Si Rafael Cuesta no era trigo limpio, si me estaba tendiendo una trampa, si yo caía en ella, y activaba un mecanismo que le facilitaría un contacto con la organización del interior sólo para provocar una caída de magnitudes imprevisibles, lo único que habría hecho por mi marido sería limitar sus posibilidades, acarreando la ruina de muchos camaradas más. Comprendes lo sabía mejor que yo y sin embargo, cuando los dos llevábamos ya varias copas en el cuerpo, tomó una decisión.
—Me voy a llevar la carta, ¿comprendes? —y se la metió en el bolsillo de la americana—. Lo único que no podemos hacer es desampararle. Ahora mismo voy a hablar con el Lobo, a ver qué se le ocurre. Es posible que alguien de dentro le conozca, ¿comprendes?, y si no, ellos sabrán qué hacer.
Aquella noche, tampoco pude dormir, y al día siguiente, no hubo noticias. Cuarenta y ocho horas después de nuestra conversación, Comprendes vino a verme a la cocina, pero sus palabras no me tranquilizaron.
—En Madrid le conocen mucho, ¿comprendes? —porque sonreí sin saber que lo que estaba a punto de escuchar congelaría la curva de mis labios—. Fernando está con él, malherido, pero vivo, ¿comprendes? Él le está curando. Es médico.
—No, no es médico —y moví la cabeza para negarlo, como si ese dato inesperado, confuso, representara en sí mismo una amenaza—, trabaja en una empresa de transportes, es…
—No —él me cogió de los brazos, me los apretó, me habló en un tono firme, autoritario, pegando su cabeza a la mía al mismo tiempo, como si pretendiera tranquilizar a una niña asustada—, escúchame, Inés, no te pongas nerviosa. Es médico, ¿comprendes? Trabaja en una empresa de transportes porque no le dejan hacerlo en ningún hospital, pero es médico. Fernando está con él, muy débil todavía, pero bien. Escondido, y bien. Eso me han dicho, y que no te asustes, pero que tampoco le esperes, porque no va a volver pronto, ¿comprendes? Que no te preocupes, pero que tampoco preguntes por él.
No te preocupes, pero no preguntes por él. Terminó julio, empezó agosto, las vacaciones, hizo mucho calor, tuve un niño, le puse Fernando por si su padre no volvía, y siguió haciendo calor, empezó septiembre y los termómetros aflojaron, llegó el otoño, en octubre llovió mucho, en noviembre hizo frío, y Galán no había vuelto.
No te preocupes, pero no preguntes por él. Fernanda se despidió después del verano, «lo siento, Inés, ya sé que te hago una faena, pero Nicolás se echó al monte en el 46, hace más de tres años que no vivíamos juntos, y tener que venir a trabajar por las noches se me hace muy cuesta arriba, lo siento…». Su marido era uno de los guerrilleros que habían venido en junio, así que le dije que no se preocupara, que lo entendía, y era verdad que lo entendía, y que me moría de envidia, también era verdad, aunque no se lo dije.
No te preocupes, pero no preguntes por él. En octubre, Angelita, que ya tenía dos varones, tuvo por fin una niña, y la conocí en los brazos de su padre, porque Comprendes estaba con ella en el hospital. Aquella noche, cuando di de mamar a Fernando, que había cumplido ya dos meses sin que su padre lo hubiera cogido en brazos, pensé que Galán nunca había estado conmigo en el hospital y me eché a llorar. Sabía que no debía hacerlo, que el niño lo estaba notando, que la leche no iba a sentarle bien, pero seguí llorando hasta que el llanto me dio tanto sueño que me acosté vestida. Aquella noche soñé que Galán volvía. Yo no le había oído abrir la puerta, entrar en la habitación, desnudarse, pero cuando se metió en la cama, me desperté, y ahí estaba él, con la piel muy fría y el cuerpo sin un rasguño, desnudándome, y yo le abrazaba, le besaba, y era todo tan verdadero que tenía que ser verdad, todo era tan verdadero que la emoción me despertó, y estaba sola en la cama, y él no había vuelto. No te preocupes, pero no preguntes por él. Si hubiera muerto, me habría enterado. Si estuviera muerto, no me lo habrían ocultado. Pero no hay vida como la clandestinidad, ni tan mala, ni sobre todo, tan buena.
En la primera mitad de 1949, los celos no me atormentaron tanto como el miedo, pero en la segunda me torturaron mucho más que la soledad. Aquel era otro ingrediente de la clandestinidad, donde ocupaban un espacio tan importante como el de las fotos prohibidas o los partos solitarios, pero distinto, porque nunca nos atrevíamos a hablar con naturalidad de aquel tema clandestino en sí mismo como ningún otro. No era elegante, no era digno y, sobre todo, no era justo, pero mi tripa no lo tenía en cuenta mientras decidía hacerse un nudo consigo misma, y cuando empezaba a dolerme, se lo insinuaba con medias palabras a cualquiera de las chicas, «no sé, a veces, cuando Galán está en España, me da por pensar, ya ves, qué tontería…». Ellas no me dejaban llegar al final, «no pienses eso, mujer, ¿cómo va a hacer una cosa así?, él no, ¿él?, de otro, no te diría yo que no, pero él va a volver, estoy segura…», porque lo entendían tan bien como el dolor de las contracciones.
A todas nos daba vergüenza sentir lo que sentíamos, temer lo que temíamos, pasarnos la vida calculando con cuántas mujeres se habrían acostado nuestros maridos, aprovechando que se estaban jugando la vida por la causa. Precisamente por eso, porque yo sabía que, al levantarse, nunca podría estar seguro de ver amanecer otro día, me decía a mí misma que no era lógico que desperdiciara las oportunidades que se le presentaran, e intentaba convencerme de que lo que pudiera hacer en España, con otras mujeres, no ocurriría en la realidad, sino en un mundo paralelo, un paréntesis de tiempo y de espacio que no tenía que ver con su vida verdadera, que era yo, mi propia vida. Entonces, durante un rato, todo estaba bien, todo era natural, comprensible, humano, hasta que recordaba la frase favorita del Pasiego, «no hay vida como la clandestinidad», y al pensar en la posibilidad de que le detuvieran con el olor de otra mujer pegado a la ropa, mis tripas sucumbían a una insoportable, repentina vocación contorsionista. Después, cuando volvía, se reía mucho mientras yo me clavaba los puños en el ombligo para intentar explicarle la clase de dolor que me producía su ausencia, pero nunca se le escapaba ni una sola palabra de más. «Conociéndote como te conozco…», y si me atrevía a empezar, siempre me interrumpía antes de que pudiera terminar la frase. «Conociéndome como me conoces, ¿para qué me lo preguntas?». Luego volvía a reírse, y yo nunca sabía qué pensar, no lo supe hasta que Comprendes me dijo que no me preocupara, pero que no preguntara por él, un mensaje tan ambiguo que parecía abrir la puerta a una conclusión bastante evidente, y no sólo para mí. Porque, por si el miedo y la soledad, los celos y la incertidumbre no fueran suficientes, había que soportar además el castigo de los chismes, las miradas compasivas y ciertos amables comentarios, «¿y tu marido?, pobrecita, ¡pues sí que está tardando esta vez!», en los que el veneno de cada palabra venía rebozado en la harina de un simulacro de solidaridad.
En 1949, intenté convencerme más que nunca de que nada de lo que estuviera pasando en España tendría importancia, pero no lo conseguí, y tampoco pude volver a pensar en plural, una cifra indefinida, numerosa y reconfortante, de mujeres sin nombre, un tropel de cuerpos pasajeros, anónimos, tan fáciles de desear como de olvidar. El 28 de noviembre, cuando Angelita confundió a Galán con un mendigo, ya estaba convencida de que había una sola mujer y de que había decidido quedarse a vivir con ella. Y cuando le vi desnudo, su piel recosida en todas las direcciones, un tumulto de cicatrices irregulares, desordenadas, sucias, dibujando el abrupto paisaje del vientre de un torero sobre la llanura que yo recordaba, sucumbí a la vergüenza doble, suprema, de haber sospechado de aquel cuerpo y del hombre que lo había salvado de la muerte.
—Y si es niño, le ponemos Guillermo.
En 1952, cuando Galán se empeñó en que tuviéramos otro hijo, yo ya sabía que Rafael Cuesta no se llamaba así, y que nuestra deuda con él había crecido al mismo ritmo que el negocio de mi marido. Pero eso era una cosa, y otra, muy distinta, que a los treinta y seis años, yo no tuviera de sobra con un restaurante y tres niños, la mayor de siete años, el pequeño de tres, y el mediano, jugador de fútbol en un equipo escolar cuyo entrenador no tenía mejor ocurrencia que concentrar a los titulares a las ocho y media de la mañana de todos los domingos.
—Que no —por eso, la primera vez me lo tomé a broma— que no quiero tener otro, si no doy abasto con tres, ya, imagínate con cuatro…
—Anda, mujer —él se reía, pero no aflojaba—. ¿A ti qué más te da?
—¿Que qué más me da? —yo me reía también, como si fuera un chiste—. Todo, me da. Porque lo voy a tener yo, ¿sabes?
—Ya, pero yo no estaba aquí cuando nació ninguno de los tres —y no me di cuenta de que lo decía en serio hasta que empezó a repetirlo varias veces al día, durante varias semanas seguidas, como si confiara en rendirme por cansancio—. Ni siquiera llegué a verte embarazada de Fernando, ¿o es que no te acuerdas? Me lo encontré con tres meses, al pobre, y a Vivi…
—A Vivi la viste recién nacida, no seas liante.
—Sí, recién nacida, y luego de golpe, gateando, ¿o no?, que fue como conocí a Miguel, te recuerdo…
—¡Ay, Galán, no seas pesado! ¿Pero para qué quieres tener otro hijo? Si luego no les haces ni caso.
—¿Que no? —y al llegar a ese punto, aunque no le conviniera, volvía a reírse—. Es que de bebés me aburren un poco, porque no se puede hacer nada con ellos, pero luego… ¿Quién les enseña a montar en bicicleta?
—Ya ves tú, una tarde a la semana cuando tienen cinco años…
—Bueno, menos da una piedra, ¿no? Y además, aunque no les haga caso, me gusta tenerlos, y me haría ilusión ver nacer a alguno —aquel era el único argumento al que yo era sensible, y él lo sabía—. Es sólo por eso, no le voy a querer más que a los demás, no te preocupes. ¿Quiero más a Fernando que a los mayores? Y eso que pasó un montón de meses a solas conmigo, ¿o no? Dijo papá antes que mamá, así que…
—Todos dicen papá antes que mamá, porque es más fácil pronunciar la pe que la eme.
—¡Ah! Eso es lo que tú dices, pero yo no lo sé. No estaba aquí cuando Vivi empezó a hablar, y cuando Miguel me llamó papá, ya sabía decir mamá, así que no nos va a quedar más remedio que tener otro para comprobarlo. Y si es niño, le ponemos Guillermo.
—Pero si es niña —en el instante previo a mi rendición, decidí reservarme por lo menos eso—, elijo yo el nombre.
Nuestro último hijo nació en mayo de 1953, y fue una niña. Su padre vino conmigo al hospital por primera vez, y la cogió en brazos antes que nadie. A cambio, yo decidí que se iba a llamar Adela.
—Adela —Galán lo repitió mientras la miraba, y asintió con la cabeza muy despacio—. Sí, me gusta. Está bien, Adela —entonces me miró—. Porque, desde luego, con la pobre Virtudes te luciste.
—Acércame el teléfono, anda…
En otoño de 1944, cuando llegué a Toulouse, me levanté todos los días, durante más de un mes, con el íntimo propósito de escribir a mi cuñada, y me acosté todas las noches con el remordimiento de no haberlo cumplido. Necesitaba hacerlo, contarle que estaba bien, que la echaba de menos y, sobre todo, que nunca podría perdonarme por haberla tratado tan mal, después de que ella me hubiera tratado tan bien a mí. Eso fue lo primero que escribí, «queridísima Adela: perdóname, perdóname, perdóname…». Luego se lo conté todo en una carta muy larga, sincera como ninguna que hubiera escrito antes, porque ella se lo merecía y porque pensé que, si era capaz de pasar del encabezamiento, sabría comprender cada una de las palabras que contenía. Después de releerla y corregirla varias veces, la metí en un sobre cerrado a su nombre, dentro de otro sobre dirigido a Cristina, la doncella que tenía en Pont de Suert, y se la di a Galán, para que se la diera a alguien que pudiera ponerle un sello y echarla en un buzón, dentro de España. No te hagas ilusiones, me dijo, porque puede tardar meses en llegar, pero no habían pasado ni treinta días cuando Adela llamó a la taberna por teléfono.
—Pero ¿cómo voy a estar enfadada contigo, Inés, si eres la única amiga que tengo?
Esa fue la última frase completa que logramos pronunciar una de las dos. Todas las demás las dejamos a medias, «te echo de menos, y yo, y yo mucho más, lo siento, ya, no me podía figurar, ya lo sé, Garrido, lo sé, es culpa mía, no, no, de verdad que no, me alegro por ti, me encantaría, a mí también, verte, sí, no me dejes, no, te quiero mucho, y yo a ti…». Después escribió ella, una carta más breve que la mía, pero igual de sincera, que arrojó una nueva culpa sobre mis hombros. Ricardo la había hecho responsable de mi fuga y no me lo ocultó, aunque intentó endulzar la situación, y hasta disculparle, «es que está desquiciado porque le han destituido por lo de la invasión, le han dado un puestecito de nada en un ministerio, y yo en parte me alegro, porque en Navidad volvemos a Madrid para quedarnos, pero por otra parte, si quieres que te diga la verdad, no sé si me apetece volver a vivir todo el tiempo con él, porque yo le sigo queriendo, pero parece que hasta eso le estorba…».
—Oye, Inés —en marzo de 1945 me llamó otra vez, y ya no lloramos ninguna de las dos—. La ciudad esa donde vives… ¿Está cerca de Lourdes? Es que unas señoras que yo conozco han organizado una peregrinación con heridos de la División Azul, ¿sabes?, y he pensado que, si Ricardo me da permiso para ir, pues, igual podíamos vernos.
—Ojalá —yo la animé tanto como pude—. Voy yo a buscarte a Lourdes, Adela, el día que me digas. Me hace mucha ilusión volver a verte.
El lunes siguiente a la fiesta de Santa Bernardita, a las doce de la mañana, me planté en la puerta del santuario de Lourdes con un vestido de flores sobre los seis meses de mi primer embarazo, y la distinguí enseguida, entre un enjambre de mujeres que me parecieron ya tan extrañas como si pertenecieran a otra especie, damas enlutadas que se movían muy despacio, andando con las dificultades que les imponía su dramática indumentaria, zapatos negros de tacón, negros vestidos con medias negras, una mantilla igual de negra sobre la cabeza, y un pedazo de cruz de plata golpeándoles el pecho a cada paso.
—¡Inés! —cuando la vi correr hacia mí, corrí hacia ella yo también, porque en la confusión de aquel momento, sólo se me ocurrió pensar en que iba a acabar con el escote lleno de cardenales—. ¡Inés!
Sabía que iba a emocionarme, pero no fui capaz de prever la magnitud de la emoción que me anegó como una ola tan alta, tan poderosa que ni siquiera me dejó con fuerzas para pronunciar su nombre, y la abracé en silencio, sin prestar atención a la curiosidad con la que nos miraban sus compañeras de peregrinación. Cuando nos separamos, ya se habían marchado todas y yo sentía calor, un bienestar profundo e interior, casi aromático, que parecía destensar a la vez todos los tejidos de mi cuerpo para impregnarlos con un bálsamo denso, placentero, que no era más que paz, una sensación que casi había olvidado. En Lourdes, mientras miraba a Adela a los ojos y la veía sonreír, me sentí en paz conmigo misma, por completo y por primera vez en muchos años. Eso significó para mí recuperarla, la alegría de sentirme en paz, cerca de toda la gente a la que quería.