Oliver Cromwell MacIvor se lamía las heridas, se tragaba el orgullo; y a fin de salvar un prestigio que se desvanecía rápidamente solicitó una entrevista con sir Frederick.
Weed le tuvo esperando una semana; luego le invitó a ir a Oxford, donde él estaba pronunciando una serie de conferencias de verano en el Magdalen College, ante una numerosa reunión de industriales y dirigentes.
Cuando se encontraron cara a cara en el apartamento que daba sobre el río Cherwell, el ambiente de la entrevista era muy distinto al de la última vez que estuvieron juntos. Sir Frederick fastidiaba al reverendo con el humo de un tabaco prohibido y echándose gaznate abajo un whisky igualmente prohibido.
El moderador calculaba que había habido un terrible malentendido. Rechazando toda responsabilidad por el motín, lo achacó a un exceso de celo de unos cuantos Caballeros de Cristo disparatados, a los que había que perdonar, por caridad cristiana. En cuanto a su partido lealista, dijo que nunca había tenido intención de retar al unionista, sino el deseo de identificarse más con el pueblo en problemas locales. Finalmente se preguntaba cuánto tiempo pensaba sir Frederick continuar teniendo el astillero cerrado, porque el miedo y la inquietud se extendían por Belfast Este. ¿Había la posibilidad de enmendar la situación? ¿Se podía poner de relieve la antigua unidad para levantar el abatido espíritu de la gente?
Weed miraba fija y fríamente al reverendo, mientras este llevaba adelante su disertación.
—Ha cometido un error estúpido —contestó luego—. Ha querido adueñarse del poder, y se ha caído en el fango.
—No sé qué puede llevarle a semejante conclusión —se lamentó MacIvor.
—Dejémonos de porquerías —le atajó Frederick Weed. El reverendo palideció. No podía enfurecerse, porque no tenía ningún naipe en la mano—. Quizá dentro de cincuenta años parte de esa basura populista gladstoniana llegue a las masas del Ulster y… ¡Dios las socorra!… sigan a un hombre como usted. Pero por el momento presente, las decisiones continuarán en manos de las personas más competentes para imponerlas. ¿Me expreso con bastante claridad?
—Yo he venido aquí con ánimo de conciliación —dijo MacIvor.
—Usted ha venido aquí porque le han derrotado —Weed se levantó, enlazó las manos detrás de la espalda, se acercó a la alta ventana y se puso a contemplar el hermoso y serpenteante río del exterior. Y siguió diciendo, siempre de espaldas a MacIvor—: Por desgracia todavía nos queda cierto número de intereses comunes, y se nos presentarán años difíciles. A pesar de lo aborrecible que es usted y del deseo que siento de apartarle de mí, todavía desempeña una función necesaria. Confío que en lo sucesivo la desempeñará sin dar queja ninguna.
Por primera vez en su vida, Oliver Cromwell se quedó sin saber qué decir. Tenía la cabeza hueca y privada de energías. Sin embargo, cuando se hubo empapado bien de las palabras de Weed agradeció el indulto que le concedían.
—Creo que hemos encontrado la base para un nuevo entendimiento —capituló.
—Bien. Vaya a Liverpool y espéreme. Estaré allí dentro de unos días. Luego iremos juntos a Londonderry para el día de los Aprendices, solemnidad que servirá para que usted pregone claramente que apoya en absoluto los principios unionistas en cuestiones de política nacional. Yo apareceré por su templo dentro de unos domingos y, cuando esté presente, usted anunciará desde el pulpito que gracias a mi generosidad puede empezar a reconstruir aquel centro teológico que tenía. Cuando todo esto se haya cumplimentado a mi entera satisfacción, anunciaré la reapertura del astillero, pero ni un segundo antes. Y tenga a sus cochinos Caballeros de Cristo apartados de mis asuntos —sir Frederick volvió a su mesa escritorio, echó intencionadamente una larga columna de humo al rostro del predicador y concluyó—: Puede marcharse.
MacIvor se retiró apresuradamente. Cuando su mano cogía la empuñadura de la puerta, Weed se puso en pie y golpeó la mesa con el puño.
—¡MacIvor!
El predicador se quedó de piedra.
—¿De dónde ha sacado la idea de que un aventurerillo falsamente evangélico como usted podía poner patas arriba trescientos años de experiencia imperial y usurpar el puesto de los Frederick Murdoch Weed en el Ulster?
El 8 de agosto de 1907, Seamus O'Neill recibió el siguiente cablegrama de Owen O'Sullivan, de Liverpool: FELIZ CUMPLEAÑOS. OJALÁ VIVAS HASTA CUMPLIR DOS MIL. TODO NUESTRO AMOR. LA FAMILIA.
El día siguiente Conor se reunió con Duffy O'Hurley para almorzar juntos en el Grand Central Hotel. El hombre parecía bastante tranquilo mientras hablaban en voz más baja que el conjunto, más sosegado, de la estancia.
—¿Qué aspecto tiene el tren?
—El de un maldito arsenal; eso parece. Estaré muy contento cuando eso haya terminado.
—También lo estaré yo —dijo Conor—. Entiendo que todo marchó bien con O'Sullivan.
—Es un artista. Todo está bien escondido. Por lo demás, no me gustaría pasear demasiado tiempo aquel arsenal.
El camarero les interrumpió.
—¿Cómo te encuentras ahora?
—Voy mejorando. Ayer chuté unas cuantas pelotas. Principalmente para dar moral al equipo.
—¿Crees que jugarás esta temporada?
—Puede que sí, y puede que no. Me han pedido que acompañe al equipo en su gira. Los muchachos todavía están un poco trastornados, a consecuencia de la revuelta.
Ambos levantaron la vista y pidieron lo que querían. El camarero se fue.
—Mañana salgo de Belfast —explicó entonces Duffy—. Dejaré a sir Frederick y acompañantes en Derry, para las fiestas. De momento hay grandes posibilidades de que vaya de vacío a Dublín, por la ruta Gran Septentrional.
—Veamos… Strabane… Omagh… Portadown… Newry…
—Eso es.
—Hasta ahora nunca habíamos descargado en esa zona. Veré si puedo organizar la tarea sobre la base de una urgencia. ¿Cuándo lo sabré cierto?
—Cuando lleguemos a Derry, preguntaré a sir Frederick qué planes hay para el tren. Deberíamos llegar a media tarde.
—A partir de las cinco estaré en la Oficina General de Correos esperando que me llame por teléfono. Así dispondré del resto del día y la mitad de mañana para organizar algo.
—Por amor de Dios, saca de mi niña aquellas malditas cajas.
—Haré cuanto pueda. Sobre esta cuestión ambos pensamos igual.
—Conor.
—¿Qué?
—Ya sé que lo hice por dinero; pero después de lo que has hecho tú por Calhoun y por mí, me alegro de haberlo hecho.
10 de agosto, 1907
Conor leía pacientemente la revista, levantando los ojos de vez en cuando hacia el gran reloj de pared de la sección de telegramas de la Oficina General de Correos de las avenidas Royal y Berry. El reloj dio las ocho.
—Señor Larkin.
Conor cerró la revista y se acercó al mostrador.
—La llamada de Londonderry ha llegado por fin, señor. Puede recibirla en la cabina número cuatro.
—Hola.
—Hola, soy yo. He tenido buen viaje. Siento no haber podido acercarme a un teléfono más pronto.
—Está bien así. ¿Qué noticias hay?
—Marcharé de aquí mañana noche a eso de las nueve o las diez por la ruta que dijimos.
—Estaremos preparados esperándote.
Conor oyó un suspiro de alivio.
—Estaremos aguardando, digamos, de las diez y media en adelante. La señal estará en algún punto entre Beragh y Pomeroy ¿Conoce el paraje a que me refiero?
—¿Cerca de Sixmilecross?
—Sí, Sixmilecross.
El óbito de Rinty Doyle fue triste, muy triste. Apenas acudía a la taberna y a la shebeen, y menos aún a trabajar los campos, y se lamentaba copiosa y continuamente de dolores diversos, desde dientes cariados a hinchazón en las articulaciones. Cuando cayó enfermo de pneumonía y le dio la fiebre, se le localizó en la cabeza. Una noche, antes de la luna llena, bajó del desván, huyó de la casita en camisón y subió a los campos presa de un delirio.
Hasta la mañana siguiente no lo encontraron. Lo descubrieron los hombres que iban al trabajo. El bueno de Rinty se había plantado allí, los faldones de la camisa flotando al viento y un garrote en las manos, cerrando la entrada de los pastos comunales.
—¡Fuera de mis tierras! —gritaba, blandiendo el garrote—. ¡Fuera de mis tierras!
Los que le conocían sabían que nunca había sido dueño de mucho más que unos cordones de zapato, de modo que jamás pudo soñar en tierras propias, y comprendieron al instante que había perdido el tino.
Fueron a buscar a Brigid, la cual por poco si no muere decapitada cuando se acercó a él. Cuando los hombres se le acercaban, corrió más arriba, tirándoles piedras y gritando sin cesar:
—¡Fuera de mis tierras!
Como no querían hacerle daño al pobrecito cogiéndole a la fuerza, llamaron al padre Cluny. El cual tampoco fue reconocido por Rinty. Al cabo de larga discusión, enviaron un grupo al pueblo, y este grupo regresó con el mismísimo doctor Cruikshank. Por entonces Rinty se había escondido en las cuevas de la parte alta de los brezales. La búsqueda realizada todo el día resultó inútil, y la oscuridad les obligó a dejar las pesquisas para el día siguiente. Por la noche, todos le oyeron y vieron de nuevo, corriendo de acá para allá, más arriba de las casitas, gritando con una voz aguda como la de un alma en pena:
—¡Fuera de mis tierras!
La mañana siguiente lo encontraron misericordiosamente muerto. Aunque con anterioridad había sido dura con el pobre desdichado, Brigid se mostraba muy compasiva con él incluso cuando hacía ya mucho tiempo que no podía trabajar, cuidando de que tomara una comida decente todos los días y de que no le faltara dinero para su cuartillo por las noches. La verdad es que apreciaba tanto al viejo Rinty que permitió que le enterrasen en la parcela de los Larkin, a pesar de tratarse de un pariente bastante lejano. Todos los que conocían las tumbas de los Larkin sabían que eran las mejor cuidadas de Inishowen, de modo que el permitir que Rinty descansara allí representaba verdaderamente un gran honor para una persona de tan poca enjundia.
La necesidad de unos brazos fuertes se hacía sentir desde mucho atrás, así que después de enviar a Rinty al purgatorio, Brigid se puso en danza para encontrar un peón; cuando he ahí que el hado, siempre estrambótico e imprevisible, se dignó meter baza.
También Mairead O'Neill partió de este mundo una noche, rendida bajo el peso de los años, dejando a su hijo Colm en gran necesidad. Con la defunción de la madre de Colm, el corazón de Brigid se ablandó.
Ella y Colm habían vivido toda una vida en estrecha vecindad, y en todo este tiempo había visto en él muy poca cosa digna de mención. Parece que cuando se procedió a repartir buena presencia, junto con una personalidad a tono, por este pícaro mundo, Colm estaba encerrado en el armario.
Vivir con espectros y recuerdos se había convertido en una segunda naturaleza para Brigid. Por ello se acordaba siempre del joven y bello Myles MacCracken, cuya imagen cobraba mayor gallardía aún con el paso de los años. Se acordaba del épico enfrentamiento con Tomas y Finola (cuyas almas descansaran en la paz del Señor) cuando quisieron endosarle a Colm. Y no digamos nada de su igualmente épico combate por los derechos sobre la tierra. Brigid era la custodiadora de las cenizas de la familia.
En cambio, Colm no tenía muchas ideas sobre nada. Desde la cuna hasta el día en que murió su madre, el precioso hijo no había ni levantado un dedo en provecho propio. Mientras vivió Mairead, no aprendió ni a untarse el pan de mantequilla.
Entiéndanlo bien, no es que a su edad madura Colm se hubiese vuelto de pronto muy atractivo, sino que tampoco era bastante repulsivo. Como las casitas se tocaban, lo mismo que las fincas, hubo frecuentes ocasiones de hablar de asuntos de interés mutuo, tales como compras y ventas de caballos, precios de los frutos, trabajos de los campos, etc. Muerta la madre de Colm y habiendo quedado el hijo en tan desesperante abandono, Brigid no podía hacer casi otra cosa que ampliar su caridad cristiana. Colm frecuentaba la cocina de los Larkin tanto como lo permitían las circunstancias, y, como hubiera podido predecirse de antemano, Brigid barría el suelo alrededor de sus píes, quejándose de que había heredado un huésped privilegiado que no pagaba pensión.
Un par de noches, de vez en cuando, Brigid permitía que Colm se calentase en su hogar. La verdad es que el hombre era completamente inofensivo y se contentaba con fumar la pipa, además de que, naturalmente, el cultivo de la tierra les daba abundante motivo de conversación.
No es que Brigid careciese totalmente y por completo de pretendientes, y lo cierto es que alguna que otra vez iban a husmear por los alrededores. Pero se trataba de hombres de veinte o más años que ella y a los que sólo se les encendía la mirada después de haber visto su hermosa casita y sus fértiles campos. Eran una tropa lamentable y disipada, pues en los mejores casos se trataba de viudos con numerosa prole que iban a la caza de una esclava de la casa.
Si venía una velada musical, una boda, una feria, o un velatorio parecía más que natural que, teniendo desde siempre las casitas y las tierras contiguas, asistieran juntos…, aunque no ciertamente como una futura pareja.
Los años de acumulado desdén hacia Colm se fueron moderando, camino de la tolerancia. El hombre tenía sus buenas cualidades, también. Era un buen labrador, y buen comerciante. Pagaba las rentas y las deudas a tiempo. Su amor a la bebida discurría dentro de límites soportables. Además, había rezado el rosario con su santa madre todos los días de la vida y nunca faltaba a misa.
A medida que un mes desembocaba en otro y los meses daban paso a las estaciones y los años, Brigid Larkin fue habituándose a mirar a Colm O'Neill como a un ser humano bastante razonable, admirar sus rasgos buenos y no ver los malos tan malos como en otro tiempo temió. Con el trato diario, llegó a ocurrírsele que Colm no era exactamente lo que llamaríamos un hombre duro. Nunca daba puñetazos a las mesas como lo hacían Tomas y Conor. Haría siempre lo que le mandasen, con tal de que le alimentaran, le respaldaran la lumbre y ordeñasen sus vacas. Nunca levantaría la voz, ni mucho menos la mano, llevado por la cólera. Todo lo cual parecía altamente encomiable.
El problema todavía tenía otra faceta. La cama. ¡Quedaba tan vacía! Sin embargo, la idea de compartirla con Colm seguía disgustándola en extremo. De él no podía decirse, en este sentido, que fuese mejor que nada. Era la cama lo que llenaba a Brigid de aprensiones. Se sabía torpe y sin experiencia, y en el mejor de los casos la aventura se le haría bastante difícil. Con Colm sería más que difícil; sería imposible.