—¿Me has perdonado? —le pregunté de todas formas.
—No seas tonta… —y meneó la cabeza de un lado a otro, antes de echarse a reír—. Hay que ver, es que me parece tan raro verte embarazada y en Francia, de repente. Hace sólo seis meses, estábamos las dos juntas, en mi casa, y ahora… Pero me alegro por ti —me cogió del brazo y echamos a andar como si todavía estuviéramos en Pont de Suert, camino del estanco, o de la carnicería—. Lo siento por mí, porque te echo mucho de menos, pero me alegro de verte tan bien. Es que… Pareces otra. Te ha cambiado la cara y todo, fíjate.
Caminamos en silencio hasta que encontramos una mesa libre en una terraza, y allí, al sol, nos lanzamos a hablar las dos a la vez y a un ritmo antiguo, con la misma urgencia de aquellos días en los que nos atropellábamos la una a la otra cuando venía a buscarme al convento.
—¿Por qué no te vienes a Toulouse, aunque sea un par de días? —le propuse cuando comprendí que con aquella entrevista no íbamos a tener bastante—. No puedo presentarte a Fernando porque está en España, pero…
—¿En España? —al escucharlo, se asustó tanto como se habría asustado cualquiera de mis camaradas que no la conociera, al oírmelo decir con tanta tranquilidad—. Pero él… ¿Puede ir a España?
—Bueno… —sonreí—. De hecho, está allí.
—¿Y la policía?
—La policía no lo sabe, claro —me eché a reír—. No sé si habrá pasado por el monte o si llevará una documentación falsa, no me cuenta esas cosas…
—Entonces, ¿es un espía?
—No exactamente. Más bien, un clandestino.
—¡Ay, Inés! —se sujetó la cabeza con las dos manos y la movió varias veces, como si no pudiera con ella—. ¡Inés, Inés, qué valor tienes, hija mía!
Pero se vino conmigo a Toulouse, y durante unos días, estuvimos las dos juntas, solas, igual que en Pont de Suert, aunque ahora era yo quien tenía mucho trabajo y ella la que me acompañaba a todas partes. No hablaba bien francés y tampoco sabía entretenerse de otra manera, pero no le importaba, porque desde el primer momento le gustó la taberna.
—Da gusto veros a todas, trabajando juntas, tan bien organizadas, tan coordinadas, ¿no?, y sin ningún hombre… —la miré y vi en sus ojos una luz cálida, luminosa, que era envidia, pero también era limpia, amable—. Y esos clientes que son como de la familia, no sé… Así debe dar gusto trabajar. Nunca lo había pensado, pero creo que a mí me encantaría, la verdad.
Cuando nos encontramos de nuevo, volví a pensar que Adela merecía la felicidad más que cualquier otra persona que yo hubiera conocido, aunque quizás nunca hubiera sido más infeliz que al emprender aquel viaje a Lourdes. Su soledad, una cárcel de puertas abiertas que no conducían a ninguna parte, había pagado el precio de mi alegría y tuve que afrontar esa responsabilidad, aprender a vivir con la certeza de que mi bienestar la había dejado a solas en un perverso y pequeño laberinto del que no le resultaría fácil salir por sí misma. Abocada al callejón sin salida de un amor que no le convenía, cada vez pasaba más tiempo encerrada en su casa, Ricardo fuera, pretextando viajes, compromisos, reuniones imprescindibles para recuperar el favor de El Pardo, pero ni siquiera las ausencias de mi hermano le dolían tanto como la progresiva consciencia de que estaba mejor sin él, si no más contenta, al menos más tranquila con su marido lejos, al margen de su vida. La indiferencia de Ricardo le permitió, a cambio, viajar a Toulouse para compartir la mía con mucha más frecuencia de la que habría tolerado cualquier atento marido franquista, y en septiembre de 1945, cuando se decidió a contarle que la habían elegido miembro permanente del patronato de una cofradía de peregrinación, no puso la menor objeción a que cumpliera con un programa que, entre reuniones y ejercicios espirituales, la retendría en Lourdes una semana entera.
—A él, todo le da igual, parece que está deseando que me vaya —su voz se cargó de una tristeza que fue capaz de condensarse en una nube fría para llover sobre el hilo del teléfono—, pero no hay mal que por bien no venga, ¿no?
Me insistió en que tenía muchas ganas de ver el restaurante nuevo y aún más deseos de conocer a su sobrina, pero las dos sabíamos muy bien cuál era el auténtico motor de su curiosidad. Galán también tenía ganas de verla, porque me había oído hablar mucho de ella, y tuve la suerte de que se cayeran en gracia mutuamente.
—Está muy enamorado de ti, se le nota mucho, y luego, además, para ser comunista, es muy normal, ¿a que sí? —yo no supe qué decirle, y ella siguió hablando sola—. Bueno, la verdad es que sois todos unos comunistas muy normales.
—¿A qué te refieres? No te entiendo, Adela.
—Pues eso, normales —y hasta que no me lo explicó, no me di cuenta de que se había hecho un lío entre lo que había aprendido antes y después de nuestro reencuentro, lo que estaba acostumbrada a creer y lo que veía en mi casa, en el restaurante, cada vez que venía—. O sea, que estáis casados, tenéis hijos, los regañáis cuando se portan mal, trabajáis, lo normal…
—Claro. ¿Y qué esperabas? —sonreí—. ¿Comunas y amor libre?
—Pues… Más o menos —me miró y se echó a reír antes que yo—. Eso es lo que hacen los comunistas, ¿no? Su propio nombre lo dice, ¿o comunista no viene de comuna?
—¡Ay, Adela, Adela! —y la regañé como solía regañarme ella a mí.
A Galán le gustó por todo lo contrario, porque se dio cuenta de que no era una mujer corriente. La noche que la conoció me dijo que era muy graciosa aunque de entrada le había parecido más bien tonta, y para mí era tan importante que acertara, que me precipité a darle una clave que enseguida confirmó por sí mismo. De todas formas, lo que más valoró fue la distancia que la separaba del modelo convencional de esposa de jerarca falangista, una pequeña grieta que estaba a punto de empezar a agrandarse.
En aquel viaje, Adela conoció algo más que Casa Inés, a alguien más que a mi hija y a mi marido. Yo no pude prevenirla porque estaba en la cocina, y porque a aquellas alturas, las apariciones de nuestra clienta más ilustre ya no llamaban la atención. A lo largo de la primavera, del verano del año de su regreso, se había convertido en una figura habitual en la taberna mientras existió, en el restaurante después, y aunque sólo tres meses antes, su mera presencia habría provocado un revuelo tan súbito, tan aparatoso a la vez, que los gritos, los aplausos y las patas de todas las sillas chirriando a la vez sobre las baldosas del suelo, habrían traspasado la pared para llegar con claridad hasta mis oídos por encima del crepitar del aceite hirviendo, del borboteo de los guisos en ebullición y de los grifos abiertos, aquella tarde de septiembre no pude anticipar la escena a la que estaba a punto de asistir.
—Inés —cuando se trataba de ella, Amparo, en lugar de chillar desde la barra, asomaba la cabeza por la puerta de la cocina—. Sal un momento, que Dolores quiere saludarte.
—¡Inés! —Pasionaria me sonrió con los brazos extendidos, las manos abiertas con las palmas hacia arriba—. ¿Cómo estás?
—Muy bien —me acerqué, le di dos besos—, muy contenta de verte. ¿Qué tal? —entonces escuché el ruido de la puerta al abrirse—. ¿Te ha gustado la comida? —e inmediatamente después, la voz de Adela.
—¡Hola! —que siguió andando sin darse cuenta de nada.
—Mucho, estaba todo riquísimo, como siempre, y los chipirones… ¡Uf! —y la secretaria general del Partido Comunista de España se volvió a mirar a la recién llegada—. Hacía tiempo que no los comía tan buenos.
—In…
Cuando Adela reconoció a la mujer que estaba hablando conmigo, se quedó quieta, todos sus músculos paralizados a un tiempo, su cuerpo tan inmóvil como si hubiera perdido hasta la facultad de respirar. El único indicio de que conservaba cierta capacidad de movimiento se concentró en sus mejillas, que escalaron en un instante la gama completa del color rojo, desde el tono de los albaricoques hasta el de las granadas, pero Dolores Ibárruri estaba acostumbrada a provocar reacciones abrumadoras en las personas que la veían por primera vez, y se limitó a sonreír.
—Perdón —eso fue todo lo que Adela acertó a decir, pero no pudo gobernar sus piernas y siguió de pie, como clavada en el suelo, a un paso de la secretaria general de los comunistas españoles, que cabeceó con gesto maternal al escucharla.
—Pero no te disculpes, mujer…
—Dolores —me decidí a intervenir para dar a su encuentro la máxima apariencia posible de normalidad—, esta es mi cuñada, Adela. Como ves —añadí, con una sonrisa—, ella ya te conoce.
—Encantada —Adela le alargó una mano, y Dolores la retuvo un momento en la suya, antes de poner en marcha el mecanismo de su simpatía, un protocolo al que yo ya había asistido otras veces.
—Y cuéntame, Adela, ¿de dónde eres?
—Yo… De Vitoria.
—¡De Vitoria! —y Dolores sonrió de una manera distinta, más natural, menos mecánica que de costumbre—. Cuando vivía en Vizcaya, yo iba por allí de vez en cuando. Una ciudad bonita, ¿verdad? Llena de fachas, eso sí —y para mi pasmo, Adela empezó a darle la razón con la cabeza—, una de las ciudades más fachas de España, pero muy bonita, y con unas confiterías… Mira, yo creo que no he comido bombones más ricos en mi vida. Había unos, que los hacían en una tienda de la calle Dato, los camaradas me traían a veces un cartuchito con cuatro o cinco, porque no eran nada baratos… ¿Cómo se llamaban? ¡Ay, qué cabeza! —cerró los ojos y se golpeó tres veces la frente con la mano derecha—. ¿Cómo he podido olvidarme, si eran lo que más me gustaba en este mundo? No, espera… ¿Vasquitas?
—No —mi cuñada sonrió, y en ese gesto recuperó la flexibilidad, el control de su cuerpo, mientras el granate de sus mejillas empezaba a ceder—. Vasquitos. Vasquitos y Nesquitas.
—¡Eso! Vasquitos y Nesquitas, ¡qué ricos, madre mía! —y Pasionaria dio una palmada antes de entornar los ojos con la cabeza ladeada, un gesto de añoranza casi infantil redondeando su rostro de repente—. ¿Los siguen haciendo? —Adela volvió a asentir—. Me encantaban.
—Pues ya le encargaré yo una caja, y de las grandes —y si alguna mujer llegó a estar verdaderamente asombrada aquel día, en aquel lugar, esa fui yo en aquel momento—. Se la mandaré a Inés, no se preocupe.
—¡Pero no me llames de usted, mujer, que me haces vieja!
Dolores se acercó a ella, le dio dos besos, y con los labios curvados, suspendidos aún en la memoria de aquel sabor inolvidable, se marchó sin darse cuenta de nada. Montse, Angelita y yo esperamos a que la puerta se cerrara tras ella para echarnos a reír al mismo tiempo, y Adela nos secundó con una risa distinta, más pequeña y muy aguda, casi histérica, antes de hacerme una confidencia al oído.
—He tenido un accidente, voy un momento a casa, ahora vuelvo…
—¿Un accidente? —aquella palabra me asustó.
—Sí, es que… —pero volvió a mi oído—. Me he hecho pis. De los nervios, me figuro.
Unos meses antes, cuando Angelita entró en la Taberna Española con gesto triunfal, para anunciarnos que acababa de ver el mejor local para montar un restaurante, comprendí de un simple vistazo que íbamos a tener que hacer reformas. Para convencer a mis socias, tuve que recurrir a mi vieja educación de señorita de buena familia, todos aquellos principios, criterios y preferencias que había adquirido casi por ósmosis, sin ser consciente de haberlos aprendido con la misma naturalidad con la que respiraba, ni sospechar que estaban modelando un gusto que sobreviviría a cualquier tormenta vital, como un baúl del que las olas no me consentirían desprenderme mientras lo arrojaban junto con mi cuerpo a las playas inhóspitas de todos mis naufragios.
Acabé saliéndome con la mía, porque lo que llegaría a ser Casa Inés era todavía la sede de una sociedad gastronómica, un salón rectangular, diáfano, que sus antiguos propietarios no habían despojado aún de tres mesas corridas, larguísimas, con sillas de tijera a ambos lados, que le prestaban el triste aspecto del refectorio de un convento. A las chicas les entusiasmó aquel espacio, que casi triplicaba el de los comedores de los que habíamos dispuesto hasta entonces, pero yo les advertí que si aspirábamos a tener un buen restaurante, y no una casa de comidas baratas, no nos iba a quedar más remedio que fragmentarlo de alguna forma.
Aquella fue nuestra primera gran discusión, y al principio, me dejaron sola, pero no cedí. Durante una semana, entré en todos los buenos restaurantes de Toulouse con alguna de ellas, y mientras me acercaba al maître para preguntar por una reserva inexistente, las dejé curiosear, convencerse de que yo tenía razón. Amparo fue la que más se resistió, pero al final, ella también acabó por admitir que si repartíamos las mesas en tres salones más reducidos, facilitaríamos el servicio, evitaríamos el mal efecto de las que se quedaran vacías, y crearíamos un ambiente más acogedor. Cuando las puse a todas de acuerdo, volvimos a discutir, porque las separaciones tenían que ser movibles, para que pudiéramos ampliar o encoger los comedores según nos conviniera, y cada una tenía su opinión. Montse quería biombos, Angelita, paneles de tela como los de los consultorios de los médicos, que salían más baratos, y Amparo era partidaria de tabiques auténticos «y nos quitamos de problemas». Lola, sin embargo, apoyó mi propuesta, y buscó un carpintero bueno, rápido, eficaz, español y comunista, que nos hizo unos paneles de madera barnizada y algo menos de dos metros de altura, que se anclaban en el suelo con unos pivotes y eran tan sólidos que permitían hasta colgar cuadros ligeros en su superficie central. Estaban unidos por unas bisagras tan primorosas que, cuando estaban extendidos, no se veían, pero permitían plegarlos completamente sobre sí mismos, para guardarlos en el almacén cuando conviniera.
En diciembre de 1945, los retiramos todos por primera vez para celebrar el cincuenta cumpleaños de Dolores Ibárruri, el primer gran compromiso público de Casa Inés. Angelita se cabreó desde el mismo momento en que el Partido nos sugirió que cerráramos el restaurante, «¿y por qué?, —decía—, si van a venir sólo treinta personas, ¿por qué no podemos abrir el comedor del fondo, vamos a ver?, —y su enfado fue en aumento con cada uno de los preparativos—, ¿flores?, ¿también vamos a tener que poner flores?, ¿y tarjetitas de recuerdo?, ¡que paguen ellos las tarjetitas!», pero eso no fue nada en comparación con la bronca que nos echó cuando nos quedamos solas, después del banquete.
—Esto no puede ser, os lo digo de verdad.
Todas sonreímos al verla, tan seria, tan responsable, mientras andaba en círculo con una factura en una mano, la otra en la cabeza, como un animal enjaulado que todavía no se hubiera resignado a no encontrar una salida.