Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (85 page)

BOOK: Inés y la alegría
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Así, aprendí mucho del amor en tiempos difíciles. Llegué a conocer íntimamente el miedo, los malos presentimientos que secan la garganta, las traiciones de la imaginación, esas taquicardias repentinas que convierten una madrugada en un infierno, y deslizan una sombra negra sobre todas las cosas, y sobre todas ponen el aroma imaginario de una muerte lejana y otra próxima, esa pequeña muerte que me mató tantas veces. Llegué a saberlo todo del amor en los tiempos difíciles, de eternidades que caben en cinco minutos, de soles que amanecen en noches de lluvia, una alegría despojada de cualquier condición, un placer tan intenso que duele, y la felicidad resplandeciendo en los gestos más triviales, porque era feliz la silla en la que se sentaba, feliz la mesa donde desayunaba, y el azucarero feliz, sólo porque sus dedos lo tocaban. Así conocí la luz y la oscuridad, una pasión que se devoraba a sí misma y nunca tenía bastante, mientras contaba los meses que habíamos vivido juntos, y siempre eran menos que los que habíamos vivido separados.

En aquella época, el tiempo siempre tenía prisa. En 1946, Galán no volvió en Navidad, pero apareció a mediados de enero del 47 sin saber que yo estaba otra vez embarazada. Virtudes tenía un año y medio, a Miguel le faltaban cuatro meses para nacer, y a él nadie se lo había contado. «¿Conque esas tenemos?», me dijo, nada más verme. «Pues sí, —le contesté—, estas tenemos», y los dos nos echamos a reír. «A ver si puedo quedarme para el parto de este…». No se atrevió a prometérmelo e hizo bien, porque no pudo ser. Dos días antes de que yo saliera de cuentas, se marchó otra vez, y cuando llegó el momento fue Amparo quien volvió a sentarse a la cabecera de mi cama, para ofrecer a mis uñas las palmas de sus manos. También nos hicimos expertas en partos, porque yo no era la única, y ellos venían, nos dejaban embarazadas, se marchaban, llegaban a tiempo de ver nacer a sus hijos o los conocían mayores, algunos nunca, y nosotras paríamos sin sentirnos solas del todo, acompañadas por otras mujeres a las que habíamos acompañado mientras parían solas y, sobre la mesilla, algo que no deberíamos haber tenido.

Cualquiera tiene un mal día, y Ana María, la mujer de Ben Laffon, era fotógrafa. Los clandestinos, por norma, no se dejan fotografiar, así que también tuvimos que aprender a hacer eso solas, labrando nuestra propia, pequeña clandestinidad, en la calle o en algún parque, en casa no, ni en el restaurante, casi siempre en grupo, o por parejas, casi nunca con los niños, pero sólo casi nunca. Esa era la segunda regla de la lista, pero todas la incumplíamos, yo la incumplí varias veces, al hacerme una foto con mis hijos en cada uno de los viajes de Galán, cuando calculaba que nos estábamos acercando al ecuador de su ausencia, y era una estupidez, pura superstición, pero yo sentía que así le invocaba, que le conjuraba, que le obligaba a volver para verla. Al revelarla, pensaba en él, en lo que le diría si estuviera a mi lado, «mira, ¿ves?», pero luego, cuando volvía, no me atrevía a enseñársela. Él no las echaba de menos, no podía llevarlas encima, y yo no se lo discutía ni siquiera para advertirle que el remedio podría llegar a ser peor que la enfermedad, porque si alguna vez, la policía de Franco hubiera logrado infiltrarnos a alguien, le habría resultado muy fácil averiguar las direcciones de los hombres a quienes pretendía identificar. Le habría bastado con echarle un vistazo a las superficies de los muebles. Nuestras casas debían de ser las únicas de toda Francia en las que no había una sola fotografía, ni siquiera de carné, en ninguna parte.

Si lo intentaron, nunca lo consiguieron, porque éramos extremadamente cautelosas en todo, con esa única excepción. Los clientes de Casa Inés se rieron durante años de aquella noche de 1947 en la que Angelita nos fue preguntando, una por una, si sabíamos cómo se llamaba ese hombre que venía a tomarse un vino de vez en cuando, y al que le decían Comprendes. Lo andaba buscando un chico de Vicálvaro, un tal Eulogio que se había presentado como su primo, pero no le pudimos ayudar, porque ninguna de nosotras lo conocía más que de vista. «Lo siento mucho, —Angelita lo estaba despidiendo con una sonrisa—, pero ya ves…», en el momento en que su marido entró por la puerta, «¡coño, Eulogio!, ¿qué haces tú por aquí?, —y después de abrazarle, se acercó a Angelita y le dijo—, a mi mujer ya la has conocido, ¿no?».

Siempre es mejor hacer el ridículo que meter la pata. Obedecíamos esa máxima a rajatabla, y sin embargo, casi todas teníamos alguna foto de nuestros maridos. La mía acabó siendo la que él se negó a que nos hiciéramos el día de nuestra boda, porque no consintió que avisáramos a nadie, pero tampoco pudo evitar que nos tropezáramos en la puerta del ayuntamiento con un fotógrafo profesional, que nos estaba esperando con las mismas inocentes intenciones con las que había esperado a muchas otras parejas de recién casados. Como Galán no lo había previsto, como no le conocía y cualquier cosa que no fuera sonreír habría llamado demasiado la atención, no le quedó más remedio que posar como un marido cualquiera, pero antes de que el fotógrafo se alejara tres pasos, se inclinó hacia mí y me besó en la oreja.

—Vete a recogerla enseguida, para que no le dé tiempo a ponerla en el escaparate —volvió a besarme—, y rómpela. ¿De acuerdo?

—Claro —le contesté, y fui a recogerla enseguida, antes de que le diera tiempo a ponerla en el escaparate, pero no la rompí.

Esa era la foto que yo sacaba de su escondite en los días tontos, la que miraba por las noches cuando el miedo no me dejaba dormir. Nunca me arrepentí de haberla conservado, porque él se iba, y venía, y volvía a marcharse, pero yo nunca sabía si sólo era una vez más, o era la última, si el hilo que nos unía iba a durar o no, ni cuando iba a romperse. Si se rompía, quería que sus hijos supieran cómo había sido aquel hombre al que apenas habían conocido, que no olvidaran que había existido, que recordaran que era su padre. En 1949, creí que había llegado ese momento.

Él se había marchado en la primera semana de diciembre de 1948. Y terminó aquel año, y empezó el siguiente, y pasó el invierno, y llegó la primavera, y nació mi tercer hijo, y se fue el verano, y llovió en otoño y no volvió. Pregunté por él, y nadie sabía nada, parecía que se lo hubiera tragado la tierra después de una emboscada, una encerrona de la que había logrado salir en mayo, vivo en teoría, pero sólo en teoría, porque no había vuelto a contactar con nadie, una semana, quince días, veinte, un mes, un mes y una semana, un mes y medio, un mes y veinte días, casi dos meses… Entonces recibí una carta de Rafael Cuesta, y no supe qué pensar.

En 1949 nos resignamos a perder la esperanza, otra más, de derrocar a Franco por la lucha armada. Durante los seis primeros meses de aquel año, llegaron a Toulouse guerrilleros de todas partes, de Galicia, de León, de Asturias, de Aragón, de Extremadura, de La Mancha, de Madrid, de Valencia, de Andalucía. Algunos ya habían vivido en Francia y conocían el camino, otros no habían pasado nunca la frontera, y con ellos llegaron los hombres que habían bajado a buscarlos, Comprendes el último, en junio, sin ninguna noticia de Galán, acompañando a un grupo muy grande de la provincia de Jaén. Mientras tanto, yo trabajaba, y trabajaba, y trabajaba para no saber, para no pensar, porque fuera de una cocina, todo sería peor que dentro, y lo peor, siempre menos malo si me encontraba cocinando.

—Mira a ver cuánto hay en el bidón de la izquierda, Fernanda, por favor… —y hasta mediados de mayo, todo marchó bien.

En abril, Lola tuvo a su primer hijo, una niña, y para cubrir su ausencia, contratamos a una recién llegada, Fernanda, una mujer estupenda, seria, responsable y trabajadora, que había sido carnicera y prefería ayudar en la cocina a ocuparse de servir mesas. Cuando intercambió su puesto con mi ayudante, las tres estuvimos más contentas, y yo llegaría a estarlo mucho más, poco después de llevarme el disgusto que la pobre me dio sin querer, aquella mañana.

—En el de la izquierda no hay nada, Inés, y el otro está por la mitad.

—No me digas eso… —corrí hacia los bidones, los agité, los levanté para mirar al trasluz su contenido, volví a correr y di una vuelta a la sartén con tanto ímpetu, que me salpiqué entera con el sofrito del arroz—. Nos hemos quedado otra vez sin aceite. ¡Joder!

Fernanda se acercó, se me quedó mirando como si no diera crédito a lo que veía, y cuando terminé de desmenuzar para ella los motivos de mi desesperación, se echó a reír.

—Pero qué me dices… ¡Será por aceite!

Para mí, había sido todo un drama, un exilio paralelo, una condena que se me estaba haciendo tan dura, tan eterna como el franquismo. En los cinco años que llevaba en Francia, lo había intentado todo, y antes que nada, cocinar con otros aceites vegetales, girasol, soja, maíz, con cada uno de ellos hice una tortilla distinta, paisana, de espárragos, de calabacines, y al probarlas, todas me dieron las mismas ganas de llorar. Por eso, empecé a comprar aceite de oliva casi a escondidas, sin que Angelita se enterara del precio, porque era carísimo y ella no cocinaba, porque no cocinaba y nunca habría entendido lo que me pasaba, lo que sentía yo al quedarme quieta, con los brazos cruzados, estudiando el contenido de una sartén con la misma ensimismada concentración que absorbería a un alquimista ante su alambique, a una pitonisa en el instante de escrutar las paredes de su bola de cristal. Ni siquiera habría sabido explicarle mi seguridad, la certeza que me reconfortaba mientras estaba a solas con mis sartenes, acechando el instante exacto en que el calor del fuego triunfara una vez más sobre la verdosa viscosidad de aquel líquido único, para consentirme asistir de nuevo a la revelación de su auténtica esencia, esa prodigiosa metamorfosis que obraba el milagro de la ligereza y transformaba la espesa sustancia de lo que parecía una grasa cualquiera en un bálsamo delicado, sublime, capaz de convertir en oro todo lo que tocaba.

Angelita nunca lo entendería y Amparo me daba dinero con cuentagotas, así que no me quedó otro remedio que empezar a maquinar, a conspirar a favor del aceite, pero mis maniobras nunca llegaron a dar gran resultado. Galán se negó a colaborar, me advirtió que el Partido no estaba a mi disposición, me preguntó si me había creído que no tenían nada más importante que hacer que mandarme aceite desde España, y sin embargo, cuando no habían pasado ni tres meses desde que se marchó por segunda vez, me encontré una mañana con madame Moussah, la dueña del restaurante egipcio que estaba en la acera de enfrente, esperándome en la puerta de Casa Inés, con un papel en la mano y un profundo gesto de perplejidad pintado sobre el lápiz gris con el que se pintaba las cejas. Me contó que había recibido media docena de bidones como de gasolina, desde una ciudad española llamada Zaragoza, y que en el talón de la empresa de transportes figuraba mi nombre debajo del suyo… «
C'est de l´huile, pour moi
, —le dije—,
c'est pour moi
», y la cubrí de besos en un súbito arranque de amor por Egipto, por ella, por Galán, por España, por mis sartenes, que terminó de pasmarla del todo. «Pero no te acostumbres, camarada, —me dijo él cuando volvió—. A veces se puede, y a veces no…». Se pudo otras veces, pero aquel siguió siendo el más grave de mis problemas hasta que un día de primavera de 1949, Fernanda terminó de reírse de mí.

—Pero, tú, ¿qué es lo que quieres, aceite? Pues te vas a hartar, hija mía, porque, mira… En Fuensanta de Martos no tendremos otra cosa, ¿sabes?, pero lo que son olivas… Para aburrirse de verlas, no te digo más.

Aquella misma noche, escribió una carta, una semana más tarde, recibió otra, y a la mañana siguiente vino a decirme que estaba todo arreglado. No le había costado ningún trabajo convencer a un amigo de su pueblo, muy apañado, para que se acercara a una almazara a comprar aceite a precio fuensanteño, y buscara después la manera de mandarlo a Madrid, desde donde otro amigo suyo, igual de apañado que él y empleado en una empresa de transportes, nos lo mandaría en cuanto que encontrara un hueco en un camión. Yo sonreí, le di las gracias, y no me creí ni una palabra, pero doce días más tarde, en la despensa de Casa Inés había noventa litros, más que apañados, del extraordinario aceite de oliva que produce la Sierra Sur de Jaén.

Pasaron muchos años antes de que conociera el verdadero nombre de mi primer benefactor. El del segundo aparecía en la documentación del envío, y era el mismo que firmaba una extraña carta que recibí en la primera semana de julio. Rafael Cuesta me comunicaba que había encontrado una caja de botellas de sidra El Gaitero, y que me las estaba guardando hasta que se le presentara la ocasión de hacérmelas llegar en buenas condiciones, porque eran muy frágiles. Qué casualidad, pensé, qué casualidad, y un escalofrío al que no supe ponerle nombre me encogió la espalda antes de tener tiempo suficiente para pensarlo por tercera vez.

—Oye, Fernanda —tanto, que dejé pasar una noche entera antes de atreverme a sacudir los hombros—. Este amigo tuyo, el que nos ha comprado el aceite… ¿Tú te fías de él?

—Como de mi misma madre.

—O sea, que no crees que pueda trabajar para la policía… —y pasé por encima de los espasmos de horror pintados en su cara—, o que su amigo…

—¡Inés! —hasta que me di cuenta de que la estaba ofendiendo, y no me atreví a seguir—. Por favor, pero ¿cómo puedes decirme eso?

Le pedí disculpas, y seguí trabajando para hacer el estofado más desastroso de mi vida, en las antípodas de aquel último, legendario, de Bosost. Se me agarró tanto que no me atreví a servirlo, y aquel detalle me decidió. Después, me quité el gorro, me puse el abrigo encima del delantal, y me fui a buscar a Comprendes.

—Te invito a un café, Sebas —murmuré en su oído—, fuera de aquí.

Me miró con extrañeza y me siguió sin decir nada hasta el primer bar en el que calculé que no era previsible que la clientela hablara en español. Al entrar, le señalé una mesa y, sin compadecerme de la luz turbia que estaba viendo en sus ojos, pedí para él un café, y para mí, una copa de coñac que ya estaba por la mitad cuando le di la carta.

—Se ha puesto en contacto contigo, ¿comprendes? —concluyó después de levantarse para ir a la barra, a buscar su propia copa—. Y lo del hombre este, pues… Sí que es casualidad, pero todos estamos en el mismo barco. Si Fernanda se fía de él, y él se fía del tal Cuesta… Es quien le está escondiendo, ¿comprendes?, tampoco es tan extraño que te haya mandado el aceite.

—¿No?

—Yo qué sé… —meneó la cabeza varias veces y me miró.

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