Eso fue lo que pasó, o al menos, eso fue lo que yo creí que había pasado. Arturo había llegado a mediodía, con un amigo que empujaba un carrito con varios sacos llenos de patatas, cebollas, coles y verdura de distintas clases. Traían también un cesto lleno de huevos y muchas prisas. «Su padre no sabe que os hemos traído esto, —me dijo—, y tiene que volver con los sacos antes de que se dé cuenta, yo me quedo fuera, a vigilar el carro…». Y le creí, no tenía motivos para no creerle, así que no le eché de menos mientras Montse y yo colocábamos en la despensa todo lo que su amigo nos iba pasando. «Tú eres la que paga, ¿no?», me preguntó al final. Le dije que sí y en ese instante dejó de tener prisa, porque tardó un buen rato en hacer la cuenta, pero el precio que me pidió era barato y se lo pagué sin rechistar. Luego, cuando le acompañé hasta la puerta, el centinela me preguntó dónde estaba el manco, y le dije la verdad, que no lo sabía, que me había dicho que se iba a quedar fuera, cuidando del carro. «Pues ha entrado detrás de vosotros y no ha salido», me informó con el ceño fruncido. Volví a entrar, me lo encontré apoyado en la pared del fondo, al lado de la escalera, y no entendí lo que estaba pasando hasta que ya se había abalanzado encima de mí, para intentar agarrarme con su único brazo.
—Pues es una pena, ¿no? —se lamentó Montse cuando volvimos a estar solas y tranquilas, en la cocina—. Porque lo que nos ha traído está muy bien, y no creo que vuelva.
—Habrá que buscar a otro.
—Sí, y más vale que seas antipática con él —y nos reímos las dos a coro, otra vez, como si aquella mañana no sirviéramos para hacer otra cosa—, que no sé adónde vamos a ir a parar, con tantísimo trastorno…
Porque ni siquiera Montse, que había recelado de Arturo cuando le vio saludarme con el puño en alto, sospechó que aquel episodio pudiera interpretarse de otra manera, que él se hubiera escondido para algo que no fuera tener una oportunidad de quedarse a solas conmigo.
—Espera un momento, Galán —por eso, cuando escuché al Lobo, ni se me pasó por la cabeza que su petición tuviera algo que ver con el asalto de Arturo—. Quiero hablar contigo…
Yo les había visto llegar, entrar de uno en uno, más encolerizados que serios, pero cada uno de una manera distinta, Flores con el rostro coloreado de indignación, el Lobo con los labios tensos, las mandíbulas apretadas y la expresión de una fiera en sus ojos negros, acharolados, el Pasiego con la mirada clavada en sus zapatos y los puños cerrados, el Sacristán pegado a él como una sombra, Galán mordiéndose la lengua doblada entre los dientes, como hacía siempre que se enfadaba, y Comprendes mirándolos a todos, de uno en uno, con un gesto sombrío de preocupación. Trajeron consigo a cuatro oficiales más a quienes yo no había visto nunca, y ellos fueron más amables, los únicos que saludaron, que sonrieron al entrar y elogiaron la comida, hay que ver, menuda suerte tenéis por aquí, vamos a venir a comer todos los días…, aunque Galán me cogió de la mano y me la apretó cuando le pregunté si quería más, mientras negaba con la cabeza.
La tensión era tan abrumadora que creí que el Lobo sólo buscaba una oportunidad de serenarse, y de serenar a sus hombres, cuando retuvo a Galán, después de despedir a sus invitados. En aquel momento, casi las cinco de la tarde, Montse y yo ya habíamos terminado de recoger la cocina.
—Sube arriba y espérame —murmuró él en mi oído, antes de salir—. Ahora mismo voy.
Vi como el Lobo le ponía una mano en el hombro al atravesar la puerta, y sucumbí a un acceso de tristeza súbita, una sensación húmeda, mohosa, tan conocida como la cara con la que había visto llegar a Comprendes la tarde anterior. La derrota me pesó en cada pierna como una tonelada mientras subía por la escalera, muy despacio. Después, cuando me senté en la cama intenté no pensar, no recordar, no reconocer ante mí misma que ya conocía el final de aquel cuento. No lo logré, y sin embargo, sólo dos horas después, mis peores presagios, y la invasión, y España, y la Historia, valdrían tan poco como la colección de canicas de un niño pobre. Porque fui capaz de adivinarlo todo, todo excepto que el mundo entero estaba a punto de desaparecer, de deshacerse entre mis dedos como un puñado de tierra seca.
Eran ya más de las siete cuando alguien llamó a la puerta con los nudillos. Cuando fui a abrir, volví a ver a aquella cocinera enlutada, malhumorada, que había aprovechado mi llegada para salir corriendo. Galán estaba tras ella, y no se molestó en atravesar el umbral para decirme lo último que esperaba escuchar de él.
—Recoge tus cosas, Inés —quizás por eso no logré reconocer sus ojos, ni su voz distante, cortés, semejante a la que había empleado para desarmarme en una tarde que parecía ya muy lejana—. Te vas a mudar a la casa de esta señora.
—Pero… —busqué frenéticamente una razón, y no la encontré— ¿por qué? ¿Qué ha pasado?
—Motivos de seguridad —él tampoco quiso mirarme—. En esta casa ya no puede vivir ningún civil. Son órdenes de arriba y no tengo tiempo para discutirlas contigo.
Antes de terminar de decirlo, ya había girado sobre sus talones y se alejaba por el pasillo.
—¡Espera un momento, por favor! —y no me esperó—. ¡Galán!
Salí corriendo detrás de él, y no le alcancé.
—Pero tú vendrás a verme, ¿no? —le grité al hueco de la escalera—. ¿Es que no vas a venir a verme?
Y el hueco de la escalera no supo contestar a esa pregunta.
Hasta aquel momento, creí que me quedaba Inés.
Hasta aquel momento, creí que aquel viaje me había dado algo que necesitaba. Si no un país, al menos una mujer donde vivir. Eso creía, y a eso me había agarrado al mirar Viella por última vez desde aquel mirador de la carretera, un instante antes de subir al camión que me devolvería a un territorio y a un calendario, una campaña que para mí ya no serían otra cosa que el cuerpo de una mujer. Mejor eso que pensar adónde iba en realidad aquel camión, adonde nos íbamos todos nosotros en él. Mejor eso y, una vez más, me cago en tus muertos, Jesús Monzón.
También creí que el Lobo lo sabía. Cuando me sacó de la casa, cuando me puso una mano en el hombro y lo apretó con sus dedos para guiarme un buen trecho cuesta arriba, hasta que llegamos a un lugar desde el que nadie podía oírnos, creí que sólo pretendía absolverme, asegurarme que se daba cuenta de lo mal que lo estaba pasando. Antes, en el mirador, no me había portado bien con él, pero aquella encerrona estaba siendo más dura para mí que para los demás. Y sin embargo, a pesar de lo que hubiera podido decir allí arriba, yo nunca me alinearía con Flores contra mi jefe. Ni siquiera había llegado a hacerlo aquella mañana, aunque el Pasiego y yo le hubiéramos dado la razón antes de escuchar las razones del Lobo. Él tenía que haberlo advertido, pero no me paré a extrañar tanta consideración. Quizás porque todo lo que sabíamos el uno del otro, lo que habíamos aprendido en aquellos malos tiempos que los dos interpretamos como los peores con la misma ingenuidad, no había bastado para enseñarnos a superar lo que nos tocó vivir el 23 de octubre de 1944.
—Galán, yo… —aquella decepción, aquel fracaso, tanta impotencia—. Siento mucho lo que voy a decirte. Lo siento en el alma, de verdad, pero no puedo hacer otra cosa.
Entonces me di cuenta de que estaba equivocado. El Lobo dio un paso hacia mí, se metió las manos en los bolsillos, miró al suelo, cogió aire, y no fui capaz de adivinar qué podría ser más grave que mis propios cálculos.
—Esta mañana un tipo ha estado registrando el cuartel general —y frunció el ceño, como si le doliera mirarme—. Se ha paseado por el piso de arriba y ha intentado forzar la cerradura del despacho. Lo han visto desde el campamento, por la ventana del pasillo.
—¿Y qué se ha llevado? —en realidad no me interesaba saberlo, sino acelerar aquella declaración lenta, costosa, que parecía llagarle la lengua en cada sílaba, con la que está cayendo, pensé, con la que se nos va a venir encima, ahora que hemos renunciado a tomar Viella.
—Nada. No se ha llevado nada porque no ha podido abrir la puerta. Sólo hay una llave y Zafarraya la lleva siempre encima, ya lo sabes… —giró la cabeza, miró hacia fuera, volvió a mirarme—. La cuestión no es esa. Lo importante es quién le ha dejado entrar.
—No te entiendo, Lobo —y sin embargo, ya había empezado a entenderle—, no sé por qué me cuentas…
—Ese hombre ha venido a ver a Inés —cuando pronunció ese nombre, volvió a respirar con naturalidad, como si se hubiera quitado un peso de encima—. Ella le estaba esperando. Ha venido con otro que traía un carro lleno de comida. Patatas, creo, y verdura, y una cesta con huevos, eso me ha contado el Ferroviario, que estaba de centinela. Él los vio entrar, y al rato, vio salir a Inés con uno de ellos, despedirle, darle las gracias. Ese, que tenía dos brazos, se marchó con el carro, y cuando el Ferroviario le preguntó a Inés por el otro, que era manco, ella le dijo que no sabía dónde estaba, que creía que se había quedado fuera. Fue a buscarle, y como no salía ninguno de los dos, el Ferroviario entró sin avisar, y en ese mismo momento vio que el manco se abalanzaba encima de Inés para intentar besarla. Ella se resistió, o… —torció la cabeza para mirarme de lado—. O por lo menos, hizo como que se resistía.
No puede ser, me dije, no puede ser. No podía ser, yo no podía aceptarlo, no podía creérmelo. No, repetí para mis adentros, no, no, y le di la espalda. Comprendes estaba subiendo la cuesta. Vi la expresión de mi cara reflejada en la suya, y me di cuenta al mismo tiempo de que mi cabeza llevaba un rato moviéndose de izquierda a derecha, para negarlo todo, y de que yo había sido el último en enterarme. Igual que los maridos cornudos de los chistes.
—Eso no significa nada, Lobo —me di la vuelta, volví a mirarle, intenté ganar tiempo mientras acumulaba argumentos a mi favor—. Absolutamente nada. Inés está muy preocupada por conseguir comida, yo lo sé, tú lo sabes, habla de eso todo el tiempo, y… ¿No te has enterado de que hasta ha comprado un cerdo vivo y lo ha mandado matar?
—Sí, ya me lo han contado —él vino hacia mí, me cogió por los brazos, asintió con la cabeza y siguió hablándome en un tono suave, sereno, que me cabreó más que el acento receloso del principio—. Lo sé todo, y a lo mejor tienes razón. Puede ser que él se haya aprovechado de ella, que la haya engañado. Y también puede ser que sólo buscara una ocasión para meterle mano, pero… Es que no es sólo eso, Galán.
—¿No? —y me solté con tanta violencia que él se apartó a la vez, como si intuyera el trabajo que me estaba costando no tirarme a su cuello.
—¡Eh, eh, eh! —Comprendes me sujetó por sorpresa, por los codos—. Un poco de…
—¡Suéltame, joder! —y a él sí le pegué en un brazo, antes de separarme de los dos con las manos abiertas en el aire—. No me toques, ¿está claro? ¡No me toquéis!
En ese momento, empecé a oler a Inés, a percibir su olor con tanta nitidez como si tuviera su vientre encima de la nariz. Me senté en el umbral de una puerta cerrada, me tapé la cara con las manos, y el olor se hizo más intenso. Tenía las manos secas, limpias, pero las encontré húmedas, pringosas. Las yemas de mis dedos tocaban en mi rostro una piel que no era mía, sino el producto de una larga hilera de tarros de crema sobre una superficie lisa, aún más sedosa gracias a ciertos pequeños accidentes de aspereza. Recorrí de memoria la rugosidad que sobrevivía en los codos, en las plantas de los pies, y una cicatriz muy fea, de forma vagamente redondeada, que marcaba su muslo izquierdo como el hierro de una ganadería. «No me toques ahí», «¿por qué?», «porque no, porque es horrible, me la hice a los catorce años, ¿sabes?, un día que el caballo me tiró y me arrastró un montón de metros. Me clavé un hierro que había en el suelo, y estaba oxidado, encima…».
—No tengo nada contra ella, Galán. No estoy seguro de nada, pero creo que es demasiada casualidad. Toda la historia que nos ha contado no es más que una larga serie de casualidades…
«Y en el ombligo tampoco me toques», «¡ah!, ¿no?, ¿y por qué?», «no sé, me da frío, es como si se me saliera el calor del cuerpo por ahí…». Escuchaba al Lobo, pero oía la voz de Inés, y después, ni siquiera eso, el ritmo de su respiración, que se iba agitando poco a poco, haciéndose cada vez más veloz, más sonora, hasta que abría la boca. Me había tapado la cara con las manos, pero la estaba viendo abrir la boca y la oía respirar de otra manera, los labios apenas entreabiertos al principio, luego más y más grande el hueco de su boca, las cordilleras gemelas de sus dientes, la lengua replegada, una oquedad oscura, rojiza, que parecía infinita, como si nada pudiera nunca rellenarla, y una vocal desconocida, que no era la «a», ni era la «e», abriéndose paso desde el fondo. Después, al final, se reía como una tonta. Como si le diera vergüenza haberse desnudado tanto. Eso era lo que más me gustaba de ella, cómo se reía al final.
—Era de los nuestros, sí, y después de la guerra fue a la cárcel, pero la sacó de allí un hermano falangista, qué casualidad, y se la llevó a vivir a cincuenta kilómetros de aquí, qué casualidad, y estaba escuchando la Pirenaica la noche que anunciaron la invasión, qué casualidad, y encontró a tiempo un caballo, una pistola, alguien que conocía el camino, qué casualidad, y ni siquiera es sólo eso…
Entonces, yo le metía un dedo en el ombligo, lo encajaba dentro de su ombligo, lo movía despacio y ella me dejaba hacer durante un instante. Me miraba con los ojos medio cerrados, una sonrisa rendida, los brazos abandonados, las piernas abiertas, y de pronto me daba un manotazo. «Te he dicho que no me toques el ombligo». Luego se pegaba a mí, apresaba mis brazos con los suyos para impedir que volviera a intentarlo, y en ese momento su olor rellenaba ya todos los orificios, impregnaba todos los tejidos, humedecía todos los huesos de mi cabeza. Y dentro de mí no había otra cosa, no cabía otra cosa que aquella marea, aquel latido, una luz oscura, un fuego tibio, la piel de aquel cuerpo perfumado de sí mismo que sentía en todo mi cuerpo como una sombra cosida, puntada a puntada, sobre mi propia carne, mientras seguía sentado, inmóvil, con la cara tapada, las manos secas, húmedas, mis manos limpias, pringosas, y el Lobo hablando, y hablando, y hablando.
—El Piñón ha venido esta mañana a vernos. Le ha contado a Comprendes que, durante la guerra, Inés era la novia de un traidor, de un hijo de puta que entregó a mucha gente…
—A Inés —intervine sin ser muy consciente de que lo estaba haciendo, las palabras acudieron a mi boca, las fuerzas a mis piernas, y me destapé la cara, me levanté, me acerqué al Lobo—. Entregó a Inés, a una amiga suya a la que fusilaron después, y a siete camaradas que tenían escondidos en casa. Lo sé porque me lo contó ella misma.