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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (83 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—Te han condecorado, mamá.

Mi hija Virtudes, a la que su padre bautizó como Vivi desde el día en que la conoció, porque no le gustaba el nombre que yo había escogido para ella, fue la primera en felicitarme, como lo había sido en todo, con la única excepción de la estatura. A los veintiún años, la más precoz de mis hijos, quizás para compensar que también era la única más baja que yo, ya nos había dado dos disgustos, el primero al decidir que no quería ir a la universidad, y el segundo, al casarse con un divorciado que le sacaba casi diez, aunque la diferencia de edad y su experiencia previa habían sido lo de menos.

El 17 de julio de 1965 ni su padre ni yo entendimos por qué Vivi había invitado a su cumpleaños a Andrés, aquel niño toledano al que conocimos en el valle de Arán por obra y gracia del Auxilio Social. En el tiempo que había transcurrido desde entonces, aquel crío tan gracioso, que siempre tenía hambre y miedo de todo, había llegado mucho más lejos que su hermano mayor. Era ingeniero de telecomunicaciones, trabajaba para la Siemens, y estaba casado, o eso creíamos nosotros, con una chica francesa con la que no tenía hijos. Una pena, pensaba yo, hasta que aquella misma noche empecé a pensar todo lo contrario. Menos mal.

—Mira, papá… —Vivi dejó caer la bomba antes de cortar la tarta, y cuando Galán se levantó de la silla, como propulsado por un muelle automático, se levantó ella también, para ponerse a su altura—. Nos vamos a casar, te guste o no. Hemos venido a decírtelo, no a pedirte permiso.

—Así no, Vivi, por favor —Andrés cerró los ojos, se los tapó con las manos, negó varias veces con la cabeza—. Así no… Lo estás haciendo fatal.

—Que no, déjame a mí —pero no logró que su novia cambiara de tono—. Así que, tú verás, papá… ¿Que vienes a la boda? Fenomenal. Lo celebramos por todo lo alto, mamá nos hace una tarta de siete pisos, y después de cortarla, cantamos
La Internacional
. ¿Que no vienes? Pues nos casamos nosotros solos, y te mandamos una postal de recuerdo desde donde sea…

—¡No digas tonterías, Virtudes! —y su padre empezó a andar alrededor de la mesa, con los dientes clavados en la lengua y los puños cerrados contra el aire—. ¿Cómo te vas a casar? Si Andrés ya está casado.

—Pues se divorcia.

—Pero si te saca un montón de años…

—Diez —Vivi abrió las dos manos en el aire y empezó a rodear la mesa en la dirección contraria—. En invierno me saca diez, hoy solamente nueve.

—¡Pero si es de la familia! ¿Es que no lo entiendes?

—¿De la familia? No, papá, yo me apellido González Ruiz, y él, Ríos Malpica. No tenemos ni una sola gota de sangre en común.

—¿Puedo decir algo? —cuando Andrés intentó intervenir de nuevo, los dos le miraron a la vez.

—¡No!

«Hay que ver, —me dijo Galán aquella noche—, y esta niña, ¿de dónde habrá sacado ese carácter que tiene?». «De dónde será, —pensé yo—, ¿a ti qué te parece?», pero no le dije nada, porque estaba igual de preocupada que él. Sin embargo, en la mañana de mi coronación, cuando la vi entrar en la cocina agitando el periódico como si fuera una bandera, ya no estaba tan segura de que se hubiera equivocado en sus elecciones. Por una parte, estaba muy enamorada de su marido. Por otra, se había convertido en una cocinera incomparablemente mejor que yo a su edad, y llegaría a ser excelente cuando aprendiera a dominar una soberbia que la impulsaba a comportarse como si lo supiera todo, aunque aún le faltaba mucho por aprender. Aquel defecto, que las dos poseíamos en un grado exacerbado y semejante, nos vinculaba como un lazo más estrecho que cualquiera de las virtudes que compartíamos, aunque fuera en detrimento de la paz de mi cocina. Quizás por eso me emocioné tanto aquella mañana, al escucharla.

—Enhorabuena. Estoy muy orgullosa de ti, ¿sabes? —porque eso fue lo que me dijo antes de darme un abrazo y dos besos tan fuertes que me hicieron daño—. Muy orgullosa de ser tu hija.

—A ver… —tuve que ir a buscar las gafas y leer la noticia varias veces, para que ninguna de las dos hiciéramos el ridículo en una cocina que se iba llenando de gente—. Pues sí, la verdad es que este cromo no lo teníamos.

Amparo llamaba así, cromos, a los premios, distinciones y emblemas que habíamos ido pegando sobre el cristal de la puerta del restaurante, hasta lograr que, en julio de 1966, cuando nos dispusimos a volver a cambiarlos todos de sitio para hacerle un hueco privilegiado al adhesivo de la Guía Michelin, ya no se descifrara la vieja leyenda, «Casa Inés, la cocinera de Bosost», que habíamos mandado grabar con letras mates en 1945. El cromo que acababan de regalarnos era el más valioso de todos a cuantos podíamos aspirar, aunque a mí no me hizo tanta ilusión como los que habían llegado de España, sobre todo uno, «establecimiento recomendado por el diario
Abc
», que un par de años antes había estado a punto de provocar un cisma, porque Montse, Lola y Amparo pretendían colocarlo sobre la vitrina en la que exhibíamos la carta, para que pasara lo más desapercibido posible.

—Hay que ver, qué brutas sois, es que no entendéis nada —menos mal que Angelita fue mucho más contundente que yo—. ¿Cuántas veces os he explicado que nunca, jamás, hay que despreciar la publicidad gratuita? ¿Y no habéis comprendido todavía que, cuanto más venga del enemigo, más publicidad y más gratuita será?

Así logró imponer un criterio que se volvería en mi contra cuando llegara el momento de replantearse el aspecto de la puerta de Casa Inés. Pero la Guía Michelin era la Guía Michelin, y sus estrellas, las más deslumbrantes del cielo de los restaurantes, merecían iluminar una noche especial. Por eso, antes de tomar ninguna otra decisión, decidimos derrochar, permitirnos el lujo de tirar la casa por la ventana y cerrar un viernes por la noche para dar una fiesta como las que no dábamos desde hacía muchos años, cuando éramos jóvenes y nos casábamos muy enamoradas, muy embarazadas, con activistas que estaban a punto de cruzar la frontera clandestinamente.

—¿Con niños o sin niños?

Amparo hizo aquella pregunta a bocajarro cuando nos sentamos a estudiar el croquis que usábamos para planificar los banquetes, y no tuvimos que discutir para ponernos de acuerdo en que tenía que ser con niños, hijos, nietos, lo que hiciera falta para no echar a nadie de menos. Al hacer la lista de los imprescindibles, ni siquiera Angelita se paró a calcular el precio por encima, pero nos dimos cuenta de que, por muchas mesas y sillas que alquiláramos, nunca tendríamos espacio suficiente para sentar a tanta gente.

—Bueno, no pasa nada… —tomé el relevo de Amparo, y empecé a dibujar con el dedo sobre el papel—. Que los más jóvenes cenen de pie. Ponemos cuatro bufés, dos aquí, y dos aquí, las mesas grandes en las esquinas —Lola levantó la cabeza, pero yo seguí concentrada en la solución de aquel problema—, y repartimos las sillas…

—¡Pero qué negra estás, maldita! —hasta que escuché su voz.

Montse estaba plantada delante de la puerta con un vestido blanco y los brazos levantados en el aire, como si fuera una vedette a punto de empezar a bajar por una escalera. Antes de correr hacia ella, ya había tenido tiempo de admirar su piel dorada, tan brillante que parecía a punto de crujir, de resquebrajarse de pura satisfacción, un bronceado uniforme, envidiable, que la embellecía desde la frente hasta los dedos de los pies, donde las uñas pintadas de rojo parecían joyas raras y exóticas. Aparte de negra, la encontramos más delgada y más joven, tan guapa que ni siquiera la magnanimidad del sol podía acaparar todos los méritos. Estaba morena también por dentro, y nos dimos cuenta enseguida, después de abrazarla, de besarla, cuando la vimos mirar a su alrededor con la nostalgia bienhumorada, tibia y sonriente, de quien regresa al escenario de un pasado que no añora, por muy grande que sea el cariño con el que lo recuerda. Al comprenderlo, empezamos a envidiar algo más que su color.

—Os echo mucho de menos, chicas. Muchísimo —y nos miró despacio, como si quisiera coser esa afirmación en nuestros ojos—. A vosotras sí, todos los días, pero por lo demás… Estamos estupendamente, la verdad —pero cruzó todos los dedos de las dos manos para conjurar al fantasma de la Brigada Político-Social—. De momento, estamos de maravilla…

Ella había, y no había, sido la primera en volver a España. Antes, en el 61, se había marchado Sole, para estar cerca de Manolo, preso en El Dueso, y María la Tranquila la había seguido poco después, cuando metieron a Germán en Carabanchel. Otras mujeres las habían precedido, pero las condiciones del viaje de Montse habían sido muy distintas. La alegría con la que nos anunció que estaba en Francia sólo de visita, su aspecto, su manera de reírse, de hablar, de comportarse de una forma ya un poco extranjera, un poco distinta de la nuestra, mucho más española, y sus palabras, unas expresiones que nunca habíamos oído, como nunca habíamos visto el tabaco que fumaba, ni la marca de los grandes almacenes donde se había comprado la ropa que llevaba, fue para nosotras más que un símbolo, una promesa concreta de que, más allá de las consignas, de las benéficas fantasías en las que nos habíamos acunado durante tantos años, existía una vida que nos esperaba más allá de las cárceles y de las colas de las cárceles, y era verdadera, una buena vida.

—¡Qué envidia me das!

Mientras todas nos turnábamos para repetir esa frase, recordé lo mal que lo pasó antes de marcharse. Aunque estaba al borde de los cincuenta años, y eso era lo mismo que abandonar a destiempo todo lo que había conquistado en Toulouse, su casa, su trabajo, su bienestar y el de su familia, el Zurdo contestó que sí antes de que tuvieran tiempo de terminar de explicarle por qué le habían elegido para dirigir el Partido en Canarias. Cuando Montse nos lo contó, nosotras sonreímos, la felicitamos. Ella también sonrió, nos dio las gracias, y luego, las cinco nos quedamos calladas porque todas estábamos pensando en lo mismo, Sole, María, Begoña, la viuda de Tijeras, Felisa, la del Afilador, Merche, que llevaba diecisiete días casada con Paco el Rubio cuando él volvió a España para quedarse en una cuneta, Marisol, que ni siquiera había tenido tiempo de casarse con el Tarugo cuando lo fusilaron, y muchas otras, tantas que ni siquiera nos acordábamos de los nombres de todas.

Aunque en el interior las mujeres caían al mismo ritmo que los hombres, las parejas que habían llegado a disfrutar de la paz del exilio no solían viajar juntas en los primeros, peores tiempos de la posguerra. Se marchaban ellos, y nosotras nos quedábamos criando a los niños, pero eso también había cambiado. Montse, que no había sido capaz de pedirle a su marido que cambiara de opinión, se echaba a llorar en el instante en que salía el tema, y las demás, que todas las mañanas, al levantarnos, éramos conscientes de la suerte que teníamos, también. Hasta que Antonio le dijo que no se preocupara, que se quedara en Francia con los niños, que estaba dispuesto a marcharse él solo, como en los años cuarenta. Le habían proporcionado una cobertura peculiar, segura y muy específica, pero siempre podía convivir con otra mujer, una militante seleccionada para aparentar que eran un matrimonio. No sería difícil encontrarla, porque muchas otras veces se había recurrido a esa solución… En el instante en que el Zurdo empezó a plantear aquella variante, Montse decidió irse con él. Porque ella sabía, tan bien como las demás, hasta qué punto la teoría acababa confundiéndose con la práctica en esos casos.

—Y yo le dije, ¡sí, hombre! —y lloraba más que nunca—. Pues no faltaba más que eso, que te fusilen poniéndome los cuernos…

Desde el comedor de Casa Inés, aquella noche parecía todo muy difícil. El Zurdo volvía a casa, Montse no. Mientras vivió en España, ella nunca había ido más allá de Barcelona, y de Canarias, decía, Antonio y los plátanos, no conozco más. Mientras preparaba aquel viaje, sentía que se precipitaba en un abismo virgen, una sima inexplorada, erizada de incógnitas, de peligros, y todo, desde entrenar a los niños para que no se les escapara ni una sola palabra en español cuando hubiera desconocidos delante, después de haberles prohibido hablar francés en su casa de Toulouse durante toda su vida, hasta resignarse a meter en un almacén sus muebles, sus cosas, el equipaje de una vida entera, se convertía en un conflicto, una tarea dura, difícil, otro problemático fragmento de un problema gigantesco. Quince meses después, sin embargo, parecía que no sabía conjugar otro verbo que el presente de indicativo del verbo encantar.

Todo le encantaba, y de entrada, Las Palmas, que era mucho más grande, más ciudad de lo que ella esperaba, mucho más bonita de lo que nos podíamos imaginar. No vivía en el centro, sino en un antiguo arrabal de pescadores donde se habían ido asentando extranjeros ociosos, algunos jubilados, otros jóvenes y lo suficientemente ricos como para vivir sin trabajar aunque parecieran mendigos, que habían ido comprando sus casas por dos duros y las habían reformado a su gusto, hasta convertir el barrio en una especie de isla dentro de la isla, un reducto aislado y cosmopolita donde a nadie le llamaba la atención una pareja francesa con cuatro hijos. Eso también le encantaba, y que su casa estuviera a cuatro pasos de la playa a la que iba todas las tardes a tomar el sol y darse el mismo baño, en invierno y en verano.

—Esa es la verdad, que, de momento, estoy encantada. Me alegro mucho de haberme ido con Antonio, y los niños también. Bueno, Candela la que más, porque se ha ligado a un pretoriano de su padre.

—¿Pretoriano? —y mientras las demás seguíamos sonriendo, porque no estábamos acostumbradas a esa acepción del verbo «ligar», que para nosotras seguía siendo un sinónimo de enlazar, en el lenguaje político de los años treinta, Angelita se animó a preguntar—. ¿Y eso qué es?

—Bueno, es que de alguna manera hay que llamarlos, y pretoriano suena bien, ¿no? Se le ocurrió a Miguelito, que se ha vuelto muy aficionado al Imperio Romano, pero no son nada del otro mundo, no creáis, ni guardaespaldas, ni liberados, nada de eso. Son militantes que trabajan en otra cosa, y se turnan en su tiempo libre para acompañar a Antonio, y echarle una mano —hizo una pausa y buscó la manera de explicarnos algo que le sorprendía mucho que no entendiéramos—. Dirigir un partido clandestino en siete islas a la vez es muy difícil, ¿sabéis? Antonio apenas se mueve de Las Palmas. Los pretorianos son los que van y vienen, porque muchos trabajan en otras islas, o tienen a su familia en Tenerife, en La Gomera, en La Palma, donde sea… A veces, sí nos cogemos un ferry para ir a pasar el fin de semana a alguna parte, solos, en plan romántico, o con los niños, que están hartos de subir al Teide, los pobres, porque, al fin y al cabo, somos franceses, ¿no?, medio turistas, así que eso no le extraña a nadie. Pero no corremos riesgos.

BOOK: Inés y la alegría
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