Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (76 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—¿Qué? —él se reía cuando le confesaba que me sentía culpable—. ¿Un pincho de tortilla? ¿Un chorizo frito? Ya ves, ni que me fuera a arruinar por eso.

Entretanto, hablábamos y hablábamos. Yo le contaba mi vida, y él me contaba la suya, que en algunos momentos hasta me parecía más inverosímil, más aventurera que la mía, aunque nunca hubiera estado en el frente y no se hubiera movido de Madrid. Entretanto, las cosas fueron cambiando sin que cambiara nada para mí, y en septiembre, cuando los oficinistas volvieron al trabajo, él me encontró uno para ir tirando. Tenía que dejar libre la carbonera, y una de las secretarias de su empresa, Juana, una mujer callada, discreta, viuda de un republicano, alquilaba habitaciones. Vivía con sus padres en una casita baja, cerca del Manzanares, en una colonia apartada donde a ninguno de los vecinos le llamaría la atención un nuevo huésped.

—Allí estarás bien, pero yo no puedo pagarte el alojamiento, el sueldo no me da para tanto. He hablado con Rita, y…

—¿Rita?

—Sí —sonrió—. La chica de las botellas de sidra. Se llama Rita.

—Vaya… —pero eso no quiso contármelo.

—El caso es que ya sé cómo vamos a sacarte de aquí. La empresa para la que trabajo no se dedica solamente a hacer transportes dentro de la península. El dueño está muy bien relacionado con el Régimen, y algunos de sus clientes, todavía mejor. Así que, untando algunas manos, aquí y allá, nuestros camiones entran de vez en cuando en España cargados de productos libres de aranceles. A la ida van llenos, para no llamar la atención, pero descargan cerca de la frontera y no suelen pasar por la aduana. Rita ha hecho averiguaciones y resulta que tenemos un camionero de fiar. En la próxima expedición irregular, yo me encargare de ponerle de conductor, pero no tengo ni puta idea de cuándo ocurrirá eso. Mientras tanto, puedo colocarte en el almacén y hablar con Juana, para que te alquile por semanas una habitación. Vas a sacar lo justo para comer y pagar el alquiler, pero…

No hay vida como la clandestinidad. Ni tan buena ni, sobre todo, tan mala. En 1949, cuando me despedí de ella para siempre, tuve ocasión de verle todas las caras. La de Guillermo García Medina me acompañaría durante el resto de mi vida. Y casi veinte años después, cuando tuve la oportunidad de devolverle el favor, seguí sintiéndome en deuda con él.

—¿Y tú nunca has pensado en marcharte dentro de un camión? —la última noche le invité a cenar en su restaurante favorito—. Lo tendrías muy fácil.

—Pues lo he pensado muchas veces, no creas, pero siempre tengo a algún paciente esperándome en un sótano, o en una buhardilla —sonrió—. Siempre hay alguien con las tripas fuera en alguna parte, alguna mujer a punto de parir, un herido de bala, un detenido al que han soltado con la cabeza abierta… Me gusta ser médico. Eso es lo que sé hacer.

—Pues no sé cómo voy a poder pagarte todo esto.

—Ya me has pagado, y por adelantado. Si no hubieras atravesado un escaparate con el hígado, este verano me habría muerto de aburrimiento —y se animó a añadir un par de frases que, con ligeras variaciones, yo ya había escuchado, e incluso pronunciado cientos de veces—. Esto me sienta bien, ¿sabes? Es lo único que me hace sentirme bien.

—Ya… Yo tengo un amigo que dice que no hay vida como la clandestinidad. Ni tan mala ni, sobre todo, tan buena.

—Y tiene razón —levantó su copa para brindar conmigo.

—¿Sí? —le devolví el gesto sin mucha convicción—. No estaría yo tan seguro…

Después, me acompañó al almacén y me presentó a Herminio, el camionero, que ya había abierto un pasillo entre dos murallas de cajas de patatas para que yo llegara hasta el fondo y me sentara con la espalda pegada a la cabina. Cuando me deseó buena suerte, ya no pude verle la cara. Antes de poner el motor en marcha, entre los dos habían vuelto a colocar en su lugar las cajas que faltaban, y así, emparedado entre patatas, por si nos paraba la Guardia Civil, llegué hasta La Junquera. El trayecto duró toda la noche y buena parte del día siguiente, pero no fue tan espantoso como temí al principio, porque Herminio levantó la trampilla que comunicaba la cabina con la trasera e hizo todo el viaje con las ventanas abiertas, para dejarme respirar y avisarme con antelación de las paradas. Antes de descargar las patatas, se metió por un camino forestal y aparcó entre los árboles para volver a abrir el mismo pasillo por el que había llegado hasta allí.

—Quédate aquí. Ahora vuelvo a buscarte.

Le ayudé a completar otra vez la carga del camión y le esperé menos de una hora. Entonces empezó lo peor. Cuando volvió, en la trasera sólo había unos cuantos sacos vacíos. Los apartó para levantar una tapa que había en el suelo y mostrarme un habitáculo de metal, oscuro y sofocante, que estaba diseñado para transportar herramientas y una segunda rueda de repuesto.

—Ni se te ocurra abrir los ojos —me recomendó cuando ya estaba incrustado en él, intuyendo que aquello iba a ser peor que cruzar a pie—. Ciérralos, piensa en algo agradable y a ver si no encontramos mucha cola en la aduana…

Se desvió de su ruta para acercarme hasta Toulouse, pero me dejó muy lejos del centro y se me olvidó pedirle prestada una moneda para telefonear. Sólo llevaba pesetas en los bolsillos y no encontré dónde cambiarlas, así que llegué al restaurante andando bajo la lluvia. Cuando llegué, me dolían todos los huesos. Hacía meses que no me cortaba el pelo, me había dejado la barba para dificultar mi identificación, y vestía ropas extranjeras, livianas, unos pantalones con peto y una chaqueta sin solapas de mahón azul oscuro, el uniforme de obrero madrileño que me entregaron cuando empecé a trabajar en el almacén. Sin embargo, Inés me vio al salir de la cocina, y aquella vez, ni siquiera se quitó el gorro antes de venir corriendo.

—¡Galán! —ella había engordado, sobre todo en los pechos, redondos, llenos, mucho más grandes que la última vez que la vi—. ¡Galán!

Aspiré el olor dulzón, inconfundible, de la leche, y por una vez se me llenaron los ojos de lágrimas antes que a ella.

—Pero ¿qué te ha pasado? —porque antes de alcanzarme, frenó, como si al verme de cerca, hubiera descubierto que yo ya no era el hombre al que esperaba—. Te has quedado en la mitad, estás en los huesos…

Tendió las manos hacia mí mientras me miraba con una extrañeza casi dolorosa. Luego, al principio con cuidado, como si temiera hacerme daño, derribarme con la punta de los dedos, me acarició el pelo, la cara, los brazos. Yo me quedé quieto, mirándola hacer, sin atreverme siquiera a tocarla mientras veía sus manos, tan limpias, su delantal blanco, inmaculado, y esa cara redonda, misteriosamente sonrosada e infantil, que se le ponía cuando amamantaba, cada vez más sucias, tiznadas con la mugre de mi viaje, manchas pardas de tierra, manchas negras de grasa, y otras distintas, húmedas, del color del barro que crea la lluvia al disolver el polvo.

—No me toques —eso fue lo primero que le dije después de un año de ausencia, y al mismo tiempo, la apreté contra mí—. Te estoy poniendo perdida.

—Pero ¿cómo no voy a tocarte? —sus ojos, sus labios temblaron a unos milímetros de los míos, hasta que mi boca desesperada se encontró con la suya, la reconoció, se dejó reconocer por ella—. ¿Cómo no voy a tocarte si estás aquí? —y volvió a besarme, y volvió a decirlo—. Estás aquí —y siguió besándome, diciéndolo sin parar—. Estás aquí, aquí, estás… ¡Amparo!

—¿Qué? —la mujer del Lobo estaba muy cerca, pero Inés volvió a gritar.

—¡Me voy a mi casa!

—Bueno, mujer…

Juana tenía cuarenta años y la carne triste. Estaba muy delgada, casi escuálida, pero no era sólo eso. Tenía cara de pájaro, el pelo frito, estratificado en diversos tonos de amarillo, las puntas tan achicharradas como si acabara de bajarse de un poste de alta tensión, la raya oscura. Pero tampoco era eso, ni que se pintara siempre las uñas y los labios del mismo tono rosa, nacarado, infantil. La tercera noche que dormí en su casa, se perfumó de arriba abajo con una colonia barata, de esas que vendían a granel en los bazares de todo a noventa céntimos, antes de meterse en mi cama sin decir nada. Yo estaba despierto y ella se dio cuenta porque me vio girar la cabeza hacia la puerta, y hasta le pregunté qué pasaba, antes de comprender lo que estaba pasando. Llevaba un camisón ajado y ridículo, largo hasta los pies, con todos los botones abrochados y unos volantes pequeños, muy rizados y muy juntos, en el lugar donde otras mujeres tenían pechos. Los suyos no llegaban a abultarlo más allá de los pezones, y le hacían parecer una niña vieja. Después, cuando se tomó una confianza que yo nunca le di, cambió aquel camisón por otros más cortos, de tirantes, con puntillas roídas por el uso, igual de deslucidos pero más crueles, porque revelaban lo que era en realidad, una mujer de piel triste, más triste cuanto más desnuda, triste su perfume, triste la cinta con la que se sujetaba el pelo, y su deseo, poderoso y humilde al mismo tiempo, triste, y más triste todavía. Cuando se corría, dejaba escapar unos quejidos sofocados, agudos, una especie de «i» intermitente, a medio camino entre un pitido y el chillido de un mono, que eran el colmo de la tristeza.

—Hemos tenido otro hijo, ¿sabes? —Inés me dio la noticia en la puerta, antes de abrir el paraguas, y sólo después me miró a la cara—. Un niño.

—Ya me he dado cuenta.

—Por las tetas, ¿no? —asentí con la cabeza y se echó a reír mientras se apretaba contra mí—. Le he puesto Fernando, por si no volvías…

Y cuando apenas habíamos echado a andar, se paró de repente, volvió a mirarme y ya no pudo verme bien.

—Qué alegría que estés aquí —tampoco se limpió las lágrimas, pero rodeó mi cuello con sus brazos y me besó—. Estaba muerta de miedo, ¿sabes? Tenía tanto, tanto miedo de que no volvieras…

Al llegar a casa, conocí a Fernando en los brazos de Mercedes, aquella cría de Bosost que, al borde de 1950, estaba a punto de cumplir veinte años, estudiaba para maestra, y se sacaba unos francos haciendo de niñera por las tardes. A sus hermanos mayores no pude verlos todavía. Amparo había mandado a su hija a buscarlos, para que se los llevara a dormir a su casa y no nos estorbasen. Después de quitarle el bebé para dármelo a mí, «mira, Fernando, este es tu padre, ¿lo ves?», Inés le dijo a Mercedes que podía marcharse ella también. Luego, mientras yo procuraba aprenderme los diminutos rasgos de aquella criatura que sólo tenía tres meses pero siempre se llamaría Fernando González, igual que yo, su madre nos dejó solos.

Reapareció a los diez minutos, envuelta en una bata de raso de color rosa pálido que siempre le había sentado muy bien. Se había quitado los zapatos para ponerse unas zapatillas que hacían juego con la bata. Se había recogido el pelo en uno de esos moños altos que sabía rematar sacándose unos pocos mechones estratégicos que parecían casuales, y la favorecían más que ningún otro peinado. Se había pintado los labios de rojo y todavía le había dado tiempo a hacer un montón de cosas más, abrir los grifos de la bañera, rociar el fondo con unas sales verdes que olían a manzana, y colocar el cochecito del niño en el pasillo, al lado de la puerta del baño.

—Trae, dámelo —lo besó en la cabeza, besó mis labios, volvió a besarle—. Es muy bueno, ya verás…

Juana necesitaba un hombre y yo, conservar la vida. Ella me deseaba o, más exactamente, deseaba algo que podía obtener de mí como mejor le convenía, sin tener que salir a buscarlo por las calles, sin llamar la atención de nadie sobre su ansiedad, sin comprometer su precaria reputación de viuda de un rojo. Lo mío era más sencillo, sólo miedo. Ella lo sabía, pero no le importaba. Se metía en mi cama sin hablar, y sin hablar, buscaba mi sexo y no lo encontraba, pero tampoco tenía prisa. Yo estaba en sus manos, y los dos lo sabíamos. Ella hacía lo necesario para recordármelo, y yo había tenido amantes menos aplicadas, mucho menos devotas, pero mi cuerpo nunca había sido tan ingrato con ninguna. Su carne era fría como la de un pez, más triste que la del membrillo, pero no me daba tregua, y al final, me las arreglaba para acabar haciendo lo que tenía que hacer, siempre a oscuras, con los ojos cerrados, respirando por la boca para no oler el triste perfume que enmascaraba apenas el tristísimo aroma de su cuerpo. Ella no pedía más. La primera vez, al terminar, intentó abrazarme y sacudí el hombro sin decirle nada. Le di la espalda y se marchó sin hablar. Por la mañana, cuando me senté entre sus padres para desayunar en la cocina, me dedicó una sonrisa triste, que le coloreó de tristeza las mejillas y deslizó entre mis huesos un frío repentino, que hizo aún más amargo el sabor de la achicoria que bajaba por mi garganta.

Después de acostar al niño, Inés me desnudó. Me metí en la bañera y entonces, con la misma energía, la misma dedicación que la había visto emplear con nuestros hijos, me enjabonó el cuerpo, frotándome bien con una esponja, y me lavó la cabeza, repitiendo la operación varias veces. Mientras tanto, no dejaba de hablar. El escote de su bata se abría, se cerraba, me dejaba ver el surco de sus pechos apretados por la tensión de sus brazos, y ella hablaba y hablaba, moviendo la lengua al mismo ritmo que las manos que amasaban mi cabeza, para salpicar la suya cada dos por tres de burbujas de espuma blanca. Se las limpiaba con los dedos húmedos y seguía hablando, no dejó de hacerlo, alternando siempre las noticias más graves con novedades domésticas, intrascendentes. Que Vivi estaba aprendiendo a leer. Que la úlcera de estómago del Lobo le estaba amargando la vida. Que habían condenado a muerte al dependiente de la confitería donde yo me había librado por los pelos. Que su abogado no tenía muchas esperanzas de que se la conmutaran por treinta años. Que a Miguelito le habían regalado un triciclo y corría que se las pelaba por el pasillo. Que se rumoreaba que el Partido iba a abrir un proceso contra los monzonistas. Que lo único que se sabía con certeza era que no pensaban meterse con los militares. Que el parto de Fernando había sido tan bueno, tan rápido que ni siquiera le habían dado puntos. Que después de la carta de Guillermo, nadie había vuelto a contarle nada de mí. Que no sabía si estaba vivo o muerto, o si había conocido a otra mujer en España. Que no podía imaginarme cuánto me había echado de menos.

Cuando dijo esto último, el agua, que había ido vaciando y rellenando sin cesar, ya estaba limpia. Para celebrarlo, se quitó la bata y se metió en la bañera conmigo.

—Estás guapo con barba, ¿sabes?

Ella escogió el momento. Despegó su vientre del mío, balanceó apenas las caderas, y sin dejar de mirarme a los ojos ni levantar las manos de mis hombros, las hizo descender en el ángulo exacto, para montarse encima de mí como si pretendiera demostrarme que ninguno de los dos servíamos para otra cosa.

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