Inés y la alegría (40 page)

Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
4.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquella noche comprendí todo eso, y que ni siquiera sabía cómo se llamaba el hombre que acababa de salir de mí y me acariciaba mirándome a los ojos, como si pudiera ver mi pasado a través de ellos.

—Háblame de tu novio —me ofreció la cómoda intrascendencia de una conversación propia de dos amantes primerizos, como si pretendiera arrancarme de la gravedad de mis reflexiones.

—¿De qué novio?

—Pues de ese que tuviste, Pedro como se llame, el que conocía al Piñón —y fruncí las cejas, porque no sabía de quién me estaba hablando—. El Piñón, el que estaba con Comprendes ahí fuera, hace un rato…

—¡Ah, José! Pues Pedro… Pedro Palacios, porque se apellidaba Palacios —¿y tú, cómo te apellidarás?, me pregunté—, era muy guapo, muy buen orador, muy atractivo para las mujeres… —hice una pausa para comprobar que no le gustaba nada lo que estaba oyendo—, y un traidor de mierda, un pedazo de cabrón que me denunció a la policía en abril del 39.

—¿En serio?

—Y tan en serio.

Le conté aquello y lo demás, cómo le había conocido, cómo me había deslumbrado, cómo me había toreado y lo que pasó después, aquellas mañanas en las que aparecía sin avisar para llevarme a la cama mientras Virtudes y las chicas estaban trabajando en el comedor, aquellas noches en las que me dormía con la luz encendida, esperándole, aunque ya me hubieran contado que estaba de juerga con una, o con otras, en la calle Echegaray, en la Corredera, en la Plaza Mayor, y que nunca me lo acababa de creer del todo.

—Y cuando Virtudes me contó que alguien le había visto entrando en un cuartelillo de Falange, con chaqueta y corbata, tampoco me lo creí. Imposible, le dije, la gente habla por hablar, todo el mundo está muerto de miedo… —entonces dejé de mirar al techo, le miré a él, y él me miraba—. Fue culpa mía. Tendría que haber hecho caso, aunque no quisiera creérmelo, tendría que haber sacado a los camaradas que tenía escondidos, pedirle a Virtudes que los escondiera en otro sitio, esconderme yo con ella… Pero es que no me lo podía creer, no podía, te lo juro, de él no, de Pedro, no. Los cuernos, los desplantes, las borracheras, bueno, pero eso… Tanto no, pensé aquella noche, no puede ser, porque creerlo sería lo mismo que admitir que mi vida entera se ha ido a la mierda. Y lo que pasó a la mañana siguiente fue exactamente eso, que todo se fue a la mierda —y volví a mirar al techo, como si ya no pudiera seguir mirándole—. Le trajeron con ellos, ¿sabes? Supongo que le obligarían a ir con ellos, pero el caso es que allí estaba, en el descansillo de la escalera, señalándonos con el dedo. Y nos cazaron como a ratones, a Virtudes, a mí y a los siete que teníamos en casa, uno detrás de otro.

En aquel momento, él alargó la mano izquierda para posarla sobre mi cara y obligarme a girarla, a mirarle, y me besó en los labios.

—Cuando entré en la cárcel, hice circular su nombre y su descripción. Ya lo conocían, porque había entregado a más, bastantes, no sé cuántos, aunque nadie volvió a verle nunca más. No sé en qué agujero se metería, pero se escondió bien, motivos tenía, desde luego, porque te juro por lo que más quieras que, si hubiera podido, le habría matado yo misma —le vi sonreír de una manera extraña, casi triste—. Te lo juro. Si le hubieran detenido, si le hubieran torturado, si le hubieran obligado a ver cómo torturaban a su madre… Yo qué sé, tampoco sé qué habría hecho yo, eso nunca se sabe, pero vendernos así, de aquella manera, para salvarse él cuando ni siquiera estaba en peligro… Espero que, por lo menos, no haya vuelto a dormir por las noches.

—Seguro que sí, que duerme mejor que nosotros —Galán volvió a besarme, y volvió a sonreír de una forma diferente, como si quisiera absolverme de todas mis culpas—. De todas formas, me alegro.

—¿De qué? —y me asusté durante una fracción de segundo.

—De todo. Hasta de que no lo mataras.

—¿Sí? —yo también sonreí, porque le había entendido—. ¿Y por qué?

—Porque me alegro.

Dos días después, aquella conversación que, al empezar, no parecía tener otra función que la de consentirnos descansar un rato, y al terminar, había servido para que Galán se me declarara de una extraña manera, se volvería en mi contra, pero aquella noche, un instante antes de quedarme dormida, lo único que alcancé a preguntarme fue si a él, que aquel día había andado un montón de horas, y al día siguiente andaría quizás más, le convendría follar tanto. Me contesté que sí, porque si no, ni siquiera podría intentarlo, y me dormí riéndome de mi propia inquietud.

Todavía lo hicimos otra vez, por la mañana, antes de que él se reuniera con los demás y yo bajara disparada por las escaleras para tener el desayuno preparado a tiempo. Corté pan, embutidos, escaldé unos tomates, los pelé, los rallé, llené una fuente grande de huevos fritos con tocino, y aunque Zafarraya protestó al bajar, «joder, Inés, vamos a engordar pero de verdad, —para sonreírme un instante después—, qué rico todo, ¿no?», se lo comieron tan deprisa que cuando saqué los bollos que había hecho con el Bocas la tarde anterior, sólo llegué a ver el fondo de loza blanca, grasienta. El Cabrero me bendijo con la boca llena, y el Sacristán abrió los brazos para gritarme, desde el fondo de la mesa, que dejara a esa birria de gaitero y me casara con él. Galán dejó de masticar por un instante, se volvió a mirarle, le dijo que con la gaita, de momento, pocas bromas, y siguió despachando en solitario la mitad del bollo con manzana. Mientras hacía mentalmente la lista de lo que iba a tener que volver a comprar, les miraba comer a todos, sobre todo a él, y me sentía tan bien como si lo que estaban comiendo me alimentara más que a ellos. Entonces llegó Montse, empezó a recoger la mesa, la ayudé a llevarlo todo a la cocina y cuando todavía no habíamos empezado a fregar, apareció el Bocas.

—Salud, ¿se puede? —dijo, aunque la puerta estaba abierta.

—Claro que se puede —y me alegré de verle sin la venda—, pasa.

—Que vengo a saludaros, para que sepáis que ya tengo bien la mano y que hoy no voy a poder quedarme a ayudaros, pero que si hace falta traer otra carretilla, podéis decirle a la tendera que la deje en la puerta, y cuando volvamos, os la acerco en un momento, porque no sé a qué hora vamos a llegar, pero no creo…

—¡Bocas! —y Comprendes asomó la cabeza por la puerta—. Nos vamos.

—Sí, si ahora mismo termino, sólo estaba diciendo…

—¡No! Nos vamos ya, ¿comprendes?

—Bueno, pues que me voy a tener que ir.

—Espera un momento —y ni siquiera me paré a quitarme el delantal—, que voy contigo. Vuelvo enseguida, Montse.

Cuando salí a la calle, él ya estaba subiendo la cuesta.

—¡Galán! —volvió la cabeza, se paró y tuve que echar a correr para alcanzarle.

—Creía que no querías despedirte de mí.

—No seas tonto —me colgué de su cuello, le besé, y después seguí con los dedos los contornos de sus solapas, para retenerlo todavía un instante—. Y ten mucho cuidado, por favor.

—Ayer no me dijiste eso.

—Ayer no —y volví a besarle—. Pero hoy sí te lo digo.

Nos quedamos quietos, callados, en medio de la calle, hasta que escuchamos la voz de Comprendes, «¡Galán, vámonos ya, que eres peor que el Bocas!», y él desprendió mis dedos de sus solapas y empezó a andar hacia atrás sin dejar de mirarme. Yo conté sus pasos, le vi darse la vuelta en el sexto, ponerse a la altura de Comprendes y alejarse de mí.

Cuando le perdí de vista, me prohibí a mí misma pensar en qué podría pasar después, y no lo logré. Pero nada habría podido prepararme para recoger sus pedazos tal y como volvió a mí aquella noche, roto por dentro, por fuera entero, sin un rasguño.

—¿No quieres que te saque unas sopas de ajo, por lo menos? —cuando les serví el primer plato a los demás, salí a verle y le encontré en la misma postura en la que le había dejado, sentado en el banco de piedra que había al lado de la puerta, con los brazos caídos, la cabeza apoyada en el muro, los ojos clavados en la casa de enfrente—. Me han salido muy ricas, te lo advierto. Perdigón ha dicho que están para cantarles coplas. De hecho, aunque no te lo creas, se ha arrancado a cantar por Angelillo después de probarlas.

—Sí, ya le he oído —amagó con sonreír, sin lograrlo del todo—. Es que él es muy flamenco. Y además, seguro que hoy ha tenido más suerte que yo.

Yo también había tenido un buen día, tranquilo y provechoso, o eso creía, y que había logrado resolver la cuestión de los suministros, que era lo que más me preocupaba.

—La verdad es que me estoy asustando —le confesé a Montse cuando me senté a desayunar a solas con ella en la casa vacía—, porque fíjate cómo comen. Me he quedado sin leche, sin patatas, sin fruta, sin tomates y con cuatro huevos. Y con lo pequeño que es este pueblo, no sé… ¿Tú crees que Ramona tendrá suficiente para vendernos todos los días lo mismo que ayer?

—Que sí, mujer, y si no tiene, lo buscará… Pues buena es esa para perderse dos pesetas. Claro, que lo mejor sería que le encargáramos la compra de un día para otro, ahora vamos a hablar con ella, pero dime una cosa… —bajó la cabeza, entornó los ojos, me miró de reojo y cambió de tono, como si lo que fuera a decir a continuación fuera mucho más importante, más grave y trascendental que la posibilidad de que nos quedáramos sin comida al día siguiente—. El Zurdo… ¿Por qué habla así?

—¿El Zurdo? —la miré y seguí sin entender lo que quería decir—. No sé. ¿Cómo habla?

—Pues así… —y se dedicó a hacer dibujitos en el mantel con el dedo índice—, con esa voz tan… Tan suavísima.

—¿Suavísima? —repetí, y luego me eché a reír—. Pues porque es canario, Montse. Los canarios tienen ese acento, todos hablan así.

—Ya, ya sé que es canario, aunque sea tan rubio, que es raro, ¿no? —y me miró, antes de lanzarse—. O sea, que habla así con todo el mundo.

—Eso no lo sé —y sonreí al ver cómo se sonrojaba—. Porque no sé cómo habla contigo.

—Conmigo… —me miró, y a pesar del incendio que la consumía, se echó a reír—. Mira, el día que llegaron, cuando vine a ofrecerme para trabajar, él fue quien salió a recibirme, ¿sabes? Al preguntarme cuánto quería cobrar, sonrió, sin venir mucho a cuento, la verdad, pero sonrió, y parecía que se me estaba declarando, en serio. Y anoche… Bueno, salimos a dar una vuelta, y otra vez tuve la sensación… —se rió, me reí con ella, y juntas nos reímos más todavía—. Te juro, Inés, que alguno se me ha declarado con la voz más rasposa.

—Y le dijiste que no.

—Sí, pero no por eso. Yo ni siquiera sabía que había hombres que no raspaban al hablar. Y por cierto, hablando de aquel, que era payés… —sacudió la cabeza, se irguió en la silla y cambió de tema—. También podríamos comprarle directamente a alguno, y nos saldría más barato.

—Ya, pero eso es lo que hacen los del campamento, y no vamos a meternos nosotras por en medio, ¿no?

Aquella mañana, Romesco estaba de centinela. Poco después de las diez, cuando salimos después de limpiar a medias, le avisé de que igual necesitábamos ayuda con la carretilla, y me dijo que no me preocupara, que ya mandaría a alguien a recogerla. Después, Montse decidió que lo mejor sería que fuéramos primero a ver a su prima, y ella no necesitó ni dos minutos para demostrarnos que era espabilada para algo más que para vender vestidos.

—De momento, lo que necesitáis es un
pórc
, o sea… —nos dijo, con un acento en el que parecía pesar más el cansancio de pronunciar una obviedad semejante que la dificultad para encontrar un sinónimo que yo pudiera entender—. Un cerdo, se dice, ¿no?, un cerdo entero —insistió, ante el asombro que mantenía la boca de Montse, la mía, abiertas de par en par—. Un…

—Ya, ya, si lo he entendido —le dije cuando conseguí cerrarla—, lo que pasa es que, no sé, no se me había ocurrido.

—Pero ¿cómo vamos a comprar un cerdo ahora, Mari —su prima fue mucho más rotunda—, si todavía no estamos ni en noviembre?

Entonces, las dos primas se lanzaron a hablar en aranés, volviéndose hacia mí de vez en cuando para traducirme sus propios argumentos, una discusión en la que acabé poniéndome de parte de Mari, porque si no queríamos hacer matanza, pero sí tener la despensa llena de carne, daba igual que el animal aún no estuviera cebado del todo.

—Podemos adobar los lomos y las costillas, para que duren más —fui calculando por mi cuenta, para convencer a Montse—, asar las patas, e ir comiéndonos lo que se estropee antes, ¿no? Pero lo que no sé es dónde vamos a encontrarlo.

—Yo —Mari sí lo sabía—. Yo os lo busco, y hoy mismo, que sé dónde hay. Digo que es para mi casa, que nosotros no hemos
engreishat
ninguno este año, lo compro, se lo llevo al carnicero… —hizo el ademán de cortar algo, golpeando el mostrador con el canto de la mano en varias direcciones—, y ya está. Ya hace frío, y si lo guardáis en un sitio fresco…

—Y cuánto nos vas a cobrar, ¿eh? —pero Montse todavía no quiso darse por satisfecha—, que tú eres muy lista para todo, Mari.

—Lo que me cueste —volví a ver al Bocas empujando la carretilla—. Y lo que me cobre el carnicero. Ni un céntimo más.

Las dos primas se miraron en silencio durante un instante, y aquella mirada fue definitiva, mucho más relevante que la conversación que tuvimos después, el precio que calculamos por encima y el dinero que pagué por adelantado para salir del bazar de mucho mejor humor. Así, con la misma sensación de facilidad, de euforia justificada, entré en la tienda de Ramona, un zaguán oscuro que olía a especias, a escabeche, a laurel, un aroma denso y agradable que me compensó por el sombrío aspecto de su propietaria, una mujer que aparentaba más edad de la que debía tener, vestida con un hábito morado que no llegaba a ceñir un cordón sucio, que alguna vez debió ser dorado y ahora era de un indefinible tono ocre. El día anterior había sido muy antipática con nosotras, pero al volver a verla, decidí por su gesto hosco, la mirada altiva, la boca torcida de desprecio, que no debía de ser muy simpática con nadie. Sobre su cabeza, dos chapas grandes de metal, una Inmaculada Concepción y un Sagrado Corazón pintados con colores chillones, parecían bendecir tanta hostilidad.

—Buenos días, Ramona —no me contestó, pero yo insistí con el acento más amable—. Se acuerda de mí, ¿verdad? —y aunque no se molestó en asentir con la cabeza, seguí adelante como si no me estuviera dando cuenta de nada—. Pues el caso es que, a pesar de todo lo que le compramos ayer, necesito casi otro tanto de algunas cosas —miré una de las dos listas que había hecho antes de salir de casa—, harina, patatas, tomates, huevos… Bueno, aquí lo tiene.

Other books

Paper Dolls by Hanna Peach
B0061QB04W EBOK by Grande, Reyna
First Meetings by Orson Scott Card
The Talk of Hollywood by Carole Mortimer
Lori Connelly by The Outlaw of Cedar Ridge
Perfect Fit by Brenda Jackson
Double Date by Melody Carlson
The Time Tutor by Bee Ridgway
Pass Interference by Desiree Holt