El Sabueso casi ni podía mirar. Dow y Tresárboles siempre andaban a la gresca. Se calentaban rápido y se apagaban con idéntica celeridad. Pero Cabeza de Trueno era un bicho de otra especie. Nada podía parar a aquel buey gigantesco cuando se le subía la sangre a la cabeza. Nada que no fueran diez hombres bien fornidos provistos de una buena soga. El Sabueso trató de pensar qué habría hecho Logen en esa situación. Seguro que él habría sabido detener la pelea, de no haber estado muerto.
—¡Joder! —gritó el Sabueso, levantándose del fuego de un salto—. ¡Los malditos Shanka se nos están echando encima! ¡Bastantes problemas tenemos ya como para encima crearnos otros! ¡Logen ya no está, y Tresárboles es su segundo, la suya es la única voz a la que pienso obedecer! —hizo una serie de gestos admonitorios con el dedo, sin dirigirlos a nadie en particular y luego aguardó con la esperanza de que el truco hubiera surtido efecto.
—Así es —gruñó Hosco.
Forley subía y bajaba la cabeza como si fuera un pájaro carpintero.
—¡El Sabueso tiene razón! ¡Pelearnos entre nosotros nos viene tan bien como que se nos pudra la verga! Tresárboles era el segundo de Logen. Y ahora él es el jefe.
Se produjo un instante de silencio, y Dow clavó los ojos en el Sabueso con la misma mirada fría, vacua y asesina con la que un gato contempla al ratón que tiene entre sus garras. Muchos hombres, de hecho la mayoría, ni siquiera se habrían atrevido a sostener la mirada de Dow el Negro. El apodo le venía por tener la reputación más negra del Norte, por su tendencia a presentarse de improviso en medio de la oscuridad de la noche y por su afición a dejar las aldeas por las que pasaba negras como el carbón. Ésos eran los rumores. Ésos eran también los hechos.
El Sabueso tuvo que echar mano de todos sus redaños para no bajar los ojos. Estaba a punto de hacerlo, cuando Dow apartó la vista y se puso a mirar a los demás uno por uno. La mayoría de los hombres no habría aguantado una mirada como esa, pero aquellos hombres no pertenecían a la mayoría. No sería fácil encontrar en el mundo un grupo de hombres más sanguinarios que aquellos. Ni uno solo se amilanó o contempló la posibilidad de hacerlo. Exceptuando, desde luego, a Forley el Flojo, que ya se había puesto a mirar la hierba mucho antes de que le llegara su turno.
Una vez que Dow se dio cuenta de que todos estaban en contra de él, su rostro se iluminó con una alegre sonrisa como si allí no hubiera pasado nada.
—Muy bien —dijo dirigiéndose a Tresárboles sin el más mínimo atisbo de resentimiento—. ¿Adónde vamos entonces, jefe?
Los ojos de Tresárboles se volvieron hacia los bosques. Sorbió por la nariz y se repasó los dientes con la lengua. Luego se rascó la barba mientras se tomaba un tiempo para pensarlo. Finalmente, los miró a todos uno por uno con gesto pensativo.
—Al sur —dijo.
Ya los había olido bastante antes de verlos, claro que, tratándose de él, eso no suponía ninguna novedad. Tenía buen olfato el Sabueso, de ahí le venía el nombre. Aunque, para ser honestos, cualquiera los hubiera olido. Apestaban.
Había doce abajo en el claro. Comían sentados, gruñéndose unos a otros en su sucio y repulsivo idioma, enseñando sus dientes amarillentos, vestidos con apestosos retazos de pieles, trozos de cuero hediondo, roñosos restos de armadura. Shanka.
—Malditos Cabezas Planas —dijo para sus adentros el Sabueso. De pronto, oyó un siseo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a Hosco asomado detrás de un arbusto. Alzó una mano para decirle que se detuviera, se palmeó la coronilla para indicarle que se trataba de Cabezas Planas, abrió y cerró el puño y levantó dos dedos para que supiera que eran doce y luego señaló al sendero por donde debía de venir el resto de los compañeros. Hosco asintió con la cabeza y se perdió en el bosque.
El Sabueso echó un último vistazo a los Shanka para asegurarse de que seguían estando desprevenidos. Lo estaban. Se deslizó por el tronco del árbol y se alejó de allí.
—Están acampados en un recodo del camino, he visto doce, pero puede que haya más.
—¿Nos buscan? —preguntó Tresárboles.
—Tal vez, pero no parecen poner mucho empeño.
—¿No podríamos esquivarlos? —preguntó Forley, siempre presto a escaquearse del combate.
Dow, presto como siempre a no perderse ni uno, escupió al suelo.
—¡Doce no es nada! ¡Será coser y cantar!
El Sabueso miró a Tresárboles, que se estaba tomando un tiempo para pensarlo. Doce no era nada, todos lo sabían, y además era mejor ocuparse de ellos ahora que dejarlos campar libremente a sus espaldas.
—¿Qué hacemos, jefe? —preguntó Tul.
Tresárboles encajó las mandíbulas.
—Con armas.
Un guerrero que no tenga sus armas limpias y preparadas es un insensato. El Sabueso ya había estado ocupándose de las suyas hacía menos de una hora. Nadie se va a morir por echarles un ojo y, en cambio, si no se hace, eso es exactamente lo que puede suceder.
Silbaba el acero frotado sobre el cuero, crujía la madera, chacoloteaba el metal. El Sabueso miró a Hosco, que tensaba la cuerda de su arco y revisaba las plumas de sus saetas. Se fijó en Tul Duru, que pasaba el pulgar por el filo de su pesada espada, tan alta casi como Forley, y cloqueaba como una gallina enojada al advertir una pequeña mota de herrumbre. Se fijó en Dow el Negro, que frotaba con un paño la cabeza de su hacha y observaba su filo con una mirada tan tierna como la de un hombre enamorado. Se fijó en Tresárboles, que sacudía el aire con la centelleante hoja de su espada.
El Sabueso exhaló un suspiro, tensó las cuerdas de la muñequera del brazo izquierdo y comprobó que la madera de su arco estaba libre de grietas. Luego se cercioró de que todos sus cuchillos estaban en su sitio. Nunca se tienen suficientes cuchillos, eso era lo que solía decir Logen, y él se lo había tomado muy en serio. Luego miró a Forley, que revisaba torpemente su daga, tragando saliva y con los ojos humedecidos por el miedo. Al verlo, a él mismo se le aceleró el corazón. Echó una mirada a los demás. Una colección de jetas sucias, cicatrices y pobladas barbas. El miedo estaba totalmente ausente de aquellos rostros, pero tampoco era algo de lo que uno tuviera que avergonzarse. Todo hombre tiene su propia forma de hacer las cosas y para tener valor, antes hay que haber tenido miedo, le había dicho Logen en cierta ocasión. También se había tomado eso muy en serio. Se acercó a Forley y le dio una palmada en el hombro.
—Para tener valor, antes hay que haber tenido miedo.
—¿De veras?
—Eso dicen, y confío que sea cierto —el Sabueso se pegó a él para que nadie más pudiera oírle—. Porque yo estoy que me cago. —Suponía que algo así sería lo que habría dicho Logen, y ahora que su jefe había vuelto al barro, era a él a quien le tocaba ocuparse de esas cosas. Forley esbozó una sonrisa, pero casi de inmediato se le borró y pareció aún más asustado que antes. En fin, al menos lo había intentado.
—Atención, muchachos —dijo Tresárboles una vez que todo el equipo estuvo revisado y a punto—, esto es lo que vamos a hacer. Hosco y el Sabueso, uno a cada lado de su campamento, entre los árboles. Esperad a que dé la señal y luego disparad a todos los Cabezas Planas que lleven arco. Y si no es posible, a los que tengáis más cerca.
—Bien pensado, jefe —dijo el Sabueso. Hosco asintió moviendo la cabeza.
—Tul, tú y yo iremos de frente, pero aguarda a que dé la señal, ¿eh?
—Bien —tronó el gigante.
—Dow, Forley y tú iréis por detrás. Cuando nos veáis salir, salís vosotros. ¡Pero por una vez espera a que hayamos salido! —bufó Tresárboles, apuntándole con el dedo.
—Claro, jefe —Dow se encogió de hombros como dando a entender que él siempre obedecía las órdenes.
—Perfecto, eso es todo —dijo Tresárboles—, ¿alguna duda? ¿Algún cabeza hueca alrededor de este fuego? —el Sabueso masculló algo y dijo que no con la cabeza. Los demás le imitaron—. Muy bien. Ah, una cosa más —el viejo guerrero se inclinó hacia delante y los miró a todos uno por uno—: ¡Esperad... a... la... maldita... señal!
El Sabueso se dio cuenta cuando ya estaba oculto detrás de un matojo con el arco en la mano y una flecha lista. No tenía ni idea de cuál era la señal. Miró a los Shanka; seguían desprevenidos, sentados, gruñendo, chillando, armando un buen alboroto. Maldita sea, se estaba orinando. Siempre le venían las ganas antes de entrar en combate. ¿Habrían dado ya la señal? A saber.
—Mierda —susurró, y en ese preciso momento Dow salió lanzado de entre los árboles, blandiendo un hacha en una mano y una espada en la otra.
—¡Cabezas Planas, hijos de puta! —chilló descargando en la cabeza del que tenía más cerca un tajo terrorífico que lanzó una lluvia de sangre sobre el claro. Nunca era fácil adivinar lo que pensaba un Shanka, pero todo parecía indicar que aquéllos se habían llevado una monumental sorpresa. El Sabueso decidió que aquello tendría que valer como señal.
Disparó una flecha contra el Cabeza Plana más cercano, antes de que le diera tiempo de agarrar su maza, y observó satisfecho cómo el venablo se hundía en la axila del enemigo con un ruido seco.
—¡Ja! —exclamó. Vio a Dow ensartando su espada en la espalda de otro, pero también a un Shanka enorme que estaba a punto de arrojarle su lanza. De pronto, una flecha surgió serpenteando del bosque y le acertó en el cuello. El bicho lanzó un aullido y cayó de espaldas. El bueno de Hosco tenía una puntería endemoniada.
Tresárboles salió rugiendo desde los matorrales que había al otro lado del claro y los cogió por sorpresa. Golpeó con el escudo a un Shanka en la espalda, arrojándolo de bruces sobre el fuego, y ensartó a otro con la espada. El Sabueso disparó otra flecha y acertó a un enemigo en la barriga. El Shanka cayó de rodillas y, antes de que se desplomara, Tul le rebanó la cabeza de un tajo.
El combate se había vuelto un tumulto vertiginoso: una caótica sucesión de tajos, gruñidos, roces y golpes de metal. La sangre volaba por todas partes, las armas barrían el aire, los cuerpos se desplomaban a tal velocidad que al Sabueso ya no le daba tiempo a apuntar sus flechas. Finalmente sólo quedaron unos pocos Shanka que aullaban y barboteaban rodeados por los tres guerreros. Tul Duru hacía molinetes con su espada para mantenerlos a raya. Tresárboles, de un mandoble, le segó a uno las piernas, mientras Dow acababa con otro que se había girado hacia su compañero.
El último que quedaba lanzó un alarido y corrió hacia el bosque. El Sabueso le disparó, pero iba tan deprisa que no logró acertarle. La flecha perdida casi alcanza a Dow en la pierna, aunque afortunadamente él no se dio cuenta. El Shanka estaba a punto de perderse en la maleza cuando, de pronto, pegó un chillido y cayó de espaldas retorciéndose. Forley, oculto entre los matorrales, le había apuñalado.
—¡Me he cargado a uno! —gritó.
Durante unos instantes, mientras el Sabueso bajaba al claro y todos echaban vistazos a su alrededor para asegurarse de que no quedaba nadie con quien combatir, reinó el silencio, pero, de pronto, Dow soltó un bramido y agitó sus armas ensangrentadas por encima de su cabeza.
—¡Hemos acabado con esos cabrones!
—¡Y tú, maldito idiota, casi acabas con nosotros! —gritó Tresárboles.
—¿Eh?
—¿Qué te dije de la señal?
—¡Me pareció oírte gritar!
—¡Narices!
—¿No gritaste? —preguntó Dow perplejo— Además, ¿cuál demonios era la señal?
Tresárboles exhaló un suspiró y hundió la cabeza entre las manos.
Forley seguía mirando asombrado a su espada.
—¡Me he cargado a uno! —volvió a decir. Ahora que el combate había acabado, el Sabueso estaba a punto de reventar, así que se dio media vuelta y se puso a orinar en un árbol.
—¡Los hemos liquidado! —exclamó Tul propinándole una palmada en la espalda.
—¡Ten cuidado! —aulló el Sabueso mientras un chorro de orina le mojaba la pierna. Todos se rieron de él. Incluso Hosco dejó escapar una risa.
Tul cogió a Tresárboles por los hombros y le dio una sacudida.
—¡Los hemos liquidado, jefe!
—A éstos, sí —dijo con gesto amargo—, pero habrá muchos más. Muchos miles más. Tampoco a ellos les debe hacer mucha gracia estar aquí arriba, al otro lado de las montañas. Tarde o temprano tirarán para el sur. Tal vez en el verano, cuando los pasos estén transitables, o tal vez un poco más tarde. Dentro de no mucho, en cualquier caso.
El Sabueso miró a sus compañeros: se les veía inquietos y preocupados tras haber oído aquellas palabras. El brillo de la victoria había sido bastante fugaz. Siempre lo era. Se volvió y echó un vistazo a los cuerpos de los Cabezas Planas, que yacían en el suelo: mutilados, ensangrentados, desmadejados, ovillados. Bien pensado, había sido una victoria bastante insignificante.
—¿No deberíamos hacer correr la voz, Tresárboles? —preguntó—. ¿No deberíamos tratar de prevenir a alguien?
—Claro —Tresárboles sonrió apesadumbrado—. Pero, ¿a quién?
Jezal marchaba penosamente por el gris paisaje de Agriont con los aceros en la mano: bostezando, dando traspiés, refunfuñando y sin haberse repuesto aún de la paliza a correr que se había metido el día anterior. Apenas había visto a nadie mientras se arrastraba hacia el machaque diario con el Lord Mariscal Varuz. Al margen del trinar ocasional de algún pájaro entre los gabletes y del cansino golpeteo de sus botas sobre el pavimento, reinaba el más absoluto silencio. Nadie se levantaba a esas horas. Nadie debería levantarse a esas horas. Y él menos que nadie.
Alzó sus doloridas piernas para subir al arco y atravesó el pasadizo. El sol apenas asomaba en el horizonte y el patio estaba sumido en una densa penumbra. Escrutó la oscuridad y vislumbró la figura de Varuz, que ya estaba sentado junto a la mesa, aguardándole. Había pensado que, por una vez, se le iba a adelantar. ¿Cuándo demonios dormía ese viejo cascarrabias?
—¡Lord Mariscal! —exclamó Jezal iniciando un desganado trote.
—No. Hoy no —Jezal sintió que un escalofrío le recorría el cuello. Aquélla no era la voz de su maestro de esgrima, pero su tono le resultaba desagradablemente familiar—. El Mariscal Varuz tiene asuntos más importantes que atender esta mañana —el Inquisidor Glokta, sentado a la mesa, envuelto en sombras, le miraba con su sonrisa desdentada. Jezal sintió tal asco que le entró un picor en la piel. No se le ocurría que pudiera haber una forma peor de empezar el día.