La voz de las espadas (24 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—¿Ha dormido bien, maese Nuevededos? —Wells se encontraba en el umbral mirando hacia el balcón.

—Como un niño —Logen no se sintió capaz de decirle al viejo mayordomo que había dormido al aire libre. El primer día había probado la cama, pero le había resultado imposible acostumbrarse a la comodidad del colchón y al abrigo de las mantas, y se había pasado toda la noche dando vueltas. Luego había probado el suelo. Había supuesto una ligera mejora. Pero el aire le seguía pareciendo demasiado confinado, insípido, viciado. Las pesadas piedras del techo se le venían encima como si fueran a aplastarle. Sólo cuando se tumbó en las duras losas del balcón, abrigado con su vieja zamarra y bajo la única cobertura de las nubes y las estrellas, consiguió conciliar el sueño. No es fácil romper con ciertos hábitos.

—Tiene visita —dijo Wells.

—¿Yo?

La cabeza de Malacus Quai asomó por el marco de la puerta. Tenía los ojos un poco menos hundidos y sus ojeras ya no estaban tan marcadas. Su piel tenía un poco más de color y sus huesos un poco más de carne. Ya no parecía un cadáver, solamente un poco demacrado y enfermizo, más o menos como cuando se encontraron la primera vez. Logen supuso que el aprendiz no debía de tener nunca un aspecto más saludable que ese.

—¡Ja! —rió Logen— ¡Has sobrevivido!

El aprendiz avanzó hacia él asintiendo con gesto cansado. Iba envuelto en una gruesa manta que arrastraba por el suelo y le impedía caminar con soltura. Entró en el balcón y se quedó parpadeando y aspirando el frescor del aire matinal.

Logen no se había imaginado que se alegraría tanto de verlo. Pecando tal vez de un exceso de cordialidad, le palmeó en la espalda como si fuera un viejo camarada. El aprendiz se tambaleó, se enredó los pies con la manta y, de no haberle sostenido Logen con un brazo, habría ido a parar al suelo.

—Me parece que todavía no estoy listo para el combate —musitó Quai esbozando una sonrisa.

—Tienes mucho mejor aspecto que la última vez que te vi.

—También usted. Veo que ha perdido la barba y también el olor. Con unas cuantas cicatrices menos parecería casi un ser civilizado.

Logen alzó las manos.

—Eso jamás.

Wells se agachó para traspasar el umbral y salió a la brillante luz matinal. En una mano traía un trapo enrollado y un cuchillo.

—¿Me permite que eche un vistazo a ese brazo, maese Nuevededos?

Logen ya casi se había olvidado del corte. No había sangre fresca en la venda, y cuando se la quitaron, apareció una larga costra de un marrón rojizo, bordeada de piel rosácea, que casi le llegaba desde la muñeca hasta el codo. No dolía, sólo picaba un poco. La costra atravesaba dos cicatrices anteriores. Si no recordaba mal, una de ellas, una auténtica obra de arte de bordes irregulares y color grisáceo, se la había hecho combatiendo con Tresárboles hacía un montón de años. Logen sonrió al recordar la tunda que se habían propinado el uno al otro. La segunda, que se encontraba algo más arriba y no resaltaba tanto, no recordaba cuándo se la había hecho. Ocasiones, desde luego, no le habían faltado.

Wells se inclinó y examinó la carne que rodeaba la herida mientras Quai se asomaba disimuladamente por encima de su hombro.

—Va bastante bien. Cicatriza usted rápido.

—Tengo mucha práctica.

Wells levantó la vista y examinó el corte que tenía Logen en la cara, que ya se había convertido en otra tenue línea rosada.

—Ya veo. ¿Me tomaría por un idiota si le aconsejara que en el futuro procurara evitar los objetos punzantes?

Logen soltó una risotada.

—Lo crea o no, siempre he procurado evitarlos. Pero, por más empeño que pongo, siempre se las arreglan para dar conmigo.

—En fin, espero que éste sea el último vendaje que necesite —dijo el viejo sirviente, y, acto seguido, cortó un trozo de trapo y envolvió cuidadosamente el antebrazo de Logen.

—Yo también —dijo Logen mientras doblaba los dedos—. Yo también —pero tenía serias dudas.

—Pronto estará listo el desayuno —Wells los dejó a solas en el balcón.

Permanecieron un rato en silencio hasta que de pronto sopló desde el valle una racha de viento frío. Quai se estremeció y se arropó con la manta.

—Allí... en el lago. Podía haberme abandonado. Yo mismo me habría abandonado.

Logen frunció el ceño. Hubo una época en que lo habría hecho sin pensárselo dos veces, pero las cosas cambian.

—En tiempos abandoné a muchas personas. Pero supongo que estoy harto del mal cuerpo que te deja.

El aprendiz frunció la boca y su vista se perdió en el valle, en los bosques, en las lejanas montañas.

—Nunca antes había visto matar a un hombre.

—Mejor para ti.

—Usted ha visto muchas muertes, ¿verdad?

Logen torció el gesto. De joven, le hubiera encantado responder a esa pregunta. Se habría jactado como un fanfarrón, habría enumerado uno por uno todos los combates en los que había tomado parte, todos los Grandes Guerreros a los que había dado muerte. Ya no sabía decir cuándo se había secado aquel orgullo. Había ocurrido muy poco a poco. A medida que las guerras se fueron volviendo cada vez más sangrientas, a medida que las causas se convertían en meras excusas, a medida que los amigos habían ido volviendo uno por uno al barro. Logen se rascó la oreja y se palpó la muesca que le había dejado la espada de Tul Duru hacía ya tanto tiempo. Podría haberse callado. Pero, por alguna razón, sentía la necesidad de sincerarse.

—He combatido en tres campañas —comenzó—. En siete encarnizadas batallas. En innumerables incursiones, escaramuzas y defensas desesperadas, en todo tipo de acciones sangrientas. He combatido en medio de ventiscas, bajo el azote de los vientos, en mitad de la noche. No ha habido un solo momento de mi vida en que no estuviera luchando con uno u otro enemigo, con uno u otro amigo. Nunca he conocido nada más. He visto matar a un hombre por una palabra, por una mirada, por cualquier tontería. En cierta ocasión, la mujer de un tipo al que había matado me atacó con un cuchillo y la arrojé a un pozo. Y eso no es ni mucho menos lo peor que he hecho. La vida para mí tenía el mismo valor que una mota de polvo. Menos seguramente. Luché en diez combates singulares y los gané todos, pero siempre combatí en el bando equivocado y por razones equivocadas. He sido implacable, brutal, cobarde. He apuñalado a hombres por la espalda, los he quemado vivos, los he ahogado, los he machacado contra una roca. Los he matado mientras dormían, mientras estaban desarmados, mientras trataban de huir. Yo mismo he huido en más de una ocasión. Me he orinado encima de miedo. He rogado con lágrimas en los ojos que no me mataran. Me han herido gravemente en innumerables ocasiones y he gritado y berreado como un bebé al que su madre le retira la teta. Estoy convencido de que el mundo habría sido un lugar más habitable si me hubieran matado hace muchos años, pero no ha sido así, y, la verdad, no logro entender por qué —bajó la vista y miró sus manos, limpias y rosadas sobre la piedra—. Hay pocos hombres que tengan las manos más manchadas de sangre que yo. De los que yo conozco, ninguno. Mis enemigos me llaman el Sanguinario, y tengo muchos. Muchos enemigos y cada vez menos amigos. La sangre sólo trae más sangre. Ahora me sigue a todas partes como si fuera mi sombra, y al igual que sucede con mi sombra, nunca podré librarme de ella. Además, no sería justo. Me lo he ganado. Me lo merezco. Yo me lo busqué. Es mi condena.

Eso fue todo. Logen soltó un suspiro entrecortado y se quedó contemplando el lago. No se sentía capaz de mirar al hombre que tenía a su lado, no quería ver la expresión de su rostro. ¿A quién puede agradarle saber que anda en compañía del Sanguinario? De un hombre que ha causado más muertes que una epidemia y con idéntica o mayor indiferencia. Con todos esos cadáveres de por medio ya no podrían ser amigos.

Sintió la mano de Quai palmeándole el hombro.

—Bueno, bueno —dijo el aprendiz sonriendo de oreja a oreja—, el caso es que a mí me salvó la vida, y yo le estoy infinitamente agradecido por ello.

—Este año he salvado a un hombre y sólo he matado a cuatro, he vuelto a nacer —los dos se rieron a gusto. Un alivio.

—Hombre, Malacus, de modo que ya está otra vez con nosotros.

Se dieron la vuelta. Quai, tropezando con la manta y con un leve gesto de angustia. El Primero de los Magos, vestido con una larga camisa blanca que llevaba arremangada hasta los codos, se encontraba de pie en el umbral. A Logen seguía pareciéndole que tenía más pinta de carnicero que de Mago.

—Maestro Bayaz... esto... ahora mismo iba a ir a verle —tartamudeó Quai.

—¡No me diga! Entonces ha sido una suerte para los dos que se me haya ocurrido pasarme por aquí —el Mago entró en el balcón—. Se me ocurre que un hombre que se encuentra lo bastante bien para hablar, reír y aventurarse a salir fuera con el fresco que hace debe de encontrarse también lo bastante sano para leer, estudiar y desarrollar su minúsculo cerebro. ¿A usted qué le parece?

—Indudablemente...

—¡Indudablemente, sí! Dígame, ¿progresa usted en sus estudios? —al desdichado aprendiz se le veía bastante confuso—. A decir verdad, me parece que están un tanto... ¿estancados?

—¿No progresó su lectura de los
Principios del Arte
de Juvens mientras anduvo perdido por las colinas a causa del mal tiempo?

—Hummm... no mucho... la verdad.

—¿Y qué me dice de su conocimiento de las historias? ¿Progresó mucho mientras maese Nuevededos le traía a la biblioteca al hombro?

—Hummm... me temo que... tampoco.

—Pero seguro que ha practicado sus ejercicios y meditaciones mientras estuvo inconsciente la semana pasada, ¿eh?

—Hummm... bueno... no, la inconsciencia me lo... mmm...

—Dígame una cosa, ¿cree que, por así decirlo, va usted bastante adelantado en sus estudios? ¿O más bien retrasado?

Quai agachó la cabeza.

—Ya estaba retrasado cuando partí.

—En tal caso, tal vez pueda decirme dónde piensa pasar el resto del día.

El aprendiz levantó la vista esperanzado.

—¿En mi escritorio?

—¡Excelente! —en el rostro de Bayaz se dibujó una amplia sonrisa— ¡Iba yo a sugerírselo, pero se me ha adelantado usted! ¡Su interés por aprender dice mucho en su favor! —Quai asintió moviendo enérgicamente la cabeza y salió disparado hacia la puerta, arrastrando el faldón de la manta por las losas.

—Bethod está de camino —susurró Bayaz—. Llegará hoy mismo —a Logen se le borró la sonrisa de los labios y sintió que se le formaba un nudo en la garganta. No había olvidado su último encuentro. Se vio caído de bruces en el suelo del gran salón de Bethod en Carleon: machacado, roto, encadenado de los pies a la cabeza, chorreando sangre sobre un montón de paja y deseando una sola cosa, que acabaran con él cuanto antes. Luego, sin darle ninguna explicación, le había dejado marchar. Le arrojaron por las puertas de la fortaleza, junto con el Sabueso, Tresárboles, el Flojo y los demás, y le dijeron que no regresara nunca. Nunca. Era la primera vez que Bethod mostraba un atisbo de compasión, y Logen no albergaba ninguna duda de que también sería la última.

—¿Hoy? —preguntó, tratando de que su voz no sonara alterada.

—Sí, y bien pronto. El Rey de los Hombres del Norte. ¡Ja! ¡Será arrogante! —Bayaz miró de reojo a Logen—. Viene a pedirme un favor, y me gustaría que usted estuviera presente.

—No creo que le haga mucha gracia.

—De eso se trata.

El viento parecía más frío que antes. No volver a ver a Bethod jamás ya sería verlo demasiado pronto. Pero hay cosas que no se pueden evitar. Es mejor hacerlas sin más para no tener que vivir con ese miedo. Eso es lo que habría dicho el padre de Logen. Respiró hondo y se irguió.

—Allí estaré.

—Estupendo. Entonces ya sólo queda una cosa por hacer.

—¿El qué?

Bayaz esbozó una sonrisa cómplice.

—Va a necesitar un arma.

Los sótanos de la biblioteca eran un lugar muy seco, muy oscuro y extremadamente desconcertante. Habían subido y bajado escaleras, doblado recodos, atravesado varias puertas, tirado unas veces a la izquierda, otras a la derecha. Parecía una madriguera laberíntica. Logen confiaba no perder de vista la tenue luz de la antorcha del Mago, porque, si no, podía pasarse el resto de sus días encerrado debajo de la biblioteca.

—Un ambiente muy seco el de aquí abajo, muy seco, sí, señor —iba diciendo para sí Bayaz. Al hablar su voz resonaba por los pasadizos fundiéndose con el suave golpeteo de sus pisadas—. No hay nada peor para los libros que la humedad —de pronto, se detuvo delante de una pesada puerta—. Ni para las armas —empujó levemente la puerta, que se abrió sin hacer ruido—. ¿Ha visto? ¡Llevaba años sin abrirse, pero los goznes siguen estando tan suaves como la mantequilla! ¡A eso le llamo yo un trabajo bien hecho! ¿Por qué nadie se preocupará ya por hacer bien las cosas? —Bayaz pasó adentro sin esperar respuesta y Logen lo siguió.

La antorcha del Mago iluminó una alargada sala de techo bajo y muros labrados con sillares de piedra basta cuyo fondo se perdía entre las sombras. Una sucesión de baldas y estantes se alineaba a ambos lados de la sala y el suelo estaba repleto de cajas y percheros, todo ello lleno a rebosar con un caótico conjunto de armas y armaduras. Mientras Bayaz avanzaba por el enlosado sorteando armas y echando un vistazo a su alrededor, las hojas, las puntas y las pulidas superficies de madera y metal atrapaban la luz vacilante de la antorcha.

—Hermosa colección —murmuró Logen mientras seguía al Mago por en medio de aquel desorden.

—Un montón de chatarra, en su mayor parte, pero debe de haber alguna que otra cosa que valga la pena —Bayaz cogió el casco de una avejentada armadura de chapa dorada y lo contempló con el ceño fruncido—. ¿Qué le parece esto?

—Las armaduras no son lo mío.

—No, claro, no es usted esa clase de persona. Ningún problema si se va a caballo, supongo, pero un incordio si hay que marchar a pie —arrojó el casco al perchero de donde lo había cogido y, luego, miró pensativamente la armadura—. Una vez que se ha metido uno dentro, ¿cómo se orina?

Logen frunció el ceño.

—Mmm... —dijo, pero Bayaz avanzaba ya por la sala llevándose consigo la luz.

—Debe haber utilizado un buen número de armas en su época, maese Nuevededos. ¿Tiene alguna preferencia?

—La verdad es que no —dijo Logen agachándose para no darse con una alabarda roñosa que sobresalía de un perchero—. Un campeón nunca sabe con qué arma se le va a pedir que combata.

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