. ¿Cuánto tiempo estará Weed en Inglaterra?
—Unos pocos días más, solamente. Ha de estar en Derry para el día de los Aprendices. —Conor gimió por culpa de unas punzadas de dolor en la espalda.
—¿Qué tal vas sanando?
—Más despacio de lo que creía.
Sweeney se concedió otra breve carcajada.
—Corre el rumor de que Bain y Hooker saldrán de la cárcel libres y sin costas. ¿Quieres que hagamos algo al respecto?
Conor le miró con recelo y movió la cabeza en signo negativo.
Era el tipo de pregunta que Largo Dan solía hacer cuando tanteaba el terreno. Dan se la había planteado intencionadamente. Le tenía demasiado presente en el pensamiento. Larkin se marcharía pronto de Belfast. Hasta el momento tenía figura de jefe. Dan estaba dispuesto a hacerle ingresar en el concejo; pero debía asegurarse bien de diversos extremos. ¿Sería Larkin capaz de abstenerse de apretar el gatillo, incluso tratándose de los que le habían dejado medio muerto a golpes? La falta de deseo de venganza de Conor, ¿a qué se debía?, ¿a buen criterio, o a debilidad?
—Recuerdo una vez, cuando Brendan Sean Barrett y yo estábamos en la cárcel de Strangeways y Brendan llamaba la atención sobre nosotros. Aquella gente estaba contra los fenianos, como demonios. Durante un mes entero, a Brendan le alimentaron con tripas de perro y gato. Y el grandísimo truhán se limitaba a mirarlos y sonreír. Acababa volviéndolos dementes. Al cabo de un tiempo hizo una huelga de hambre, les hizo perder el tino y se vieron obligados a ceder. Años después, en América, nos topamos con el gobernador de la prisión. Al jubilarse, se había retirado allá. Brendan lo dejó seco.
—¿Y…?
—Simplemente, continuó sonriendo —Dan estiró el largo cuerpo, y la eterna llama encendió el eterno cigarrillo—. Yo viví una experiencia parecida. Había habido una pelea en el patio, murió un hombre, y yo fui uno de los condenados. Desde ella veía cómo me levantaban el patíbulo. Cuando estuvo terminado, vino un guardián, que se llamaba Harold Barr… sí, Harold Barr… —los ojos del viejo todavía se encolerizaban con el recuerdo—. Harold Barr me llevaba al patíbulo todas las noches, me ataba por las piernas y me suspendía cabeza abajo, pasando por el agujero de la trampa. La longitud de la cuerda la había calculado de tal modo que faltaban sólo un par de pulgadas para que diera de cabeza contra el suelo. Barr no me soltaba hasta que le había cantado una cantilena irlandesa, o me había desmayado.
—¿Y…?
—Luego nos encontramos por casualidad. Él estaba de vacaciones, pescando lucios por Lough Derg, sobre el río Shannon.
—¿Sonreíste?
—Le rompí el cuello con las manos, nada más, y le arrojé al lago.
—¿Qué antigua parábola quieres enseñarme, Dan?
—Como sabes, vas a salir de Belfast. No sé con seguridad adónde irás. Me gustaría que formaras parte del concejo y sé qué trabajos tengo en la mente.
—¿Qué es eso?
—Tendrías que moverte mucho.
—¿Y tendría que tomar decisiones como la de romper cuellos en lugar de sonreír?
—Algo así —respondió Sweeney—. Si te pongo a la tarea que tengo en la mente, podría ser que debieras escapar.
—Háblame claro, Dan.
—El año pasado, cuando regresaste de Inglaterra, tuve una alegría. Por un momento, había pensado que te perderíamos. Lo que voy a decirte son las palabras de un anciano experimentado. Tuve pena al saber que habías vuelto con aquella mujer. Si te ascendemos en la jerarquía como yo deseo, sería un desastre total que siguieras viviendo con ella. Rompe de una vez, Conor.
—No —susurró Conor. Y se puso en pie lentamente, cogió la mesa por las patas, levantándola del suelo, la hizo rodar por el aire y la estrelló contra la pared, destrozándola—. ¿Sabes qué quiero expresar, Dan?
Había habido otros momentos como éste, por supuesto. Momentos en que a él, al comandante, le habían desafiado. Larkin le tenía confuso y desorientado. Tan intrépido en muchas cosas, tan listo… y sin embargo, tan lleno de fragilidades humanas. ¿Apretaría, o no, el gatillo contra su peor enemigo? ¿Tenía la madera del hombre dispuesto al supremo sacrificio personal que se requiriese? ¿Era demasiado lobo solitario, al estilo de Brendan Sean Barrett? Sweeney estuvo a punto de aceptar el desafío; luego, de súbito, hundió las manos en los bolsillos y apartó los ojos del hombre que tenía delante, furioso e inmóvil como una estatua.
—Comprendo qué quieres decir —murmuró—. No volveré a pronunciar el nombre de esa mujer.
La crisis, que para Frederick Weed empezó con la caída del gobierno conservador, había terminado. La inquietud laboral, la huelga general y la amenaza de formación de sindicatos obreros se habían despejado. Al final resultó que los obreros habían vivido pisoteados tantísimos años, y había tanta desunión entre católicos y protestantes, que, simplemente, no tuvieron nervio para alcanzar la victoria.
En su guerra particular contra Oliver Cromwell MacIvor, los resultados iban siendo igualmente concluyentes. El encarcelamiento inmediato de Vessey Bain y los alborotadores del astillero, el cierre de los talleres y la destrucción del seminario del moderador hicieron temblar el Shankill y todo Belfast Este. La temporada de desfiles se deshinchó y el tono de los discursos cambió de vitriólico a moderado. Cuando la temporada de los desfiles llegaba a su fin, lo que más preocupaba era si Weed abriría de nuevo el arsenal.
La victoria definitiva de Weed se produjo en la elección parcial del Shankill donde el candidato unionista aplastó al teniente coronel Howard Huntly Harrison y al partido lealista llevándose el ochenta por ciento de los votos. El pueblo quizá hubiera quedado desilusionado de la nobleza, pero tampoco estaba dispuesto a confiar su destino ni a MacIvor ni a las ideas liberales, que desembocaban en la autonomía.