—El Mariscal Varuz tenía otras ocupaciones hoy —hizo una pausa—. De hecho, esta mañana tuve de maestro de esgrima a tu amigo Sand dan Glokta.
—¿De veras? ¿Y qué se contaba?
—Entre otras cosas, que yo era un idiota.
—Será posible.
Jezal torció el gesto.
—Pues sí. Mira, estoy tan harto de la esgrima como lo puedas estar tú de ese libro. De eso es de lo que quería hablar con tu hermano. Estoy pensando en dejarlo.
Ardee estalló en un torrente de carcajadas. Unas carcajadas estridentes, atropelladas. Todo el cuerpo le temblaba. Parte del vino se salió del vaso y se derramó por el suelo.
—¿Qué tiene de gracioso? —inquirió Jezal.
—Verás —dijo mientras se secaba las lágrimas—, es que tenía una apuesta con Collem. Él estaba convencido de que no lo dejarías. Pero, según parece, mi fortuna acaba de incrementarse en diez marcos.
—No estoy muy seguro de que me agrade ser objeto de vuestras apuestas —dijo con acritud Jezal.
—Y yo no estoy muy segura de que me importe tres pepinos.
—Esto es serio.
—¡Qué va a serlo! —le espetó— ¡Para mi hermano sí que era serio, él no tenía elección! Nadie se fija en ti si no tienes un «dan» en tu apellido, ¡nadie sabe eso mejor que yo! Desde que estoy aquí, tú eres la única persona que me ha hecho un poco de caso, y sólo porque te lo ha pedido mi hermano. Tengo muy poco dinero y ni una sola gota de sangre azul, y eso hace que a los ojos de la gente como tú sea un cero a la izquierda. Los hombres me ignoran y las mujeres me dejan con el saludo en la boca. Nada me retiene aquí, nada ni nadie, ¿y ahora vas tú y me dices que tu vida es muy dura? ¡Por favor! Tal vez sea yo quien debiera dedicarse a la esgrima —dijo amargamente—. Pregúntale al Mariscal Varuz si aceptaría otro pupilo, ¿quieres? ¡Al menos así tendré alguien con quien hablar!
Jezal parpadeó. Aquello no era interesante. Aquello era una grosería.
—Un momento, no tienes ni idea de lo que significa tener que...
—¡Oh, deja de lloriquear! ¿Qué edad tienes? ¿Cinco añitos? ¡Anda, nene, vete con tu mamá para que te dé teta!
Jezal apenas daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿Cómo se atrevía a hablarle así?
—Mi madre está muerta —dijo. ¡Ja! Ahora se sentiría culpable y se vería obligada a pedirle disculpas. Pero no fue así.
—¿Muerta? ¡Mejor para ella, así no tendrá que soportar tus lloriqueos! Los niños ricos son todos unos malcriados. ¡No os falta de nada, pero si tenéis que hacer un pequeño esfuerzo para conseguir algo os da una pataleta! ¡Eres patético! ¡Me pones enferma!
Jezal la miraba con los ojos desorbitados. La cara le ardía como si le hubieran dado una bofetada. De hecho, habría preferido mil veces la bofetada. Jamás le habían hablado de esa forma. ¡Jamás! Era peor que lo de Glokta. Mucho peor, y mucho más inesperado. De pronto, se dio cuenta de que tenía la boca abierta. La cerró de golpe, apretó los dientes, estampó el vaso en la mesa y se levantó para irse. Cuando estaba a punto de salir, la puerta se abrió y se encontró cara a cara con el comandante West.
—¡Jezal! —dijo West, primero con un tono de sorpresa, pero, luego, tras ver a su hermana repantigada en el banco, con un deje de desconfianza—. ¿Qué haces aquí?
—Mmm... la verdad es que había venido a verte.
—¿Ah, sí?
—Sí. Pero puede esperar. Tengo cosas que hacer —y, dicho aquello, Jezal apartó a su amigo y tiró por el pasillo.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —le oyó decir a West mientras se alejaba de la habitación—. ¿Estás borracha?
La furia de Jezal iba creciendo a cada paso que daba, hasta que finalmente le dejó al borde de la asfixia. ¡Había sido objeto de una agresión! ¡Una agresión brutal y absolutamente injustificada! Se detuvo en medio del pasillo: temblando de rabia, resoplando por la nariz como si viniera de correr diez kilómetros, apretando los puños hasta hacerse daño. ¡Y de manos de una mujer! ¡De una mujer! ¡Y una plebeya, encima! ¿Cómo se había atrevido? ¡Pensar que él le había dedicado su tiempo, que le había reído las gracias, que la había encontrado atractiva! ¡Debería sentirse honrada de que se hubiera fijado en ella!
—¡Maldita zorra! —gruñó para sus adentros. Estaba tentado de darse media vuelta y decírselo a la cara, pero ya no era posible. Echó un vistazo a su alrededor para ver si había algo a lo que pudiera dar un golpe. ¿Cómo podía hacérselo pagar? ¿Cómo? Y entonces se le ocurrió.
Demostrándole que estaba equivocaba.
Ésa era la solución. Le demostraría que estaba equivocada, y también a ese cabrón tullido de Glokta. Les demostraría lo mucho que podía llegar a esforzarse. Les demostraría que no era un idiota, que no era un mentiroso, que no era un niño malcriado. Cuanto más lo pensaba, mejor le parecía la idea. ¡Ganaría el maldito Certamen, sí señor! ¡Eso haría que se les borrara la sonrisa de los labios! Embargado de una novedosa y extraña sensación, reemprendió la marcha por el pasillo.
Tenía un objetivo. Sí. Puede que aún estuviera a tiempo de echarse una carrera.
Totalmente inmóvil, en completo silencio, casi invisible en medio de las sombras, el Practicante Frost permanecía pegado a la pared como si formara parte del edificio. El albino llevaba más de una de hora con los ojos clavados en la calle de enfrente, sin moverse ni un solo milímetro, sin cambiar los pies de posición, sin respirar siquiera, o, si lo había hecho, Glokta al menos no lo había advertido.
Él, en cambio, maldecía, se revolvía incómodo, torcía el gesto, se rascaba la cara, se chupaba las encías.
¿Por qué se retrasan? Si tardan un poco más me quedaré dormido, me caeré en ese apestoso canal y me ahogaré. Un final muy apropiado
. Bajó la vista y contempló el movimiento ondulante de las aguas, malolientes, aceitosas.
Hallado un cuerpo flotando junto a los muelles, hinchado por el agua y absolutamente irreconocible
...
Frost le tocó el brazo en la oscuridad y luego señaló la calle con su dedo blanquecino. Tres hombres avanzaban lentamente hacia ellos con el andar patizambo que suelen adoptar quienes pasan mucho tiempo a bordo de un barco para que el bamboleo de la cubierta no les haga perder el equilibrio.
Bueno, ahí viene la mitad de nuestra cuadrilla. Más vale tarde que nunca
. Una vez que estuvieron en medio del puente, los tres marineros se detuvieron y se quedaron aguardando a no más de veinte pasos de donde estaban ellos. Glokta distinguía los tonos de sus voces: vulgares, desabridos, resueltos. Arrastró los pies y se pegó un poco más a la pared para que las sombras le ocultaran mejor.
De pronto, desde el lado contrario, se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban, unos pasos apresurados. Aparecieron otros dos hombres, avanzando deprisa por la calle. Uno de ellos, un tipo alto y flaco, vestido con un abrigo de pieles de aspecto caro, lanzaba miradas a su alrededor con gesto desconfiado.
Ese debe ser el ilustre sedero Gofred Hornlach. Nuestro hombre
. Su acompañante llevaba una espada al cinto y un pesado leño cargado al hombro.
Sirviente, guardaespaldas o ambas cosas a la vez. No nos interesa
. Cuando se acercaron al puente, Glokta comenzó a sentir una especie de hormigueo en el vello de la base del cuello. Hornlach intercambiaba unas palabras con uno de los marineros, un tipo con una poblada barba castaña.
—¿Listo? —le susurró a Frost. El Practicante asintió.
—¡Alto ahí, en nombre de Su Majestad! —gritó Glokta a pleno pulmón—. El sirviente de Hornlach se volvió e hizo ademán de sacar la espada, mientras el tronco que llevaba al hombro caía de golpe sobre el puente. El silbido de una cuerda sonó entre las sombras del otro extremo de la calle. El sirviente puso cara de sorpresa, lanzó un resoplido y cayó de bruces. Al instante, el Practicante Frost salió de la oscuridad y avanzó con paso sigiloso por la calle.
Hornlach, con los ojos muy abiertos, miró el cuerpo caído de su guardaespaldas y luego volvió la vista hacia el albino. Acto seguido, se volvió hacia los marineros:
—¡Ayúdenme! —gritó— ¡Deténganle!
El jefe de la cuadrilla le sonrió.
—Me parece que no va a ser posible —sus dos compañeros se dirigieron sin prisas a bloquear el puente. El sedero se alejó andando a trompicones y dio un paso vacilante hacia las sombras que había junto al canal al otro lado del puente. Severard surgió de un portal con una ballesta apoyada en los hombros.
Bastaría sustituir la ballesta por un ramo de flores para que pareciera un tipo que va de boda. Nadie diría que acaba de matar a un hombre
.
Al verse rodeado, Hornlach no pudo hacer otra cosa que mirar estupefacto a su alrededor con los ojos dilatados en una expresión de miedo y sorpresa, mientras los dos Practicantes se le acercaban, seguidos de la figura renqueante de Glokta.
—¡Pero yo les pagué! —gritó desesperado Hornlach dirigiéndose a los marineros.
—Me pagó por un camarote —dijo el capitán—. La lealtad no estaba incluida en el precio.
La manaza blanca del Practicante Frost se estrelló sobre el hombro del mercader, forzándole a ponerse de rodillas. Severard pasó por encima del guardaespaldas, introdujo la sucia puntera de su bota bajo el cuerpo y lo dio la vuelta. Con los ojos vidriosos y las plumas de la saeta sobresaliéndole del cuello, el cadáver se quedó mirando el cielo nocturno. La sangre que le rodeaba la boca se veía negra a la luz de la luna.
—Muerto —masculló innecesariamente Severard.
—Suele ocurrir cuando se tiene una saeta clavada en el cuello —dijo Glokta—. Quítalo de en medio, ¿quieres?
—Eso está hecho —agarró los pies del guardaespaldas y los aupó sobre el pretil, luego lo cogió de las axilas y, soltando un gruñido, lo arrojó por el borde del puente.
Qué finura, qué limpieza, qué desenvoltura. Salta a la vista que no es la primera vez que lo hace
. El cadáver se hundió de un chapuzón en las viscosas aguas de los muelles. Frost ya tenía a Hornlach con las manos amarradas a la espalda y con la cabeza metida en la bolsa. Mientras le ponían de pie, el prisionero dejó escapar un chillido desde detrás de la lona. Glokta, con las piernas entumecidas tras la larga espera en el callejón, se acercó renqueando a los tres marineros.
—Aquí tiene —dijo y, acto seguido, sacó una pesada bolsa del bolsillo interior de su gabán y la mantuvo suspendida sobre la palma del capitán—. Pero antes, dígame, ¿qué ha ocurrido aquí esta noche?
El viejo marinero sonrió y su rostro ajado se arrugó como si fuera una bota vieja.
—La carga se estaba echando a perder y teníamos que salir con la primera marea. Ya se lo había dicho yo. Estuvimos esperando junto a ese apestoso canal hasta pasada la medianoche, pero me creerá si le digo que el muy cabrón no se presentó.
—Muy bien. Ésa es la historia que debe contar en Westport si alguien le pregunta.
La advertencia pareció molestar al capitán.
—Eso es lo que sucedió, Inquisidor. ¿Qué otra historia iba a haber?
Glokta soltó la bolsa, y el dinero que había dentro tintineó.
—Cortesía de Su Majestad.
El capitán calibró en su mano el peso de la bolsa.
—¡Siempre es un placer prestar un servicio a Su Majestad! —y, acto seguido, sus dos compañeros y él, todo sonrientes, se dieron la vuelta y se dirigieron hacia los muelles.
—Bien —dijo Glokta—, vamos a lo nuestro.
—¿Dónde están mis ropas? —gritó Hornlach retorciéndose en su silla.
—Debo pedirle disculpas por eso. Ya sé que resulta un tanto incómodo, pero las ropas pueden servir para ocultar alguna cosa. Si le dejas a un hombre sus ropas, le dejas su orgullo, su dignidad y muchas otras cosas que en un lugar como éste están de sobra. Nunca interrogo a los prisioneros vestidos. ¿Se acuerda de Salem Rews?
—¿Quién?
—Salem Rews. Uno de los suyos. Un sedero. Descubrimos que evadía los tributos de la Corona. Confesó y dio una serie de nombres. Traté de hablar con ellos, pero todos habían muerto.
Los ojos del mercader miraron de soslayo a izquierda y derecha.
Calibra sus opciones, trata de adivinar qué es lo que sabemos realmente
.
—La gente suele morirse.
Glokta miró la imagen del cadáver de Juvens, que se encontraba detrás del prisionero sangrando pintura roja por la pared.
La gente suele morirse
.
—Desde luego, pero no de una forma tan violenta. Mi impresión es que alguien quería verlos muertos, que alguien ordenó esas muertes. Y yo diría que ese alguien fue usted.
—¡No tiene ninguna prueba! ¡Ninguna! ¡No se saldrá con la suya!
—Las pruebas no significan nada, Hornlach, pero voy a ser condescendiente con usted. Rews sigue con vida. De hecho, lo tenemos ahí abajo, abandonado por todos sus amigos, lloriqueando sin parar y dando los nombres de todos los Sederos que se le ocurren o, para ser más exactos, que se nos ocurren a nosotros —el prisionero entornó los ojos, pero ésa fue su única reacción—. Lo utilizamos para capturar a Carpi.
—¿Carpi? —dijo el sedero tratando de aparentar indiferencia.
—No me diga que ya se ha olvidado usted de su asesino. ¿Un estirio algo fofo? ¿El de la cara picada de viruela? ¿Ese que suda a mares? También lo tenemos. Nos contó toda la historia. Que fue usted quien lo contrató, cuánto le pagó y lo que le pidió que hiciera. Todo —Glokta sonrió—. Para ser un asesino tiene una memoria excelente y muy precisa.
El semblante del prisionero dejó asomar un atisbo de preocupación, pero se mantuvo firme.
—¡Esto es una afrenta a mi Gremio! —gritó con toda la autoridad de la que puede hacer acopio una persona desnuda que se encuentra atada a una silla—. ¡Nuestro Maestre, Costar dan Kault, no se quedará de brazos cruzados, es muy amigo del Superior Kalyne!
—Olvídese de eso, el cabrón de Kalyne está acabado. Y, además, Kault piensa que está usted a salvo, a bordo de un barco rumbo a Westport y fuera de nuestro alcance. Tardará varias semanas en echarle en falta —las facciones del mercader se habían desencajado—.Y entretanto pueden ocurrir muchas cosas... muchas cosas.
La lengua de Hornlach asomó un instante entre sus labios y luego lanzó una mirada furtiva a Frost y a Severard, que estaban ligeramente inclinados sobre él.
Bien. Ahora viene el intento de llegar a un trato
.
—Inquisidor —dijo Hornlach con voz zalamera—, si algo he aprendido en esta vida es que no hay hombre que no desee algo. Todo hombre tiene un precio, ¿no? Y nuestros bolsillos tienen mucho fondo. Basta con que lo diga. Dígalo y será suyo. ¿Qué es lo que quiere?