—Aquí se nos plantea un problema —interrumpí yo—. Fuiste tú, Dan, quien nos dijo unas palabras que deseábamos oír y queríamos creer desde que éramos niños. Tú extendías aquella porquería con la misma generosidad que la mamá de Conor me extendía mantequilla sobre el pan. «No te dé miedo la mantequilla», solía decir. Bien, Dan, ¿te está dando miedo la porquería que tú extendías? Ya sabes, aquello de que la capacidad de resistencia de un solo hombre vale por todo un ejército… Ya sabes, Dan, él soliloquio de los mártires. Cito a Dan Sweeney el Largo, nuestro ídolo. «Los británicos no tienen nada en todo su arsenal, ni en su poder imperial, que pueda contrarrestar a un solo hombre que se niega a dejarse vencer», etcétera, etcétera, etcétera.
—Te oigo, Seamus, te oigo. Sabes condenadamente bien que yo tengo que llevar más de un sombrero en esta organización. A veces, cuando me encuentro delante de reclutas nuevos, tengo que tratar de inflamarles. Pero día sí y otro también soy el organizador, pragmático, de un ejército clandestino. Nuestras listas estarán llenas de mártires muy pronto. En este momento no estamos en situación de desencadenar un combate.
—Claro, de esto no sé nada —replicó el cáustico Brendan Sean Barrett antes de que pudiera tomar la palabra yo—. Dan, tú nos estás diciendo que el combate empezará cuando tengas las unidades organizadas, instruidas y armadas, y los planes de batalla en el tablero. Dan aprieta el botoncito mágico y pronuncia estas palabras inmortales: «… Muchachos, empieza el levantamiento.» El feniano no empezó así precisamente. ¿Verdad que no, Dan?
—Se cómo empezó y sé cómo terminó para ti y para mí.
—¿Y qué te hace pensar que esta vez será distinto? Con todos nuestros sueños, complots, reuniones secretas y el paso de armas clandestinas, sólo podremos sacar a la calle unos pocos millares de hombres. Y no lo haremos sin el arma que un hombre solo lleva en el corazón. Esa es la realidad que Larkin pone ante nuestras narices, y esto es lo que nos da miedo. Yo te diré, Dan, cuándo empezará, y no antes ni después. Empezará cuando un hombre, un hombre solo, decida que ya está harto.
Los demás digeríamos estas frases, temblorosos. Sweeney se pasaba la mano por el blanco cabello con un nerviosismo poco frecuente en él, y no se oía otra cosa que los golpecitos que Robert Emmett McAloon se daba en los dientes con las gafas, esperando que decidiéramos algo.
—¿Atty…? —preguntó Dan.
—A mí me parece que los británicos hacen un trato muy ventajoso imponiéndonos silencio. Estoy de acuerdo con Brendan en que deberíamos ponernos en pie y gritar mientras tenemos oportunidad de hacerlo y mientras la gente está ansiosa por escucharnos.
Dan descorchó un suspiro bastante sonoro mientras nos miraba a uno tras otro, derrotado por completo en la votación. Luego cerró los ojos, se los frotó con la palma de la mano y dijo:
—Agradezco vuestros puntos de vista. Pero como jefe de Estado Mayor, no puedo tomar una posición contraria a lo que considero reclama la seguridad de la organización. Decido, pues, ordenar a Bobby que vea si los británicos permitirán que Seamus visite a Conor en su calidad de antiguo amigo. Seamus llevará a Conor el mensaje de que debe pleitear como culpable, lo mismo que los otros. Si se niega, la Hermandad ya no tendrá nada que ver con él —levantó la vista—. ¿Pensáis rebatir mi decisión?
Nosotros nos tragamos el nudo de la garganta; luego aceptamos el ultimátum sin contestar.
—De acuerdo, Bobby. Dile a sir Lucian que estamos conformes. Intentaremos convencer a Larkin. Si no quiere colaborar, queda fuera del acuerdo.
Un coche militar me llevó desde Dublín al condado de Kildare, al lugar secreto donde estaba encarcelado Conor. Poco más de una hora después de salir cruzábamos el puesto de guardia del campamento militar británico de Curragh. Después de cachearme detenidamente, me hicieron aguardar en el barracón disciplinario. Habían pasado seis semanas desde lo de Sixmilecross.
Cuando la puerta se abrió y Conor fue introducido en el aposento, mi corazón vacilaba entre derramar lágrimas de alivio, o derramarlas de pena. Lo traían esposado por el cuello, la cintura, las muñecas y los tobillos.
—Hola, peque —saludó con voz ronca, cojeando a consecuencia de una bala en la pierna.
El brazo y el hombro izquierdo los tenía aún cubiertos de vendas y en cabestrillo. Había recibido también varios balazos en la espalda. Los ojos se le habían hundido en unas cuencas con círculos morados, tenia la barba y el cabello sucios y greñosos, y los huesos de los pómulos muy salientes. Su cuerpo en general había perdido una enormidad de carnes.
Yo le rodeé con los brazos y no pude dominar los sollozos. Él se apartó, se dejó caer en el banco de junto a la pared y dirigió una mirada interrogativa al destacamento de guardia, cuyo joven oficial movía las aletas de la nariz como un conejo.
—Sí necesito camareros, les llamaré —dijo.
El oficial refunfuñó en tono despectivo y se fue, cerrándonos con llave y cerrojo.
—¿Tiene oídos esta habitación? —pregunté.
—Dios mío, no —respondió Conor—. Son capaces de sacarte los sesos a golpes, pero muy demasiado dignos para recurrir a una cosa tan baja como fisgar tras las puertas. ¿Cómo está Shelley?
—Muy bien, muy guapa —respondí, con un movimiento afirmativo—. En cuanto a ti, creo que durante el hambre cosechábamos patatas mejor parecidas.
—Este año no estaré en condiciones de jugar al rugby —dijo él, levantándose la camisa.
Yo cerré los ojos al ver los terribles morados que decoraban su azotado cuerpo. Luego acerqué el taburete, y hablándole al oído, le puse al corriente de todo. Era la primera noticia que tenía de que Kelly Malloy hubiera muerto y de que Callaghan y los O'Sullivan hubieran sido detenidos también.
A continuación le expuse lo demás: La traición de Doxie O'Brien, que ya sospechaba, y las negociaciones secretas con los británicos. Y le expuse la dicha que me causaba pensar que se libraría con una condena leve.
—Comprendo los problemas de la Hermandad —susurró Conor—. Pero todavía comprendo mejor los míos propios. Lo comprendo todo, los días y las noches de lectura, el andar errante y el meditar. Y los años de ir tanteando. Lo comprendo todo.
—¿Qué vas a hacer? —grité, asustado.
—No lo sé muy bien. De lo que estoy seguro es de lo que no voy a hacer. Mira, peque, es muy sencillo: Para dar el paso que tengas que dar en la vida, lo mismo si se trata de casarte, o sembrar algo, o tener hijos… o sublevarte, no puedes esperar a que las estrellas estén en la órbita favorable. ¡Ah, sí! Podemos engañarnos a nosotros mismos y decir que esperaremos hasta que la situación nos sea favorable; pero, créeme, ellos pueden esperar más que nosotros. Podemos negociar, pero ellos negociarán con más ventaja que nosotros. Después de trescientos años de estar con las caras en el barro y de trescientos años de hablar y hablar y hablar, hemos de trazar la línea y poner a prueba nuestro temple como pueblo. Mira, hasta es posible que no demostremos ser dignos de la libertad. Es posible que no tengamos lo que hace falta. Pero hemos de descubrir si lo tenemos o no. Quizá yo no sea un buen elemento para la Hermandad porque ya no puedo seguir reprimiendo la ira que rebosa en mi ser, sean cuales fueren las órdenes que me den.
—Oye, el que habla no eres tú mismo. Te han idiotizado a golpes. Esta vez confía en mí lo suficiente para dejar que te guíe.
Sus negros ojos me traspasaron con la mirada.
—Mírame, amigo; mírame y dime que no sé qué me hago. Soy Conor Larkin. Soy irlandés, y ya estoy harto.
Me sentí terriblemente avergonzado. Con el desesperado afán de salvarle, lo había olvidado. Estaba casi dispuesto a repudiar los verdaderos principios que regían mi existencia. Él sí sabía lo que se hacía, en efecto. Y yo también supe en aquel instante que, fuese como fuere, debía encontrar la manera de romper la promesa de silencio…, aunque hubiera de correr lo misma suerte.
La llamada a la puerta me sacó de un pesado sueño. Yo pasé unos momentos dando traspiés y tanteando, y musitando que ya me había puesto en movimiento; luego encendí la luz y me puse el albornoz. Como el aire traía el frío que suele preceder al alba, deduje que se trataría de asuntos de la Hermandad.
¡Qué agradable sorpresa abrir la puerta y ver el hueco de la misma ocupado por la alta y bien formada persona de Atty Fitzpatrick!
—Vístete —me ordenó—, tengo un automóvil abajo.
Ella no me ofrecía más informaciones, ni yo se las pedí. Eran las cuatro y media de la madrugada. Mientras yo acababa de arreglarme, ella puso el puchero en el fuego. Bebimos una taza de té y despachamos los desabridos restos de mi alacena de solterón. Luego salimos a enfrentarnos con los alfilerazos de una escarcha helada.
El chofer era un muchacho de la Hermandad con talento para mecánico, lo cual permitía que Atty y yo nos acurrucásemos en el asiento trasero. El motor arrancó y el vehículo maniobró hacia el sur por las desiertas calles.
—Hace una hora poco más o menos, Robert Emmet McAloon me ha llamado por teléfono —dijo Atty—. Esta misma mañana, los británicos celebrarán el juicio contra Conor y los otros muchachos.
—Son las cinco de la madrugada y es domingo, ¿Adónde diablos vamos?
—No estoy bien segura. Parece que han montado una sala de tribunal en algún punto de los montes Wicklow.
—Es un asunto feo —dije.
Tal como yo interpretaba el convenio, los británicos celebrarían el juicio en una ciudad pequeña y olvidada donde llamaría muy poca atención y las actuaciones habrían terminado antes de que pudieran suscitar protestas. Pero al parecer estaban manipulando el acuerdo, convirtiéndolo en una artimaña. A esta hora de una mañana de domingo y en un lugar secreto olía a sesión «a puerta cerrada».
Atty siguió explicándome que Bobby sólo dio su consentimiento después de que los británicos se avinieran a que Atty y yo estuviéramos presentes como observadores. Una vez más, habían hecho un trato ventajoso, porque éramos los dos que habíamos prometido guardar silencio.
—Esto no me gusta ni poco ni mucho —murmuré, enojado.
Pasado el último suburbio de Dundrum continuamos hacia el sur, elevándonos pronto por las laderas de los montes Wicklow por un Eniskerry silencioso y dormido, a través de la heredad de Powerscourt, grande y majestuosa casona de granito de Wicklow arrasada y reconstruida repetidas veces a causa de las guerras, y cedida últimamente a Richard Wingfield, sirviente leal de la Corona. Sus decenas de millares de acres igualaban las concesiones de los Hubble, y si a ello añaden otro centenar de baronías y condados podrán hacerse idea de quiénes eran los dueños de Irlanda y qué poseían.
Sea como fuere, aquellos parajes eran la puerta de entrada a las maravillas alpinas. Aunque hacía frío y no se trataba de un viaje de placer, mi corazón no podía dejar de acelerarse al contemplar el telón de la noche levantándose sobre los bosques, las cascadas y los riachuelos de un panorama de duendes y bandidos. Atty y yo quedamos atónitos ante el desfile de bellezas más allá de Great Sugar Loaf, arriba de Roundtree y el gran depósito de agua de Dublín.
Luego seguimos el río Avonmore hasta donde se juntaba con el de Glenmacnass en el valle de Clara, a sólo una pedrada de las místicas antiguas ruinas monásticas de Glendaloch, que habían sido feudo de san Kevin.
Media milla más allá, Atty ordenó al chofer que doblase hacia una antigua carretera militar que corría entre las cimas de las montañas, de este a oeste. La habían construido los británicos después del levantamiento de Wolfe Tone para que las futuras generaciones de rebeldes no pudieran buscar refugio en los bosques de las alturas. Al cabo de poco rato, nos deteníamos delante de una barricada.
Un capitán británico, extraordinariamente cortés, pidió que nos identificáramos, después de lo cual nos cachearon. Luego ordenaron que el coche y el chofer se quedaran allí mientras Atty y yo continuábamos ascendiendo, en un camión militar, por los arcos y recodos del camino hasta penetrar en la sombra de la Lungnaquillia, la montaña más alta de Irlanda. Nos detuvimos allí donde el río Ow desciende más abajo de Aghavannagh.
Habíamos llegado a un viejísimo cuartel, un enorme edificio rectangular de tres pisos, que seguía albergando a un contingente de tropas para hacer patrulla por aquella zona. Por rara coincidencia, Charles Stewart Parnell había tenido un pabellón de caza en Aghavannagh; pabellón que seguía utilizando John Redmond, jefe actual del partido irlandés. Por lo demás, no podíamos encontrarnos en un paraje más distante y extraño. El cuartel estaba rodeado de soldados en formación de combate, y antes de entrar sufrimos otra identificación y otro cacheo. Por fin, un tal mayor Westcott nos acompañó hasta una sala de armas abandonada, que habían convertido en improvisada sala de tribunal.
Atty y yo estuvimos dos horas solos allí, bajo la vigilancia del mayor Westcott y una escuadra de soldados. Un poco antes de las doce empezaron a entrar. Primero vino Robert Emmet McAloon, más desaliñado que nunca, después de una noche sin dormir. McAloon arrojó los paquetes sobre la mesa del defensor, nos saludó con un movimiento de cabeza y murmuró unas frases.
Luego vino sir Lucian Bolt. Era un sujeto glacial, en verdad, una piedra de seto vivo dotada de ojos.
Los presos, excepto Conor, entraron con una sucesión de ruidos metálicos, esposados y encadenados uno con otro bajo la escolta de una docena de soldados que llevaban los fusiles con la bayoneta calada y los hicieron sentar en un largo banco aislado a un lado de la sala.
Daba pena ver allí a aquellos labradores montañeses de aspecto pobre, y, sin embargo, no parecían intimidados. Nacidos en el seno de una batalla eterna, habían cometido el delito de continuar la lucha, lo mismo que la habían continuado antes sus padres. Luchar contra los ingleses no despertaba escrúpulos morales; era una clase de vida que todo el mundo conocía de rutina en todos los pequeños Sixmilecross de Irlanda. Si ni siquiera en sus mejores tiempos tuvieron un aspecto muy rozagante, ahora la cárcel y los atropellos especiales con que se honraba a los republicanos les daban la apariencia de una camada de animales peligrosos.