El Lord Chambelán sonrió muy ufano.
—Háblenos primero de la propuesta.
—Se trata de una propuesta de paz. Una paz perpetua entre nuestras dos grandes naciones —Ojo Blanco volvió a hacer una reverencia. Tenía unos modales exquisitos, Jezal no pudo menos de reconocerlo. Nada que ver con lo que cabía esperar de unos salvajes del frío y lejano Norte. La buena voluntad de su discurso habría bastado para despejar las inquietudes de la cámara, de no haber sido por la presencia de la sombra amenazante del hombre encapuchado que se alzaba junto a él.
No obstante, al oír la palabra paz, el semblante del Rey se retorció formando una leve sonrisa.
—Bien —musitó—. Magnífico. Paz. Excelente. Es buena la paz, sí.
—Sólo pide una pequeña cosa a cambio —dijo Ojo Blanco.
De pronto, el semblante del Lord Chambelán había adquirido una expresión adusta, pero ya era demasiado tarde.
—No tiene más que decirlo —dijo el Rey sonriendo con indulgencia. El encapuchado dio un paso adelante.
—Angland —siseó.
Se produjo un momento de absoluto silencio y luego la sala estalló en un verdadero estruendo. De la galería del público llegó una oleada de risas de incredulidad. Meed, con el rostro rojo de ira, estaba de pie pegando alaridos. Thuel se levantó del escaño tambaleándose e inmediatamente un nuevo ataque de tos le hizo caerse hacia atrás. Los bramidos de furia se fundían con los abucheos. El Rey miraba en todas direcciones con la misma dignidad de un conejo asustado.
Jezal no le quitaba los ojos de encima al encapuchado. Vio cómo sacaba una mano enorme de la manga y agarraba el broche de su manto. Jezal parpadeó sorprendido. ¿Era azul esa mano? ¿O es que la luz filtrada por las vidrieras le había engañado la vista? El manto cayó al suelo.
Jezal, con el corazón retumbándole en los oídos, tragó saliva. Era como mirar una herida horrible: cuanto mayor era la repulsión que sentía, más le costaba apartar la vista. Murieron las risas, murieron los gritos, y el enorme espacio volvió a quedar sumido en un profundo silencio.
Despojada de su manto, la figura de Fenris el Temible, descollante junto a su empequeñecido intérprete, parecía aún más descomunal. Jezal estaba seguro de que en su vida había visto a un hombre más grande, eso suponiendo que se tratara de un hombre. Su rostro se convulsionaba adoptando todo tipo de muecas de desdén. Sus ojos saltones no paraban de palpitar y parpadear mientras lanzaba a la concurrencia unas miradas dementes. Sus finos labios sonreían, gesticulaban y se fruncían por turnos. Pero todo aquello resultaba normal en comparación con su rasgo más extraño.
Su costado izquierdo estaba cubierto de letras de la cabeza a los pies.
Una densa maraña de runas tatuadas se extendía por el lado izquierdo de su cabeza rapada, atravesándole el párpado, el labio, el cuero cabelludo, la oreja. Una minúscula escritura azul recorría su robusto brazo izquierdo, desde su prominente hombro hasta la punta de sus dedos huesudos. Incluso su pie descalzo estaba cubierto de extraños caracteres. Un monstruo tatuado, gigantesco e inhumano, se alzaba en el mismísimo corazón del gobierno de La Unión. Jezal estaba boquiabierto.
En torno a la mesa había catorce Caballeros de la Escolta, todos ellos consumados guerreros de sangre noble. Cerca de cuarenta guardias de la propia compañía de Jezal, todos ellos curtidos veteranos, se distribuían a lo largo de la pared. Superaban a aquellos dos Hombres del Norte en una proporción de veinte a uno y estaban armados con los mejores aceros que podían suministrar las Reales Armerías. Fenris el Temible estaba desarmado. Por muy extraño y grande que fuera, no podía representar ninguna amenaza para ellos.
Pero Jezal no se sentía seguro. Se sentía solo, débil, desvalido y terriblemente asustado. Tenía una especie de hormigueo en la piel y la boca se le había quedado completamente seca. Sintió unas ganas irresistibles de salir corriendo, de esconderse y no volver a salir jamás.
Y aquel extraño efecto no se limitaba a él ni a los que se encontraban en el entorno de la mesa presidencial. Las risas indignadas se fueron tornando en gorgoteos de espanto conforme el monstruo tatuado se giraba lentamente en el centro del suelo circular, mirando a la multitud con sus ojos palpitantes. Meed se encogió en su escaño, de su anterior furia no quedaba ni rastro. Dos notables de la primera fila llegaron incluso a trepar por el respaldo de sus escaños para irse a la fila de detrás. Otros apartaban la vista o se tapaban la cara con las manos. La lanza de un soldado se estrelló ruidosamente contra el suelo.
Fenris el Temible se volvió lentamente hacia la mesa presidencial, alzó uno de sus enormes puños tatuados, abrió el pozo negro de su boca y un horrible espasmo sacudió su semblante.
—¡Angland! —soltó con un grito mucho más aterrador y potente que cualquiera de los proferidos por el Lord Chambelán. Los ecos de su voz rebotaron en la cúpula del techo y resonaron en las paredes curvas, llenando el amplio espacio de un estruendo que taladraba los oídos.
Uno de los Caballeros de la Escolta dio un paso atrás, se resbaló y su pierna chocó con el borde de la mesa presidencial con un eco metálico.
El Rey se encogió y se cubrió el rostro con una mano; entre sus dedos asomaba un ojo aterrorizado y la corona temblaba sobre su cabeza.
La pluma de uno de los secretarios resbaló entre sus dedos paralizados. Otro se había quedado con la boca abierta, mientras su mano, por pura inercia, seguía moviéndose sobre el papel. Sobre los esmerados renglones que llevaba escritos garabateó una palabra:
Angland.
El rostro del Lord Chambelán estaba pálido como la cera. Alargó lentamente la mano para agarrar la copa y se la llevó a los labios. Estaba vacía. Con mucho cuidado, volvió a dejarla en la mesa, pero las manos le temblaban, y la base repiqueteó sobre la madera. Esperó unos instantes, respirando pesadamente por la nariz, y luego dijo:
—Obviamente, esa propuesta es inaceptable.
—Es una lástima —dijo Ojo Blanco—, pero aún nos queda el obsequio. —Todas las miradas se volvieron hacia él—. En el Norte tenemos una tradición. Cuando la ocasión lo requiere, cuando existe una rencilla entre dos clanes o hay amenaza de guerra, cada uno de los bandos presenta un campeón que combatirá por su gente para que de esa forma la disputa se resuelva... con una sola muerte. —A continuación, levantó con mucha parsimonia la tapa de la caja de madera. Dentro había un puñal muy largo con una hoja reluciente como un espejo—. Su Majestad Bethod no ha enviado al Temible solamente en calidad de emisario, sino también para que sea su campeón. Si se acepta su desafío, luchará por Angland y os ahorrará una guerra que no podéis ganar —acto seguido, alzó la caja y se la presentó al monstruo tatuado—. Ése es el obsequio que os hace mi amo, y no puede haber otro mejor... vuestras vidas.
La mano derecha de Fenris salió disparada, arrancó el puñal de la caja y lo sostuvo en alto: su hoja refulgía iluminada por la luz de los ventanales. Los caballeros tendrían que haberse abalanzado sobre él. Jezal debería haber desenvainado. Todos deberían haber corrido a defender al Rey, pero lo cierto es que nadie se movió. Todas las bocas estaban abiertas, todos los ojos contemplaban hipnotizados aquella punta de acero resplandeciente.
La hoja se precipitó hacia abajo. Su punta atravesó limpiamente la piel y la carne hasta quedar hundida a la altura de la empuñadura. Luego emergió goteando sangre por el dorso del brazo tatuado de Fenris. El rostro del gigante se contrajo, aunque tampoco mucho más de lo que estaba antes. Mientras estiraba los dedos y alzaba el brazo para que todo el mundo pudiera verlo, la hoja oscilaba grotescamente. Un constante goteo de sangre salpicaba el suelo de la Rotonda de los Lores.
—¿Quién va a luchar conmigo? —gritó, tensando todos los tendones del cuello. Su voz casi hacía daño al oído.
Silencio absoluto. En ese momento, el Heraldo, que era quien estaba más cerca del Temible y ya estaba de rodillas, se desmayó y cayó de bruces al suelo. Fenris se volvió. Sus ojos desorbitados se clavaron en el más corpulento de los caballeros formados delante de la mesa, al que, no obstante, sacaba una cabeza.
—¿Tú? —siseó. Los pies del pobre desdichado rasparon el suelo mientras retrocedía; en aquel momento debía de estar deseando haber sido enano de nacimiento.
Bajo el codo de Fenris se iba formando un oscuro charco de sangre.
—¿Tú? —le gruñó a Fedor dan Meed—. La tez del joven adquirió una leve tonalidad grisácea y los dientes le castañetearon; en aquel momento habría dado lo que fuera por ser hijo de otra persona.
Parpadeando convulsivamente, los ojos del gigante recorrieron los rostros cenicientos de la mesa presidencial. La garganta de Jezal se contrajo cuando los ojos de Fenris se cruzaron con los suyos.
—¿Tú?
—Bueno, me encantaría, pero esta tarde estoy bastante liado. ¿Qué tal mañana? —no le pareció que fuera su propia voz la que había dicho aquello. Desde luego, no había sido su intención decirlo. Pero ¿quién iba a ser si no? Las palabras se esparcieron plácidamente por el aire, ascendiendo hacia la dorada cúpula del techo.
Se oyeron unas cuantas risas aisladas y alguien gritó: «Bravo», desde algún lugar situado a su espalda, pero el Temible seguía con los ojos clavados en Jezal. Esperó a que se apagaran los murmullos y luego retorció la boca formando una horrible mueca lasciva.
—Mañana, pues —susurró. Jezal sintió que se le revolvían las tripas. La gravedad de la situación se abatió sobre él con la contundencia de una tonelada de rocas. ¿Luchar él, con eso?
—No —era el Lord Chambelán. Seguía estando pálido, pero su voz había recobrado buena parte de su vigor. Jezal se animó un poco y luchó virilmente por mantener sus intestinos bajo control—. ¡No! —gritó de nuevo Hoff— ¡No va a haber ningún duelo! ¡No hay ninguna disputa que resolver! ¡Según la ley antigua, Angland forma parte de La Unión!
Hansul Ojo Blanco soltó una carcajada.
—¿Qué ley antigua? Angland pertenece al Norte. Hace doscientos años los hombres del Norte vivían allí en libertad. ¡Pero ustedes necesitaban hierro, así que cruzaron el mar, acabaron con ellos y les robaron las tierras! Debo suponer, por tanto, que se refiere a la ley más antigua que existe: la ley del más fuerte —sus ojos se entrecerraron—. ¡También nosotros nos guiamos por esa ley!
Fenris el Temible se arrancó el puñal del brazo. Cayeron unas pocas gotas más en las losas del suelo, pero eso fue todo. No se apreciaba ninguna herida en la carne tatuada. No había dejado ninguna señal. El puñal se estrelló ruidosamente contra las baldosas y quedó tirado en medio del charco de sangre. Fenris echó una última mirada a la asamblea con sus frenéticos ojos y, a continuación, se dio la vuelta, cruzó a grandes zancadas el suelo y empezó a ascender por el pasillo. Al verlo venir, los Lores y los apoderados se apresuraron a apartarse. Hansul Ojo Blanco hizo una pronunciada reverencia.
—Tal vez llegue el momento en que lamenten no haber aceptado nuestra propuesta o nuestro obsequio. Tendrán noticias nuestras —dijo con voz tranquila y, luego, dirigiéndose al Lord Chambelán, alzó tres dedos—. Cuando llegue el momento, enviaremos tres señales.
—¡Por mí como si envían trescientas —ladró Hoff—, pero esta pantomima se ha terminado!
Hansul Ojo Blanco inclinó cortésmente la cabeza.
—Tendrán noticias nuestras —se dio la vuelta y, siguiendo a Fenris el Temible, abandonó la Rotonda. Las enormes puertas se cerraron con un golpe seco. La pluma del secretario más cercano rascó débilmente el papel.
Tendrán noticias nuestras.
Fedor dan Meed, que tenía las mandíbulas apretadas y sus agraciadas facciones contraídas de rabia, se volvió hacia el Lord Chambelán.
—¿Éstas eran las buenas noticias que tenía que llevar a mi padre? —aulló.
El Consejo Abierto estalló. Todo el mundo bramaba, chillaba y soltaba imprecaciones a diestro y siniestro: un caos de la peor especie.
Hoff se levantó de un salto, tirando la silla hacia atrás, y articuló un torrente de palabras iracundas que quedaron ahogadas por el tumulto que reinaba en la cámara. Meed le dio la espalda y abandonó el recinto hecho un basilisco. Otros delegados de Angland se levantaron con gesto sombrío y siguieron al hijo de su Lord Gobernador. Hoff, lívido de furia, se los quedó mirando mientras sus labios seguían pronunciando palabras inaudibles.
Jezal vio cómo el Rey se quitaba lentamente la mano del rostro y se inclinaba hacia el Lord Chambelán.
—¿Cuándo dicen que van a venir esos Hombres del Norte? —susurró.
Logen respiró hondo y contempló la vista, disfrutando de la desacostumbrada sensación que producía el frescor de la brisa en sus mejillas recién afeitadas.
Comenzaba a alborear la mañana. Las neblinas del amanecer ya casi se habían disipado y, desde el balcón de la habitación que ocupaba en lo alto del lateral de una de las torres de la biblioteca, se divisaba un vasto paisaje. El amplio valle se extendía a sus pies, dividido en una serie de estratos perfectamente diferenciados. En lo alto quedaban los grises y los blancos desleídos del cielo velado. Luego venía la franja aristada que formaban los oscuros riscos que bordeaban el lago, tras la que asomaban las pálidas tonalidades pardas de otras montañas aún más lejanas. Seguía el verde oscuro de las colinas arboladas y, luego, la estrecha curva gris de los guijarros de la playa. El paisaje entero, como si fuera un difuso universo paralelo de imágenes invertidas, quedaba reflejado a su vez en el espejo inmóvil de las aguas del lago, que ocupaba la parte inferior.
Logen bajó la vista y miró sus manos, que descansaban en la desgastada piedra de la baranda con los dedos extendidos. Ni rastro de suciedad, ni siquiera había sangre seca bajo sus uñas agrietadas. Se las veía pálidas, suaves, rosáceas, desconocidas. Hasta las costras y los rasguños de sus nudillos estaban casi curados. Hacía tanto tiempo que no estaba limpio, que había olvidado lo que era tener esa sensación. Ahora que había perdido su habitual capa de mugre, grasa y sudor reseco, sus nuevas ropas le resultaban ásperas al tacto.
Mientras contemplaba las mansas aguas del lago, limpio y bien alimentado, se sentía un hombre nuevo. Por un instante se preguntó qué tal resultaría aquel nuevo Logen, pero la piedra desnuda de la baranda le devolvió la visión del hueco que había dejado su dedo perdido. Eso no se curaría nunca. Seguía siendo Nuevededos, el Sanguinario, y jamás dejaría de serlo. A no ser que perdiera más dedos. Pero al menos olía mejor, de eso no había duda.