—¿Y el Zurdo?
—No ha dormido aquí —fue el Cabrero quien me lo dijo.
—No me extraña, ¿comprendes? Cualquiera duerme en esta casa.
—No creo que se haya ido para dormir más —el Cabrero sonrió—. Seguramente habrá dormido menos.
—Pues eso. Lo mismo me da, ¿comprendes?
Sonreí al oírle, y miré a Galán, y Galán me sonrió. El Lobo también sonreía, y aquella mañana no iba a quejarse de los disgustos que dan las mujeres, porque Galán estaba entero, porque había vuelto a ser él, mientras comía, y fumaba, y se reía con los demás. Él me había pedido que se lo devolviera y yo se lo había devuelto. Por eso, tampoco dijo nada cuando el Zurdo, con una sonrisa de oreja a oreja, entró en la casa y se sentó en su sitio entre los aplausos, los silbidos previsibles.
—¿Has desayunado?
—Sí —y ese simple monosílabo desató otra oleada de carcajadas a las que ni él ni yo prestamos atención—. Pero me tomaría otro café, ¿sabes?
Después, Montse y yo recordaríamos muchas veces aquella mañana, que fue el principio del resto de su vida y el final de la alegría, de aquella bendita, gloriosa, incomparable alegría de Arán, el signo de unos días que nos enseñaron a ser felices, porque ninguna de las dos había sido nunca tan feliz como en aquel dorado paréntesis de placer crujiente, fugacísimo, que no parecía tan importante mientras lo estábamos viviendo aunque nos vinculó siempre, para siempre, a todos los habitantes de aquella casa que nunca desaparecerá, que seguirá existiendo mientras quede uno solo de nosotros para recordarla. Lo que nos esperaba sería muy duro, muy amargo, pero nunca recordaríamos así aquella mañana en la que todo se echó a perder, el preludio de un día en el que yo iba a perder mucho más, tanto que no podía ni imaginar lo que se me venía encima cuando fui a la cocina a hacer más café para llenar la taza del Zurdo, y al salir, vi otro hueco en la mesa y a José en la puerta, hablando con Comprendes.
Qué raro, pensé, pero enseguida decidí que no lo era tanto, porque los hombres del campamento no solían venir a la casa, y menos aún a aquella hora, cuando deberían de estar preparándose para marchar, pero José era amigo de Comprendes, de Galán, desde la guerra. Así y todo, tuve que pensarlo despacio, como si necesitara convencerme a mí misma de su complicidad, porque su actitud me pareció extraña, y las cejas se me fruncieron solas al verlos a los dos allí, de pie, tan serios, mi viejo camarada moviendo los labios como si cuchicheara mientras controlaba la puerta con el rabillo del ojo, el destinatario de sus susurros asintiendo despacio con la cabeza, sin levantar los ojos del suelo. Hacían una pareja misteriosa, incompatible su sigilo, la gravedad de sus gestos, con los rostros satisfechos de quienes despachaban ya sin ganas, por pura gula, los restos del desayuno, aunque tampoco tuve tiempo de fijarme mucho en ellos, porque cuando acababa de dejar la cafetera en la mesa, Montse les embistió como un toro bravo para abrirse un hueco y cruzar el zaguán como una exhalación, sin levantar los pies del suelo.
—Pero, bueno, ¿y a ti qué te pasa?
Había arrimado una silla a la puerta de la despensa, lo más lejos posible de la que comunicaba la cocina con el resto de la casa, y se había sentado allí, con el cuerpo inclinado hacia delante, los codos apoyados en las rodillas, las piernas muy juntas y la cara oculta entre las manos, como una tortuga escondida en su caparazón. Al escucharme, levantó la cabeza y abrió una rendija entre los dedos, como si quisiera asegurarse de que estábamos solas, antes de dejarme ver el sonrojo que coloreaba una expresión radiante, y cuando empecé a reírme, ya se reía más que yo.
—¡Montse!
—¿Qué?
—No sé. Haz algo, levántate, mírame… —y me volvió a dar la risa—. Cuéntamelo.
—Ni hablar.
—¿No? Pues te advierto que ahí afuera ya lo sabe todo el mundo.
—Me lo imagino —y por fin se levantó—. Dame un pitillo.
—¿Otro? Pero si no te gustan —empezó a toser antes de que me diera tiempo a terminar la frase—. ¡Tíralo, Montse!
—Que no, que este me lo fumo entero. A estas alturas, ya, total…
Me miró, se echó a reír, y empezamos a oír voces, gritos, el eco sincronizado de muchas botas avanzando por la calle.
—Sabes lo que es eso, ¿no? —le pregunté.
—Sí, que se van.
—¿Y no quieres salir a despedirte?
—¿Yo? Ni loca —y se puso colorada mientras conseguía dar una calada con auténtica naturalidad—, ¿qué quieres, que me muera de vergüenza? Aunque… —hizo una pausa, y de nuevo logró fumar y no toser—. Dile que venga, ¿quieres? No creo que le importe, porque, vamos, es que, ya, sería lo último…
Estaba de pie, recogiendo sus cosas, y sonrió cuando le pregunté si no le importaba ir un momento a la cocina. El Cabrero, que estaba esperándole, resopló antes de apoyarse en la pared, como asumiendo que aquello iba para largo, mientras Galán y el Pasiego seguían sentados en el mismo lugar donde les había dejado, como si aquel ajetreo no fuera con ellos.
—¿Y vosotros? ¿No os vais?
Galán negó con la cabeza antes de responder.
—Nosotros vamos a ir con el Lobo a inspeccionar Viella.
—¿Sí? —y tardé un segundo en encontrar algo que añadir—. ¡Joder!
Él se echó a reír al escucharme, y me cogió de una mano para sentarme encima de sus rodillas. En ese instante pude ver a través de la puerta, y de las siluetas de los hombres que esperaban a que el Zurdo se despidiera de Montse, que el Lobo se había unido a la conversación de José y Comprendes, y ahora era él quien asentía con la cabeza, el gesto grave, a los susurros del primero, mientras el segundo les contemplaba en silencio. Estarán hablando de Viella, me dije, seguro que están hablando de eso, pero tampoco dediqué mucho tiempo a aquella hipótesis, porque cuando giré la cabeza, vi la de Galán, muy cerca, y por primera vez desde que llegué a Bosost, tuve miedo.
Yo no conocía exactamente el plan militar, pero me lo imaginaba. Sabía que Viella era la clave desde que escuché a escondidas la conversación del comedor, la última noche que dormí en casa de Ricardo. Había memorizado los datos, las cifras, y no necesitaba más para estar segura de que mi destino, el de todos nosotros, dentro y, tal vez, también fuera del valle, dependería de lo que se decidiera aquella mañana, atacar la ciudad o no atacarla, tomar Viella o no tomarla. Hasta entonces, yo había tenido muy claro lo que había que hacer, pero en aquel momento, sentada encima de Galán, mis labios rozando los suyos, las dos opciones me parecieron igual de arriesgadas, igual de peligrosas, nefastas, porque la invasión fracasaría si el mando optaba por renunciar a su objetivo principal, pero la opción contraria supondría inevitablemente una batalla, algo más que los tiroteos de todos los días, esas ocupaciones en las que bastaba con rendir a cuatro guardias civiles que casi siempre salían con las manos detrás de la nuca al comprobar, en el primer intercambio de disparos, que el número de los asaltantes multiplicaba el suyo por varias cifras. Mil novecientos hombres son menos que la mitad de cuatro mil, pero siguen siendo mil novecientos pares de brazos, mil novecientos fusiles, mil novecientas balas por segundo durante todos los segundos que caben en muchas horas. Tomar Viella no sería fácil, y exigiría un combate duro, tal vez encarnizado, al precio de una larga lista de nombres propios, soldados muertos, cuerpos heridos, miembros mutilados, vidas destrozadas, y en la guerrilla, los jefes siempre van por delante de la tropa, siempre se exponen más que sus hombres.
—Y a ti… —Galán me cogió de la barbilla, me obligó a mirarle—. ¿Qué te pasa?
—Nada —y mi voz sonó tan falsa que no me la creí ni yo—. De verdad que no me pasa nada.
Hasta aquel momento, no había pensado en eso. Hasta aquel momento, ni siquiera se me había ocurrido pensar que el triunfo de aquella operación que había deseado, invocado, agradecido y elogiado tanto, pudiera quitarme más de lo que me había dado, porque el cadáver de Galán en un ataúd sería una tragedia más grave que no haberle conocido jamás. Por no pensarlo, miré al Pasiego, que sonreía mientras miraba a la puerta de la cocina, donde el Zurdo y Montse seguían acoplados en un beso interminable, y escuché al Cabrero, ¡coño, Zurdo, ya está bien!, y vi que, fuera, el Lobo se estaba despidiendo de José. Galán seguía pendiente de mí, pero no podía contarle lo que estaba pensando, que entre la invasión y él, entre España y él, entre la Historia y él, me quedaba con él. Nunca sería capaz de decir eso en voz alta, y él tampoco se atrevería a reconocer que le gustaba escucharlo, pero no podía arrancarme aquellos cálculos de la cabeza mientras me daba cuenta de que lo que estaba viviendo no había sido una aventura, ni una verbena, ni un baile de verano al aire libre, por más que yo lo hubiera vivido así, como si me hubiera tocado el premio gordo en una rifa. Por fortuna, antes de que me diera tiempo a recordar que a mí nunca me había tocado ningún premio gordo en ninguna rifa, todo lo que había permanecido inmóvil durante los últimos minutos, se puso en marcha a la vez.
—Salud —Romesco, limpio, repeinado y muy nervioso, entró en aquel momento y se quedó mirando los restos de tortilla que había en la mesa.
—Salud —le contesté, levantándome para coger una rebanada de pan y untarle la tortilla deshecha encima—. ¿Hoy no estás de guardia?
—No —aceptó el regalo con una sonrisa y le dio un mordisco antes de contestar—. Voy a ir a Viella, con el coronel. Es que yo soy de allí, ¿sabes?
El Zurdo por fin salió de casa y se cruzó en la puerta con el Lobo.
—Nos están esperando, tenemos que irnos ya —Comprendes se quedó fuera mientras Flores se bajaba de un camión que se detuvo a su lado—. Seguramente vendremos a comer, Inés.
—¡Qué bien! —miré a Galán, y le sonreí porque, pasara lo que pasara en Viella, no iba a pasar aquel día—. Aprovecharé para hacer fabada.
—¿Fabada? —él levantó mucho las cejas—. ¿Con las alubias de aquí?
—Ponles butifarra —sugirió Romesco.
—¿Butifarra? —Galán volvió hacia él sus cejas levantadas—. ¡Pues sí, eso era ya lo que nos faltaba! Mira, tú no des ideas…
—Que sí —el aranés insistió—, hazme caso, Inés, que salen muy ricas.
—¿Podemos irnos ya? —Flores interrumpió una conversación, impropia desde luego de un momento de trascendencia histórica, en un tono menos autoritario que impaciente—. ¿O vais a escribir entre los dos un recetario?
«Serás imbécil», pensé, pero no dije nada, y me limité a besar a Galán otra vez antes de verles marchar. Luego, por más que busqué, no encontré en ninguna parte morcillas parecidas a las asturianas, pero me acordé a tiempo de que habíamos comprado un cerdo. No convenía comer la carne hasta el día siguiente, pero la oreja no requería tantas precauciones, y con ella, y un par de butifarras, hice unas judías blancas que salieron tan ricas como había augurado Romesco y más de lo que yo misma esperaba, aunque se les atragantaron a todos, porque cuando se sentaron a comer, ya tenían a Viella atravesada en el paladar. Pero yo no habría podido adivinarlo mientras enseñaba a Montse a espantarlas y ella me hacía preguntas todo el tiempo, como si se hubiera convertido en la reencarnación del Bocas, o estuviera tan distraída que no pudiera retener ni una sola palabra de las que le decía.
—Montse…
—¿Qué?
—Que las cueles y las remojes en agua fría.
—Ya. ¿Y ahora?
—Ahora hay que hervir agua otra vez.
—¿Otra vez?
—Claro, si te lo acabo de decir, mujer, hay que espantarlas tres veces.
—¡Ay, perdona, es que no me entero de nada! —se echó a reír, y lo hizo con tantas ganas que me arrastró a su risa—. Dime una cosa, Inés, tú… Antes de ahora, ya has estado casada, o algo, ¿no?
—Más bien algo —y le quité la cazuela de las manos para llenarla de agua—. Nunca he estado casada, pero durante la guerra viví con un hombre igual que si lo estuviera.
—Ya, es que… Yo creo que estoy trastornada, ¿sabes?, fíjate lo que te digo —y entonces fui yo la que se rió primero—, porque la verdad… No es que tenga miedo de que pienses mal de mí, Inés, no es eso, es que… Yo no soy así, en serio, nunca he sido así, ni siquiera cuando me fui a vivir a Barcelona, a casa de mi hermana, que me salieron pretendientes… —y movió la mano en el aire con los dedos apiñados, hacia arriba— a montones, te lo juro, y yo ni caso, pero ni caso les hacía, de verdad, y ahora, lo que me está pasando… Es que no lo entiendo, ni siquiera me lo creo, vamos. Debe de haberme trastornado todo esto, qué sé yo, tanto hombre, tanto uniforme, tanto fusil por todas partes, los guardias civiles presos y el disgusto que se ha llevado la Ramona, en fin… Que no es que me queje, pero todo esto me tiene fuera de quicio.
—Y el Zurdo, que es tan suavísimo.
—Pero de verdad —y nos reímos todavía más—, suavísimo, suavísimo, que empezó quejándose de cómo roncaba el Cabrero con esa voz que tiene, que parece un niño del coro de la iglesia, y cuando quise darme cuenta, se me había metido en la cama, y ni niño ni nada, claro, es que ni te lo imaginas…
—¿Y en tu casa?
—¿En mi casa, qué? En mi casa sólo está mi abuelo, sordo como una tapia, por desgracia… —se quedó callada, giró la cabeza, me miró—. Bueno, por desgracia tampoco —y las dos nos reímos más que antes.
Aquella mañana todavía fue sonrosada, luminosa como las mejores, los dorados frutos de aquel trastorno que había puesto boca abajo nuestras vidas, la vida del pueblo, también la de Arturo, porque cuando se me tiró encima para intentar besarme en el zaguán, ni se me pasó por la cabeza que alguien pudiera interpretar aquella escena como otra cosa que un puro trastorno.
—¡Déjame! —chillé, un instante antes de que el centinela, al que nunca había visto antes de aquella mañana, entrara corriendo—. ¡Que me dejes ya!
—¿Qué es esto? —me lo estaba preguntando a mí, y yo no supe qué contestarle, pero Arturo se apresuró a responder.
—Nada —y bajó la cabeza, como si se avergonzara de lo que había hecho, antes de disculparse—. Perdóname, no debería… Lo siento mucho —y se excusó después ante el centinela, como si fuera mi padre, mi hermano, alguien de mi familia—. Es que, por aquí no hay mujeres así.
Luego se fue corriendo, y yo me limité a asombrarme del éxito que tenía con los hombres últimamente, pero cuando el centinela me dejó a solas con Montse, le dije algo distinto.
—Mira, otro que está trastornado —y nos volvimos a reír mientras me daba cuenta de que había unas servilletas en el suelo, y las recogía para guardarlas en el cajón del aparador, antes de volver a la cocina.