—Pues no mucho, ¿comprendes? —el guerrillero miope me contestó como si no estuviera escuchando las carcajadas de los demás.
—No mucho, no —pero el duende de ojos azules se apresuró a desmentirle con un acento suave y sinuoso, dulcísimo—. No se las limpia nunca, jamás, en la vida, parece que se lo ha prohibido el médico… —y después de Galán, él fue el primero que me tendió una mano para dirigirme un saludo formal—. Yo soy el Zurdo. Nací en Gran Canaria, en un pueblito donde no hay ningún convento, pero me gustan mucho tus rosquillas.
—Y a mí —el guapo se me acercó más que ninguno, y cogió una de mis manos entre las suyas mientras se presentaba—. Yo soy de Calatayud y me llaman el Sacristán, pero nunca lo he sido, ¿eh? Sólo era monaguillo, de pequeño, pero como estos me tienen envidia porque son más feos que yo, me llaman así para perjudicarme…
Le sonreí mientras comprobaba que ya estaba rodeada de soldados que me miraban con más o menos disimulo y la excusa de saludarme.
—Ya estamos con las tonterías —el que intervino era muy flaco y tenía las piernas largas, delgadísimas, aunque no le llamaban Tijeras sólo por eso, sino porque sus orejas, despegadas del cráneo como dos soplillos, parecían el mango de su propio nombre—. Te voy a decir una cosa, Sacristán, con que fueras sólo el doble de tonto que de guapo, ya estaríamos aviados… —él también me tendió la mano, y me aclaró que era de la margen izquierda.
—Del Nervión —supuse—, naturalmente.
—Del Nervión —sonrió—, ¿de cuál, si no?
—Yo soy el Afilador —se presentó el que estaba a su lado—. Y trabajaba en una tahona, pero desde que me hice guerrillero me han cambiado el oficio, porque siempre me ha tocado ir con este —señaló a Tijeras y volví a reírme.
A aquellas alturas, ya me había dado cuenta de que, a pesar de su juventud, porque los más viejos apenas sobrepasaban los treinta años, todos eran oficiales, el estado mayor del coronel que había presidido mi tribunal. Un par de días después, habría aprendido a identificarles sólo con oír su voz y, más allá de sus nombres, sabría muchas otras cosas, que Zafarraya era alérgico al pimiento verde, que al Botafumeiro le daban asco las tortillas de patata poco hechas, que el Cabrero prefería tomar leche a secas para desayunar, que a Perdigón sólo le gustaba la verdura cruda, que al Lobo, ni así, que el Afilador era muy goloso, y que el Sacristán, aparte de ser el más guapo y el más presumido de todos, solía tener hambre a todas horas.
—Bueno, el caso es que me alegro mucho de que estés aquí —aunque eso ya lo intuí cuando le vi entornar los ojos y ladear la cabeza—. Yo siempre he dicho que tener una mujer guapa cerca es media victoria.
—Cállate ya, joder, que es verdad que no se puede ser más tonto —el Pasiego, alto, serio, callado y con las gafas inmaculadas, insinuó un gesto de desánimo—. No tiene remedio…
—Bueno, os aseguro que yo estoy más contenta que ninguno de estar aquí —y me volví hacia el de Vicálvaro—. A ver, dame las gafas.
—No, de verdad, si no merece la pena.
—Dámelas, hombre, que no me cuesta nada…
—Que se las des, ¡jo… —y al final, fue el Zurdo quien se las quitó para dármelas—… der!
—Yo no os entiendo, a las mujeres, ¿comprendes? La mía es igual, todo el santo día con el coño de las gafas, y digo yo, qué más os dará, si los ojos son míos, y yo veo de puta madre con las gafas sucias, ¿comprendes? —de pronto dejó de hablar, de gesticular, y cambió de tono—. ¿Puedo comerme otra?
Al humedecerlos con mi aliento, había descubierto que aquellos cristales sólo recuperarían su primitiva transparencia con agua y jabón, pero estaba tan empeñada en mi tarea que no entendí lo que me estaba preguntando.
—¡Ah! —y sonreí antes de empezar a frotarlos con el pico de mi blusa—. Otra rosquilla, dices… Cómete las que quieras, las he hecho para eso.
—Bueno, las que quieras no, Comprendes —pero el Afilador también fue a por la segunda—, porque a este paso vamos a tener que racionarlas.
—Así que a ti te llaman Comprendes —concluí por mi cuenta.
—¿Y cómo quieres que le llamemos? —sabía que era Galán, y que estaba muy cerca, justo detrás de mí, porque le estaba oliendo.
—Ya, si el nombre está bien elegido —le concedí, y seguí frotando los cristales sin parar, hasta que al mirarlos al trasluz, encontré un resultado aceptable—. Toma, Comprendes, póntelas, y no me digas que no ves mejor.
—Pues… no mucho, ¿comprendes?, qué quieres que te diga…
Madera y tabaco, clavo y jabón, limón verde y una pizca de pimienta, Galán me cogió del brazo para apartarse conmigo y hablarme casi al oído, sin perder de vista al Sacristán, que no me quitaba los ojos de encima.
—¿Quieres venir conmigo? Voy a interrogarte.
—Claro —qué bien, murmuré para mí misma mientras le miraba despacio, con las ganas que tenía yo de que me interrogara alguien en condiciones…
A las siete de la tarde subí tras él por las escaleras que conducían al piso de arriba y no volví a bajarlas hasta la una de la mañana, cuando tuvimos un momento de calma para darnos cuenta de que no habíamos cenado. Sin embargo, al entrar en un gabinete espacioso, amueblado como un despacho, que se abría a un dormitorio con balcones al exterior, lo primero que hizo fue cerrar la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Luego se sentó detrás del escritorio, recogió dos mapas que estaban abiertos, los enrolló con cuidado, sacó papel y pluma de un cajón y no me hizo ninguna pregunta.
—Dame la pistola —su tono era amable, pero era una orden—. Ahora ya no te hace falta.
Eso era verdad, ya no tenía de quién defenderme, así que me la saqué del cinturón y se la di, pero no me gustó que me la pidiera.
—Gracias —él la metió en un cajón, lo cerró con llave, se la guardó en un bolsillo, y al mirarme, me dejó comprender que había advertido mi disgusto, pero no me pidió disculpas—. El coronel me ha pedido que te pregunte si no has oído nada más escuchando detrás de las puertas, en casa de tu hermano.
—Sí —levanté la barbilla y le miré desde arriba, para que viera que yo también sabía ser distante—. He oído muchas cosas.
Se las conté todas, empezando por las más recientes, la conversación de la biblioteca, los nervios de Ricardo, los datos que aportaba Garrido, la cólera de Ayuso, nombres propios, graduaciones, topónimos, cifras, cuerpos militares, y él me dejó hablar mientras anotaba lo que yo decía como un colegial responsable, un alumno aplicado que de vez en cuando me pedía calma, «no te embales, por favor, —y sonreía—, no puedo ir tan deprisa como tú…». Hablar me sentó bien, y aún me sentó mejor verle asentir al escuchar algunos datos, «en Viella, ahora mismo, sólo tienen mil novecientos hombres, —él movía la cabeza como si no le estuviera contando nada nuevo—, saben que aquí sois cuatro mil, que estuvisteis acampados cerca de Tarbes, que tenéis casi el doble en la reserva, pero no se atreven a concentrar tropas porque les da miedo desguarnecer las fronteras, —su cabeza me iba diciendo que eso también lo sabía—, el comandante Garrido reconoció que hasta el último momento no tenían ni idea de por dónde ibais a pasar, porque estaban entrando rojos por todas partes…».
—¿Quién es el comandante Garrido?
—Un hijo de puta —Galán me miró como si estuviera esperando a que se lo explicara, pero no lo hice, porque la profecía del espejo se había cumplido, y todo lo demás había dejado de ser importante—. Está al mando del primer batallón de Infantería de Lérida capital, y es íntimo del gobernador militar de la provincia, el teniente general Ayuso, un borracho senil, pero muy condecorado.
Y seguí hablando, contándoselo todo, las cosas importantes y las que no lo eran tanto, los nombres, los apellidos, el cargo y el aspecto de los hombres y las mujeres que solían asistir a las fiestas que Ricardo ofrecía en fechas señaladas, y él seguía escribiendo mientras me escuchaba, pero de una manera cada vez más sosegada, apuntando datos sueltos con una parsimonia que le dejaba ratos libres para mirarme, para sonreírme, para reírse conmigo de algunos detalles, y ya no me molestaba que me hubiera desarmado, ya había empezado a comprender que aquello era distinto de los comités, de las oficinas, las organizaciones políticas a las que había pertenecido durante una guerra que era de todos, pero en la que estaban luchando otros. Esto era un ejército y yo estaba dentro, sometida a la misma disciplina, la misma jerarquía que los soldados a los que había visto en el campamento que bordeaba el pueblo. Esa idea me dio calor, pero también me sugirió que había llegado el momento de callarme cuando vi al capitán recostado en la silla, con los brazos cruzados, mientras escuchaba la receta de las rosquillas que me había enseñado a hacer la hermana Anunciación.
—Lo siento —y me di cuenta de que me estaba poniendo colorada—. Te estoy contando mi vida, y eso ya no te interesa.
—Claro que me interesa —protestó en un tono risueño—. Me interesa mucho todo lo que dices, pero… Bueno, no sé si al mando le interesará tanto como a mí. Voy a bajar a informar al coronel, ¿de acuerdo? No te muevas, vuelvo enseguida —se levantó, fue hacia la puerta, y al abrirla, los dos descubrimos al mismo tiempo que la cena estaba lista—. Huele a patatas guisadas. ¿Quieres que te suba un plato?
—No, gracias. No tengo hambre.
«No lo hagas, Inés».
Tardó casi media hora en volver. Durante su ausencia, debería haber pensado, antes que en nada, en mí misma. Debería haber analizado mi situación, mis expectativas, mi futuro inmediato, decidir si iba a quedarme allí, cerca del ejército, o si sería mejor aprovechar la posibilidad de marcharme a Francia cuanto antes, a esperar tranquilamente el desenlace. Debería haber pensado en buscarme un alojamiento, un trabajo incluso, por si aquello se alargaba, o pedir una lista de los ocupantes, que tal vez incluiría el nombre de algún viejo amigo. Yo conocía la guerra, y no era tonta. Me daba cuenta de que tenía muchas cosas en las que pensar, muchas decisiones que tomar, pero durante media hora, sólo logré darle vueltas a una frase. «No lo hagas, Inés».
Había vivido un día largo, intenso, las horas tal vez decisivas de mi vida. Había logrado romper el cerco, escapar de mi prisión, vencer en la mínima y descomunal batalla de mi propio destino, pero al poner un pie en el borde del futuro, todos mis cálculos se habían trastocado, todos los números se habían rebelado, habían roto las tranquilizadoras cadenas de la aritmética para improvisar una peligrosa disciplina de cifras borrachas, insensatas. «No lo hagas, Inés». Intenté reagruparlos, devolverlos a un orden anterior y diferente, someterlos al rigor de otras operaciones, quería fugarme, y me he fugado, quería reunirme con los míos, y lo he logrado, son cuatro mil y han invadido España, qué emoción, eso me decía, ¡qué emoción!, pero los signos de admiración no me ayudaban. La ortografía se había sublevado al mismo tiempo que las matemáticas, y sus símbolos estaban al servicio de otros números.
Yo era comunista, pero tenía veintiocho años. Yo era antifascista, pero llevaba cinco y medio encerrada en una cárcel, en un convento, en la ratonera predilecta del comandante Garrido. Estaba segura, convencida de mi causa, pero aquel día era el 20 de octubre de 1944. Los nervios no me dejaban pensar con claridad, pero me había acostado siempre sola, en el suelo, en una cama incómoda, en otra más mullida, todas las noches que se habían sucedido desde el 25 de marzo de 1939. En el instante en que pudiera volver a pensar con claridad, comprendería que el olor del capitán no era importante, pero el capitán olía a madera y a tabaco, a clavo y a jabón, por debajo, algo dulce y ácido, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, por encima, algo que picaba en la nariz como una nube de pimienta recién molida. Eso era lo primero que había aprendido de él. Su olor había tenido la culpa de que mis manos obraran el prodigio de reconocer un cuerpo que no conocían, de que mi cabeza se acoplara a su cuello como si estuviera modelada para encajar en aquella y en ninguna otra curva, de que mi nariz supiera respirarlo mejor que el aire. Su olor tenía la culpa de que no lograra pensar con claridad.
—Y sed, ¿tienes? —no lo hagas, Inés—. He subido un poco de queso, del que has traído tú, que está muy bueno, para que no nos emborrachemos antes de tiempo…
Me miró como si hubiera descubierto la batalla que estaba librando conmigo misma, y sonrió, pero en lugar de volver al escritorio, decidió depositar las provisiones en una mesa baja colocada ante el diván donde el alcalde de Bosost debía de acomodar a sus visitas. Desde ese momento, todas mis palabras fueron inocentes, pero adquirieron un sentido extraño, rebelde, al brotar de mis labios, como si mi suerte estuviera echada.
—Pues, mira… Un poco de sed sí que tengo.
—Mejor —cuando me senté a su lado, me miró como si estuviera dudando entre servirme un vaso de vino o no, pero al final lo hizo.
Y al final, aparte de liquidar la botella, nos comimos todo el queso, que estaba buenísimo de verdad, y hasta nos fumamos un pitillo cada uno.
—Me habría encantado verte vestida de monja —murmuró mientras apagaba el suyo en un cenicero que me precipité a ponerle delante cuando vi que estaba a punto de sacudir la ceniza encima del plato del queso.
—No creas —yo estaba sentada de lado sobre una de mis piernas, y me incorporé sobre ella para inclinarme hacia delante y llegar al cenicero—. Estoy mucho más guapa sin hábitos.
Cuando giré la cabeza a la derecha, para mirarle, su cara estaba tan cerca de la mía que cerré los ojos. «No lo hagas, Inés». Él me rodeó con sus brazos, pasando el derecho por debajo de mis axilas y el izquierdo por encima de mis caderas, como si fuera una niña grande. «No lo hagas, Inés». Entonces me acomodó contra su cuerpo y me besó. Y todo lo que sabía, todo lo que pensaba y era capaz de decir, lo que había aprendido y lo que recordaba, lo que deseaba y lo que temía, se fundió en su lengua al mismo tiempo. Desde hacía más de cinco años, había pensado infinitas veces en lo que sentiría si alguna vez un hombre volvía a besarme, a abrazarme, a arrastrarme con él hasta una cama, y lo había imaginado como una especie de cataclismo, un diluvio universal, casi doloroso, una pasión física pero también sentimental, moral, ideológica, agridulce, cegadora y fría como la venganza. Eso era lo que iba a suceder, pero cuando Galán separó su cabeza de la mía, y me miró, y volvió a besarme, se me olvidó.
Las victorias militares trastornan a las mujeres. Unos días después, él me explicó la teoría del Pasiego, y yo estaba ya tan trastornada que le conté lo que me había pasado aquella noche, mientras sus dedos trabajaban deprisa debajo de mi ropa, encima de mi piel, una piel nueva que empezó a existir en aquel momento como nunca había existido la anterior. Yo ya no me acordaba de nada, pero mi cuerpo guardaba la memoria de la desolación, aquella soledad de aroma frío, musgoso, el hueco putrefacto del convento y la amargura de otra piel desconocida, vieja y hambrienta, que las caricias de Garrido erizaban contra mi voluntad. Mi cuerpo recordaba la tristeza y el pánico, mientras nacía de nuevo, terso y maleable, dócil a mi voluntad, tan sensible a la de aquel hombre, que le consintió levantarme con él sin dejar de besarme. Sus brazos me sujetaron para impedir que perdiera el equilibrio, sus manos me despojaron de la camisa, y sólo después, su cabeza me abandonó para que sus ojos pudieran mirarme de arriba abajo.