Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (77 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—Pero creo que luego te voy a afeitar, porque así no pareces tú, sino un brigadista inglés de aquellos, tan raros…

Mi habitación no tenía cerrojo. Algunas veces pensé en colocar la cómoda contra la puerta, pero nunca me atreví. Juana hablaba poco. Desde fuera, parecía mansa, amable, porque obedecía cualquier indicación de sus padres como si fuera una orden, acatando sus caprichos sin discutir, con una docilidad inconcebible en una mujer de su edad. Sin embargo, en el fondo de sus ojos pequeños, arratonados, latía una veta oscura, una sombra de dureza mineral. Su impasibilidad, esa miserable conformidad con la que aceptaba lo poquísimo que yo le daba, me convenció de que podría llegar a ser despiadada. También era astuta, y no abusaba demasiado. Nunca vino a verme dos noches seguidas, aunque al principio, cuando alternaba mi condena y mis indultos, a veces me hacía el dormido. Ella se retiraba después de un rato, pero mi pereza no tardó en tener consecuencias. La mañana siguiente a la tercera noche que la dejé plantada, tuve que irme al trabajo sin desayunar. Se había acabado el pan, la leche, el carbón para encender la cocina. Y por la tarde, cuando volví, mientras servía la cena, comentó en voz alta que debía de haber pasado algo, porque había visto mucha policía por la calle. Llegué a fantasear con matarla, pero no podía permitírmelo. Tampoco podía buscarme otro alojamiento sin arriesgarme a que me denunciara, a que denunciara incluso a Guillermo si yo desaparecía sin avisar, así que me dediqué a cultivar con ahínco otra clase de fantasías. Si hay que follar, se folla, me discipliné a mí mismo, ¿desde cuándo eso es un problema? Había pasado muchas temporadas en el monte y años enteros en un campo de concentración, era un experto, pero nunca había almacenado tantas bocas, tantas lenguas, tantas mujeres desnudas con los pezones de punta y las piernas abiertas, dentro de mi cabeza, con tan poco provecho ni durante tanto tiempo. Aquel otoño, negocié con mi polla mucho más duramente de lo que había tenido que negociar con mi hambre el verano anterior.

Cuando salimos de la bañera, Inés me secó con mucho cuidado, me colocó delante del espejo y me afeitó.

—¿Quieres que te corte el pelo?

—No —me eche a reír y me asombró volver a ver la risa en mi propia cara—. Que me dejarás hecho un Cristo, de trasquilones.

—¡Qué va! Si he aprendido muy bien, ya verás… —me dio la espalda para ir hacia el armario y volvió con un peine en la mano izquierda, unas tijeras en la derecha, y una sonrisa triunfal en los labios—. Me ha enseñado esa vecina de Angelita que se da tanta maña, y ahora se lo corto yo siempre a los niños, lo que pasa… A ver, siéntate aquí.

Me acercó un taburete antes de descolgar el espejo de la pared para encajarlo en el lavabo y poder ver toda mi cabeza.

—Sólo te voy a cortar estas greñas tan horrorosas que tienes por aquí detrás, ¿vale? Luego, te vas a ver al Peluca y que te repase él bien.

—A ti te voy a repasar yo bien…

—Pues sí, mira, qué buena idea —y fue ella la que se echó a reír—. Porque no te imaginas la falta que me hace.

Pero todavía me cortó las uñas de los pies antes de consentir que nos fuéramos a la cama.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó cuando me tumbé en la otra punta.

—Te miro —y alargué una mano para acariciar la silueta de su cuerpo, vuelto hacia mí—. Antes no he podido verte bien.

Ella cerró los ojos y me dejó hacer. Yo los mantuve abiertos todo el tiempo, hasta que cada pliegue de aquella piel suavísima, los pequeños accidentes de aspereza que la desmentían en los codos y en un pedacito de su muslo izquierdo, aquella cicatriz tan fea, de forma casi circular, que parecía el hierro de una ganadería, se superpusieron con ventaja a mis recuerdos. Así, su olor, sus manos, su boca, fueron borrando sus viejas imágenes, despojándome del mezquino capital de mi pobreza. Y la Inés a la que yo me había aferrado para sobrevivir, estalló en pedazos, como una funda vieja, inservible, incapaz de aprisionar por más tiempo a una mujer que fue más mía, más poderosa que mi memoria, durante aquella noche larga, violenta y dulce.

—¿Ves? Ya le has despertado —a medianoche, el niño empezó a llorar—. Tanto chillar, tanto chillar…

—No es por eso, tonto —estaba bromeando, pero ella me lo explicó igual—. Es que le toca comer.

Le cogió de la cuna sin llegar a levantarse, y me dio la espalda para amamantarlo. Durante unos minutos, sólo escuché su voz, un susurro casi inaudible, pautado por el eco del esfuerzo del niño, un ruido de succión que sólo se interrumpía de vez en cuando para dar paso a un suspiro inesperado, como si necesitara pararse a descansar, tomar aliento. Después, su madre se dio la vuelta sobre las sábanas con él, sus manos pegándolo con suavidad a su cuerpo, y lo acostó con cuidado entre nosotros dos, para acunarlo entre sus brazos. Le vi mamar del otro pecho, su cabeza tan pequeña, su mano derecha, mínima y perfecta, apoyada en él, para asegurarse de que no se le escapaba, y me emocioné mucho. Inés se dio cuenta. Se le cayó una lágrima del ojo derecho, pero no se molestó en advertirme que no estaba llorando.

Llegó un momento en el que ya ni siquiera me ponía nervioso, y sin embargo, me resultó más fácil aprender a empalmarme sin ganas que aficionarme a Juana. Así, por lo menos, acababa deprisa, siempre fuera. Una noche, en la cena, se lamentó con su boquita de niña vieja de que no podía tener hijos, pero yo no me fiaba ni mucho ni poco de sus pequeñas astucias, y míos, desde luego, no iban a ser. Mi semen era lo único que podía hurtarle a mi miedo, el último reducto de soberanía donde aún tenía una oportunidad de hacerme fuerte y resistir. Por lo demás, había que follar, y se follaba. Eso no era un problema. Mis noches tampoco habían sido nunca, y nunca volverían a ser, tan sórdidas, tan feas como aquellas que atravesé sin verla, sin sentirla, agarrándome al cabecero de la cama para no tener que tocarla, desprendiendo el cuerpo en el que penetraba de una cara que nunca besaba, de un nombre que nunca decía, mientras me movía en su interior como lo que era, un hombre desarmado, acorralado, que sólo luchaba por conservar la vida.

En 1949, me acostumbré a comer membrillo, a Juana no. Y aunque no la hice feliz, logré funcionar satisfactoriamente, encontrar dentro de mí una tecla capaz de convertirme en una máquina potente, insensible y bien engrasada. Aprendí a follármela sin placer, sin dolor, sin pagar siquiera el precio de odiarla. Jamás creí que llegaría a compadecerla, pero eso fue lo que ocurrió cuando Fernando terminó de mamar y su madre se levantó desnuda de la cama para pasearse por la habitación con él en brazos.

—¿Y tú, qué? —cuando el niño eructó, Inés lo metió en la cuna, me sonrió, y aquella sonrisa acabó con todo—. ¿No tienes hambre?

Pero no todo fue tan fácil como volver a cenar huevos fritos en la cocina, a la una de la mañana.

Mi carrera de clandestino había terminado. En mayo de 1949, rompí por última vez un cerco, y con él, cualquier posibilidad de que mi vida siguiera siendo la mejor, la peor de las posibles. Al salir como un acerico de aquella confitería de la plaza de Canalejas donde no había metido la pata ni había hecho el ridículo, me convertí al mismo tiempo en un héroe y en un montón de cenizas. La primera condición me mantuvo ocupado menos de un mes. La segunda hizo de mí un cesante. Quemado a los treinta y cinco, tenía tres hijos que mantener, una mujer que nos mantenía a los cuatro, ningún oficio y menos beneficio. Hacía más de quince años que no bajaba a una mina y, aparte de eso, lo único que sabía hacer era la guerra.

El camarada que había fabricado la documentación de Gregorio Ramírez de la Iglesia, me pidió que se la devolviera. En su taller, con las persianas bajadas, examinó el pasaporte a la luz de un foco tan potente como la lente de aumento que llevaba encajada en el ojo derecho. Fue acariciando sus hojas, de una en una, y las miró al trasluz, por los dos lados, antes de arrancarlas casi con ternura. Luego, sostuvo un momento la cédula entre los dedos, como si estuviera meditando la posibilidad de indultarla, y negó con la cabeza antes de cortarlo todo por la mitad, cada mitad por la mitad a su vez, y enviar los fragmentos al fondo de la papelera. No valían para nada. Yo tampoco. El Partido celebró mi regreso, me organizó un par de homenajes, publicó un reportaje sobre mi fuga en
Nuestra Bandera
, y me despidió entre sonrisas paternales y palmaditas en la espalda. No esperaba otra cosa. «Cuando descanses, y te recuperes, ven por aquí, a ver qué podemos hacer por ti…». Descansé, me recuperé, me cansé de descansar, de recuperarme, y no fui.

En mi casa, las cosas habían cambiado en unas proporciones naturales, comprensibles. Volvía a haber un bebé y sus hermanos mayores cada vez hacían más ruido. Eran más sucios y más desordenados, pero también más divertidos. Eran niños, y daban el coñazo, y yo era su padre y tenía que aguantarlos, jugar con ellos, reírme de sus ocurrencias, llevarlos los domingos a montar en bici y castigarlos de vez en cuando. También me cansé de eso, ni más ni menos que los otros padres que conocía. De su madre no. De su madre no me cansé nunca, y sin embargo, unos meses después de mi regreso, cuando ella no estaba dentro, la casa se me caía encima.

En otras circunstancias, habría seguido trabajando para el PCE. No durante mucho tiempo, porque después de haber sido clandestino durante cinco años, las tareas burocráticas me interesaban aún menos que antes, pero seguramente habría acabado refugiándome en su seno hasta que me saliera algo mejor. En aquel momento ni me lo planteé. Ellos tampoco vinieron a buscarme. En el Partido, las cosas no habían cambiado como en mi casa. Algunos aspectos de esa evolución, como el abandono de la lucha armada, un cambio de estrategia imprescindible desde que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial nos dejaran tirados una vez más, eran tan comprensibles como el crecimiento de mis hijos. Pero otros eran mucho más difíciles de aceptar.

—Mira, quiero proponerte una cosa… Pero tienes que dejarme hablar hasta el final, ¿de acuerdo? —y en ese momento, los dos nos dimos cuenta de que aquello no iba a salir bien—. Hemos tenido una reunión, y Amparo ha vuelto a quejarse de que no da abasto. Está desbordada. Hace tiempo que necesitamos un gerente, y a mí se me ha ocurrido…

—¡Inés, por favor! —y bajó la cabeza para no ver cómo me mordía la lengua—. Pues sí, era lo que me faltaba, después de aguantar a su marido tantos años, que ahora Amparito me diera órdenes.

En enero de 1950, cuando Jesús Monzón llevaba cuatro años y medio en la cárcel, la dirección del Partido por fin se atrevió con él. Ese fue el propósito al que destinaron todas sus energías mientras yo descansaba y me recuperaba, el montaje de uno de aquellos fantasmales procesos a los que se habían vuelto tan aficionados. Una acusada principal, Carmen de Pedro, ningún abogado defensor, todos los demás, fiscales. Y no me gustó.

—Pues no es un mal trabajo, ¿comprendes? Yo llevo allí casi tres años, y estoy contento. No es que el sueldo sea gran cosa, pero las comisiones…

—Pero tú eres más simpático que yo, Sebas, más paciente. A ti te gusta hablar, estar rodeado de gente. Yo no sirvo para vender coches, en serio.

Aquel proceso recrudeció la úlcera que el Lobo sufría desde el otoño de 1945, cuando empezó a correr por Toulouse el rumor de que el asesino de Gabriel León Trilla, la mano derecha de Monzón en el interior, había sido Cristino García Granda. Aquel nombre le hizo un agujero tan grande en el estómago que, después de cinco meses, cuando volví de España y me enteré, lo encontré todavía desencajado. No se trataba sólo de que Cristino fuera íntimo amigo del Gitano, ni de que él lo conociera desde nuestra guerra. Era algo más, y era peor. «¿Y si me lo hubieran encargado a mí? —No contesté a esa pregunta, y me hizo otra—. ¿Y si te lo hubieran encargado a ti?» «Yo nunca habría matado a Gabriel», respondí. Estaba diciendo la verdad, pero en Casa Inés, rodeado por todas partes de camaradas con los oídos bien abiertos, me faltaron huevos para levantar la voz. Me sentí tan mal, tan cobarde, que añadí algo más, «yo he sido tan monzonista como él, nunca lo he ocultado», pero el Lobo no se dejó convencer por mis susurros. «Es muy fácil decir eso, ¿sabes?», porque lo que él estaba diciendo también era verdad, es muy fácil decirlo aquí, ahora, en esta mesa, con una copa en la mano. Así, lo único que conseguimos fue que al Gitano se le saltaran las lágrimas. «¡Me cago en la hostia!». Pero ni siquiera él levantó la voz para hacerse a sí mismo la pregunta que no había llegado a brotar de nuestros labios cerrados como ostras. Pero ¿por qué han tenido que encargárselo a él, precisamente a él? Y, en el mismo murmullo, llegó a una conclusión que los demás tampoco nos atrevimos a compartir jamás con nadie. ¡Qué hijos de puta! Después nos enteramos de que Cristino se había negado a matar a Trilla con sus propias manos. «Soy un revolucionario, —alegó—, no un asesino», pero al final, tras muchos forcejeos, transmitió la orden de ejecución a dos de sus hombres. Aquel epílogo no nos consoló. Después, a principios de 1946, Cristino fue detenido, fusilado casi inmediatamente. Y Francia cerró la frontera como represalia por la ejecución de un héroe de la Resistencia, para cuadrar el círculo de nuestra desolación.

—He hablado con Émile Perrier… —el Zurdo levantó las manos en el aire, para que no protestara antes de tiempo—. Ya sé que tú no querías, pero comimos juntos el otro día, estuvimos hablando, y me dijo que le llamaras, que buscaría la manera de hacerte un hueco…

—Pero si acabo de volver a casa, Antonio, he estado un año entero fuera, y la idea de pasarme la vida viajando, como tú, de un lado para otro… No valgo para representante. Y tampoco sé nada de maderas.

Cuando se consumó el macabro aviso para navegantes que convirtió al mejor de todos nosotros en un asesino, estaba a punto de cumplirse el primer aniversario de la invasión de Arán, pero sólo habían pasado cuatro meses desde la rendición de Alemania. Todas las espadas estaban en alto todavía. Aún teníamos esperanzas de que los aliados derrocaran a Franco, o de que, al menos, nos dejaran volver a intentarlo, y por eso, cada uno se aguantó como pudo con su dolor de estómago. Lo demás, que Trilla fuera un traidor, que por eso, y no por miedo, se negara a venir a Francia a informar, que resultara demasiado peligroso para la organización del interior como para dejarlo vivo y expulsarlo sin más, nunca nos lo creímos. Nosotros no. A nosotros nos sobraban elementos para comprender aquella lógica sangrienta y, más allá de la teoría, los cadáveres de los camaradas a quienes habíamos enterrado con nuestras propias manos antes de retirarnos de Arán. Nuestros muertos eran las víctimas de Trilla, las víctimas de Monzón. Y sin embargo, quienes los desenterraron del limbo de los héroes incómodos para agitarlos como una bandera ante nuestras narices, los habrían sacrificado con la misma alegría si eso les hubiera servido para ganar la partida que perdió Jesús. Por eso, todavía me gustó menos que los utilizaran para aplacarnos. Pero nosotros éramos militares, la guerra era nuestro oficio. En la guerra, se mata y se muere. La guerra es cruel, y siembra crueldad, es temible, y siembra miedo, es arbitraria, y siembra arbitrariedades. La guerra es también, a veces, el precio de la libertad, de la justicia, del futuro. Por eso, en la guerra hay que tragarse cosas que en la paz dan arcadas. Y en septiembre de 1945 estábamos en guerra. En enero de 1950, no.

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