Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (39 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—¡Sí, hombre! —Comprendes protestó, pero no se lo impidió y yo aproveché para escabullirme.

Subí las escaleras a toda prisa y las bajé a tiempo de ver al Lobo y a Galán entrando por la puerta. A su alrededor, descubrí el mismo efecto óptico que había hechizado mis ojos la noche anterior, ese sol de caramelo que no brotaba de los pobres filamentos de ninguna bombilla, sino que, ahora me daba cuenta, nimbaba la cabeza del capitán como si toda la luz del mundo no bastara para iluminarle. Me pegué a la pared para verle andar, moverse, sin que él me viera, y ya no entendí cómo había podido clasificarle a primera vista como un hombre ni guapo ni feo, si mis ojos ya no sabían compararle con otro. Al rato, los suyos me encontraron y le empujaron hacia mí, obligándole a andar muy despacio mientras se paseaban por mi boca pintada, mi vestido azul turquesa, el vuelo de la falda que jugaba con mis piernas desnudas y los tacones que había cogido prestados de un armario. Aquellas sandalias eran de verano y me estaban grandes, pero daba igual. Desde la cabeza hasta la punta de los pies, yo estaba brillando y lo sabía, me sentía resplandecer mientras bajaba con la misma lentitud los escalones que faltaban, sin escuchar una conversación que quizás podría haberme ayudado a responder algunas de las preguntas que me habían atormentado durante toda la tarde. El Lobo hablaba con sus oficiales en el centro del zaguán, pero yo no les prestaba atención porque para mí, en aquella casa sólo había un hombre, y estaba concentrada en él, en la forma de sus labios, en el filo de sus dientes, en la curva de una sonrisa donde cabía el resto de mi vida.

—¡Qué guapa!

Y como si él también lo supiera, me tendió la mano derecha para ayudarme a salvar el último peldaño. Ese fue mi gran éxito de aquella noche, porque lo celebré mucho más que la velocidad a la que la comida fue desapareciendo de las fuentes, y más que la ovación que me obligó a levantarme a saludar después del postre.

—¿Estás muy cansado?

Terminé de secar el último plato, lo puse en su sitio, y al darme la vuelta contemplé una sonrisa maliciosa en los labios de Galán, que llevaba ya un rato apoyado en la mesa, con los brazos cruzados, esperándome.

—No —contestó, mientras me atraía hacia él para besarme en el escote.

—Es que he estado pensando… Como todavía es muy pronto, si no estás muy cansado, ni tienes mucha prisa… —me reí, le miré, se reía—. ¿Sabes lo que me haría mucha ilusión? Que me llevaras a ver nuestra zona.

—¿Nuestra zona? —y la huella de su risa encogió para dejar paso a una sonrisa que se desvaneció lentamente—. Nuestra zona… —repitió, como si no estuviera seguro de haber interpretado bien mis palabras.

—Sí, bueno, me refiero…

—No, no, si te he entendido —volvió a sonreír, pero esta vez tuve la impresión de que lo hacía porque se lo había ordenado expresamente a sus labios—. Lo que pasa es que… No sé cómo podríamos hacerlo. Ya es noche cerrada, todos los miradores están demasiado lejos como para ir andando, y… En fin, no creo que al Lobo le parezca buena idea que cojamos un camión sólo para dar un paseo a la luz de la luna.

—¿No? —y mientras le veía negar con la cabeza, encontré la solución—. Da igual. Yo tengo un caballo.

—¿Tu caballo? ¿Quieres que vayamos…? —se echó a reír, negando con la cabeza como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar, pero aceptó después de un instante—. Bueno, si quieres. Es más descansado que ir andando, desde luego. Yo casi no sé montar, aunque supongo que tú…

—Yo monto divinamente —y mientras volvía a reírse, me puse en marcha—. Me pongo las botas y bajo en un momento, espérame aquí.

Y diez minutos después, recorríamos al paso las calles de Bosost.

—Monta atrás —le había dicho después de ensillar a
Lauro
, pero él no se movió—. ¡Vamos!

—Es que yo… Yo debería ir delante, ¿no?

—Si supieras montar sí, pero como no sabes… —señalé el estribo con un dedo y tendí el brazo derecho hacia él—. Pon el pie aquí, y dame la mano… Eso es. Ahora, agárrate bien —se pegó a mí y metió la mano izquierda dentro de mi escote para rodear después mi cintura pasando el brazo derecho por debajo del vestido—. ¿Qué, estás cómodo?

—Sí, pero como me vean mis hombres sentado aquí, en el sitio de las mujeres, se van a reír de mí.

—¿Sí? —contesté, tapándome bien con una manta para que nadie descubriera dónde tenía las manos—. No creo.

Nadie se rió de él, aunque casi todos los soldados con quienes nos cruzamos sonrieron al vernos pasar. Eran sonrisas limpias, cargadas de una envidia limpia y cómplice, que emanaba con naturalidad de nuestra imagen, porque éramos envidiables mientras avanzábamos despacio hasta el puesto de control, más deprisa después, o así al menos me sentía yo, envidiable, única, escogida entre todas mientras sus manos me sujetaban, su barbilla apoyada en mi hombro, su nariz rozándome la oreja, madera y tabaco, clavo y jabón para asegurarme que seguía estando ahí, que no se había esfumado como los fantasmas de mis viejos sueños infelices. En Bosost, a medida que la situación se fue tensando para producir días intensos, frenéticos, decisivos, capaces de albergar en unas pocas horas acontecimientos tan graves y contradictorios como los que no llegan a sucederse en algunas vidas completas, no tuve muchos ratos libres para darme cuenta de lo feliz que era, pero en aquel momento, mientras cabalgaba con Galán por un valle iluminado por una luna como un gajo de naranja, fui consciente de mi suerte.

El camino de tierra que habíamos seguido desde el pueblo se cruzaba con la carretera a pocos metros de un promontorio rocoso defendido por un parapeto de rocas pintadas de blanco. Mientras guiaba hasta allí a
Lauro
, empecé a distinguir pequeñas manchas de luz, que revelaban otros tantos pueblos, tal vez sólo masías, pobremente iluminadas.

—¿Todo esto es nuestro? —pregunté sin desmontar, volviéndome hacia atrás, para poder mirarle.

—Sí —liberó sus dos manos para ayudarme a cambiar de posición, hasta que me quedé sentada de perfil, mis dos piernas sobre su pierna derecha, mi cuerpo recostado contra el suyo, y me besó en los labios antes de añadir una aclaración que sonó como una disculpa—. Aunque de día, impresiona más.

—Da igual, es que he estado pensando… —me separé un poco de él, para poder mirarle—. Igual te parece una tontería, pero como pensar sale gratis, pues… Cuando tomemos Viella y vengan los reservistas, si los aliados ayudan y sale todo bien… ¿Tú qué crees? ¿Vamos a ir derechos a Madrid o vamos a tomar primero Barcelona?

Él abrió mucho los ojos y no contestó enseguida, porque en aquel momento sólo pudo pensar en una cosa. «Parece mentira el daño que puede llegar a hacer algo tan inofensivo como la Pirenaica». Eso fue lo que pensó, pero no me lo contó entonces, ni después. Pasarían muchos años antes de que me confesara por qué tardó tanto en contestar a aquella pregunta.

—Bueno —le insistí—, ¿qué me dices?

—No lo sé, la verdad. No creo que eso esté decidido todavía.

—¿No? En fin, yo preferiría ir derecha a Madrid, porque soy de allí y me han prohibido volver, pero creo que sería mejor tomar antes Barcelona.

—¿Sí? —sonrió, y volvió a besarme—. ¿Y por qué?

—Porque está muy cerca, eso lo primero, y luego, porque así tendríamos una salida al mar. Eso es importante, ¿no?

—Importantísimo.

—Por eso —me animé—. Luego podríamos desembarcar en Valencia, y por la Mancha, que es territorio leal, llegaríamos a Madrid en dos patadas.

Al escucharme, se echó a reír, me abrazó con más fuerza y me besó muchas veces, besos rápidos, ligeros, en los labios, en las mejillas, en toda la cara.

—¿Qué? —le pregunté, un poco preocupada por su reacción, aquellos besos que parecían destinados a una niña pequeña y no a una mujer como yo—. ¿Estoy diciendo tonterías o es que no te gusta mi plan?

—Me gustas tú, Inés.

—¿Y mi plan?

—También.

—¿Y tú crees que si le pregunto al Lobo…? —pero no me dejó seguir.

—No, no, al Lobo es mejor dejarle tranquilo, que él… Bueno, ya se lo preguntaré yo cuando llegue el momento —se tomó su tiempo para volver a besarme de una manera distinta, que prometía otra noche difícil de olvidar, y pronunció sólo una palabra más—. Vámonos, que aquí hace un frío que pela.

Era verdad que hacía mucho frío, pero a pesar de eso hicimos el camino de vuelta más deprisa que el de ida, y cuando atravesamos el pueblo, ya no me fijé en los hombres que seguían charlando en las puertas de las tabernas, ni en si nos miraban o no. Llegamos al establo bordeando la puerta del cuartel general, y después de acomodar a
Lauro
, completamos el recorrido a pie. A aquellas alturas, los dos teníamos ya la misma prisa, pero Comprendes estaba sentado en el banco de la fachada, con una rosquilla a medio comer en una mano, la sombrerera de Adela a un lado, y al otro, un hombre al que me bastó con mirar una vez para estar segura de que le conocía, aunque no lograba recordar dónde le había visto antes.

—Creía que estaban racionadas —Galán señaló las rosquillas.

—Pues sí, pero algunos no tenemos otra manera de entrar en calor, ¿comprendes?

Los dos me miraron a la vez, pero yo no les presté atención, porque en aquel momento, el soldado levantó la cabeza y le reconocí a la luz de la bombilla que iluminaba la puerta.

—¡José! —y cuando se volvió a mirarme, ya estaba segura de que aquel hombre flaco, de gesto sombrío, era el resultado de ocho años de guerra sobre el miliciano pequeño y cejijunto, como una estampa clásica de campesino español, al que había conocido en la cocina de Montesquinza, en septiembre de 1936—. Tú eres José, el de Cuatro Caminos, ¿no?

—Sí —me dirigió una mirada desconcertada, que me recordó que no nos habíamos visto tantas veces y que, para él, aquella reunión habría sido sólo una más—. Yo me llamo José y soy de Cuatro Caminos, pero no sé…

—¿No te acuerdas de mí? Soy Inés, la amiga de Virtudes que era novia de Pedro Palacios —y al escuchar aquel nombre, me miró con más atención—. Nos conocimos en el verano del 36, en un piso de la calle Montesquinza…

—¡Ah, sí, claro, Inés! —pero no sonrió al pronunciar mi nombre—. Sí, claro que me acuerdo de ti —tampoco se levantó para saludarme—. ¿Cómo estás?

—Ahora bien —me apreté contra Galán y él me correspondió estrechando su abrazo, aunque no pudo eliminar un resquicio del frío que se desprendía de la reacción de mi viejo camarada, una sequedad que en aquel momento no fui capaz de interpretar—. Lo he pasado muy mal, como todos, ¿no?, pero ahora estoy bien. Me alegro de verte.

—Gracias a tus rosquillas, ¿comprendes? Se han hecho famosas hasta en el campamento… Ahora, que ya se lo he dicho a este —y le dio un codazo a José—, que como siga corriendo la voz, más que racionarlas, las voy a esconder, ¿comprendes?, y se acabó lo que se daba.

Agarró la sombrerera, se la puso encima de las rodillas y me sonrió. Había tanto calor en aquella sonrisa, y aquel calor me sentó tan bien, que me acerqué a él para hacerle una promesa.

—Cuando entremos en Madrid, Comprendes, voy a hacer cinco kilos de rosquillas para ti solo —y una pausa añadió solemnidad a mis palabras—. Te lo prometo.

Luego entré en la casa, crucé el zaguán donde algunos hombres charlaban o jugaban a las cartas y, a punto de empezar a subir por la escalera, me di cuenta de que Galán no venía detrás de mí. Volví sobre mis pasos hasta que le vi hablando con Comprendes en el quicio de la puerta. Él me vio, me señaló con el dedo y echó a andar hacia mí, muy sonriente.

—¿De qué te ríes?

—De Comprendes —pero sólo terminó la frase mientras recorríamos el pasillo del segundo piso, donde nadie podía oírnos—, que me ha regañado mucho por decirte que íbamos a llegar a Madrid, como si eso fuera tan fácil.

Cuando terminó de decirlo, ya me había levantado el vestido con las dos manos, me lo había arrugado por encima del pecho, y avanzaba hacia la puerta del dormitorio sin soltarme, sin dejar tampoco de recorrer mi cuerpo con las manos, obligándome a andar de espaldas hasta que me aplastó contra la puerta. Pero eso no amortiguó el comentario de Comprendes, ni borró de mi memoria sus palabras.

Lo que pasó después, fue algo más que una noche difícil de olvidar. Galán apartó la cama de la pared, para no oírlos, me dijo sonriendo, y ya no hablamos más, mientras cada una de las acciones, de los gestos, de los rituales que habíamos estrenado la noche anterior se cargaban de un significado nuevo, más complejo, más arduo y peligroso, porque no iba a ser fácil llegar a Madrid y aquella cama, sin haber dejado de ser el centro del mundo, había vuelto a ser lo que era antes, lo que había sido siempre, la cama del alcalde de Bosost, un pueblo ocupado por un ejército invasor y rodeado de territorio enemigo, una isla incierta, recién nacida, en un océano furioso y encrespado por una perpetua tempestad. Allí estaba yo, y conmigo, un hombre que me poseía con la misma intensidad, tanto entusiasmo como la noche anterior, pero me daba un placer que era distinto, más dulce, y en la misma proporción, más venenoso, raro y sublime como todas las cosas efímeras por naturaleza, todo lo que puede llegar a terminar antes de tiempo, lo que depende de un azar tan sutil que puede expresarse en un segundo, en un milímetro, en el suspiro que logra desviar la trayectoria de una bala.

En eso se había convertido mi vida y eso seguiría siendo durante mucho tiempo, por amor a aquel hombre que, al conocerme, sabía todo lo que yo aprendí aquella noche con él, por él, en sus cicatrices, sus pausas y sus silencios. No iba a ser fácil llegar a Madrid, nunca lo sería, más allá de las consignas, de las proclamas, del manifiesto de la Unión Nacional. Ellos lo sabían, pero Galán me había dejado hablar, había sonreído al escucharme, me había besado para alejar de mí su propia incertidumbre, para protegerme de su miedo, para mantener a raya, lejos de mí y de la cama donde nos amábamos, la amargura conocida y la que todavía nos arrasaría muchas veces la garganta. Yo me había lanzado a hablar como una tonta y él me había abrazado, me había sonreído, me había besado para que estuviera contenta, porque le gustaba verme contenta, allí, en el ojo del huracán, donde echábamos un polvo detrás de otro como si todo no se nos fuera a venir encima en cualquier momento. Y sin embargo, la repentina conciencia del peligro, la posibilidad de que aquella cuenta atrás no estuviera descontando días del triunfo definitivo, sino de una derrota que aún no sería la última, no enturbiaba nada de lo que estaba sucediendo entre nosotros. Al contrario, nos iluminaba con una potencia asombrosa y radical que extremaba todas las cosas para enfatizar su esencia, y hacía la materia más densa, el espíritu más aéreo, la piel más sensible, el sexo más feroz, y el corazón más rojo, más caliente. Porque no hay vida como la clandestinidad. Ni tan mala ni, sobre todo, tan buena.

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