Siguió mirándome con los brazos cruzados, sin hacer ademán de moverse.
—¿Quiere mirar la lista, por favor? —insistí, en un tono más serio.
—Es que tengo muy poca cosa, ya lo ve —contestó por fin.
—No —y me molesté en sonreír mientras miraba a mi alrededor—, lo que veo es que tiene muchas. Los estantes están llenos, ¿no?
—De conservas, eso sí, pero… —y por fin se dignó coger el papel y leerlo por encima—. Patatas y huevos, por ejemplo, no sé si me quedan. Y tomates… Aquí no hay, ¿verdad?
—A lo mejor hay dentro, Ramona —intervino Montse, con mucha más dureza que yo—. A lo mejor no le ha dado tiempo a colocarlo todavía.
—A lo mejor —admitió con desgana.
—¿Y le importaría ir a ver, por favor? —volví a insistir con una sonrisa que no se merecía.
Tardó un siglo en ponerse en marcha, otro en entrar en la trastienda arrastrando los pies como si no pudiera con ellos, y menos de dos minutos en salir, pero Montse no necesitó más para advertirme que lo estaba haciendo muy mal. «Así, no, —añadió—, así no vamos a sacar nada, tú déjame a mí…».
—Pues no, ya se lo había dicho —la tendera tensó los labios en algo que quería parecerse a una sonrisa—, no tengo nada.
Esa respuesta acabó con la paciencia de Montse, que me cogió del brazo izquierdo, lo apretó un momento para anunciarme que iba a tomar la iniciativa, y se inclinó sobre el mostrador.
—Mire, Ramona, usted y yo nos conocemos muy bien, ¿verdad?, desde hace muchos años. Y no es que le tenga aprecio, pero aunque sólo sea por eso, me gustaría explicarle algunas cosas. La primera es que, desde hace unos días, las cosas han cambiado mucho, no sé si se ha dado usted cuenta… —yo la miraba, la escuchaba, me preguntaba de dónde habría sacado tanto aplomo de repente, y no acababa de creer lo que estaba viendo, lo que estaba oyendo—. La tortilla se ha dado la vuelta, como se dice vulgarmente, y aquí ya no mandan los que mandaban, así que… Si nosotras, al salir de aquí, dijéramos una palabra —y levantó el dedo índice en el aire—, pero una sola palabra, no crea, en un santiamén se le llenaría la tienda de soldados, la llevarían presa y nos quedaríamos por las buenas con todo lo que tiene usted aquí —en ese momento, Ramona ya se había empezado a asustar, y no me extrañó, porque llegar a Madrid no iba a ser fácil y Montse me estaba asustando también a mí—. Usted lo sabe, porque ya se acordará de cómo logró quedarse con la única tienda del pueblo cuando acabó la guerra, ¿verdad? A mí no me gustaría decir esa palabra, porque no quiero nada suyo, y mucho menos que alguien piense que nos parecemos, pero si se niega a vendernos, le cerramos el negocio, eso por descontado. Tampoco nos importaría, no crea, porque mi amiga, aquí donde la ve, sabe conducir, y con pedirle la furgoneta a mi tío… Así que, si no quiere que su competencia empiece a ganar lo mismo que está usted perdiendo, deje de hacer tonterías y póngase a despachar, que es lo suyo —Ramona se fue para dentro sin perder ni un segundo en mirarnos, pero Montse todavía no había dicho la última palabra—. ¡Joder!
Después, se volvió a mirarme y la vi temblar entera, de arriba abajo. Temblaba de rabia, pero también de asombro, una oscura, espesa excitación, que brotaba del susto de haber sido capaz de llegar tan lejos, hasta un lugar desde el que no le iba a resultar fácil volver. Eso pensé yo, pero ella se frotó con fuerza la cara, respiró hondo varias veces, y sonrió antes de decir algo más, en voz baja, sólo para mí.
—Ya verás como esto sí que lo ha entendido.
Lo entendió tan bien que después de poner sobre el mostrador todo lo que le habíamos pedido, cogió la lista del día siguiente, la miró y asintió con la cabeza. Mientras tanto, Montse y yo llenamos la carretilla, pagamos la cuenta, y no necesitamos palabras para ponernos de acuerdo en que, después de aquello, nos sobraban fuerzas para llevarla a casa nosotras mismas.
Bajamos el primer tramo de la cuesta sin hablar, pero en la primera curva, cuando Ramona ya no podía vernos ni saliendo a la puerta de su tienda, apoyé la carretilla en el suelo, me quedé mirando a Montse con la mezcla de miedo y de admiración que expresaba mejor lo que sentía, y sonreí.
—Te advierto que no sé conducir.
—Sí es por eso… Mi tío tampoco nos habría dejado la furgoneta —y se echó a reír—. Pero no te imaginas lo a gusto que me he quedado.
—Sí, claro que me lo imagino, lo que pasa… Tú eres de aquí, Montse. A ti, aquí, te conoce todo el mundo, y lo que me da miedo… —tomé aire y lo dije de un tirón—. Después de lo de hoy, si esto sale mal…
—No puede salir mal —y negó con la cabeza, varias veces—. No me digas eso, Inés.
—Pero es que puede salir mal —y me dirigió una mirada tan desamparada que me corregí enseguida—. No todo, eso no, yo creo que saldrá bien, pero a lo mejor, antes de echar a Franco, hay que irse de aquí, moverse a otra zona, replegarse, y entonces… ¿Qué vas a hacer tú?
—¿Y tú?
—¿Yo? —nunca lo había pensado, pero tampoco tenía mucho donde elegir—. Irme con ellos. Si quieren llevarme, claro, irme… A Francia o adonde sea. Pero yo soy de Madrid, estoy muy lejos de Madrid y no me dejan volver, Montse, no podría vivir allí ni queriendo. Tú, en cambio, eres de Bosost, y si el ejército se retira, ya no vas a poder seguir viviendo aquí sin que te pase nada —la miré con inquietud, pero no me dio la impresión de haberse asustado.
—Dame un pitillo, anda.
Se lo di, se lo encendí, le vi tragar una bocanada de humo, arrugar la boca en una mueca de repugnancia, toser varias veces, moviendo la mano para apartar el humo de su cara, y devolvérmelo enseguida.
—Toma, fúmatelo tú. ¡Qué asco! No sé cómo esta porquería os puede gustar tanto, de verdad —y mientras me miraba fumar, tomó una decisión—. Si esto sale mal, yo me voy contigo, Inés. Total, para lo que hay que ver aquí…
Cogió la carretilla, la llevó durante otro tramo hasta que apagué el pitillo para relevarla, y así fuimos avanzando hasta que Romesco pudo vernos desde la puerta del cuartel general, y vino corriendo a ayudarnos. Mientras nos regañaba por no haberle avisado, vi delante de la puerta a aquel hombre joven, manco, que había levantado el puño para saludarme la mañana anterior, para que Montse se preguntara en voz alta desde cuándo sería rojo.
—Salud, camarada —y mientras Romesco metía la carretilla en casa, le sonreí—. ¿Cómo estás?
—Bien, muy contento de que estéis aquí, la verdad, porque anda que… Pasar todo lo que yo he pasado, estando tan cerca de Francia. Si no fuera por mi madre, y por…
Levantó el muñón en el aire, y mientras Montse iba a devolverle la carretilla a Ramona, le pregunté si le habían herido en la guerra. Me contestó que sí, que en el Ebro, y que ya no servía para nada, pero que lo había estado pensando y le gustaría ayudarnos, aunque no sabía cómo. Yo le di algunas ideas. «Mira a ver si puedes encontrar dos sacos de patatas, o unas docenas de huevos, o unos kilos de tomates, o unos pollos a buen precio, —le dije, y Romesco se echó a reír—. A estos no sé, —añadí, señalándole con el dedo—, pero a mí, desde luego, es lo que mejor me vendría». Arturo, que así se llamaba, me prometió que podía contar con él, «mañana te traigo algo, —añadió—, no sé si podré encontrarlo todo, pero algo seguro que te traigo…».
Cuando me metí en la cocina, pensé que era una exagerada, pero me animé enseguida. Si mis gestiones con Arturo tenían éxito y Ramona se portaba bien, podía freír los tomates que me sobraran y guardar la salsa en tarros herméticos, para conservarla más tiempo, patatas y cebollas nunca iban a sobrar, porque duraban mucho, el bacalao, ya no digamos, y huevos…
—Toma —justo cuando estaba pensando en eso, Montse puso encima de la mesa dos cestas que tenían veinticuatro cada una—. Mi prima. Que están recién cogidos, que se los ha comprado regalados a los mismos que le han vendido el cerdo, que sigue habiendo dinero de sobra y que esta tarde hacemos cuentas —se quedó mirando los huevos que le habíamos arrancado a Ramona, puso los brazos en jarras y me miró—. Así que, ya me contarás…
—Tocinos de cielo —le conté, después de pensarlo un minuto.
—¡Ah! ¿Pero tú sabes hacer eso?
—Claro, ¿no ves que yo aprendí a cocinar en un convento? Y mañana, merengues, para aprovechar las claras. Hacemos unas natillas para echárselas por encima, y así, como parece que leche también va a sobrar…
Antes de que terminara de decirlo, ya se había arremangado y estaba esperando a que le dijera lo que había que hacer. Estuvimos el resto del día juntas, en la cocina, y se nos pasó el tiempo volando. Montse era tan eficaz como el Bocas pero mucho más silenciosa, y como no me pedía explicaciones sobre cada cosa que me veía hacer, fuimos mucho más deprisa. A las cuatro de la tarde, cuando miré y remiré en todos los rincones sin encontrar unos moldes de repostería que me sirvieran, ya habíamos hecho el caldo para las sopas de ajo, dos empanadas grandes de atún en escabeche, que era lo único que Ramona confesaba tener de sobra, una fuente enorme de la ensalada de bacalao con cebolla y aceite de oliva a la que Montse llamaba
esqueixada
y yo llamé igual desde aquel día, y otra de croquetas, otra vez del jamón de mi hermano, porque del pollo de la noche anterior no habían sobrado ni las alas. Entonces salí a comprarle unos moldes a Mari, y aún no había encontrado una fórmula para aprovechar mi considerable excedente de patatas cuando la vi poner una olla encima del mostrador.
—El cerdo ya está muerto, abierto y desangrándose —me dijo, con una gran sonrisa de satisfacción—. ¿Quieres la prueba?
—¡La prueba! —repetí, y levanté la tapa de la olla para comprobar que, efectivamente, allí estaba.
Cuando le anuncié que ya teníamos carne para la cena y una buena excusa para freír un montón de patatas, Montse se llevó las manos a la cabeza. Va a sobrar comida, pronosticó, y yo le contesté que daba igual, que eso siempre era alegría. Sin embargo, no sobró nada, porque hubo más comensales de los previstos. El Lobo invitó a cenar a los tres hombres que habían llegado con Galán. Él, a cambio, ni siquiera quiso sentarse a la mesa.
—Deberías cenar algo —le dije un montón de veces—. Con las palizas que te pegas todos los días, no puedes acostarte con el estómago vacío.
—No tengo ganas —me contestó las mismas veces, cogiéndome de la mano para que no volviera a preguntarle si le molestaba que estuviera con él, como al principio.
Aquella tarde, ellos habían sido los primeros en volver, antes incluso de que Montse trajera las empanadas y los tocinos de cielo que había mandado al horno del panadero. Cuando escuché la voz de Comprendes en el zaguán, me puse muy contenta y salí de la cocina corriendo, pero al verle, mis pies se pararon de golpe en una baldosa, como si aquel trozo cuadrado de cerámica fuera la frontera de un abismo infranqueable. Yo ya conocía esa cara. Nunca la había visto en aquella cabeza, con aquellos rasgos, aquella nariz, aquellos ojos, las gafas tan sucias, pero la conocía, conocía la expresión muerta de su mirada, el tono macilento de la piel, el súbito hundimiento de unas mejillas que parecían haber envejecido años enteros en unas pocas horas y ese falso aire de serenidad que tal vez lograría engañar a otros, a mí no. Porque aquella era la cara de la derrota, y yo la había visto demasiadas veces.
—Por eso Galán no ha querido entrar, y se ha quedado sentado, ahí fuera —el Lobo vino a buscarme a la cocina y me contó lo que había pasado—. Deberías salir a verle, ¿sabes? Y tratarle bien.
—¿Por qué me dices eso? —protesté—. Yo siempre le trato bien.
—Ya, me lo imagino. Pero es que ahora está muy mal, muy desmoralizado, y yo no puedo quedarme sin él, Inés, no puedo permitirme que se hunda, y tampoco sé cómo evitarlo —le miré a los ojos y me di cuenta de que estaba hablando en serio—. Tú, seguramente, sí sabes.
Aquella confidencia me asustó, pero no tanto como el aspecto del hombre al que encontré sentado en el banco, con la espalda erguida, apoyada en la fachada de la casa, los ojos clavados en el muro de enfrente, y el gesto de desorientación absoluta de quien no sabe nada, ni quién es, ni cómo se llama, ni dónde está, ni qué hace, ni por qué, ni para qué. La cara de Galán no era la de un hombre derrotado, sino la de un hombre hundido, pero cuando intenté tratarle bien, no funcionó.
Tuve que tratarle mal para que empezara a reaccionar, tan mal que hasta me arrepentí, y cuando lo malo se convirtió en lo peor, le pedí perdón por las cosas que le había dicho. Él me respondió que no tenía nada que perdonarme, me rodeó con sus brazos, me besó, y en aquel beso se acabó todo, su desánimo, el mío, lo que había pasado aquel día y lo que pasaría al día siguiente, porque los días ya no contaban, ni siquiera contaban las horas, sólo aquel instante, la sucesión de instantes brevísimos, aislados, absolutos, a la que había quedado reducido el paso del tiempo. No hay vida como la clandestinidad, ni tan mala, ni tan buena. Yo tampoco había vivido nunca una vida como aquella, y una sola noche, ocho, diez horas repartidas entre el sueño y la vigilia, jamás había representado tanto para mí.
—Ahora sí que tengo hambre, ¿ves?
A las dos de la mañana, cuando bajé las escaleras, fui a avisar al centinela de que era yo la que iba a hacer ruido antes de meterme en la cocina. Freí un par de huevos, tres patatas y lo que había guardado de la prueba del cerdo para él, sonreí como una boba al verle devorar, y unas pocas horas después, nos levantamos como si el día anterior no hubiera pasado nada.
El que estaba comenzando sería mucho peor, sobre todo para mí, y sin embargo, al despertarme me sentí fuerte, casi eufórica, como si mi estado de ánimo ya dependiera solamente del ánimo del hombre que había dormido a mi lado. Los demás también se levantaron de buen humor, y con tanto apetito como el día anterior. Mientras les veía liquidar todo lo que iba poniendo encima de la mesa, volví a sentir la confusa satisfacción maternal que me había asaltado la mañana anterior, esa exaltación de las cosas pequeñas, pequeños elogios y grandes sonrisas, que puede llegar a convocar una tortilla de patatas, unas rebanadas de pan recién tostado, untado con tomate, aceite de oliva y sal, todo bien camuflado por unas lonchas de jamón, o una ensaladera de fruta fresca, recién pelada y cortada en trozos. Como había sobrado pan, aquel día también hice migas, con chorizo y torreznos, y eso fue lo que más les gustó. Se las comieron tan deprisa que les prometí hacer más al día siguiente, sin saber que aquella escena no volvería a repetirse, que ni ellos ni yo volveríamos a sentir esa clase de felicidad, tan elemental pero tan completa, en la misma casa, en mañanas más sombrías. Aún ignoraba eso, pero mientras les miraba, como mira una gallina a sus polluelos, me di cuenta de que me faltaba uno.