Poco después que el Sinn Fein anunciase una serie de concentraciones públicas de protesta, llegaba de Inglaterra sir Lucian Bolt con el título de fiscal de la oficina del fiscal general. Bolt no era amigo de los irlandeses, ni mucho menos, y había dictado parte de las leyes más represivas contra nosotros durante su estancia en la Cámara de los Comunes. Los círculos republicanos le temían. McAloon calculaba que el Gobierno había acabado estructurando una política sobre la cuestión y sir Lucían Bolt no tardaría en ponerse en contacto… Acertó, como de costumbre.
Brendan Sean Barrett fue introducido clandestinamente en Irlanda, donde se consideró que estaría más a salvo, y junto con Dan Sweeney, Atty y yo constituyó el enlace de la Hermandad con McAloon sobre Sixmilecross. Después de la primera reunión de Bobby con sir Lucian, nos convocamos en la elegante biblioteca de una casa segura de Ballsbridge. En espíritu, Robert Emmet nunca estaba muy lejos de la sala del tribunal y aquel día se paseaba delante de nosotros como si fuésemos el jurado que iba a constituirse.
—He convenido por el momento —empezó— en cancelar las reuniones públicas de protesta.
Atty refunfuñó de descontento.
—Sir Lucian anda tanteando el terreno para un acuerdo. De regreso acá se me permitió visitar, extraoficialmente, a los siete de Mountjoy. No es maravilla que no quisieran que les viésemos antes. Han sido brutalmente torturados.
Brendan Sean Barrett y Largo Dan no manifestaron la menor emoción ante estas revelaciones. Para ellos era una vieja historia.
—Los tuvieron encapuchados, —forzados a permanecer en posición de firmes contra la pared, con las piernas y los brazos abiertos por periodos de hasta veinticuatro horas, sin alimento, ni agua, ni poder hacer sus necesidades. El llamado Gorman presentaba unas enconadas quemaduras de cigarrillo. Se habían orinado varias veces sobre Gilroy, y a McDade le habían obligado a correr descalzo por un pasillo sembrado de trozos de vidrio. Todos declararon que les dieron a comer algo que les provocó vómitos y alucinaciones.
—Métodos antiguos, pero eficaces —comentó Sweeney.
—Por supuesto, quisieron utilizar las declaraciones de unos contra otros. Pero los pobres no podían informarles de nada, excepto del nombre del compañero que, según parece, ha conseguido huir. Ninguno sabía nada, sino que Kelly Malloy los había reclutado para esta tarea, y Kelly murió.
McAloon dejó caer su vieja mole de setenta años en un sillón de cuero excesivamente forrado y al instante quedó totalmente desaliñado.
—¿Qué se sabe de Conor Larkin? —pregunté.
—Al parecer no está en Mountjoy. Me prometieron que a su debido tiempo permitirán que le vea. Os lo digo porque me he comprometido a que tu pluma permanezca callada, de momento, Seamus, lo mismo que tus pulmones, Atty.
—¿Qué crees que se propone el Gobierno? —inquirió Dan.
Robert Emmet McAloon se inclinó adelante, se pellizcó la piel del cuello y luego levantó el índice.
—Yo colijo que los británicos quieren que esto quede quieto y que el público no se apasione. Y lo quieren por tres motivos. Primer motivo —dijo, cogiéndose el índice y moviéndolo rápidamente—: nada beneficiaría tanto a la Hermandad como un juicio severo y unas condenas a largos años de cárcel. ¿De acuerdo?
Asentimos.
—Segundo motivo —continuó Bobby, añadiendo el dedo del corazón—: la situación en Europa. ¿No lo crees así, Brendan?
El aludido asintió con un gesto, y continuó por su cuenta:
—Una guerra en Europa es inevitable. La Gran Bretaña acaba de concertar la triple entente con Rusia y Francia para contrapesar la alianza de Alemania, Austria y Hungría. Como sabemos, una de las viejas justificaciones que alega Gran Bretaña para ocupar Irlanda es la de que nos encontramos a caballo de sus rutas marítimas; ellos son una isla y nuestra situación geográfica nos hace necesarios para su defensa.
—Exactamente —interrumpió McAloon—. Y esto entre ellos puede llegar a constituir una fobia. Seguro que se imaginan una Hermandad Republicana Irlandesa hipertrofiada coqueteando con los alemanes para conseguir armas.
—¿Qué importa? —musitó Barrett—. Cuando llegue el momento oportuno, acudiremos a los alemanes, tanto si les gusta como si no.
Bobby abrió los brazos de par en par.
—Bien, ahí están, sentados alrededor de una larga mesa de caoba, jugando a sus jueguecitos, negándose a aceptar lo inevitable de la situación e imaginando cómo retrasarla todo lo que puedan.
—¿Motivo número tres? —preguntó Atty.
—El motivo número tres —continuó el abogado— quizá sea el más práctico de todos. Como sabemos, los protestantes del Ulster se arman desde hace años. Evidentemente, ése es el cesto en el que los británicos quieren poner sus huevos. La defensa de este flanco británico vulnerable debería estar en manos de vasallos leales, ¿no es cierto? Exteriormente no pueden aprobar la entrada de armas en el Ulster sin otorgar la misma consideración al sur. Se trata de un consentimiento tácito y se manifiesta en volverse de espaldas, cerrar los ojos y taparse los oídos. Quieren un Ulster armado con valla de contención contra la crisis de un gobierno autónomo y una guerra en Europa. Y por el momento quieren aparentar que no favorecen más a unos que a otros. Si imponen sentencias graves a los hombres de Sixmilecross, se encontrarán con peticiones de que procedan igual con los que introducen armas en el Ulster.
—En otras palabras —dijo Atty—, nos pegan y reducen, y nos persiguen si procuramos entrar armas, pero permiten que arriba, en el norte, sí las entren.
—Esto es —respondió Robert Emmet McAloon—, esto es, exactamente —estiró las piernas cuanto pudo, se llevó las manos a la nuca y se puso a mirar al techo, como si el techo celebrase audiencia—. Tengo la firme convicción de que sir Lucian Bolt está dispuesto a contentarse con sentencias moderadas, de unos pocos años, digamos, a cambio de que nosotros guardemos silencio sobre el trato a los presos y detengamos las reuniones públicas.
Los demás permanecieron callados un buen rato, digiriendo sus palabras. Atty se vería privada de su tribuna pública, su pedestal de gloria. En cuanto a mí, me movía el egoísmo de ahorrarle a Conor veinte años detrás de las rejas. El peso de la cuestión caía sobre Dan Sweeney, que se enfrentaba con la tarea de organización de la Hermandad. Superficialmente parecía que debía pedir infinidad de protestas públicas, para cosechar una riada de nuevos afiliados. No obstante, fue él quien defendió la moderación con argumentos más poderosos. El alistamiento de gran número de reclutas para la Hermandad en esta fase de su desarrollo dejaría a nuestra organización terriblemente vulnerable. Todavía no habíamos formado los estados mayores, los cuadros de mando ni las unidades. No teníamos procedimientos establecidos para informarnos de los candidatos. A los británicos les costaría muy poco trabajo poblar nuestras filas de confidentes.
¿Qué haríamos con varios millares de hombres en esta fase? No teníamos armas con que instruirles, ni siquiera bastantes lugares seguros donde dar esta instrucción. Dan estuvo convincente. Admitiendo a demasiada gente antes de haber establecido los cimientos necesarios nos pondríamos al descubierto.
—Hemos de edificar lentamente, hombre por hombre —sostenía Dan—. En este momento todo nuevo recluta ha de ser persona de la mayor confianza. Cuando tengamos diez hombres buenos en Cork, diez en Derry, diez en Galway, podemos empezar a formar unidades. Tengo que manifestarme de acuerdo con Bobby y pedirle que concierte un pacto con Lucian Bolt.
Habiendo manifestado Atty, Dan y yo nuestra conformidad con esta política, nos volvimos hacia Brendan Sean Barrett, que había permanecido callado durante gran parte de la discusión. Estaba amargado, quizá más de lo que correspondía a su época y sus objetivos, y no sabría decir cómo noté cierto calor humano en aquel hombre.
—Evidentemente, ya no puedo alterar la votación —dijo en tono sarcástico.
—¿Qué ideas bullen en tu cerebro, Brendan? —refunfuñó Dan.
—Este país está en la miseria. Las huelgas obreras han fracasado porque estamos demasiado rendidos y pisoteados para plantarnos firmes. Necesitamos desesperadamente algo que remueva las conciencias. Ahora tenemos el momento en nuestras manos. Si no lo aprovechamos, quizá tarde muchísimo tiempo en volver, suponiendo que vuelva alguna vez.
—Yo sigo creyendo que será prematuro —replicó Dan—. Abramos nuestras filas y los británicos nos aplastarán en menos de un mes.
Brendan Sean Barrett levantó los brazos en gesto de «rendición» mientras los demás indicábamos con un movimiento de cabeza a McAloon que podía pactar con sir Lucian Bolt. La vida de Barrett había sido una sucesión de derrotas, por consiguiente, una más no importaría. Se levantó antes que nadie, fue hasta la puerta, y se volvió cara a nosotros.
—Decidme, tú Bobby, y tú Dan, ¿cuándo lo aprendisteis?
—¿El qué?
—Que un irlandés pueda sentarse a negociar un acuerdo con los británicos sin que le engañen.
Mientras Robert Emmet McAloon conferenciaba con sir Lucian Bolt, yo me dediqué por entero a tratar de averiguar y combinar los acontecimientos que habían desembocado en la emboscada de Sixmilecross. No tuve que esperar demasiado.
Terry O'Rourke, compañero de equipo de Conor en el Boilermakers, vino a verme al periódico una mañana. Terry procedía de una familia republicana de viejo abolengo y sabía la amistad que me unía a Conor.
Entre los muchachos católicos del equipo, Conor era el jefe admirado, y después de Sixmilecross se reunieron y trataron de deducir qué había ocurrido. Cuando lo hubieron deducido, enviaron a Terry a verme. Mis tendencias republicanas no eran un secreto. Sin que lo dijera claramente, Terry opinaba que yo trasladaría la versión a la Hermandad.
El confidente había sido Doxie O'Brien, sin lugar a dudas. Durante una de sus periódicas borracheras, Duffy O'Hurley habló de la maniobra secreta que estaba llevando a cabo. Doxie y otro elemento católico del equipo lo oyeron. En otra ocasión, el mismo Terry oyó a Duffy y Doxie discutiendo con motivo de la continuada participación del primero.
A Doxie se le presentaba la gran oportunidad de su vida, el puesto en el rugby de Sidney implicaba fama y fortuna. Pero el empleo continuaba en el platillo de la balanza, y dependía principalmente de cómo jugase el Boilermakers y de si se hacía la gira por Australia. Doxie ansiaba desesperadamente el mencionado puesto y sabía que, aparte de las condiciones antes mencionadas, el factor decisivo sería, simplemente, el antojo de su patrocinador sir Frederick Weed. La tentación era tan grande que Doxie estaba dispuesto a todo para granjearse el favor de sir Frederick y demostrarle su lealtad.
Al parecer, pues, Doxie se trasladó a Derry y presentó un ultimátum a Duffy. Al final, Duffy se dejó convencer de que había de presentarse a sir Frederick y contárselo todo, a cambio de ser tratado con una consideración especial.
La versión parecía convincente, porque la familia de Doxie había salido ya para Australia y a él le protegían con rigurosas medidas de precaución. Una cláusula del acuerdo entre McAloon y sir Lucian Bolt especificaba que la Hermandad no había de vengarse.
Mientras el resto de los comprometidos en lo de Sixmilecross esperaban en la cárcel, Duffy y Calhoun se declaraban culpables y eran condenados a menos de un año. Parecía evidente que hasta volverían a darles trabajo en un lugar lejano.
El acuerdo final se estructuró según las pautas que Bobby previera. Excluido Conor, con quien no se había establecido contacto todavía, los encartados de Sixmilecross pleitearían como culpables y serían sentenciados a penas de uno o dos años de cárcel en aplicación de los artículos menos severos del código. A cambio, la Hermandad no buscaría la simpatía pública, no se vengaría de los confidentes, y yo me comprometía a no escribir sobre estos temas.
Por así decirlo, era un irónico cumplido que me dedicaban. Los británicos no me habían perdonado jamás los artículos sobre los campos de concentración de la guerra boer. Nadie sabía con certeza si yo pertenecía a la Hermandad; pero era imposible equivocarse sobre mis simpatías. Y concedían bastante mérito a mi pluma para obligarla al silencio. Naturalmente, a Conor lo guardaban como rehén para asegurarse este silencio.
Por el momento ambos bandos parecían satisfechos. La existencia de la Hermandad era ya del dominio público, y los dos adversarios disponían del tiempo que solicitaban. Brendan Sean Barrett tenía razón en una cosa: nosotros negociaríamos con los alemanes para que nos facilitaran armas, cuando estuviéramos preparados y los británicos se adormilaban en la creencia de que el problema irlandés desaparecería, lo mismo que lo habían creído en él pasado.
Bobby nos convocó de nuevo, y cuando nos reunimos le encontramos en un aprieto. Le habían dado permiso para ver a Conor Larkin, y quiso utilizarlo, pero Conor no quiso hablar con él. Se había producido un desquiciamiento en el acuerdo y nadie sabía exactamente por qué.
Dan estaba enojado y se extendía amargamente en sus dudas sobre Conor.
—Es un hombre que vale, no cabe duda —argüía—, pero es demasiado individualista, y si hay que decir la verdad, tiene otros defectos que me han preocupado mucho, además.
—Un momento, Dan —interrumpí—. Si Conor tiene alguna idea metida en el cerebro, puedes estar seguro de que la ha meditado con gran detención.
—La Hermandad le ha enviado un abogado y él se ha negado a verlo. Eso es desobedecer una orden. No tiene derecho a tomar decisiones como ésta a su antojo. Quiero saber qué diablos se propone.
Brendan Sean Barrett ponía semblante de hombre enterado.
—Todos sospechamos qué ideas navegan por su mente, ¿verdad que sí, Dan? —chufleteó.
—A mí se me ocurre que nos fastidiará de lo lindo si trata de hacer algo por su propia cuenta. Y no me vengas con tu estudiada basura, Barrett. Esto es una organización con un código y una disciplina, y él tiene que obedecer.