Inés y la alegría (79 page)

Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
3.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues sí —él sonrió—, eso parece…

Después me contó que antes iba a pasar una temporada en Madrid y le di el teléfono de Guillermo, pero hasta que él no me preguntó si los plátanos habían llegado bien, no me había enterado de que se habían visto.

—No. Los plátanos han llegado a tiempo, pero me acaban de llamar de Vigo… —mi secretaria abrió la puerta, me explicó por señas que tenía otra llamada importante, y le contesté de la misma manera que no podía atenderla—. Tenemos un problema con ciento veinte kilos de centollos congelados, que hay que entregar en París antes de cinco días, y se me había ocurrido… Tú no tendrás por ahí un huequecito en un camión frigorífico, ¿verdad?

—¡Joder, macho, cada vez me lo pones más difícil! Déjame mirar, a ver qué se me ocurre…

No colgué el teléfono, pero tapé el auricular con la mano y me volví hacia mi secretaria, que seguía esperando.

—Es don Sebastián, y dice que es muy urgente.

—Ahora no puedo. Dile que ya le llamo yo cuando termine.

—Es que no está en su despacho.

—Bueno, pues que me vuelva a llamar dentro de diez minutos.

Cuando Guillermo encontró una solución, me acordé de mandarle un beso a Rita, pero no de que Inés hubiera echado de menos al Ninot aquella mañana. Llamé a Vigo para anunciar que, si los centollos estaban en Santander el día siguiente a las seis de la mañana, el mismo camión que los recogiera los entregaría en París con cuarenta y ocho horas de antelación sobre el plazo límite, y apenas tuve tiempo de colgar cuando el teléfono sonó otra vez. Era Comprendes.

—Malas noticias —y el tono de su voz me gustó tan poco, que no me atreví ni a preguntar—. El Ninot, ¿comprendes?

—¿Qué ha pasado?

—Un infarto.

—No me jodas —pero no pudo complacerme.

—Fulminante, ¿comprendes? Se ha muerto sin enterarse.

El día anterior también había faltado al trabajo sin avisar y nunca lo había hecho antes. Por eso, aquella misma mañana, uno de sus compañeros hizo lo que yo no había querido hacer. Cuando llamó a la pensión, su patrona se asustó. Hacía más de veinticuatro horas que no le veía, y ni siquiera le había echado de menos. «Es que él madrugaba tanto que a veces ni le veía por la mañana, —nos explicó después—, y como nunca cenaba en casa, pues…». Al encender la luz de su habitación, se dio cuenta de que Pascual parecía dormido, pero estaba muerto. La vida se le había escapado en un instante, sin consciencia y sin dolor, ni la menor inquietud asomándose a un rostro que ya no era sonrosado, pero seguía siendo redondo, armonioso como el de un muñeco de sesenta años.

Todos lloramos su muerte. La lloramos tanto, y tan sinceramente, que sólo la intensidad del dolor que compartimos podría explicar que nos riéramos tanto después de su entierro.

—¡Pobre Ninot! —empezó Comprendes, con la gafas empañadas todavía—. Qué maricón era, y qué mal lo pasaba, ¿comprendes?

—Bueno, menos cuando se lo pasaba bien —apunté yo.

—Eso sí —y Zafarraya remató con una sonrisa—, porque cuando se lo pasaba bien, se lo pasaba de puta madre, el tío…

Toulouse le había despedido con una mañana mediterránea, tibia y soleada, rara ya a mediados de octubre, y al salir del cementerio, ninguno de nosotros quiso separarse de los demás. Por eso nos fuimos siguiendo unos a otros hasta las inmediaciones del Capitolio, y entramos en fila india en un café. El salón era grande y estaba casi vacío, pero nos apiñamos en un ángulo, como si no hubiera espacio suficiente, y desde allí, cada uno echó de menos a los que ya no estaban. En días como aquel, siempre nos faltaban camaradas, amigos ausentes. Algunos para mal, como el Cabrero, encerrado en El Dueso, o el Tranquilo, preso en Carabanchel. Otros para bien, como Romesco, que seguía escondido pero milagrosamente libre en Asturias, o el Zurdo, que ya estaba en Las Palmas, con Montse y sus hijos. Y otros, el Bocas, Tijeras, el Afilador, el Tarugo, Hormiguita, ahora también el Ninot, para siempre. A cambio, Zafarraya nos había dado una alegría viniendo desde Lyon, aunque al Lobo no le gustó que aprovechara la primera ocasión para reírse con nosotros.

—No me lo recordéis —pero su reacción me sorprendió mucho menos que la de mi mujer—. Por favor os pido que no me lo recordéis.

Antes de que terminara de decirlo, Inés ya se había vuelto hacia mí, para esconder la cabeza en mi cuello y clavarme en el brazo derecho todos los dedos de las dos manos, con tanta fuerza que me dejó sentir el filo de sus uñas a través de la doble barrera de la camisa y la americana. No entendí por qué se comportaba así. Aparté su cabeza de mi cuerpo, sostuve su cara por la barbilla, la miré, y al verla con los ojos cerrados, los labios apretados, un rubor incomprensible en las mejillas, aún lo entendí menos.

—Pero, bueno… —mientras me preguntaba qué podría haberla puesto en aquel estado, escuché en la voz del Pasiego, una por una, las palabras que estaba a punto de decir—. ¿Y a ti qué te pasa?

Su mujer miraba a la mía con los ojos espantados, las manos cruzadas sobre la boca, apretándose una con otra y las dos contra los labios, con tanta fuerza como si se le fuera a escapar un demonio entre los dientes.

—Anda que, a quien se lo cuentes… —pero el saldo de tantas precauciones fue un murmullo tan inocente como difícil de interpretar.

—Desde luego —Inés movió la cabeza de arriba abajo, y empecé a entender de qué estaban hablando—. Hay que ver lo listas que somos, ¿eh?

—¡Ah, pero…! ¿Vosotras lo sabíais?

—Claro —Inés lo reconoció en un tono propio de una disculpa—. Nosotras lo sabíamos, pero pensábamos que vosotros no teníais ni idea.

—¿No? —aquello sí que me sorprendió—. ¿Y desde cuándo creéis que somos gilipollas?

—Un momento —Amparo levantó las manos en el aire mientras su marido usaba las suyas para taparse la cara—. ¿Qué significa nosotras?

—Inés y yo —precisó Lola, y al escucharla, Angelita se volvió hacia Sebas.

—¡Ah! ¿Pero es que el Ninot era maricón de verdad?

—No, de mentira, ¿comprendes? Los años bisiestos, solamente.

—¡Ay, hijo, y yo qué sé! Creía que era una manera de hablar, que estabais de broma. Como nunca habéis dicho ni una palabra de esto…

Si hubiera dependido del Lobo, que se ponía nervioso y daba golpecitos en la mesa para llamarnos a todos al orden cada vez que se acercaba el camarero, habríamos enterrado a Pascual dos veces en la misma mañana.

—Bueno, a ver si os calláis de una vez —eso sería lo que le habría gustado—. Vamos a hablar de otra cosa.

—No —pero después de escuchar a Inés, yo no podía estar callado—. Vamos a hablar del Ninot. ¿Qué va a pasar? —y moví un dedo en el aire para englobar en un solo movimiento a mi mujer y a la del Pasiego, que ya se habían recuperado del susto—. Nada. Ya lo estás viendo.

—¿Que no pasa nada? —él me desafió con la mirada, y no jugó limpio—. No, qué va, todos presos en aquel campo de mierda, sin techo, sin agua, sin comida, y el Ninot jodiendo como una puta con los senegaleses aquellos…

—No lo cuentes así, Lobo —y me paré a morderme la lengua antes de seguir—. No lo cuentes así, porque no fue así.

—¡Ah! ¿No? Pues ya me dirás…

—Pues sí, te lo voy a decir, porque parece que no te acuerdas… En primer lugar, no fueron todos los senegaleses, fue un senegalés, uno solo —me paré a levantar un dedo en el aire, y vi a Comprendes asintiendo con la cabeza para darme la razón—. En segundo lugar, tampoco es que se lanzara sobre el primero que se tropezó, porque llevábamos en Argelés casi un año, quizás más. Todos éramos muy jóvenes, estábamos hartos de machacárnosla a todas horas, y más de uno, y más de dos, y tú lo sabes de sobra, y si quieres, te recuerdo los nombres en voz alta…

—No hace falta, gracias.

—Bueno, pues entonces ya te acordarás de que se lo hacían entre sí por puro aburrimiento. Y en tercer lugar… Hiciera lo que hiciera, el Ninot no jodía como una puta, porque no se exhibía y nadie le vio jamás.

—No, eso es verdad, no jodían en público, pero todo lo demás, sonrisitas, miraditas, paseítos… —y buscó aliados con la mirada antes de concluir—. Sólo les faltaba hacer manitas.

El Gitano, Perdigón, Botafumeiro y el Sacristán asintieron con la cabeza y más o menos énfasis, pero ni el Pasiego ni Zafarraya los imitaron. Eso le sorprendió, pero no tanto como el tono que escogió Comprendes para desbaratar sus aspavientos.

—Mira, yo siempre sabía cuándo venía el Ninot de estar con el negro, ¿comprendes?, se lo veía en la cara, pero de lo jodido que estaba —y siguió componiendo un epitafio sincero y triste, con unas pocas palabras sencillas, fáciles de entender—. Se tumbaba en el suelo, se tapaba la cara con los brazos, se quedaba quieto horas enteras, y yo pensaba… Hay que joderse, para uno que podría estar disfrutando, y es el que peor lo pasa de todos. ¿Y para esto hemos dejado de creer en Dios? ¡Vamos, no me jodas, menuda mierda de vida!, ¿comprendes? —tenía razón, tanta razón que había hecho falta que Pascual se muriera para que él dijera aquellas palabras en voz alta—. Estaba muerto de miedo por si alguien se enteraba, por si te lo contaban, y cuando me pillaba mirándole, me juraba que había sido la última vez, la última, que nunca más… ¡Joder!

El Lobo le miró un momento, en silencio. Luego, cuando dejó de representar su papel para volver a ser él mismo, todos nos dimos cuenta de que, aunque se hubiera dejado matar antes que reconocerlo en voz alta, él también estaba conmovido por las palabras que acababa de escuchar.

—¿Y qué te crees, que yo no estaba muerto de miedo? —por eso se defendió con la verdad—. Yo tenía tanto miedo como el Ninot, y hasta más, fíjate, porque lo sabía todo, desde el principio, todo, y mi obligación habría sido expulsarle. Eso es lo que tendría que haber hecho, expulsarle, y expulsaros después a vosotros dos, a ti y a Galán, por defenderle.

—Ya estamos como siempre, Ramón, cojones… —Zafarraya meneó la cabeza al ritmo de su desaliento—. Mira, un día de estos te voy a regalar un traje de árbitro y un pito, para que te entretengas.

—Siempre tan ingenioso, Juanito —pero él también se había reído.

—Ya, es lo que tengo… Pero es que es verdad, Lobo, ni tanto ni tan calvo. Ni lo de estos dos —y Zafarraya volvió a señalarnos a Comprendes y a mí, pero sólo para repetir aquel chiste tan bueno, tan viejo que ya se nos había olvidado—, que estaban todo el rato de cachondeo, venga a decir que desde que había llegado a Argelés, el Ninot lo veía todo negro… Ni lo tuyo, macho, que sólo abrías la boca para decir que nos ibas a expulsar a todos. Y menos mal que la sangre no llegaba al río, porque… ¡La de camaradas que se fugaron de Argelés gracias a los polvos que echaron el Ninot y el negro aquel!

—Y la de chocolate que comimos, ¿comprendes?

—Eso tenemos que reconocerlo, Lobo —hasta el Gitano, que en el instante en el que terminaba de masticar su onza, abría los ojos y juraba en voz alta que nunca más, porque él era comisario y tenía una responsabilidad, se acordaba del sabor de aquel chocolate—. Siempre repartía entre los demás esas tabletas suizas tan ricas que el negro le regalaba. Y él no las probaba ni siquiera cuando tenían almendras. ¡Qué buenas estaban!

—¿Sí? ¡Qué héroe! A costa de haberle dado por el culo a un senegalés…

—Bueno, no era así exactamente —y casi todos lo sabíamos, pero una vez más, Zafarraya fue el único que se atrevió a decirlo—. Lo del orden, o sea, eso de dar y tomar, digo. Lo sé porque yo… Les vi una vez. Y estaban escondidos detrás de una empalizada, ¿eh?, no es que… Y además, me di la vuelta enseguida, pero, claro, lo del color de la piel… Era fácil distinguir.

—¡Pues peor me lo pones!

—Ni mejor ni peor, Lobo, no me jodas. A estas alturas, qué más dará…

—Coño, Zafarraya, te estás pasando —y le fulminó con la mirada—. Yo creía que estabas de mi parte.

—Y lo estoy —pero su amigo ni se inmutó—. Yo habría preferido que el Ninot no fuera maricón, ¿qué te crees? Y al principio me daba cosica pensarlo, no creas, no me gustaba nada, esa es la verdad, que ni siquiera me acercaba mucho a él, como si me lo fuera a pegar. Y aquel día, cuando los vi juntos, por la noche no me podía dormir, pero después… Ya somos muy mayores, Lobo. ¿Y por qué estamos hoy aquí? Pues porque era un tío de puta madre, ¿o no? Era valiente, leal, generoso, buena persona, buen amigo, buen camarada. Tenía ese defectillo, sí, pero…

—¡Defectillo, defectillo! Te voy a dar yo a ti defectillos…

—Ya está bien, Lobo.

Eso lo dije yo, y lo dije en serio, ni siquiera enfadado, pero en serio, y todos se me quedaron mirando a la vez.

—Si a Sebas no le importa, os voy a contar cómo conocimos nosotros al Ninot.

A finales de 1937, poco antes de la batalla de Teruel, Del Barrio tendría que haber acompañado a Modesto al cuartel general de Gustavo Duran. En el último momento decidió cancelar el viaje y enviarnos a nosotros en su lugar. Modesto, que ya había estado allí otras veces, se conocía el percal y entró por la puerta como Pedro por su casa. Pero nosotros, que acabábamos de cumplir veintitrés años y no teníamos ni idea de dónde nos estábamos metiendo, nos llevamos el susto de nuestra vida. Aquel estado mayor era Sodoma, y de propina, Gomorra, resumí. Comprendes sonrió. No dejó de hacerlo mientras yo iba recordando en voz alta a todos aquellos hombres, unos rubios, otros morenos, unos más afeminados, otros más recios, algunos muy peludos, pero todos altos, apuestos, atléticos, bronceados, y el Ninot, el más guapo de todos.

—Así que estaba en el estado mayor de Duran… —se asombró el Lobo.

—Pues claro. Por eso no te lo hemos contado nunca, ¿comprendes? Bueno, y por no contar que los dos apretamos el culo, empezamos a rezar todo lo que sabíamos y nos quedamos lo más cerca posible de la puerta —me miró y fui yo quien asintió esta vez—. Como dos gilipollas, ¿comprendes?

Era verdad que nos habíamos portado como dos gilipollas, pero si aquella reunión no hubiera durado tantas horas, ni siquiera nos habríamos dado cuenta. Nos habríamos marchado de allí muy aliviados, sin haber sabido nunca dónde habíamos estado en realidad. Los oficiales de Duran se dieron cuenta de todo, y se dedicaron a asustarnos, a jugar con nosotros, a meternos miedo para reírse después, como suelen reírse los adultos de los niños pequeños, hasta que su jefe los miraba. Eso bastaba para que volvieran a comportarse como oficiales de estado mayor pero al rato, alguno volvía a rozarnos al pasar a nuestro lado, a fingir que se chocaba con nosotros sin querer, y todos, a veces también Duran, sonreían a la vez. Entonces, era Modesto quien tenía que mirarle para que recobrara la compostura, y mientras tanto, aquella reunión se alargaba, y se alargaba, y se seguía alargando. Al caer la tarde, no había terminado todavía. Era ya noche cerrada cuando Modesto miró el reloj y decidió que íbamos a quedarnos a dormir allí. «Bueno, si cabemos», añadió. «Claro que cabéis, —contestó Duran—, aquí dormimos todos juntos, quitamos la mesa y ponemos unos colchones en el suelo…». «Pues yo esta noche no me acuesto», me susurró Comprendes al oído. «Yo tampoco», le contesté en el mismo volumen. Sin embargo, a la hora de cenar, no nos quedó más remedio que sentarnos donde nos dijeron. El cocinero era otro chico, en aquella casa no había una mujer ni en pintura, pero la comida era buena, la conversación semejante a la de cualquier otra noche. Hablamos, como siempre, de la guerra, de lo que se estaba haciendo bien, de lo que se estaba haciendo mal, de los errores que se deberían corregir, de los obstáculos que impedían que se corrigieran…

Other books

Queen of Diamonds by Cox, Sandra
Ciudad by Clifford D. Simak
Not In Kansas Anymore by Christine Wicker
The Guild of Assassins by Anna Kashina