Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (82 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—Soy Galán —la mujer que salió a mi encuentro asintió con la cabeza.

Seguí sus pasos por un camino de tierra apisonada, y me fijé, por este orden, en que estaba mucho más buena que Carmen, y en que daba gusto ver aquel jardín. No tuve tiempo de valorar la casa, porque cuando levanté la cabeza, la puerta se abrió y Jesús apareció en el umbral. Tenía un aspecto horrible, en comparación con el del líder de quien me había despedido en Haute Garonne sólo dos años antes. Nadie habría creído que aquel hombre muy flaco y definitivamente calvo, que parecía convalecer de alguna enfermedad grave, acabara de cumplir treinta y cinco. Sin embargo, su rostro recuperó su verdadera edad cuando me sonrió.

—Ya creía que no ibas a venir…

—Pues aquí me tienes.

Me abrió los brazos antes de que salvara el último peldaño y nos dimos un abrazo largo y estrecho, que nos emocionó a los dos, a él más que a mí.

—¿Cómo estás? —me preguntó después, mientras me guiaba por una casa agradable, confortable, decorada con muebles caros y objetos bonitos—. Me alegro mucho de verte.

—Estoy bien —respondí—, y yo también me alegro de verte a ti, Jesús.

—Pilar, ¿podrías traernos algo para picar?

La mujer que había salido a mi encuentro para entrar en la casa por detrás de nosotros, se acercó tan deprisa como si hubiera recibido una orden, y comprobé que por delante estaba igual de buena. Luego desapareció a la misma velocidad con la que había llegado y unos pasos tan sigilosos como si anduviera de puntillas.

—Del vino me encargo yo —Jesús volvió a sonreír antes de cruzar la habitación para abrir las puertas de un aparador, del que regresó con una botella en cada mano—. Rioja, naturalmente. Las había guardado para ti, pero estaba a punto de bebérmelas yo solo, te lo advierto…

—No me ha resultado nada fácil venir —ninguno de los dos estaba cómodo, pero no me di cuenta hasta que me encontré elaborando aquella explicación tan incómoda—. Cuando me avisaron, estaba en los Picos de Europa y no tenía ningún contacto con la gente de aquí. De hecho, no tendría que estar en Madrid. He venido sólo para verte.

—Ya, me lo imagino —descorchó la botella, pegó el cuello a su nariz, sirvió vino en mi copa—. Pero no lo decía sólo por eso. Pilar y yo nos vamos de viaje pasado mañana —se sirvió a sí mismo, me miró—. A Francia.

El regreso de la mujer, que trajo una bandeja con una fuente de embutidos, otra de quesos, una tortilla de patatas y una panera, me permitió meditar sobre las palabras que acababa de escuchar mientras fingía estudiar la etiqueta del reserva de Marqués de Riscal que nos estábamos bebiendo.

—El vino es cojonudo, desde luego —reconocí—. Mejor que los que bebíamos en el Luchonnais… —y cuando volvimos a quedarnos solos, dejé la botella sobre la mesa y añadí algo más—. Pues en Francia nos veremos.

—Sí —asintió con la cabeza, volvió a mirarme, volvió a sonreír—. Pero no te he llamado por eso, Galán, no te preocupes.

—No estoy preocupado —le respondí, y era verdad, aunque había agradecido su advertencia.

—Ya, pero lo que quiero decir… —se quedó un momento callado, como si necesitara pensar bien por dónde iba a seguir—. No te he llamado para comprometerte. Sólo quiero hablar contigo, saber cómo estáis los que vinisteis… Vosotros sois los únicos que me importáis. Quiero saber cómo os sentís, después de lo de Arán, y entender…, entender lo que pasó.

—¿Sí? Pues eso es bastante fácil de explicar.

Yo tenía muchas cosas que agradecerle a Jesús Monzón Reparaz. Nunca llegaría a agradecerle ninguna tanto como su actitud en aquella cita. Ni siquiera aquellas francesitas que me habían hecho tanto bien, me resultaron tan preciosas como la certeza de que no pretendía utilizarme para conspirar contra la dirección, para sonsacarme información o convertirme en el vehículo de sus amenazas. Tampoco podría agradecerle nunca que aquella noche de abril de 1945 me dejara hablar sin interrumpirme, durante el largo tiempo que necesité para decirle la verdad, que estábamos furiosos, decepcionados, porque nos había mentido, porque nos había engañado, porque nosotros no nos merecíamos que nos hubiera tratado así.

—Tu juego le ha costado la vida a muchos hombres —le recordé, y aquel Rioja excelente se volvió áspero en mi paladar, agrio al bajar por mi garganta—. Yo perdí a un soldado al que quería como a un hermano pequeño.

«¡A cubierto, Bocas! Tírate al suelo ahora mismo, es una orden…». También le conté eso, y que aquella tarde no me obedeció. Que ya estaba todo perdido, y cuando volvíamos a Bosost, unos cuantos tiradores parapetados detrás de una casilla de peones camineros abrieron fuego contra nosotros en una calva del monte, una pendiente abrupta y limpia de árboles, sólo unas cuantas rocas diseminadas en la hierba y todas las ventajas para ellos. No sabíamos cuántos eran, pero sí que estaban muy dentro de nuestras líneas y que no podíamos dejarles allí. Entonces, al Bocas no se le ocurrió nada mejor que portarse como un héroe. Yo le vi avanzar, reptar boca abajo hacia una roca, y le grité sin parar que no, que no diera un paso más, que se aplastara inmediatamente contra el suelo. No me obedeció. Le dije que era una orden, se lo advertí muchas veces, y no me obedeció. «¡Que no, que estoy bien!». «¡Al suelo te he dicho, Bocas!, —pero fue en vano—, ¡que te tires al suelo ahora mismo!».

Aquella tarde, se lo conté todo a Jesús Monzón. Todo excepto que, quizás, el Bocas habría muerto de todas formas, porque desde que cruzamos la frontera, no había hecho otra cosa que caerse, hacerse daño, dejarse herir. Yo había hecho dos guerras seguidas, por eso me asusté tanto al verle avanzar. Llevaba demasiado tiempo en la guerra como para no creer en la suerte, en la estrella buena o mala, sombría o luminosa, que decide quién vive y quién muere, quién cae y quién se levanta. La muerte le quería, le codiciaba, llevaba varios días coqueteando con él, jugando a seducirle. Él se dejaba querer, y no me obedeció.

«¡A cubierto, Bocas! Tírate al suelo ahora mismo, es una orden…». «¡Que no, que ya llego!». Y llegó, alcanzó una posición ventajosa, se agachó detrás de la peña, disparó sobre una ventana y rompió el cristal, después sobre la otra, hirió a uno de los defensores de la caseta y siguió disparando. «¡Vamos, que yo os cubro!». Así, Comprendes pudo acercarse a otra peña y yo bajar corriendo, agachado, bajo la protección de su fusil. Eran somatenistas, y por eso no pudieron aguantar. No supieron resistir la presión y empezaron a hacer tonterías, a exponerse sin necesidad, a salir de la casa. Dos de ellos cayeron cuando intentaban huir. A otro lo alcanzó el Bocas mientras avanzaba pegado a la pared de la caseta. El último le mató.

—Tenía veintiún años y se empeñó en morir como un héroe, ¿sabes? No fue el único, en Arán murieron muchos más, pero yo le quería como a un hermano pequeño. Tenía veintiún años y murió por nada, para nada —le miré a los ojos y empecé a sentirme mejor—. Por ti. Por tu culpa, Jesús.

—¿Has terminado ya? —y no me sentí mejor por haberlo tratado tan mal, sino porque él había sabido encajarlo.

—No lo sé.

—Bueno, pues, de todas formas, me voy a arriesgar… Mis órdenes no se cumplieron, Galán —en algunos momentos, yo había levantado mucho la voz, pero él me habló siempre en un tono controlado y suave, muy tranquilo—. Pinocho no tomó el túnel. Se dio la vuelta por su cuenta y se volvió a Francia el día 21. El Lobo no atacó Viella. López Tovar presume de que ordenó la retirada antes de que Carrillo se la ordenara a él… —hizo una pausa para componer algo parecido a una sonrisa—. Perdona que te lo diga, pero os comportasteis como un ejército de aficionados, un batallón de señoritas histéricas.

—Porque no teníamos información —en mi respuesta, descubrimos los dos al mismo tiempo hasta qué punto no había terminado yo antes—. Porque no sabíamos nada de lo que estaba pasando a veinte kilómetros. Porque nos sentíamos abandonados, vendidos, solos en el puto culo del mundo. Por tu culpa, Jesús, y no me vengas ahora con que las mentiras de Carmen, esa patraña de la huelga general revolucionaria que estaba a punto de estallar, eran fundamentales para el éxito de la operación —ya había abierto la boca, pero volvió a cerrarla a tiempo—. Si nos hubieras contado la verdad, que las cosas estaban mal, que había una oportunidad entre cien, que había que intentarlo a pesar de que lo más fácil era que no sirviera para nada, y que la idea era tuya, y sólo tuya, yo habría venido igual, ¿sabes? Estoy seguro de que la mayoría de nosotros habríamos venido igual. Y, a lo mejor, Pinocho habría tomado el túnel. A lo mejor, el Lobo habría tomado Viella. Pero lo habrían hecho sabiendo a lo que se exponían, lo que podían ganar y lo que podían perder, y no sintiéndose como una manada de ovejas que van derechas al matadero sin saber ni siquiera por qué.

Le di una oportunidad, una pausa que no se atrevió a rellenar.

—Eso deberías haber hecho, decirnos la verdad —volví a esperarle, pero siguió callado—. ¿No tuviste cojones? —y yo mismo respondí a esa pregunta—. Pues, ahora, te jodes.

Sólo terminé de hablar después de haber llegado a esa conclusión. Ya no me quedaba nada que decir, pero él no tuvo prisa en estrenar su turno. Se levantó, fue a buscar una pipa, la cargó, la encendió, fumó un rato.

—Puede que tengas razón —y me miró a los ojos, como yo le había mirado antes—. Aunque han pasado siglos desde la última vez que alguien tardó veinte días en viajar desde Santander hasta Madrid.

—Desde luego. Pero hace seis meses, ese viaje era mucho más corto, y tú lo sabes.

—Puede que tengas razón —repitió, y alargó la mano hacia la mesa, cogió la segunda botella, me la enseñó—. ¿Tú crees que merece la pena que la abramos?

—Claro que sí. Esa, y las que hagan falta.

En ese momento, mientras me admiraba de la elegancia de aquella fórmula, el procedimiento que había escogido para que los dos tuviéramos la ocasión de garantizarnos mutuamente nuestra lealtad, sentí más que nunca que la invasión de Arán hubiera fracasado. Mientras despachábamos la segunda botella, Jesús habló más que yo, y volví a lamentar varias veces aquella derrota mientras él desmenuzaba para mí, en orden, con mucha paciencia, todas las razones que le habían impulsado a cometer el error que acababa de reprocharle. Yo le escuchaba con atención, pero me daba cuenta de que no necesitaba tantas palabras para admitir que confiaba en aquel hombre. Que le quería, que le admiraba, que creía en él. Monzón me gustaba, seguía gustándome más que ningún otro dirigente para el que hubiera trabajado en mi vida, aunque los dos supiéramos que la suerte estaba echada. Pero él era valiente, un jugador tan audaz que no daba todas las bazas por perdidas.

—De todas formas —por eso dejó aquel asunto para el final—, tú no deberías quejarte mucho, Galán, porque, por lo que me han contado… En Arán, fuiste el que mejor se lo pasó.

—Eres un cabrón —le dije mientras me reía.

—¡Menuda novedad! —él se rió tanto como yo—. Me la tienes que presentar. Estoy deseando conocerla…

Veinte años después, Inés tenía cuarenta y nueve, pero se sonrojó como una colegiala aquella tarde en la que me decidí a contárselo todo.

—¿Y qué pasó después?

—Nada. Nos dimos otro abrazo, le prometí que le llamaría en cuanto volviera a Toulouse, él se fue a Barcelona, yo a Gredos, y… ya sabes. Cuando pude volver, a él ya le habían detenido y Vivi tenía cinco días.

—Y no me contaste nada.

—No —me puse boca arriba y ella se volcó sobre mí, acoplándose a mi cuerpo como una mascota bien entrenada—. ¿Y qué querías que hiciera, Inés? Yo te había traído a Francia, habías venido a Toulouse conmigo. Aquí no tenías familia, no tenías amigos, ni trabajo, ni el apoyo de nadie, nada fuera del Partido. Tu vida entera dependía del Partido, y yo pensé… —levantó la cabeza de mi hombro para mirarme—. Cuanto menos sepa, mejor. Eso fue lo que pensé. Si yo hubiera caído, si me hubieran encarcelado en España, si me hubieran fusilado y alguien hubiera empezado a decir cosas raras… ¿Cómo iba a contarte algo así, con la que estaba cayendo? —volvió a acurrucarse contra mí, sin decir nada—. Yo era amigo de Monzón, tú lo sabes, lo sabía todo el mundo. No era nada más que eso, amigo suyo, pero tú estabas aquí sola, con los niños, y en aquella época… Bueno, eso fue lo que pensé, que cuanto menos supieras, mejor para ti.

Entonces se incorporó, se tendió encima de mí, cruzó los brazos sobre mi pecho, apoyó la barbilla sobre las manos, me miró.

—Te quiero, Galán.

—Y yo te quiero a ti.

Antes de que terminara de decirlo, oímos la puerta de la calle y la voz de una zángana de trece años, que preguntaba en español si había alguien en casa.

—Se acabó lo que se daba —Inés me besó en los labios, se levantó, y le dio tiempo a ponerse una bata antes de que Adela abriera la puerta.

—¿No hay nadie en…? —nos vio, sonrió, jugó a esconderse tras la hoja entreabierta—. ¡Vaya, lo siento!

Inés salió tras ella y llegué a escuchar algo más, «oye, mamá, ¿y no crees que estáis ya un poco mayores para esto?».

Yo no me levanté de la cama en toda la tarde. Me dormí un rato, me desperté, volví a adormilarme, y al abrir los ojos me encontré con Inés, arreglada para salir y sentada en el borde de la cama. Sonreía, y me gustó verla sonreír. Me dijo que me diera prisa, que el Lobo acababa de llamar y estaba quedando con todos para que cenáramos juntos, y eso también me gustó. Daba igual que el Ninot hubiera muerto de un infarto, que no lo hubieran derribado los disparos de un pelotón. Se había activado el protocolo de los fusilamientos, porque había muerto uno de los nuestros. Eso había sido el Ninot, para lo bueno y para lo malo, para lo mejor y para siempre, uno de los nuestros. Pero su muerte no fue una más.

Aunque no dejamos de intentarlo ni un solo segundo de todas las horas que caben en treinta y seis años seguidos, nunca pudimos derrocar a Franco. A cambio, a partir de aquel día, logramos seguir vivos después de haber matado una parte de nosotros mismos.

No fue una victoria grande. Tampoco pequeña.

«El mejor restaurante español de Francia…». Nos hicimos mayores casi sin darnos cuenta.

En el verano de 1966, cuando me faltaba menos de una semana para cumplir cincuenta años,
La Dépêche du Midi
me hizo un regalo anticipado al publicar, a bombo y platillo, que una de las guías gastronómicas más prestigiosas de Europa había destacado Casa Inés como el mejor restaurante francés en su especialidad.

BOOK: Inés y la alegría
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