Inés y la alegría (93 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Pobre Carmen. Seguramente, nunca se atreve a decirlo en voz alta, pero la detención de Monzón debe inspirarle un alivio infinito, una paz instantánea, fronteriza con la alegría, o tal vez ni siquiera eso. Quizás, aunque no se atreva a reconocerlo ni siquiera ante sí misma, está deseando volver a verle, volver a mirarle, a espiar sus gestos, sus miradas. Quizás le gustaría ver también a su rival, a la mujer que se lo ha robado, porque le gustará pensar así, mejor eso que aceptar que a Jesús ni siquiera le ha hecho falta enamorarse de Pilar Soler para desprenderse de ella. Quizás sueña con presentarse ante él como la mujer de Zoroa, la buena esposa de un buen comunista, «mira, ¿ves?, ya estoy en gracia otra vez, y más que tú, por cierto, ¿qué te parece?». Pero aquel encuentro, deseado o indeseable, nunca se produce, para su tranquilidad y la de la dirección del Partido en Francia.

Porque van a pasar más de cinco años antes de que la dirección del Partido Comunista de España le pierda el miedo a Jesús Monzón Reparaz. Cinco años de tanteos, de calumnias, de rumores injuriosos, cinco años de miserias filtrándose despacio, gota a gota, en la conciencia de quienes han seguido a este hombre admirable en tantas cosas, que nunca ha sido un santo pero tampoco es, ni mucho menos, un traidor. Cinco años con Jesús fuera de juego, de cárcel en cárcel, con la boca cerrada de los buenos perdedores. Sólo después, cuando están seguros de que nadie podrá echarles en cara sus propias culpas, los beneficiarios de los méritos de Monzón aprovechan un favor de la policía checa para ajustarle las cuentas.

En 1949 es detenido en Praga Noel Field, aquel misterioso empleado norteamericano de la Sociedad de Naciones que colaboraba como voluntario con el Unitarian Service, una asociación teóricamente benéfica y dedicada, en teoría, a ayudar a los refugiados, que en la práctica contribuía a socorrer, con fondos y redes clandestinas, a las organizaciones antifascistas europeas. Noel, viejo amigo de Pablo Azcárate, recibe en Ginebra, en 1943, a su hijo Manolo y a Carmen de Pedro, para entregarles medio millón de pesetas que Monzón invierte en la reestructuración del Partido en el interior. En la época en la que contacta con el PCE, Field ya ha sido reclutado por Allen Dulles, jefe de la Inteligencia norteamericana en Suiza durante la Segunda Guerra Mundial e inminente director de la CIA, a pesar de que en Ginebra se sospecha su filiación comunista. A partir de entonces, trabaja en realidad como un agente doble, aunque su voluntad, su corazón, siempre están del lado de la Unión Soviética. Su trabajo consiste, básicamente, en conseguir que Dulles ponga en práctica las instrucciones que para él recibe desde Moscú.

A pesar de su historial, el implacable desbordamiento del terror estalinista provoca su detención en Praga, adonde ha llegado con una misión encomendada por la CIA después de haber perdido su trabajo en la Sociedad de Naciones. Y ni su voluntad, ni su corazón, ni sus años de trabajo para la NKVD, le sirven de nada. Interrogado con métodos atroces, acaba confesando a un paso de la muerte su relación con la inteligencia norteamericana y todo lo que sus torturadores quieren oír. Su testimonio sirve como base de un proceso que se celebra en Budapest y arroja como resultado, naturalmente, su reclusión indefinida en una cárcel húngara. En 1954, después de la muerte de Stalin, es puesto en libertad. Cuando le preguntan por qué quiere quedarse en Hungría en lugar de volver a los Estados Unidos, hace unas declaraciones sobrecogedoras, que habrían llenado de lágrimas los ojos de sus verdugos, si sus verdugos hubieran conservado la humana capacidad de emocionarse con algo. «Quiero seguir viviendo entre las personas que aman lo que yo amo, eso declara. Entre las personas que odian las mismas cosas, y a las mismas gentes a las que odio yo».

La detención de Noel Field le da a la dirección del PCE la oportunidad de montar su propio proceso, moralmente cruel pero físicamente incruento, para vengarse de Monzón a través de sus colaboradores más cercanos. El primero es Manolo Azcárate, que para describir la atmósfera de los interrogatorios que tienen lugar en enero de 1950, en la sede parisina que el Partido tiene en la Avenue Folch, recuerda en sus memorias que sale de una de aquellas sesiones pensando que si no fuese él mismo, si no se conociera, pensaría que él mismo es un espía capitalista.

Azcárate afirma que nunca, jamás, se le pasa por la cabeza la posibilidad de que Monzón haya tenido el menor contacto con ningún agente norteamericano. Sin embargo, al contestar a las primeras preguntas, en apariencia inocentes, sobre el espléndido nivel de vida de Carmen y Jesús en la Francia ocupada, se da cuenta de que sus respuestas pueden estar contribuyendo a montar una causa contra Monzón, pero también de que, si insiste demasiado en su defensa, corre el riesgo de que acaben considerándole su cómplice, porque no puede fiarse de las declaraciones de otros testigos, cuyo número e identidad ni siquiera conoce. Así que aguanta el tipo como puede, sin aportar argumentos a la acusación contra su amigo, pero limitándose a defender contra viento y marea su propia inocencia. Y no tarda mucho en descubrir hasta qué punto sus precauciones están bien fundadas.

Porque cuando acaban con él, cogen por banda a la más débil, y a las primeras de cambio, Carmen de Pedro se viene abajo. La que ha sido compañera de Jesús durante casi cuatro años, se derrumba sin condiciones para declarar lo que no ha declarado Manolo Azcárate, lo que no ha declarado Pilar Soler, lo que no ha declarado Manuel Gimeno, lo que sabe y lo que no sabe, lo que recuerda y lo que nunca ha pasado, lo que se le ocurre inventarse sobre la marcha y lo que otros se inventan por ella. Carmen de Pedro declara lo que hace falta, contra Monzón y contra sí misma, pero sus acusadores insisten en el ejercicio de su autohumillación hasta que se arrastra lo suficiente, que, a juzgar por las actas que se conservan, es mucho más de lo imprescindible. La heroica memoria de Agustín Zoroa, cuyo nombre forma parte del catálogo de argumentos que se manejan en su contra, como si sus acusadores también hubieran necesitado que pasen cinco años para asombrarse de una boda que dejó a todos sus camaradas con la boca abierta, no puede hacer gran cosa por ella, aunque no es expulsada. Después, la mandan a vivir a Moscú, muy lejos, muy sola, estremecida para siempre por un terror perpetuo, definitivamente indigna de haber compartido los mejores años de la vida de Jesús Monzón Reparaz.

Así, el destino hace una extraña justicia al honor del hombre que hizo grande al PCE en el ojo del huracán de una guerra mundial. Al cabo, Monzón, para quien la sentencia, preso en España como está, no tiene otra consecuencia que la amargura, es el único expulsado. Carmen de Pedro, que dependía de él más que nadie, que le ha amado mucho, y por tanto, debería haber sido quien menos motivos tuviera para condenarle, es quien más sañudamente le ataca, pero también, a la postre, la única que paga las consecuencias.

Algunos de los colaboradores más próximos de Monzón disfrutan de la inmunidad más absoluta. Entre ellos está, en primer lugar, Domingo Malagón, el falsificador más genial de la Historia de España, de quien Santiago Carrillo dirá muchas veces que es la única persona verdaderamente imprescindible en el Partido, para el que fabrica, durante más de treinta años, un número incalculable de pasaportes, cédulas, documentos y carnés de identidad tan perfectos, que la policía franquista nunca es capaz de distinguirlos de los que producen sus propios funcionarios. Pero la cúpula militar del monzonismo tampoco es molestada en absoluto, ni antes ni después de aquel día de 1945 que Pasionaria escoge para alabar en público a Vicente López Tovar. Ni siquiera Ramiro López Pérez, alias Mariano, consejero militar de Monzón y, probablemente, autor del impecable plan operativo de la invasión del valle de Arán, sufre la menor sanción. Sigue formando parte del aparato del Partido y, en 1952, se casa con la heredera de uno de los grandes linajes de la «aristocracia» comunista española, Carmen López Landa, una más entre aquellos niños que gozaron de la exquisita hospitalidad soviética sin contratiempo alguno durante la guerra mundial, hija única de Francisco López Ganivet, un dirigente de Granada, sobrino de Ángel Ganivet, y de Matilde Landa, paradigma de heroína de la resistencia antifranquista.

Pero ni siquiera este es el caso más significativo. En el verano de 1956, cuando Manolo Azcárate ya ha vuelto a formar parte de los consejos editoriales de diversas publicaciones del Partido, al que ha llegado a representar en algunos eventos internacionales, Manuel Gimeno, que lleva más de diez años apartado de toda responsabilidad, recibe un buen día un mensaje de un desconocido, «Santiago quiere verte». Santiago sólo puede ser Carrillo, y Gimeno acude a la cita para llevarse una de las mayores sorpresas de su vida. Quien todavía no es, pero ya actúa como, secretario general del PCE, le ha convocado nada más y nada menos que para ofrecerle la posibilidad de volver a entrar en España como clandestino.

Gimeno se queda de plástico mientras Carrillo, como si no hubiera pasado nada, le explica la nueva línea política, para informarle después de que han perdido el contacto con el camarada que estaba trabajando en la zona de Levante. Su misión, en el caso de que la acepte, consiste en reemplazarle, explicar a las bases la nueva orientación, organizar unas jornadas por la Reconciliación Nacional y, por supuesto, volver para informar de la situación del Partido en España. Para sacudir a su interlocutor de la profunda perplejidad en la que le están sumiendo sus palabras, e inclinarle a su favor, Carrillo le advierte que «tu amigo Monzón» también va a trabajar desde la cárcel para organizar las jornadas de Pamplona. Entonces, incapaz de levantarse de la silla y de marcharse de allí como si tal cosa, Gimeno se atreve a reafirmar su inocencia, y la de todos sus camaradas de la dirección monzonista, ante el hombre que actuó como supremo acusador en las sesiones del proceso que tuvo lugar seis años antes, en la sede de la Avenue Folch. Y recibe una respuesta concisa, directa y sincera, al más puro estilo Monzón, que probablemente tampoco espera.

—Aquellos fueron años muy duros, y bastante miedo tenía yo, bastante miedo teníamos todos…

Santiago Carrillo se justifica por haber perseguido al equipo de Monzón, alegando que la cacería llegó hasta tales extremos que nadie se sentía seguro, ni podía concentrarse en otra cosa que no fuera defenderse a sí mismo. A algunos, les parecerá una demostración más de su instinto político. A otros, una muestra suprema de cinismo. Gimeno, por su parte, le mira a los ojos y le cree, lo suficiente al menos como para aceptar la misión que acaba de proponerle. Poco tiempo después, vuelve a entrar clandestinamente en España bajo una consigna, la Reconciliación Nacional, que no difiere mucho del programa de la UNE que ha defendido en otros viajes.

La respuesta de Carrillo no es el único dato relevante, y asombroso al mismo tiempo, de aquella reunión sobre la que Manuel Gimeno nunca llega a escribir, pero sí cuenta en algunas entrevistas. Algunos historiadores del PCE confirman que la dirección intenta repetidamente recuperar a Monzón, reintegrarlo a la organización antes de que salga de la cárcel. Pero, tal vez, ni siquiera eso resulta tan llamativo como el carisma de Jesús, la impronta que deja no sólo en las mujeres, sino también en los hombres que lo han tenido cerca. Para Gimeno, nada habría sido tan fácil, tan prudente como morderse la lengua, pero no lo hace. Pocos dirigentes comunistas han suscitado lealtades personales tan fuertes como las que siguen vinculando a Monzón con sus colaboradores más cercanos, en pleno furor estalinista y por encima de su doble desgracia, expulsado por traidor, encarcelado por Franco. Y muchos menos han sabido merecer, y conservar, el título de «amigo» entre sus íntimos, incluso en circunstancias mucho más blandas, y por tanto propicias, para lograrlo.

Los motivos que hayan podido impulsar a la dirección del Partido a recuperar a Monzón, se resumen en uno solo. Debe de seguir pareciéndoles un enemigo más peligroso por sus virtudes que por sus defectos, demasiado en cualquier caso para que ande suelto. Pero aunque él se niega a volver a integrarse en la disciplina del PCE, los temores de sus antiguos camaradas resultan infundados. Con la ayuda del prestigio y los contactos de Aurora, Jesús consigue vivir muy bien, primero en México, después en Venezuela, aunque su trayectoria profesional, como profesor en una escuela de empresarios fundada por el Opus Dei, es uno de los datos más inverosímiles de su ya considerablemente inverosímil biografía. Sin embargo, él jamás piensa que ese trabajo sea algo distinto a un medio para ganarse la vida, y tampoco deja nunca, ni siquiera en las negociaciones previas a su contratación, de presentarse a sí mismo como lo que siempre ha sido, un marxista, ateo y dirigente histórico del PCE. Jesús Monzón Reparaz sigue siendo un comunista sin partido durante el resto de sus días. Por eso, aunque durante años, muchos de sus alumnos, de los amigos que hace en su nueva etapa, le animan a contar su versión, a escribir sus memorias, él siempre rechaza esa posibilidad, con una sonrisa entre los labios y una sola razón para su negativa.

—No, porque el Partido no quedaría bien.

Francisco Antón tampoco escribe nunca sus memorias. El otro gran amante de esta historia toma sus propias decisiones, pasa por su propio calvario y afronta su propio ostracismo, pero no deja ningún testimonio público de los hechos de su vida. Es difícil calcular la cantidad de millones de pesetas que cualquier editor español, y el fundador de Planeta, José Manuel Lara Hernández antes que ninguno, habría podido llegar a pagar, durante los últimos años del franquismo o los primeros de la Transición, por un manuscrito en el que hubiera contado, incluso sin detalles explícitos, su vida íntima con Pasionaria. Durante una buena temporada, ese libro podría haberles resuelto la vida, a él y sus descendientes. No fue así, porque nunca lo escribió.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, a veces para mal, a veces para bien. A cada cual, lo suyo, y de aquel chaval tan joven, tan apuesto, tan irresistible mientras estuvo embutido en un uniforme de comisario del Ejército del Centro, se puede decir lo que de muy pocos. De lejos, podrá parecer un oportunista, un desaprensivo dispuesto a explotar el capital de su belleza física, un seductor de barrio, capaz de hacer cualquier cosa con tal de trepar. Pero, cuando llega la hora de la verdad, se porta primero como un hombre, y después como un señor.

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