Inés y la alegría (37 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Un instante después, ya me había comido una rebanada de pan con aceite y sal, y había liquidado la mitad de un brebaje que apenas se parecía en el color al café que desayunaba en casa de mi hermano, pero que me supo mucho mejor. Entonces, la mujer de luto salió de la cocina y me hizo una pregunta a bocajarro, como si quisiera demostrarme que no era muda.

—¿Usted se queda aquí, señorita? —y no esperó a que me diera tiempo a masticar el trozo de pan que tenía en la boca—. ¿Se queda con ellos?

—Sí —le respondí tan pronto como pude.

—Pues yo me voy a mi casa, que tengo muchas cosas que hacer.

Se marchó tan deprisa que cuando llegó a la puerta iba corriendo, y yo me quedé parada, sin saber qué decir, hasta que el aceite de la tostada que tenía en la mano traspasó la miga para empezar a gotearme en la palma. Entonces, la chica dejó de fregar el suelo y vino en mi auxilio.

—No se preocupe, que se vaya, estaremos mucho mejor sin ella… —me tendió una servilleta que había sacado de un cajón del aparador, y levantó la voz—. Yo me quedo, desde luego. En mi casa no tengo nada que hacer y este es un trabajo como otro cualquiera. Y muy bien pagado, además.

—¿Por eso estaba ella aquí? —me miró como si no entendiera la pregunta y me expliqué mejor—. ¿Por el dinero?

—No —y se echó a reír—. Dinero le sobra. Ella sabe cocinar, y se ofreció porque… —miró a su alrededor, como si temiera que alguien nos estuviera escuchando—. Porque estaba muerta de miedo, esa es la verdad. ¿No ve que en el 39 sus hijos denunciaron a un montón de gente de por aquí? Y ahora, vaya a buscarlos, a saber dónde estarán, en su casa no, desde luego. Por eso vino, pero como ha visto que no mataban a nadie, pues…

—O sea, que ella cocinaba y tú limpiabas, ¿no? —asintió con la cabeza y un gesto de recelo que desapareció enseguida—. ¿Y te importaría seguir limpiando? Yo prefiero cocinar.

—Pues sí, mucho mejor, porque a mí la cocina no me gusta ni pizca.

—¿Cómo te llamas?

—Montse.

—Yo me llamo Inés, y si vamos a trabajar juntas, prefiero que me tutees.

Asintió con la cabeza, dando al mismo tiempo la vuelta y la conversación por terminada, pero antes de avanzar un solo paso, volvió a mirarme con una expresión tímida y traviesa a la vez.

—Usted… quiero decir, tú… ¿eres como ellos? —al escucharla, me eché a reír.

—¿Roja, quieres decir? —me dedicó una sonrisa tímida, incompleta, como si le diera vergüenza contestar a mi pregunta—. Sí, soy roja. ¿Tú no?

—Yo… yo no sé lo que soy. Mis padres no eran de nada y cuando empezó la guerra, tenía catorce años, pero… —empezó a mover la cabeza, para negar cada vez con más vehemencia—. Lo que sí sé es que no me gusta que me digan lo que tengo que hacer, ¿sabes? Y que estoy hasta aquí —y se llevó dos dedos a la cabeza para apresar un mechón de pelo entre las yemas— de que todo sea pecado, de que todo esté prohibido, y de que todo el mundo tenga derecho a meterse en mi vida.

—Pues ten cuidado, Montse, porque por ahí se empieza.

Cuando terminé de desayunar, saqué del bolsillo el paquete de tabaco que Galán había dejado en su mesilla para mí, encendí un cigarrillo y, antes de darme cuenta, volví a tenerla encima, mirándome con los ojos muy abiertos.

—¡Ah! ¿Pero también fumas?

—Sí. ¿Quieres uno? —sonreí—. Seguro que está prohibido.

—Ya, pero… —cedió a un acceso de risa nerviosa, que se desparramó en una serie de carcajadas breves y frenéticas—. Sí, vale… No, no, mejor… Bueno, creo que me lo voy a pensar un poco más.

Todavía no me había fumado ni la mitad del pitillo cuando vimos entrar a un soldado, tan joven como Romesco y más alto que Comprendes, que no se parecía a ningún otro porque tenía la cara llena de pecas y un pelo ambiguo, indeciso, que no acababa de ser ni castaño anaranjado ni naranja amarronado. Cuando se acercó, me fijé en que tenía, además, una muñeca vendada.

—¿Inés?

—Sí —me levanté y le tendí la mano—, soy yo.

—Salud. Vengo de parte del capitán Galán, bueno, exactamente de su parte no, lo que pasa es que esta mañana me ha encargado que me ocupe de ti, o sea, que me ponga a tu disposición, por si quieres dar un paseo, o una vuelta por el pueblo, o comprar cualquier cosa, no sé, es como si me hubiera nombrado tu escolta, ¿no?, porque me ha pedido que te proteja, que me encargue de que no te pase nada, nada malo, quiero decir, no creas que voy a meterme en tu vida… —hizo una pausa que no fui capaz de rellenar, porque nunca había conocido a nadie que hablara tanto, ni tan deprisa—. Es que como estoy herido, ¿ves?, bueno, tampoco mucho, es sólo que se me ha abierto la muñeca porque me hice daño cuando vinimos, nada, que me caí rodando al bajar, ya ves tú, qué tontería, si en Francia he estado tres años viviendo en el monte, subiendo y bajando cuestas todo el rato, tan pancho, y justo ahora, cuando volvía aquí, con las ganas que tenía —fingió desequilibrarse y pareció a punto de lograrlo de verdad—, ¡zas!, pues me caí y me hice polvo la mano…

Montse se echó a reír con tantas ganas que sus carcajadas me arrastraron sin remedio, pero él creyó que nos reíamos de su escenificación del accidente, y nos demostró que era capaz de reírse y de hablar a la vez.

—Total, que esta mañana, pues, claro, el capitán ha ido a ver a los de Sanidad, y le han dicho que lo mejor era que hoy no la moviera mucho, para no fastidiármela del todo, y por eso estoy aquí, porque Galán me ha encargado que viniera, ve con Inés y así haces algo, aunque a ver si te mejoras pronto, porque a este paso, vamos a tener que empezar a llamarte Mediahostia.

—¿Y cómo te llaman ahora? —le pregunté, después de dejar pasar un segundo para cerciorarme de que aquel había sido efectivamente el punto final.

—Bocas —a Montse le dio otro ataque de risa—. Me llaman el Bocas, porque dicen que hablo mucho, pero es que… —él la miró, me miró a mí, sonrió—. Si nadie habla, yo me aburro estando callado.

Eso era tan cierto que en los diez minutos que tardé en llevar la bandeja a la cocina para lavar y secar su contenido, me contó muchísimas cosas más.

—Porque el capitán también es minero, ¿sabes?, pero, claro, estuvo en la mina poco tiempo, porque en el 34, cuando la revolución, tuvo que echarse al monte y luego le sacaron en un barco, por Tazones, estuvo en Francia hasta que ganó el Frente Popular, y… —entonces, consciente de que era incapaz de parar aquel torrente por otros medios, levanté la mano derecha en el aire, y él reaccionó como si estuviera acostumbrado a ese procedimiento—. ¿Qué?

—Encima de la mesa he visto un par de libretas. Arranca una hoja, busca un lápiz y ven, que vamos a hacer inventario de la despensa.

La cocinera malhumorada era también muy poco previsora, porque la comida que había venido conmigo rellenaba casi todo el espacio ocupado, aunque encontré un saco de patatas por la mitad, algunos huevos, lechugas, cebolletas y un poco de tocino.

—Ahora no hables, que me distraes. Ve apuntando lo que yo te diga, anda. Harina, azúcar, sal, arroz, patatas, bacalao, huevos, carne, a ver qué hay… Café, bueno, lo que sea, y lentejas, garbanzos, judías… Cuatro kilos de cada, ¿no?, por lo menos…

Estábamos terminando cuando escuchamos un estrépito de botas en el zaguán.

—Dentro de diez minutos, esta casa tiene que estar vacía —pero el hombre que irrumpió en la cocina, un oficial con la cabeza rapada y un acento característico, que le impulsaba a abrir las aes y a zamparse las eses de todos los plurales, cambió de tono cuando me vio—. Hola, ¿has dormido bien?

—He dormido muy bien —le llamaban Zafarraya, era de un pueblo de Granada, y me dirigió una sonrisa cómplice, favorable, aunque no desprovista de malicia—, muchas gracias.

—Pues eso, que vais a tener que salir a dar una vuelta. Hemos hecho un prisionero importante y el coronel quiere interrogarlo aquí.

—Ya nos vamos, pero antes quiero consultarte una cosa… —Galán me había contado que era el asistente del Lobo, y pensé que no merecía la pena molestar al coronel para contarle que me había convertido en su cocinera.

—Me alegro mucho, porque la vieja era bastante antipática. Aunque —volvió a sonreír—, si te sale todo tan rico como las rosquillas, vamos a engordar.

—Para eso necesitaría conseguir provisiones, porque la despensa está vacía, pero no sé… —y pasé del singular al plural con una naturalidad asombrosa hasta para mí—. ¿Qué hacemos, compramos o incautamos?

—No, no, compramos, compramos, voy a darte dinero y cuando necesites más, me lo pides —se sacó de un bolsillo un fajo de billetes, separó doscientas pesetas y me las dio—. Desde luego —se quedó mirando al Bocas mientras meneaba la cabeza, un gesto de incredulidad pintado en la cara—, hay que ver, lo que sabe esta mujer. —Sabía mucho, tanto que mi conocimiento me congeló en el umbral de la puerta cuando vi bajar desde lo alto de la cuesta a un hombre que de lejos se parecía al comandante Garrido, y había llegado a inspirarme tanto odio, pero tanto miedo a la vez, que no fui capaz de decidir si me gustaba o me repugnaba la idea de que estuviera prisionero tan cerca de mí. Sin embargo, antes de comparar argumentos a favor y en contra de esa posibilidad, descubrí que el oficial de Infantería que se acercaba entre dos soldados, con las manos esposadas, no era él, y un instante después, hasta pude reconocerle. No sabía su nombre de pila, pero su apellido, Gordillo, y su grado, teniente coronel, estaban en la lista que había hecho Galán la noche anterior, cuando lo nuestro era todavía un interrogatorio. Adela me lo había presentado hacía unos meses, una tarde en la que apareció por la cocina para pedir un analgésico mientras dábamos de merendar a los niños, y nunca más había vuelto a tenerlo cerca, aunque espié sus llegadas y sus partidas desde la ventana de mi habitación, como hacía con todos, en la época de las reuniones previas a la derrota alemana. En aquella época, siempre parecía preocupado. Ahora, además, estaba pálido, tenía un rasguño en la cara y andaba mirando al suelo hasta que algo, quizás el aspecto de mis botas de amazona, le llamó la atención. Cuando levantó la cabeza, me miró, y vio que yo le miraba.

Los dos nos miramos en silencio durante un plazo que no pudo ser muy largo y seguramente fue muy corto, medio minuto, quizás menos, aunque a mí se me hizo eterno y él no debió experimentar algo muy distinto, porque al descubrirme, sus ojos recorrieron un camino accidentado, tortuoso, que los llevó del asombro al miedo, del miedo al rencor, del rencor al odio y del odio a la ira, donde se encontraron con los míos, que habían llegado al mismo sitio por un atajo que les ahorró las dos primeras estaciones de su penitencia.

—Te ha faltado tiempo para venir corriendo, ¿eh? —y hasta llegó a dedicarme una sonrisa torcida, desviada por la amargura—. Desde luego, cría cuervos…

No debería haberme dicho nada. No debería haber hablado, no debería haberse parado a mi lado, no debería haber osado sostener mis ojos con los suyos, porque sus palabras rompieron el hechizo, los cauces de una ira retenida por la costumbre de la cautividad, los torpes reflejos de un ratón enjaulado, paralizado por los límites de un laberinto de alambre. Quien estaba prisionero ahora era él, no yo. Aunque después a mí misma me pareciera mentira, no me resultó nada fácil comprenderlo, pero cuando lo logré, el asombro se desvaneció, y todo lo demás cambió de signo.

Di un paso hacia delante y adivinó mis intenciones. Cuando le escupí en la cara, apartó la cabeza, pero no pudo impedir que mi saliva rociara su cuello, su mandíbula. Entonces, uno de los soldados que le escoltaban le empujó con la culata del fusil mientras me miraba con una expresión difícil de interpretar, donde el reconocimiento se mezclaba con otras cosas, complicidad, sorpresa, quizás admiración, pero también, y sobre todo, piedad. Porque Gordillo no quiso obedecer a la primera, y mientras su guardián le golpeaba con más fuerza, yo sentí que lo hacía por mí, para mí.

—¡Tira! —por lo que yo hubiera podido vivir, por lo que me hubiera podido pasar, por lo que hubiera llegado a inspirar lo que estaba viendo en mis ojos.

Enseguida sentí calor, una mano que me apretaba el hombro izquierdo. El Bocas no se había movido de mi lado y me miraba en silencio, con un gesto preocupado, distinto al de su compañero, más pacífico y sin embargo, a su manera idéntico, muy alejado del estupor que mantenía a Montse con la boca abierta. Por fin, a golpes de culata, Gordillo entró en la casa con su humillación a cuestas, royéndole por dentro como me había roído a mí la mía durante tantos años, y mientras le seguía con la vista, descubrí que el Lobo estaba muy cerca, indiferente a su prisionero, mirándome él también.

—Espera un momento, Inés —en aquel momento me pareció más alto, más corpulento, y su voz emitió un sonido distinto, imponente, autoritario, casi fiero—. No te vayas todavía.

Levantó dos dedos en el aire y Zafarraya, que también parecía otro, serio, concentrado y tan tieso como si se hubiera tragado una barra de hierro, fue inmediatamente hacia él, mientras Gordillo se dejaba caer en una silla.

—No recuerdo haberte dicho que te sientes.

El Lobo esperó a que su prisionero se levantara antes de dar instrucciones a su asistente en un susurro. Después, mientras Zafarraya subía las escaleras, volvió a dirigirse a él.

—Puedes sentarte, si quieres.

Aquello fue demasiado para el teniente coronel Gordillo, que en lugar de aceptar esa oferta, intentó lanzarse contra su enemigo.

—¡Estáis locos! —sus guardianes le sujetaron para obligarle a sentarse, pero eso no le impidió seguir gritando—. ¡No tenéis ni idea de dónde os habéis metido! Los regulares ya deben estar en camino. Esto va a acabar muy mal.

—Así que los regulares, ¿no? —el Lobo se acercó a su prisionero andando despacio, se sentó en el pico de la mesa, empezó a liar un pitillo con mucha tranquilidad—. ¡Joder con el glorioso ejército nacional! No sois nadie sin los regulares, ¿verdad? Pues te voy a decir una cosa, pedazo de imbécil… —encendió el cigarrillo, se levantó, miró al teniente coronel desde arriba—. No has entendido nada, ¿sabes?, ni una mierda has entendido. Con regulares o sin ellos, esto no va a acabar mal, porque esto es lo de menos. Si no somos nosotros, serán otros, y si esos fallan, habrá otros después. Pero no dormiréis tranquilos nunca, ¿lo entiendes? Nunca.

Antes de que terminara de fumar, Zafarraya bajó las escaleras pisando con tanta fuerza como si sus botas llevaran suelas de piedra. Traía algo en la mano, y el coronel lo recogió sin dejar de mirar a su prisionero. Después, apagó el pitillo, le dio la espalda y vino hacia mí.

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