—¿Y a mí qué?
La sonrisa de Glokta se desvaneció.
—Justo al otro extremo de la Vía Media, a orillas del mar, entre la inmundicia, la mugre y el cieno de los muelles, estoy yo. Puede que los alquileres de por aquí no sean muy altos, pero estoy convencido de que cuando llevemos un rato juntos quedarás convencido de que mi talento no desmerece al del afamado Maestro Farrad. Ocurre, simplemente, que mi talento y el suyo son de distinta naturaleza. El Maestro Farrad alivia el dolor de sus pacientes mientras que yo soy un dentista... —Glokta se inclinó lentamente hacia delante— de otro tipo.
El asesino se le rió a la cara.
—¿Creéis que me vais a asustar cubriéndome la cabeza con una bolsa y mostrándome unas pinturas de mierda? —luego volvió la vista hacia Frost y Severard—. ¡Hatajo de engendros!
—¿Que si creo que te asustamos? ¿Nosotros tres? —Glokta dejó escapar una risa—. Estás solo, inerme y absolutamente inmovilizado. ¿Aparte de nosotros, quién sabe que estás aquí o a quién le importa? No tienes ninguna posibilidad de escapar y nadie va a venir a liberarte. Aquí todos somos profesionales. Así que, mal que bien, ya te imaginas lo que te espera —Glokta sonrió perversamente—. Claro que te asustamos, no te hagas el idiota. Lo disimulas muy bien, debo reconocerlo, pero eso no durará. Llegará el momento, y no tardará mucho, en que nos ruegues que volvamos a ponerte la bolsa.
—No me sacarás nada —gruñó el asesino mirándole a los ojos—. Nada. —
Un tipo duro. Muy duro. Pero tampoco es tan difícil serlo cuando la faena aún no ha empezado. Nadie lo sabe mejor que yo
. Glokta se frotó suavemente la pierna. La sangre corría ya con fluidez y el dolor casi había desaparecido.
—Empezaremos por algo muy sencillo. Nombres, eso es todo lo que te pido, de momento. Sólo nombres. ¿Por qué no comenzamos por el tuyo? Al menos no podrás decirnos que no lo sabes.
Aguardaron. Severard y Frost miraron al prisionero. Los ojos verdes sonreían, los ojos rosáceos, no. Silencio.
Glokta suspiró.
—Está bien —Frost plantó sus puños a ambos lados de la mandíbula del prisionero y empezó a apretar hasta que éste no tuvo más remedio que separar los dientes. Entonces Severard introdujo entre medias el extremo de las tenacillas y le separó las mandíbulas hasta dejárselas en una posición extremadamente incómoda. Al asesino se le salían los ojos de las órbitas.
¿Verdad que duele? Pues esto no es nada, créeme
.
—Cuidado con la lengua —dijo Glokta—, queremos que hable.
—No se preocupe —masculló Severard asomándose a la boca del asesino. Pero de inmediato se echó para atrás—. ¡Puaj! ¡Le apesta el aliento!
Vergonzoso, aunque no me sorprende nada. El aseo diario no suele contarse entre las prioridades de los asesinos a sueldo
. Glokta se levantó lentamente y rodeó la mesa.
—Veamos —murmuró suspendiendo una mano sobre los instrumentos— ¿con qué empezamos? —cogió una aguja provista de un mango, se estiró hacia delante, agarrando firmemente con la otra mano la empuñadura del bastón, y palpó delicadamente los dientes del asesino.
Un conjunto nada atractivo, desde luego. Creo que si me dieran a elegir, preferiría mis dientes a éstos
.
—Pero qué espanto, si están hechos una pena. Podridos de arriba abajo. No es de extrañar que te apeste el aliento. Es imperdonable en un hombre de tu edad.
—Aaay —aulló el prisionero al tocar Glokta un nervio. Trató de hablar, pero con las tenacillas encajadas en la boca, lo que dijo resultaba tan ininteligible como las palabras del Practicante Frost.
—Silencio ahora, ya tuviste antes la oportunidad de hablar. Puede que más adelante te demos otra. Todavía no he tomado una decisión al respecto —Glokta dejó la aguja en la mesa y sacudió la cabeza con gesto compungido—. Tienes los dientes hechos un desastre. Un auténtico asco. Yo diría que están a punto de caerse por sí solos. Sabes una cosa —dijo mientras cogía de la mesa un martillito y un cincel—, estoy seguro de que te sentirás mucho mejor sin ellos.
Una mañana gris en la gélida humedad de los bosques, y allí sentado estaba el Sabueso, pensando en tiempos mejores. Sentado y ocupado con el asador, dándole de vez en cuando una vuelta, haciendo lo posible para que la espera no le pusiera demasiado nervioso. La actitud de Tul Duru no se lo estaba poniendo nada fácil. Avanzaba a grandes zancadas por la hierba hasta las viejas piedras y luego volvía a empezar, desgastando tontamente sus enormes botas y dando muestras de no tener más paciencia que un lobo en celo. El Sabueso se fijó en los pisotones que pegaba: plom, plom, plom. Había aprendido hace mucho que los grandes luchadores sólo sabían hacer una cosa: luchar. Para todo lo demás, para esperar sobre todo, eran unos perfectos inútiles.
—Oye Tul, ¿por qué no te sientas un rato? —masculló el Sabueso—. Hay un montón de piedras buenas para eso. Aquí arrimado al fuego se está más caliente. Para ya de dar sacudidas con esos pedazos de pies que tienes, me pones nervioso.
—¿Que me siente? —tronó el gigantón, acercándose al Sabueso hasta cernirse sobre él como si fuera un maldito edificio— ¿Cómo quieres que me siente y cómo puedes estar sentado tú? —frunció sus pobladas cejas y lanzó una mirada torva a las ruinas y a los árboles que había detrás—. ¿Seguro que es éste el sitio?
—Seguro —el Sabueso echó una mirada a las piedras derrumbadas. Mierda, ojalá no estuviera equivocado. Claro que tampoco podía negar que de momento nadie había dado señales de vida—. Ya llegarán, no te preocupes. —Mientras no les hubieran matado a todos, pensó, pero tuvo la sensatez de no decirlo. El tiempo que llevaba marchando con Tul Duru, Cabeza de Trueno, le había enseñado una cosa: no era un hombre al que conviniera buscar las cosquillas. A no ser que a uno no le importara acabar con la cabeza rota.
—Sólo te digo una cosa, más vale que vengan pronto —las manazas de Tul se cerraron formando unos puños capaces de partir una roca en dos—. ¡No me hace ninguna gracia estar aquí parado dándole el culo al viento!
—Ni a mí —dijo el Sabueso mostrándole la palma de las manos en un intento desesperado de que las cosas no se salieran de madre—. Venga, grandullón, no te inquietes. No tardarán en aparecer, todo va a salir según lo planeamos. Éste es el sitio —echó un ojo al cebón, que crepitaba sobre el fuego chorreando una grasa de aspecto muy suculento. La boca se le hacía agua y su olfato estaba impregnado del aroma de la carne y... de algo más. Era sólo un olorcillo, pero... Alzó la cabeza y venteó el aire.
—¿Hueles algo? —inquirió Tul, escrutando el bosque.
—Puede ser —el Sabueso se inclinó y posó una mano sobre su arco.
—¿Qué es? ¿Shanka?
—No estoy seguro, puede —de nuevo volvió a olfatear el aire. Olía a hombre, un olor acre y fuerte.
—¡Malditos cabrones, podría haberos matado a los dos!
El Sabueso se volvió tan deprisa que a punto estuvo de desplomarse y de que se le cayera el arco de las manos. Detrás de él, a no más de diez zancadas en la dirección del viento, se encontraba Dow el Negro avanzando sigilosamente hacia la hoguera. Pegado a su hombro venía Hosco, con el mismo semblante inexpresivo de siempre.
—¡Maldita sea! —aulló Tul— ¡No aparezcáis así, casi me cago encima!
—Estupendo —repuso Dow con sorna—. No te vendría mal perder un poco de grasa.
El Sabueso respiró hondo y dejó el arco en el suelo. Era un alivio saber que después de todo sí que estaban en el lugar convenido, aunque desde luego hubiera preferido ahorrarse el susto. Desde que vio a Logen resbalar por el borde del precipicio se sobresaltaba por cualquier cosa. Había caído al vacío sin que nadie pudiera hacer nada para impedirlo. Le podía haber ocurrido a cualquiera; un buen día la palmas y se acabó la historia.
Hosco trepó por las piedras y se sentó en una que había junto al Sabueso, al que saludó con un imperceptible movimiento de la cabeza.
—¿Carne? —ladró Dow y, apartando a Tul, se echó junto al fuego, arrancó una de las piernas del cebón y la desgarró de una dentellada.
Eso fue todo. No hubo más efusiones tras haberse pasado más de un mes separados.
—Está claro, quien tiene un amigo tiene un tesoro —dijo entre dientes el Sabueso.
—¿Cómo dices? —le espetó Dow, girando hacia él sus gélidos ojos, con la boca llena de cebón y su barbilla mal afeitada reluciente de grasa.
El Sabueso volvió a abrir las manos.
—Nada que pueda ofenderte —el tiempo que llevaba con Dow le había enseñado una cosa: antes que enfadar a aquel hijo de la gran puta era preferible rebanarse uno mismo el pescuezo—. ¿Algún problema mientras estuvimos separados? —preguntó para cambiar de tema.
Hosco asintió.
—Alguno.
—¡Los cabrones de los Cabezas Planas! —refunfuñó Dow, salpicando la cara del Sabueso con una lluvia de trozos de carne— ¡Esos hijos de puta andan por todas partes! —blandió la pata del cebón por encima de la hoguera como si fuera la hoja de una espada—. ¡Ya estoy harto de toda esta mierda! ¡Me vuelvo al sur! ¡Aquí hace un frío de cojones y está lleno de Cabezas Planas! ¡Los muy cabrones! ¡Me voy al sur!
—¿Tienes miedo? —inquirió Tul.
Dow se volvió hacia él con una sonrisa biliosa, y el Sabueso hizo una mueca de dolor. A quién se le ocurre hacer una pregunta tan tonta. Dow el Negro no había tenido miedo en su vida. Esa palabra no tenía ningún significado para él.
—¿Miedo de unos cuantos Shanka? ¿Yo? —Y soltó una risa agria—. Mientras vosotros dos roncabais, nosotros estábamos dándoles una buena lección. Les preparamos un lecho bien caliente para que pudieran dormir a gusto. Caliente de cojones.
—Los quemamos —masculló Hosco. Con aquello ya había cumplido su cupo de conversación de un día.
—Quemamos una pila entera de ellos —siseó Dow con una sonrisa, como si imaginar un montón de cadáveres ardiendo fuera el chiste más gracioso del mundo—. Ni me asustan ellos ni me asustas tú, grandullón, pero no pienso quedarme aquí sentado esperando a que a Tresárboles le dé por levantar su fofo culo de la cama. ¡Me voy al sur! —Y, dicho aquello, arrancó con los dientes otro trozo de carne.
—¿Quién has dicho que tiene el culo fofo?
El Sabueso sonrió al ver a Tresárboles acercarse al fuego a grandes zancadas. Se puso de pie y estrechó la mano de su viejo camarada. Forley el Flojo venía con él, y el Sabueso le dio una palmada en la espalda mientras pasaba a su lado. Casi le derriba, pero es que estaba muy contento de ver que todos seguían vivos y que habían logrado sobrevivir un mes más. Además, tampoco les venía mal tener a alguien que pusiera un poco de orden en el campamento. Por una vez se los veía a todos contentos, intercambiando sonrisas, apretones de mano y todo ese tipo de cosas. A todos menos a Dow, por supuesto. Seguía sentado, mirando el fuego, chupando un hueso y con la cara más agria que la leche pasada.
—Es una alegría volver a veros, muchachos, y de una pieza, por si fuera poco —Tresárboles se sacó de los hombros su enorme rodela y la apoyó en los restos de un muro en ruinas—. ¿Cómo estáis?
—Con un frío de cojones —dijo Dow sin molestarse en levantar la vista—. Nos vamos al sur.
El Sabueso suspiró. Apenas llevaban unos segundos todos juntos y ya había empezado la gresca. Ahora que Logen no estaba allí para poner orden iba a ser una cuadrilla muy difícil de gobernar. Muy difícil, y con una peligrosa propensión al derramamiento de sangre. Pero Tresárboles no se apresuró a responder. Se tomó un momento para pensárselo. Era una de esas personas a las que les gusta tomarse su tiempo. Por eso era tan peligroso.
—Al sur dices, ¿eh? —dijo Tresárboles tras haberse pasado cerca de un minuto dándole vueltas al asunto—. ¿Y se puede saber cuándo se ha tomado esa decisión?
—No hay nada decidido —dijo el Sabueso extendiendo una vez más las palmas de las manos. Tenía la impresión de que de ahora en adelante iba a tener que recurrir a ese gesto con mucha frecuencia.
Tul Duru dirigió una mirada torva a la espalda de Dow.
—Absolutamente nada —tronó, indignado de que alguien hubiera decidido por él.
—Si es nada, me vale —dijo Tresárboles con la misma lentitud y firmeza con que crece la hierba—. Si no recuerdo mal, aquí las cosas se deciden votando.
Dow no necesitó ni un instante para pensárselo. No era de los que se tomaban su tiempo. Por eso era tan peligroso. Arrojó el hueso al suelo y, levantándose de un salto, se encaró con Tresárboles lanzándole una mirada retadora.
—¡He dicho... al sur! —gruñó con unos ojos tan hinchados como los borbotones de un potaje.
Tresárboles no dio ni un paso atrás. No era propio de él. Pero se tomó un tiempo y, luego, dio un paso adelante hasta que su nariz y la de Dow casi se tocaron.
—Si querías ser tú el que llevara la voz cantante deberías haber vencido a Logen en lugar de haber perdido como nos ocurrió a todos los demás.
Al oír aquello, el rostro de Dow se tornó tan oscuro como el alquitrán. No le hacía gracia que le recordaran sus derrotas.
—¡El Sanguinario ha vuelto al barro! —le espetó—. El Sabueso lo vio, ¿verdad?
El Sabueso tuvo que asentir.
—Sí, es verdad —masculló.
—¡Así que no hay más que hablar! ¡No hay ninguna razón para que nos quedemos al norte de las montañas mientras los Cabezas Planas andan pisándonos el culo! ¡Nos vamos al sur!
—Puede que Nuevededos esté muerto —dijo Tresárboles con el rostro pegado al de Dow—, pero tu deuda sigue en pie. Nunca entenderé por qué consintió que un inútil como tú siguiera con vida, pero te recuerdo que fue a mí a quien nombró su segundo —y dándose un golpe en el pecho, añadió—, ¡y eso significa que quien lleva la voz cantante soy yo! ¡Yo y nadie más!
El Sabueso dio un paso atrás en previsión de lo que pudiera ocurrir. Aquellos dos no iban a tardar en ponerse a soltar golpes y no quería salir del tumulto con una nariz ensangrentada. No sería la primera vez. Forley terció para intentar mantener la paz.
—Vamos, amigos —dijo con voz suave—, no os pongáis así —es posible que lo de matar no se le diera muy bien, pero Forley era el mejor a la hora de evitar que la gente se matara entre sí. El Sabueso le deseó la mejor de las suertes—. Venga, por qué no...
—¡Cierra la maldita boca! —le espetó Dow apuntando un dedo mugriento a la cara de Forley—. ¡Tú sí que no pintas un carajo, Flojo!
—¡Déjale en paz! —tronó Tul poniendo su gigantesco puño bajo la barbilla de Dow— ¡O te daré una buena razón para que sigas chillando!