—Porque podéis —asentí despacio, mientras intentaba conciliar el asombro con la envidia—. No me figuraba que hubiera tanta organización…
—Sí, hija, sí —Montse volvió a sonreír—. La clandestinidad ya no es lo que era —hasta que se dio cuenta de lo que estaba diciendo, se puso seria, y volvió a cruzar todos los dedos—. Bueno, por lo menos, de momento.
Para el Zurdo ya se habían acabado las pensiones, los viajes en tercera, las fondas de mala muerte y las noches al raso en los bancos de las estaciones. Si caía, era muy posible que su destino fuera tan trágico como el que habría tenido que afrontar veinte años antes, pero en la segunda mitad de los años sesenta, los máximos dirigentes regionales del Partido estaban a la cabeza de una organización ilegal en pleno crecimiento, una coyuntura que ofrecía a la dirección oportunidades que ya le habría gustado tener en todas las provincias. Antonio había llegado a Las Palmas con un trabajo fijo, cómodo y bien pagado, en la oficina central de una cadena de hoteles. Su propietario, heredero de una de las familias que se habían inventado el negocio del turismo canario, era miembro del Partido desde que el gobernador civil le pidió el favor de que alojara a un profesor de la universidad de Madrid al que el gobierno había desterrado a Arrecife unos años antes, sin imaginarse las consecuencias que acarrearía la amistad que les unía desde entonces.
—Total, que… —Montse siguió sonriendo—. Así, pasa lo que pasa. Una noche que volvimos a casa antes de lo previsto, pillamos a Candela besándose con su pretoriano en el sofá, y Antonio… ¡Uf! Os lo podéis imaginar, ya sabéis cómo es con sus niñas. Parecía tu marido, Amparo, «yo a este lo expulso, lo expulso, vamos que si lo expulso, mañana mismo lo expulso…». Y a mí me tocó hacer de Zafarraya, claro. «¿Qué lo vas a expulsar, hombre?, —le dije—, si esto se veía venir, ¿o qué esperabas? Tu hija, a punto de cumplir veinte años, y él, que tiene veintitrés, todo el santo día en casa, comiendo, cenando, durmiendo la siesta en bañador… Y da gracias de que a Aída le haya dado tiempo a echarse un novio francés, y de que Montse tenga once años, porque…». Es que, además, tendríais que ver al camarada Bernardo. Está como un queso, encima.
—¡Uy! —Amparo sonrió mientras abría mucho los ojos, porque era la primera vez que alguien recurría al queso, delante de nosotras, para describir con tanta eficacia a un camarada de veintitrés años—. ¡Qué descarada!
Cuando terminamos de reírnos, Montse nos contó que sólo había venido con la mayor y con la pequeña. Miguel y Candela se habían quedado en Las Palmas, con su padre y su pretoriano, respectivamente, y no pensaba dejarlos solos mucho tiempo. Pero antes necesitaba hablar con nosotras.
—Me gustaría venderos mi parte del restaurante —llevaba un año sin trabajar y ya estaba agotada de ser ama de casa—. Bueno, si os interesa comprármela…
«Esto funciona como una cooperativa, todas trabajamos las mismas horas y nos repartimos las ganancias a partes iguales después de descontar los gastos de los ingresos». Al escuchar esas palabras, Montse asintió con la cabeza y la misma conformidad con la que yo las había aceptado. Amparo sólo las repetiría una vez, poco antes de inaugurar Casa Inés, y Lola tampoco la hizo esperar. Desde aquel día, las cinco éramos socias, y en vista de que no lográbamos abolir la propiedad privada, durante más de veinte años habíamos pedido créditos, comprado locales, liquidado hipotecas, pagado reformas, avalado a maridos y contratado a mucha gente, cocineros, pinches, gerentes, asesores fiscales, camareros, friegaplatos, transportistas y limpiadoras, pero no habíamos admitido a ningún otro socio. Aunque discutíamos tanto como un matrimonio, las cinco nos llevábamos demasiado bien como para arriesgar unas discusiones tan armoniosas, y seguíamos siendo una cooperativa en todo, hasta el punto de que cuando Montse se marchó a España, dictaminamos que su situación no era muy distinta de un embarazo. A cualquiera de nosotras nos podía pasar lo mismo en cualquier momento, y por eso, todos los meses le ingresábamos en el banco su parte, mayor o menor según hubiera funcionado el negocio.
—He pensado en montar una tienda para gourmets, como las de aquí. Ya le he echado el ojo a un local y a Antonio, que ahora es mi secretario general, claro —y nos volvimos a partir de risa—, le parece bien, porque un negocio así no llamaría la atención. Todos nuestros vecinos creen que somos franceses, y con tanto extranjero alrededor, un negocio así tendría éxito. Además, si alguna vez… —volvió a cruzar todos los dedos—. De algo tendremos que vivir.
—Claro —Amparo se adelantó a las demás—. Cuenta con eso. Pero… —y se la quedó mirando con una tristeza tan contagiosa como un virus repentino, aéreo y venenoso—. ¡Qué pena, Montse!
Nos habíamos hecho mayores casi sin darnos cuenta. El tiempo, aquella fiebre frenética que nos había obligado a vivir una vida entera en cada mañana, que estiraba unas noches en las que amanecía muchas veces y forjaba alianzas eternas en un instante, había envejecido con nosotras, se había vuelto torpe, lento, desmemoriado y perezoso, terco como una mula vieja que no tuviera las patas para trotes y nunca hubiera sabido galopar. Montse, la más joven, estaba a punto de cumplir cuarenta y cinco años. Amparo, la mayor, tenía diez más, pero a mí me costaba trabajo creérmelo, me costaba trabajo mirarme en el espejo y reconocer a una mujer distinta de la que había llegado cabalgando a una casa de pueblo con tres mil pesetas y cinco kilos de rosquillas, como no podía mirarlas a ellas y ver sus arrugas, su cansancio, esas medias tan gordas que Amparo se compraba para las varices, esa melena tan corta que había reemplazado a los lujosos bucles de Angelita, esos zapatos tan planos que Lola se quitaba solamente cuando Diego el Perdigón le pedía que la acompañara con las palmas, las veía y no las veía, las veía pero no me las creía, mis ojos no podían, no querían distinguirlas de esas mujeres a quienes conocí cuando yo era tan joven, cuando trotaba tanto como ellas, las mujeres a las que había fabricado durante los mismos años que habían tardado en fabricarme a mí. Desde aquella cocina larga y estrecha hasta una puerta llena de cromos, habíamos hecho un largo viaje, cosas muy grandes que a mí, en aquel momento, me parecieron muy pequeñas, tanto como si nunca hubiéramos dejado de ser jóvenes, como si todavía estuviéramos empezando, como si tuviéramos derecho a ser principiantes siempre, para siempre insumisas frente a la ley que imponían los relojes y los calendarios.
—No llores, Inés —o a lo mejor era sólo que seguíamos en el mismo sitio, que nos había dado tiempo a madurar, a encanecer, a arrugarnos, sin acercarnos ni un centímetro a nuestro objetivo.
—Si no estoy llorando, Montse —sólo eso, la distancia que seguía separándonos de un futuro que, sin moverse tampoco, cada día parecía alejarse un poco más, podría explicar que yo estuviera echando de menos la implacable dureza de aquellos años—. Mira, ¿ves?, no estoy llorando.
El tiempo siguió pasando, clemente y despiadado como una cotidiana papilla de narcóticos, hasta que volvió a acelerarse, encandilándonos con un sonrosado espejismo de la juventud que se nos había escapado mientras le esperábamos. Entonces, mientras volvía a tener prisa, a marcar cada día con el sello de una promesa definitiva, aprendimos que ningún rizo se deja rizar eternamente. En febrero de 1974, cuando ya ni siquiera nos preocupábamos por él, la policía detuvo a Antonio Sosa Rodríguez, alias Louis-Alphonse Dutronc, alias el Zurdo, en el ferry que conectaba Gran Canaria con Lanzarote. En aquella época, en Casa Inés sólo quedábamos tres socias. Amparo se había marchado a España detrás de Ramón, y a ella también le habíamos comprado su parte antes de despedirla pero, por fortuna, nunca llegó a necesitar el salvavidas que permitió a Montse seguir a flote, mantener su casa y a sus hijos pequeños en la universidad, seguir ayudando a Candela, que ya la había hecho abuela dos veces, la segunda estando presa en Ocaña, y pagar vuelos a la península, para ella y para Bernardo, hasta que su hija y su marido salieron cada uno de una cárcel distinta, Antonio por la puerta del penal de El Puerto, con la amnistía parcial del 76, para que nos alegráramos de algo más que de haberle comprado su parte del restaurante.
—Bueno, y con esto… —Amparo levantó el plano en el aire cuando quedó claro que celebrar nuestra inclusión en la Guía Michelin iba a resultarnos más complicado que financiar la tienda de Montse—. ¿Qué hacemos?
Siempre habíamos sido una cooperativa y nunca dejaríamos de serlo, ni para lo bueno, ni para lo malo. Por eso, nuestra flamante desertora se implicó como la que más en los preparativos de la fiesta, y las demás nos turnamos para acompañarla a visitar tiendas de vinos, de quesos, de foie, aunque nadie la ayudó tanto como mi marido.
—¿Qué tal? —y la noche en que pusimos la pegatina de la Guía Michelin en la puerta de Casa Inés, Galán la trajo del brazo—. ¿Os ha cundido?
—¡Uf! Yo estoy a punto de cortarme las venas, no te digo más —él fingió una escandalosa expresión de fastidio mientras ella se reía—. Como si no tuviera bastante contigo para darme el coñazo, ahora, encima, tu amiguita…
Aquella misma noche, Angelita nos convocó en la cocina, se nos quedó mirando con la expresión ávida que las grandes ideas le pintaban en la cara, y levantó en el aire, muy tieso, el dedo que señalaba la hora de la verdad.
—Chicas, os voy a decir una cosa y os la digo muy en serio… —me miró, y me eché a temblar—. ¿Vamos a abolir la propiedad privada? Ojalá, pero de momento estamos perdiendo dinero.
Siempre había sido la única con buena cabeza para los negocios de todas nosotras. Cuando empezamos a servir menús en la taberna, decidió que teníamos que poner croquetas de aperitivo y rosquillas con el café. Después, en los primeros minutos de 1945, nos convenció de que el local se nos había quedado pequeño, y no sólo escogió el mejor restaurante en traspaso que nos podíamos permitir, sino que además le puso nombre y apellido, porque nada le parecía más insensato que desperdiciar la publicidad gratuita, y en aquel momento la invasión del valle de Arán nos daba ventaja, un prestigio que no nos costaba un céntimo. Veintiún años después, por la misma razón, decidió suprimir aquel lema, «la cocinera de Bosost», que ya nadie entendía.
—No podemos perder esta oportunidad. Tenemos el mejor restaurante español de Francia, pues muy bien. Que se enteren los demás.
A principios de 1945, el Cabrero me consiguió la receta de su abuela, y desde que estrené sus fogones, aquel había sido el postre recomendado de Casa Inés mientras la temporada lo permitiera, cuatro paparajotes y tres rebanadas de naranja con aceite de oliva virgen, azúcar y canela, a los que añadí más tarde una bola de helado que parecía de vainilla, era de queso Idiazábal con Pedro Ximénez, y me habría llevado a la tumba si no hubiera tenido una hija cocinera. Mientras Angelita calculaba en voz alta que tendríamos que encargar toldos, vajillas, tarjetas, cartas y un letrero nuevo, «Casa Inés, el mejor restaurante español de Francia», volví a sentir el frío, el calor, la emoción de una mañana de octubre de 1944, y escuché el acento murciano de aquel hombre que afirmaba que a una traidora nunca podría salirle tan rica la comida. Y así me sentí yo, traidora, pero no lo confesé en voz alta, porque ninguna me habría entendido.
Ni siquiera Montse, que había nacido en Bosost, se resistió tanto como yo a perder el nombre de su pueblo, aquel título que para mí nunca fue un reclamo, sino un apellido, un sinónimo de la emoción, de la intensidad, una imagen precisa y completa de la mejor versión de mí misma que podía recordar. Angelita tenía razón, en asuntos de negocios siempre la tuvo, pero yo habría preferido seguir siendo la cocinera de Bosost por más que todos los periodistas españoles que venían de vez en cuando a entrevistarnos, reaccionaran de la misma manera, frunciendo las cejas, entornando los ojos y abriendo la boca como pasmarotes, «¿la invasión de qué…? Perdone, pero yo no sé nada de eso, ¿y cuándo dice que fue?» A pesar de todo, seguí haciendo paparajotes con las hojas de limonero que yo misma escogía en los huertos de los alrededores, el único ingrediente de mi cocina que nunca llegó de España.
Los dos peores años de mi vida terminaron en la misma cifra, nueve, porque se sucedieron con una década exacta de diferencia, pero el segundo fue peor que el primero, y quizás el único que nunca querría volver a vivir. Sin embargo, durante algunos meses, estuve segura de que lo recordaría como el año del aceite. Cuando empezó, ya estaba sola. Galán se había marchado a España la primera semana de diciembre de 1948 y yo estaba embarazada otra vez, pero no pude decírselo porque aún no lo sabía. Tampoco presentí nada especial, porque ya me había acostumbrado a vivir de esa manera.
Él se iba, venía, volvía a marcharse, y al despedirle, yo nunca sabía si aquella sería la última vez que le vería, si el último de mis abrazos, de mis besos, no sería de verdad el último. Luego, me quedaba sola, rodeada de otras mujeres solas, y todas hacíamos como que no nos dábamos cuenta de lo que nos pasaba, de lo que nos estábamos jugando mientras llevábamos a los niños al parque, y nos turnábamos para darles de merendar. A veces, si teníamos un día tonto, uno de esos días en los que estábamos más asustadas o más tristes que de costumbre, nos enseñábamos las unas a las otras nuestro tesoro más valioso, el más prohibido, la foto que antes de salir de casa habíamos sacado de un sobre, metido en la cremallera de un bolso, enterrado en el fondo de una caja, escondida en el último rincón del maletero de un armario, «mira esta, ¿te acuerdas?, aquí estamos muy guapos, ¿a que sí…?». De vez en cuando, venía el marido de otra, y el teléfono sonaba a cualquier hora, «oye, que está bien, que están todos bien, —o no—, que ha caído este, o aquel…». Entonces, a la hora que fuera, echábamos a suertes quién se quedaba con los niños de todas y las demás nos íbamos a la calle, a casa de la mujer del que ya no volvería, Begoña, Felisa, Merche, Marisol, para besarla, y abrazarla, y estar allí con ella, haciendo café o teniéndola cogida de la mano, simplemente. De vez en cuando, volvía Galán, pero yo nunca me enteraba hasta que llamaba al timbre por la noche o aparecía de día en el restaurante.
—¡Inés! —a veces era Amparo, desde la barra, a veces Angelita, o Montse, la que estuviera atendiendo las mesas—, ¡sal, que aquí te buscan…!
Yo me quitaba aquel gorro blanco, tan razonable, tan higiénico, tan horroroso al encajarse sobre mi frente, y sacudía la cabeza ante el espejo para salir en zapatillas, con las manos mojadas, el delantal lleno de manchas, oliendo a comida desde la cabeza hasta los pies, y allí estaba él, delgado y sonriente, con cara de cansado. Durante un instante, nunca sabía qué hacer, si quitarme el delantal, secarme las manos antes de tocarle, o ir hacia él sin más, pero eso tampoco tenía importancia, porque todo empezaba a existir otra vez en cada uno de sus regresos, el mundo entero volvía a nacer, sin reglas, sin condiciones, sin más límite, otra extensión que su cuerpo sano de hombre vivo.