Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (81 page)

BOOK: Inés y la alegría
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Ramiro Quesada González podía viajar a Madrid en tren y alojarse en cualquier hotel pequeño, discreto, no demasiado céntrico. Eso no resultaría peligroso para él, porque su documentación era buena. Pero Fernando González Muñiz no podía arriesgarse a incumplir sus órdenes y marcharse a Madrid por su cuenta, para visitar a Jesús Monzón, sin la protección de una coartada convincente. No sabía cómo estaban las cosas por allí y ni siquiera tenía la certeza de que aquella cita no fuera una trampa.

Agustín Zoroa había trabajado con Jesús antes de la invasión, pero su luna de miel había coincidido con la mía en el tiempo y en el espacio. No sólo me conocía, sino que me reconocería sin vacilar si me viera de lejos, andando por la calle en una ciudad donde yo no tenía motivos para estar. Cuando me marché, él seguía viviendo en Francia, pero su destino era relevar a Monzón, y ni siquiera podía descartar que fuera él mismo quien abriera la puerta de la casa a la que me había convocado aquel desconocido. En ese caso, podría cruzar los dedos y decir que había acudido a la cita porque el Partido me había mandado a inspeccionar el trabajo en el interior y carecía de información suficiente para decidir que la llamada de Jesús no tuviera que ver con mi misión. Eso podría colar, o no. En realidad, no habría mentido, aunque mi información, con ser poca, me sobraba para estar seguro de que nada me convenía tanto como ignorar que había visto a un hombre al que le molestaba un zapato. No acepté esa posibilidad ni siquiera como sugerencia. Jesús me había llamado y yo no iba a decepcionarle, pero tampoco podía marcharme del valle de Liébana sin un plan diseñado de antemano.

Al atardecer, subí al monte. Estuve allí dos días, bajé al llano, y volví a subir. Visité los campamentos más grandes y en los dos conté la misma historia. Que alguien del otro grupo le había oído decir a un enlace que los jefes de la guerrilla del centro se quejaban de que los mantuviéramos al margen. Que después del fracaso de la invasión, nadie había ido a verles. Que estaba pensando en acercarme a dar una vuelta por allí, pero no tenía manera de contactar con la organización de Madrid. En el primer campamento, sólo pudieron decirme que les parecía muy buena idea. En el segundo, un santanderino que se había echado al monte después de cumplir condena en la cárcel más abarrotada de la capital, me dio una dirección.

—No sé si servirá, pero hace un año era buena…

No era mucho, pero algo era. Al día siguiente, estudié los horarios de los trenes a Madrid, me despedí de Vega de Liébana y me marché a Santander. Viajé de noche y llegué a la estación del Norte a una hora indecente para visitar a nadie, pero Ramiro Quesada González echó a andar, y se decidió por un hostal pequeño, discreto y no demasiado céntrico, cerca del mercado de Legazpi. Los dos dormimos un par de horas y yo llegué hacia las once a un edificio antiguo, con la fachada apuntalada, que estaba en una bocacalle de la Carrera de San Francisco.

No había vuelto a Madrid desde la primavera de 1937, en plena guerra. Como si el destino tuviera interés en que no lo olvidara, antes de entrar en aquella casa me fijé en que su fachada estaba aún acribillada a balazos, la primera planta, vacía. Los balcones de la izquierda tenían los cristales rotos, y en los de la derecha, un cartel añoso, quemado por el sol, anunciaba que una vez, hacía mucho, mucho tiempo, aquel piso había estado en alquiler. El aspecto del inmueble, en una ciudad donde la gente se mataba por una vivienda libre, me hizo suponer que el edificio había sido declarado en ruinas. La puerta estaba abierta, pero en algunos balcones se veían geranios, plantados en latas grandes de escabeche o de aceitunas.

En el portal también se había combatido. Las huellas de las balas llegaban hasta la escalera. Me quedé un momento mirándolas, imaginando quiénes, cuándo, habrían atacado o se habrían defendido allí, y sentí un escalofrío mientras la puerta volvía a chirriar. Empecé a subir por la escalera despacio, sin mirar hacia atrás, y no logré identificar el origen de los pasos que sucedían a los míos como un eco torpe, desacompasado, más pesado que lento. Al llegar al rellano, miré de reojo hacia mi izquierda y vi a una mujer embarazada, su vientre enorme, tan bajo que parecía a punto de descolgarse y la obligaba a andar como un pato, con las piernas muy abiertas. Venía de hacer la compra, porque traía una cesta en cada mano. De una de ellas, sobresalía un manojo de acelgas, verde y tieso como un penacho de plumas.

—Déjeme ayudarla —tenía un aire familiar, un aspecto parecido al de alguien a quien yo hubiera conocido antes, y quizás por eso me precipité a bajar a toda prisa los peldaños que ya había dejado atrás—, por favor…

—Muchas gracias —ella abandonó su carga entre mis manos con una sonrisa de alivio—. No me queda nada, ¿sabe? —y se acarició la tripa con las suyas—. Y la verdad es que ya no puedo más.

Fuimos subiendo juntos las escaleras, ella muy despacio y agarrándose a la barandilla, yo siempre un escalón por debajo. Así superamos el primer piso, el segundo, el tercero, y al llegar al cuarto, se paró en la misma puerta a la que yo tenía previsto llamar.

—Muchas gracias —repitió, sonriendo otra vez—. Usted, ¿adónde va?

—Yo… —tomé aliento antes de preguntar con cautela—. ¿No se llamará usted Manolita, verdad?

—Sí —se echó a reír y su risa sonó como la campanilla de la pastelería de Nicole—. ¿Cómo lo sabe?

Sonreí, la miré un momento, y por fin descubrí a quién se parecía. Me recordaba a Montse, tal y como era cuando llegamos a Arán. Tenían más o menos los mismos años, pero su edad no las asemejaba tanto como la incauta curiosidad que brillaba en sus ojos.

—Yo… —por eso decidí fiarme de ella, porque se parecía a Montse y no me tenía miedo—. Yo vengo de parte de un viejo amigo tuyo que se llama Anastasio, y que te conoció cuando acabó la guerra…

Debería haberme dicho que no conocía a nadie que se llamara así, que no sabía quién habría podido darme las señas de su casa, que si no me marchaba inmediatamente, iba a llamar a la policía. Eso era lo que esperaba, lo que ella debería haber hecho para que yo le pidiera que me escuchara sólo un instante. No tenía contraseña, pero sí la oportunidad de reemplazarla con una extravagante crónica sentimental. «Lo del huevo de Pascua sólo puedo saberlo yo», me había dicho Anastasio. Pero ni siquiera tuve que mencionarlo.

—¡Claro, Tasio! —porque se alegró mucho al escuchar ese nombre—. ¿Y cómo está?

Después abrió la puerta, me dejó entrar en una casa llena de luz y de gente, me presentó a su madre y a tres de sus hermanos, y me ofreció un vaso de agua, porque no tenía otra cosa. Volvió a reírse al confesarlo, como si le hiciera mucha gracia su pobreza, y cuando le dije que necesitaba hablar a solas con ella, me condujo por el pasillo hacia una terraza interior, que estaba en la otra punta de un ático que se caía a pedazos, sin dejar de sonreír.

—Pues has tenido suerte de encontrarme aquí, ¿sabes? —las placas de escayola que se habían desprendido del techo dejaban a la vista, aquí y allá, manojos de esparto seco, blanquecino—, porque desde que salió de la cárcel, mi madre no quiere saber nada…

Era muy joven. Muy joven y muy amable. Muy cariñosa, muy generosa, y cuando se reía, su garganta parecía una campanilla.

—Ten cuidado —me recomendó después—. No digas nada delante de ella.

—La que tienes que tener mucho cuidado eres tú, Manolita. Mira, yo… —escogí con cuidado las palabras, para no ofenderla—. Yo te agradezco muchísimo que me hayas acogido, pero no deberías haberlo hecho, ¿sabes? No puedes abrirle tu puerta a la gente así como así. Es muy peligroso. No deberías fiarte de nadie. Ni siquiera de mí.

—Tonterías —pero no la ofendí, ni conseguí inquietarla—. Si aquí nunca viene nadie.

—Bueno, he venido yo.

—¡Claro, hombre! —y volvió a reírse—. Pero tú eres amigo de Tasio…

Así caían, pensé yo. Como moscas. Y sin embargo, a Manolita la protegía el escudo de su propia inconsciencia. Porque nadie, ni siquiera el más imaginativo de los agentes de inteligencia en la mejor borrachera de su vida, se habría atrevido a sospechar de sus contactos.

—Tú estate mañana, a las ocho de la tarde, en un bar que hay en la calle de la Victoria, al lado de las taquillas de los toros, La Faena se llama… —me miró un instante con atención—. Ve vestido igual que hoy y espera a que se te acerque alguien que se queje en voz alta de lo cara que está la vida. Haz todo lo que te diga. Y no te asustes.

—¿De qué? —pero se encogió de hombros y no me quiso contestar.

Al día siguiente, a las ocho en punto de la tarde, la barra de La Faena estaba repleta de taurinos, aficionados modestos en su mayoría, alguno gordo, con puro y sortija de oro en el anular, pero ninguno a disgusto con los precios de las entradas. Pasaron diez minutos y no entró nadie más. Cuando ya estaba a punto de marcharme, la puerta se abrió para dar paso a un grupo que acaparó instantáneamente la atención de todas las personas que estábamos allí. Todos nosotros, con independencia de nuestro sexo, nuestro oficio, nuestra edad, nuestra condición o el nombre que figurara en nuestra documentación, miramos a la vez al mismo sitio.

Ellas eran tres, llamativas, guapetonas y sonoras, porque al entrar, levantaron un estruendo rítmico, casi musical, con sus zapatos de baile, chapas metálicas en los tacones y una goma cruzada sobre el empeine. Iban vestidas de calle, pero de una calle extranjera, lejana y pecaminosa, porque llevaban jerséis muy ceñidos, cinturones anchos estrangulando su cintura y faldas con rajas que se abrían a cada paso. Su maquillaje habría cooperado para asignarles una profesión que no ejercían, si no hubieran llevado encima mucho más de lo imprescindible para que cualquier espectador adivinara que trabajaban sobre un escenario. Sus cabezas coronadas por unas peinetas enormes, el pelo untado con toda la brillantina que les había sobrado después de dibujarse una familia entera de caracoles sobre la frente, llevaban grandes pendientes de colores, a juego con las bolas de los collares que se bamboleaban sobre sus escotes.

Él parecía una copia barata de Miguel de Molina, desde el sombrero cordobés hasta la puntera de las botas, sus suelas tan artilladas como los tacones de sus compañeras. Lo demás, traje negro, chaquetilla corta, pantalón alto, ceñido, y camisa roja con lunares blancos, tampoco era mucho más masculino. Llevaba, además, una funda de tintorería de la que asomaban un montón de volantes de todos los colores. Al entrar, mientras las chicas se sentaban en una mesa, oteó la barra, se abrió paso a codazos, y se colocó a mi lado, poniendo mucho cuidado en no mirarme.

—¡Qué barbaridad, qué caro está todo! —no puede ser, me dije—. Cualquier día, a estas pobres les va a costar más el tinte que los trajes.

Es imposible, repetí para mí mismo, no puede ser, mientras él pedía cuatro cafelitos, con leche y un repentino acento andaluz. No debía, no podía, no tenía que ser, pero así era. Después de desplomar su carga de volantes sobre la barra, volvió hacia mí su cara, tan maquillada como la de las mujeres a las que acompañaba, y fingió una exagerada expresión de escándalo.

—¡Anda, mira quién está aquí! El niño perdido… —yo le sostuve la mirada sin saber qué hacer, y él lo hizo todo por los dos—. ¡Sí, tú, tú…! ¿Quién iba a ser, si no? Te lo has pensado mejor, ¿no? Hay que ver, todos sois iguales. Pero vete a verla, hombre, que está ahí, ahí mismo, en esa mesa…

Le seguí el juego y todo fue muy fácil. Dejé una moneda sobre la barra, y al darme la vuelta, una de las flamencas levantó los dos brazos en el aire para llamarme. Se levantó para cederme su asiento, muerta de risa, y la que estaba a su derecha, me miró, movió la cabeza de un lado a otro, puso los brazos en jarras y me indicó algo muy fácil de hacer.

—Pídeme perdón, ¿no? —lo que más me sorprendió, fue lo mucho que le divertía aquella situación.

—Perdóname —al escucharme, sonrió, me cogió de un brazo, tiró de él hacia abajo y me obligó a sentarme a su lado.

—¡Ay, Dios mío! ¿Por qué tendrá una que ser tan buena?

Inmediatamente después, se volcó encima de mí, me abrazó pegó su cabeza a la mía y me habló al oído.

—Mañana, a la una de la tarde, en el quiosco de periódicos de la plaza de Santa Bárbara. Tienes que llevar en la mano una bandeja de pasteles. Se llama Vicente. Él te encontrará —luego levantó la voz—. Bueno, pues vete, vete, hay que ver, qué prisas… —sus amigas parecían divertirse tanto como ella—. Pero ven a buscarme a la salida, ¿de acuerdo?

La próxima vez que vea a Manolita, la mato. Eso fue todo lo que pude pensar al salir de La Faena, y sin embargo, cuando mi lengua empezó a quejarse de la presión de mis dientes, tuve que reconocer que nunca había contactado con una célula más difícil de detectar. Mi siguiente contacto resultó ser un hombre ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni gordo ni delgado, un tipo tan convencional que no llamaba la atención de nadie. Al encontrarme con él, se me ocurrió que quizás, sólo por eso fuera ya más vulnerable, pero al menos, no necesitó fingir que me besaba para citarme con Paco el Catalán al día siguiente, en un café de la glorieta de San Bernardo.

Si el Catalán se extrañó de mi visita, se guardó su extrañeza para sí mismo. No me extrañó, porque su posición era mucho más delicada que la mía. Todavía a las órdenes de Monzón, sin saber qué significaba exactamente el regreso de Zoroa, Paco intuía que estaba trabajando en una doble, quizás triple clandestinidad. Pisaba sobre un suelo gelatinoso, tan inestable como un banco de arenas movedizas, pero nadie se había tomado la molestia de explicárselo. Su incertidumbre me benefició, porque estaba preparado para esperar cualquier cosa, de cualquier persona, en cualquier momento, y sólo me preguntó cuándo quería ir a Gredos para entrevistarme con Fermín, el jefe militar del Ejército Guerrillero del Centro. Le dije que necesitaba un par de días, porque tenía cosas que hacer en Madrid, y tampoco me preguntó cuáles eran.

El 2 de abril de 1945, al caer la tarde, fui paseando, como si lo único que tuviera que hacer fuera tiempo, desde Legazpi hasta Delicias. Allí me metí en el metro y me bajé en Sol, donde cogí un tranvía que me dejó cerca de la plaza de toros. Le di una vuelta completa al edificio para comprobar que nadie me había seguido y paré un taxi en la calle Alcalá. Al escuchar la dirección, el conductor me explicó que lo había pillado en dirección contraria y le dije que no se preocupara. Me advirtió que iba a tener que dar un buen rodeo, y le autoricé a que diera todos los que hicieran falta. Me dejó en la esquina que le había indicado y salvé a pie, haciendo zigzag, la distancia de dos manzanas en dos bocacalles sucesivas, hasta que llegué a una verja enmascarada por un seto muy tupido. La puerta estaba cerrada, pero había un timbre. Lo pulsé y escuché el ladrido de un perro, el ruido de otra puerta que se abría, un taconeo que venía hacia mí.

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