La voz de las espadas (26 page)

Read La voz de las espadas Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
5.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y bien? —inquirió Bethod.

Bayaz levantó la vista al techo y expulsó una tenue nube de humo amarillento. Caurib miraba al Mago de arriba abajo con una gélida expresión de desprecio, Scale se revolvía inquieto, Bethod aguardaba con los ojos entrecerrados. Finalmente, Bayaz exhaló un hondo suspiro.

—Muy bien, estoy de tu lado.

El semblante de Bethod se iluminó con una sonrisa, y Logen se sintió acometido por una honda decepción. Había esperado otra cosa del Primero de los Magos. Maldito idiota, cuándo aprendería a dejar de tener esperanzas.

—Bien —murmuró el Rey de los Hombres del Norte—, sabía que al final verías las cosas a mi manera —luego se repasó los labios con la lengua, como un hombre al que acabaran de traer un suculento plato de comida —. Voy a invadir Angland.

Bayaz alzó una ceja, soltó una risita y, a continuación, estampó un puñetazo en la mesa.

—¡Ésa sí que es buena, buena de verdad! No crees que a tu reino le siente demasiado bien la paz, ¿no es así Bethod? Los clanes no están acostumbrados a ser aliados, ¿verdad? Se odian entre sí y también te odian a ti, ¿me equivoco?

—Bueno —sonrió Bethod—, digamos que andan un poco revueltos.

—¡Apuesto a que sí! Pero si se les lanza contra la Unión, actuarán como una sola nación, ¿eh? Unidos contra el enemigo común, cómo no. ¿Y si ganas? ¡Serás el hombre que logró lo que todo el mundo creía imposible! ¡El hombre que expulsó a los malditos sureños del Norte! Te amarán o, cuando menos, te temerán más que nunca. Y, si pierdes, bueno, al menos mantuviste ocupados a los clanes durante un tiempo y, de paso, socavaste su poder. ¡Ya recuerdo por qué solía apreciarte! ¡Es un plan magistral!

Bethod sonreía ufano.

—Por supuesto. Y además no podemos perder. La Unión es débil, arrogante y no está preparada. Con tu ayuda...

—¿Mi ayuda? —le interrumpió Bayaz—. Me parece que estás yendo demasiado lejos.

—Pero tú...

—Oh, eso —el Mago se encogió de hombros—. Soy un mentiroso.

Bayaz se llevó la pipa a la boca. Durante unos instantes reinó un tenso silencio. Luego los ojos de Bethod se entornaron. Los de Caurib se dilataron. Las pobladas cejas de Scale se arrugaron en un gesto de desconcierto. Y la sonrisa volvió a los labios de Logen.

—¿Un mentiroso? —siseó la hechicera—. ¡Algo más que eso, diría yo! —su voz seguía teniendo un tono musical, pero la melodía que entonaba ahora era muy diferente: dura, chirriante, mortíferamente afilada—. ¡Viejo gusano! ¡Te escondes detrás de tus muros, de tus sirvientes, de tus libros! ¡Tu tiempo ha pasado, maldito iluso! ¡No eres más que polvo y palabras! —el Primero de los Magos frunció tranquilamente la boca y echó una bocanada de humo—. ¡Palabras y humo, viejo gusano! Ya veremos quién ríe el último. ¡Asaltaremos tu biblioteca! —el Mago depositó la pipa en la mesa con sumo cuidado y una rosca de humo emergió de la cazoleta—. ¡Caeremos sobre tu biblioteca, derribaremos a golpes sus muros, pasaremos por la espada a tus sirvientes y arrojaremos tus libros al fuego! Hasta que...

—Silencio —Bayaz la miraba con una expresión aún más torva que la que había empleado con Calder en el patio hacía unos días. Logen volvió a sentir de nuevo un apremiante deseo de apartarse, pero en esta ocasión de forma aún más acusada si cabe. Casi sin darse cuenta se encontró mirando a su alrededor en busca de un lugar donde ocultarse. Los labios de Caurib seguían moviéndose, pero lo único que salía de ellos era un balbuceo incoherente.

—¿Derribar mis muros, dices? —murmuró Bayaz. Sus cejas grises se curvaron hacia dentro y unos profundos surcos se le dibujaron sobre el caballete de la nariz.

—¿Matar a mis sirvientes, dices? —inquirió Bayaz. A pesar de los leños que ardían en la chimenea, el aire de la sala estaba helado.

—¿Quemar mis libros, dices? —tronó Bayaz—. ¡Eso es mucho decir, bruja! —las rodillas de Caurib se doblaron. Se agarró al marco de la puerta con una de sus blancas manos y sus abalorios tintinearon mientras se derrumbaba contra la pared.

—¿Palabras y polvo, eso dices que soy? —Bayaz alzó cuatro dedos—. Cuatro obsequios obtuviste de mí, Bethod: el sol en invierno, una tormenta en verano y dos cosas más que nunca habrías conocido sin mi arte. ¿Y qué he obtenido yo a cambio, eh? Este lago y este valle, que ya me pertenecían de antes, eso, y una sola cosa más —los ojos de Bethod miraron brevemente a Logen y luego se desviaron—. ¿Sigues en deuda conmigo, y, a pesar de eso, me envías mensajeros, me vienes con exigencias, te atreves a
darme
órdenes? No es ése el concepto que yo tengo de la cortesía.

Scale ya había recuperado el hilo y parecía como si los ojos fueran a salírsele de las órbitas.

—¿Cortesía? ¿Qué le importa a un Rey la cortesía? ¡Un Rey toma lo que quiere! —y, dando un pisotón, avanzó hacia la mesa.

En materia de tamaño y crueldad, Scale, sin duda, daba la talla. No sería fácil encontrar un hombre más adecuado para propinar una patada a alguien que estuviera caído en el suelo. Pero Logen, de momento, no lo estaba; lo que sí que estaba era harto de oír a aquel presuntuoso patán. Dio un paso adelante y se interpuso en su camino, posando una mano sobre la empuñadura de su espada.

—Quieto ahí.

El Príncipe clavó sus ojos saltones en Logen, alzó uno de sus macizos puños y apretó los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—¡No me tientes Nuevededos! ¡Tus días han terminado, maldito perro! ¡Puedo cascarte como a un huevo!

—Puedes intentarlo si quieres, pero no tengo intención de permitírtelo. Sabes cómo trabajo. Un paso más y me pondré a trabajar contigo, maldito puerco seboso.

—¡Scale! —le espetó Bethod—. Está claro que no se nos ha perdido nada aquí. Nos vamos —el gigantesco príncipe encajó sus enormes mandíbulas, abrió y cerró los puños y dejó caer los brazos mientras lanzaba a Logen una mirada teñida del odio más brutal que pueda imaginarse. Luego rió desdeñosamente y retrocedió unos pasos.

Bayaz se inclinó hacia delante.

—Dijiste que traerías la paz al Norte, Bethod, ¿y cuál ha sido el resultado? ¡Una guerra detrás de otra! ¡Tu orgullo y tu brutalidad han desangrado al país! ¿El Rey de los Hombres del Norte? ¡Ja! ¡No mereces mi ayuda! ¡Pensar que en tiempos deposité en ti mis esperanzas!

Bethod se limitó a arrugar el ceño mientras a sus ojos asomaba una expresión tan gélida como el diamante que llevaba en la frente.

—Me has convertido en tu enemigo, Bayaz, y soy muy mal enemigo. El peor que existe. Te arrepentirás de lo que has hecho hoy —luego volcó su desprecio en Logen—. Y en cuanto a ti, Nuevededos, ¡no esperes nunca más mi clemencia! ¡A partir de ahora no habrá un hombre en el norte que no sea tu enemigo! ¡Te odiarán, te darán caza, te maldecirán allá donde vayas! ¡Ya me encargaré yo de que sea así!

Logen se encogió de hombros. Aquello no suponía ninguna novedad. Bayaz se levantó de su silla:

—¡Ya has dicho todo lo que tenías que decir. Ahora, coge a tu bruja y lárgate de aquí!

Caurib, resollando y dando tumbos, fue la primera en salir. Scale lanzó una última mirada a Logen y luego se dio media vuelta y se fue dando pisotones. El presunto Rey de los Hombres del Norte, tras hacer una leve inclinación de cabeza y barrer la sala con una mirada asesina, salió también. Cuando sus pasos se perdieron por el pasillo, Logen respiró hondo, procuró tranquilizarse un poco y soltó la mano de la empuñadura.

—Bueno —dijo alegremente Bayaz—, todo ha salido a pedir de boca.

Una calle entre dos dentistas

Era más de medianoche y la Vía Media estaba oscura y bastante maloliente. Siempre olía mal en las proximidades de los muelles: a agua salada, a peces podridos, a alquitrán, a sudor, a excrementos de caballo. Dentro de unas pocas horas esa misma calle sería un hervidero de ruido y actividad. Vociferantes tenderos, estibadores maldiciendo bajo el peso de sus cargas, mercaderes pululando de acá para allá, cientos de carros y carretas traqueteando sobre la capa de mugre del adoquinado. Habría una auténtica marea humana subiendo o bajando en tropel de los barcos, gentes llegadas de todas las partes del mundo, profiriendo gritos en todas las lenguas imaginables. Pero de noche reinaba la calma. La calma y el silencio.
Un silencio sepulcral y un olor tan fétido como el de una tumba
.

—Es por aquí —dijo Severard dirigiéndose hacia la entrada de un sombrío callejón encajonado entre dos imponentes almacenes.

—¿Os ha causado muchos problemas? —preguntó Glokta mientras le seguía arrastrando penosamente la pierna.

—No muchos —el Practicante se ajustó la máscara para que le entrara un poco de aire por detrás.
Con todo el aliento y el sudor que se acumula ahí dentro debe de ponerse muy pegajosa. No es de extrañar que los Practicantes suelan tener mal genio
—. La tomó con el colchón de Rews; lo cosió a puñaladas. Entonces Frost le soltó un mamporro en la cabeza. Es curioso, pero basta que ese muchacho le suelte a alguien un golpe en la cabeza para que de inmediato se le quiten todas las ganas de causar problemas.

—¿Y qué hay de Rews?

—Sigue con vida —la luz de la lámpara de Severard iluminó un montón de restos de comida podrida. Glokta oyó el chillido de unas ratas que salían huyendo en medio de la oscuridad.

—Te conoces los mejores barrios de la ciudad, ¿eh Severard?

—Para eso me paga, Inquisidor —su sucia bota negra pisó inadvertidamente la pestilente papilla. Glokta se levantó los faldones del abrigo con la mano que tenía libre y la esquivó renqueando—. Yo me crié bastante cerca de este barrio —prosiguió el Practicante—. La gente de por aquí no suele hacer preguntas.

—Exceptuándonos a nosotros. —
Nosotros siempre tenemos alguna pregunta que hacer
.

—Claro —Severard dejó escapar una risa apagada—. Por algo somos la Inquisición. —Su lámpara iluminó una verja abollada que flanqueaba un muro erizado de roñosos pinchos—. Aquí es. —
Qué bien, nuestra nueva dirección tiene un aspecto muy prometedor
. Era evidente que a la verja no se le daba demasiado uso, sus goznes parduzcos emitieron un chillido de protesta cuando el Practicante giró la llave y la abrió de un tirón. Glokta tuvo que realizar una incómoda maniobra para salvar un charco que se había formado en un surco del suelo y, al ver que el faldón de su gabán se arrastraba por las aguas estancadas, profirió una maldición.

Los goznes volvieron a chirriar mientras Severard, con la frente arrugada por el esfuerzo, bregaba con la pesada verja para volver a cerrarla. Luego levantó la visera del farol e iluminó un amplio patio profusamente ornamentado cuyo suelo estaba invadido de escombros, trozos de madera y malas hierbas.

—Ya hemos llegado —dijo Severard.

En tiempos debió de ser un edificio magnífico, en su estilo.
¿Cuánto habrán costado todas esas ventanas? ¿O esas decoraciones en piedra? Quienes lo visitaban debían de quedar impresionados por la riqueza de su propietario, aunque no tanto por su buen gusto
. Pero ya no, desde luego. Las ventanas estaban cegadas con planchas de madera carcomida, las volutas de piedra estaban comidas por el musgo y salpicadas de excrementos de pájaro. El fino revestimiento de mármol verde de los pilares se encontraba cuarteado y lleno de descascarillados por los que asomaba la escayola podrida que había debajo. No había nada que no estuviera desmoronado, cascado o en un avanzado estado de deterioro. Por todas partes había trozos caídos de la fachada que proyectaban alargadas sombras sobre los altos muros del patio. La cabeza partida de un angelote miró desconsoladamente a Glokta desde el suelo cuando pasó renqueando a su lado.

Había esperado encontrarse con un lúgubre almacén o un sótano frío y húmedo próximo al agua.

—¿Qué clase de lugar es éste? —preguntó alzando la vista para mirar el ruinoso palacio.

—Lo construyó hace años un mercader —Severard apartó de una patada un fragmento de escultura, que rodó retumbando por el patio y se perdió en la oscuridad—. Un hombre rico, muy rico. Quería residir cerca de sus almacenes y de sus embarcaderos para tener el negocio vigilado —ascendió unos agrietados escalones cubiertos de musgo para dirigirse a un descascarillado portalón—. Pensó que a lo mejor cundía el ejemplo. ¿A quién se le ocurre? ¡Nadie viviría en un sitio como éste a menos que no le quedara más remedio! Luego, como suele ocurrirles a los mercaderes, se arruinó. A sus acreedores no les está resultando nada fácil encontrar un comprador.

Glokta se fijó en una fuente rota que se encontraba vencida hacia un lado y estaba medio llena de agua estancada.

—No es de extrañar.

La lámpara de Severard apenas lograba horadar las tinieblas del vasto vestíbulo. Dos enormes escaleras curvas a medio derrumbar se alzaban frente a ellos envueltas en sombras. Una amplia galería recorría los muros a la altura del primer piso, pero buena parte de ella se hallaba hundida y sobresalía entre los húmedos tablones del suelo, cercenando una de las escaleras, que quedaba suspendida sobre el vacío. Sobre el suelo húmedo se desparramaban trozos de escayola, tejas caídas, maderos astillados, todo ello cubierto por una salpicadura gris de excrementos de pájaros. A través de los numerosos agujeros del tejado asomaba el cielo nocturno. Glokta oyó el tenue sonido de unas palomas que se arrullaban entre las sombras de las vigas y un lento goteo de agua que llegaba desde alguna otra parte.

Vaya un sitio
. Glokta tuvo que reprimir una sonrisa.
En cierto modo me recuerda a mí. Los dos fuimos grandes en tiempos y los dos hemos dejado definitivamente atrás nuestros mejores años
.

—Está bien de tamaño, ¿no le parece? —preguntó Severard, cuya lámpara proyectaba oscilantes sombras mientras se abría paso entre los escombros en dirección a un enorme arco que había debajo de la escalera desmoronada.

—Yo diría que sí, siempre y cuando no tengamos más de mil prisioneros a la vez. —Glokta renqueaba tras él apoyándose con fuerza en el bastón por temor a que aquel suelo pegajoso le hiciera dar unos traspiés.
Si resbalara, me caería de culo sobre toda esa mierda de pájaro. Sería perfecto
.

El arco daba acceso a un salón ruinoso, de cuyas paredes colgaban largas tiras de escayola que dejaban al descubierto los húmedos ladrillos que había debajo. Un lúgubre vano se abría a cada uno de sus lados.
El típico lugar que pondría nervioso a un hombre propenso al nerviosismo. Inmediatamente empezaría a imaginarse desagradables presencias en las cámaras que quedan más allá de la luz del farol u horripilantes hechos que tienen lugar en la oscuridad
. Miró a Severard, que caminaba con aire desenvuelto delante de él, silbando desafinadamente bajo la máscara una melodía apenas audible, y frunció el ceño.
Pero nosotros no somos propensos al nerviosismo. Tal vez porque esas presencias desagradables somos nosotros. Tal vez porque somos nosotros los autores de esos hechos horripilantes
.

Other books

Oral Literature in Africa by Ruth Finnegan
Savage Magic by Judy Teel
The Secret History by Donna Tartt
Constable by the Sea by Nicholas Rhea
B00Z637D2Y (R) by Marissa Clarke
The Boss's Proposal by Kristin Hardy