—Yo también lo sé. Tú se lo contaste a Comprendes, y él me lo ha contado a mí. Te enteraste por ella misma, la misma noche que os encontrasteis con el Piñón, ¿no? Cuando descubrió que aquí había alguien que conocía su pasado, te lo contó entre polvo y polvo.
—Pero… —en ese instante, la duda penetró en mi interior, que no era más que un puro olor a Inés, como una lenta, espesa, perversa gota de ácido, y ni siquiera fui capaz de recordar en voz alta que había sido yo quien había preguntado, yo quien había estimulado aquella confesión—. Que fuera la novia de un traidor, no quiere decir…
—Que ella sea una traidora —completó el Lobo—. Sí, en eso tienes razón. Puede ser, otra vez, una casualidad. Pero ya van muchas, ¿no? Seis o siete seguidas. Una mujer joven, atractiva, llega aquí a caballo, como llovida del cielo, con tres mil pesetas y cinco kilos de rosquillas, un pasado turbio que no nos cuenta, una historia familiar muy sospechosa, y a la primera de cambio, se mete contigo en la cama, se emplea a fondo para que se te caiga la baba con ella, se convierte en nuestra cocinera, se sigue empleando a fondo para encandilarnos a todos desde el desayuno hasta la cena, y de repente, la puerta del despacho está forzada, un cabrón registrando el cuartel general y, al ser descubierto, ¿a quién usa para encubrirse?, ¿quién está con él mientras intenta aparentar lo que no es?
Hasta entonces, no me había dolido. Hasta entonces, sólo había sentido deseo, una imprecisa nostalgia del deseo, una punzada del peligro que planeaba sobre mi deseo para ponerme en guardia, pero que aún no me hacía daño, todavía no. Sin embargo, mientras el Lobo seguía enumerando casualidades, me vi a mí, no a Inés. Me vi por fuera, ya no desde dentro, y lo que vi, aquel pedazo de gilipollas que babeaba con los ojos cerrados y la boca abierta, me enfureció tanto que ni siquiera intenté responder a las respuestas de mi jefe.
—No estoy seguro de nada, Galán, de verdad que no —el Lobo había abandonado el tonillo irónico al que había recurrido para instruir el sumario, pero la sinceridad que detecté en su voz no me consoló—. Y si las cosas fueran de otra manera, habría hablado yo con ella para descartar mis dudas antes de decirte nada. Pero ni siquiera tengo tiempo para eso, y tú lo sabes. Esta situación es demasiado jodida como para perder el tiempo en sutilezas. Estamos aislados, vendidos, expuestos a cualquier cosa. No podemos permitirnos ni siquiera sospechar de alguien que está dentro, ¿te das cuenta? Y por más vueltas que le doy… Que te pidiera que le enseñaras los límites del territorio que controlamos, que se diera tanta prisa por escupirle en la cara a aquel oficial de Moscardó que la conocía… No sé, es demasiado, Galán.
Era demasiado, pero muy poco comparado con mi humillación. Ese fue el sentimiento más poderoso, el que desbancó a todos los demás y el único disolvente capaz de arrancar el olor de aquella mujer de mi cabeza. Porque yo ni siquiera me pare a sospechar de Inés, no me hizo falta. No necesité dudar, comparar mis dudas con mis certezas, para elaborar una decisión antes de tomarla. Nunca en mi vida me había sentido tan humillado. Me daba tanta lástima a mí mismo que me quedé sin fuerzas para recordar hasta qué punto se había empleado conmigo aquella mujer. La conciencia de mi credulidad, de mi inocencia, aquella alegría sin límites ni precauciones con la que había abierto las manos de par en par, igual que un niño al que le llueven dulces de una piñata, funcionó como una palanca capaz de invertir el proceso de mi pensamiento.
Así, logré ver a Inés como nunca la había visto, recordar gestos que no había contemplado, escuchar palabras que jamás había oído. Una mujer retorcida, pensé, y sonreí amargamente para mis adentros. Me hubiera gustado pegarme a mí mismo, liarme a hostias con mi propia cara, el cuerpo incauto que me había entregado sin condiciones a la amante más generosa, tan valiente montada en su caballo, tan voluptuosa retorciéndose en mi cama, tan dulce al despertar, que sólo un imbécil habría creído que fuera de verdad. Habría preferido pegarme una paliza de las buenas, abrirme los labios, hincharme los ojos, pero lo que hice tampoco estuvo mal. Logré hacerme bastante daño a mí mismo mientras convertía en defectos cada una de sus virtudes, hasta que conseguí abominar de lo que más me gustaba de ella. Eso era más fácil, me dolía menos que seguir recordando lo que sabía.
—Pues la detenemos —porque nunca en mi vida me había sentido tan humillado—. La detengo yo, si queréis —tan pequeño, tan tonto, tan despreciable—. Voy ahora mismo a por ella y la encierro donde me digáis.
Decir eso tampoco fue complicado, aunque Comprendes se asustara al escucharlo.
—Vamos a hacer las cosas bien, ¿comprendes? —porque se acercó a mí, me puso las manos en los hombros, me miró con las cejas arrugadas—. No hay por qué detenerla. Lo primero que tendríamos que hacer es ir a hablar con Montse, que ha estado en la casa, con ella, toda la mañana.
Antes de asentir con la cabeza, doblé mi lengua dentro de la boca, le clavé los dientes, recordé lo que mi amigo me había dicho en un aparte, cuando nos lo encontramos sentado en el banco de la fachada, al lado del Piñón, y tuve ganas de arrancármela de una puta vez.
—Anda que tú, también… Has ido a elegir el mejor momento para encoñarte, ¿comprendes?
La invasión se torció desde el principio, desde que parecía que nada estaba torcido. El primer día, todos estábamos demasiado emocionados como para darnos cuenta, y los aspectos prácticos del despliegue, ocupar Bosost, instalar el cuartel general, montar los campamentos, asegurar la intendencia, estudiar el plan asignado a nuestro grupo, nos mantuvo ocupados, excitados y en tensión, el estado ideal de un soldado. Además, por la noche, cuando nos fuimos a la cama, las transmisiones con Toulouse funcionaban, y no sólo para felicitarnos. También nos garantizaron desde allí que en los otros dos sectores todo se había llevado a cabo de acuerdo con el orden previsto. Angelita tenía razón, habíamos vuelto a la guerra, pero eso no nos inquietaba. La guerra era lo que mejor sabíamos hacer.
Las tropas bajo el mando del Lobo tenían encomendada la toma de las poblaciones al norte de Viella, y a eso nos dedicamos desde la mañana siguiente. Antes del mediodía, Comprendes y yo entramos a la cabeza de nuestros hombres, algo más de doscientos, en el pueblo que nos habían asignado, y ahí se empezó a torcer todo, aunque tomarlo fue tan fácil como quitarle un caramelo a un niño.
—Esto no me gusta —murmuré en dirección a Comprendes, aunque acabábamos de rendir el cuartelillo sin disparar una bala.
—¿No? —él se volvió a mirarme, muy sorprendido—. ¿Por qué?
—Pues… —y esperé a que mis hombres se llevaran a los cuatro guardias civiles que en ese momento salían a la calle con las manos encima de la cabeza—. No sé decirte por qué, pero no me gusta.
Porque el aire no tenía el aroma, la consistencia que debería haber tenido. Porque los vecinos no habían salido a mirarnos. Porque todas las puertas, todas las ventanas estaban cerradas, y ningún niño, ninguna mujer curioseando en la calle. Porque podía respirar su miedo a través del hueco de las cerraduras. Porque nadie me había abrazado, nadie me había sonreído, nadie había levantado el puño ni había aplaudido desde que llegamos allí. Porque yo me acordaba muy bien de cómo eran las cosas antes, y me daba cuenta de que ahora eran distintas, aunque no sabía cómo, ni por qué.
—Pues yo creo que ha salido todo muy bien, ¿comprendes?
—Sí… —le miré, le sonreí, me guardé mis razones para mí—. Tienes razón. Vamos a por el alcalde.
Toda la información que teníamos antes de llegar allí consistía en el número de guardias del puesto, muchos para un pueblo tan pequeño, pocos para estar tan cerca de Francia, suficientes para convencernos de que no nos esperaban, y la doble autoridad del hombre que reunía la condición de jefe de Falange y la de alcalde, aunque la suma de ambas responsabilidades no fue bastante para animarle a salir de su casa, a dar la cara.
—Buenos días, señora —después de un cuarto de hora de aporrear la puerta y llamar a gritos desde la calle, sólo conseguí vislumbrar un rostro femenino, desencajado, al otro lado de una mirilla antigua, cuadrada, que se abría hacia dentro como una ventana—. ¿Está su marido en casa?
—Pues no… —su voz era ronca, pero tan fina al mismo tiempo como un cabello a punto de romperse—. No está.
—¿Y no sabe cuándo va a volver? —estaba tan seguro de que me mentía que extremé la cortesía, por si él mismo podía escucharme—. Necesitaría hablar con él. Solamente eso, hablar, informarle de la situación. No va a pasarle nada malo, se lo aseguro. Él es la máxima autoridad de este pueblo, y me gustaría contarle qué estamos haciendo aquí, por qué hemos venido…
—Ya, pero yo no sé nada —cerró la mirilla a toda prisa, aunque seguí adivinándola a través de las rendijas.
—Verá usted, señora, la situación de España ha cambiado —no renuncié a la cortesía, pero mi voz se hizo más firme, más segura, porque estaba diciendo la verdad, lo que yo creía que era la verdad—. Franco tiene los días contados. Sus aliados han perdido la guerra y no podrán seguir ayudándole. Nosotros lo sabemos mejor que nadie porque en el 39 tuvimos que exiliarnos a Francia, porque allí hemos derrotado a los alemanes, y porque formamos parte del ejército aliado —entonces oí a lo lejos el estrépito de una carrera, una voz conocida llamándome a gritos—. Somos el ejército aliado y, créame, por favor, no hemos vuelto para hacerle daño a nadie…
—¡Mi capitán! —el Bocas me interrumpió cuando más entonado estaba, y esperé a que llegara a mi lado—, ¡mi capitán! —a que recuperara el resuello—, ¡tenemos un problema, mi capitán!
—¿Qué ha pasado? —pero, por una extraña inspiración, no me aparté de la puerta.
—¡El cura! Que se ha tirado por el balcón, el cura, ahora mismo, desde un segundo piso se ha tirado, el tío, que ha oído gritar, ¡que vienen los rojos!, ¡que vienen los rojos!, se ha puesto nervioso, y en vez de salir por la puerta, que habría sido lo suyo, digo yo, pues ha saltado por la barandilla, cinco o seis metros que habrá, por lo menos, y claro, pues debe de haberse roto algo, la tibia, la rodilla, qué se yo, él sólo dice que le duele mucho la pierna, pero no ha dejado que nadie se la mire y ahí sigue, un hombre mayor, que tendrá sesenta años, lo menos, y no podemos dejarlo ahí, tumbado en la calle, con la sotana levantada, quejándose, pero tampoco sabemos…
—¿Que no sabéis? —lo que me faltaba a mí ahora, pensé, el gilipollas del cura saltarín, mientras sentía el grosor de mi lengua doblada entre los dientes—. Pues yo te lo voy a decir. Lo primero, procurar no tocarme más los cojones, ¿está claro? Y luego, ¡pues qué vais a hacer, Bocas, parece mentira que me lo preguntes! Ir a avisar a los de Sanidad, ¿no? Ya se te podía haber ocurrido a ti sólito.
—Y que le escayolen, ¿verdad? —me miró, y me limité a asentir con la cabeza para dejarle seguir hablando, porque vi con el rabillo del ojo que la puerta de la casa del alcalde se había abierto, y su mujer se había asomado tras la hoja entornada, para escuchar mejor—. Que le escayolen, o que le entablillen la pierna, que le miren bien, a ver qué tiene, porque se queja mucho, pero a lo mejor no es…
—Lo que sea, Bocas, me da lo mismo. Que lo curen, y después, le lleváis hasta la escuela, como a los demás. Y si no puede andar, lo cargáis entre dos en una silla.
—¿Van a curar al mosén?
Estaba tan pendiente de vigilar la sombra de la alcaldesa con el ojo derecho, que tuve que volverme para descubrir que ya se habían acercado algunas personas, entre ellas la que había hecho aquella pregunta, una mujer joven que llevaba a un niño de la mano y a otro en los brazos.
—Claro. ¿O es que aquí hay médico?
—Hoy no —me contestó la mujer—. Sólo viene los lunes y los jueves.
En ese momento la alcaldesa se asomó un poco más, y Comprendes me dio un relevo.
—Dígale a su marido que salga, por favor. Ya tenemos bastantes problemas, ¿comprende?
—Le prometo que no le va a pasar nada —insistí yo—. Se lo juro por mi madre. Piense un poco, mujer. Si hubiéramos querido hacerle daño —agarré el cañón de mi fusil y se lo enseñé, como si no lo hubiera tenido siempre delante—, no habríamos perdido ni un minuto en hablar con usted, ¿no lo entiende?
Me miró, asintió con la cabeza, muy despacio, y se fue para adentro sin cerrar la puerta del todo, para volver enseguida. Tras ella, apareció un hombre con poco pelo, blanco, despeinado, una camisa mal abrochada, coja desde el segundo botón, y una expresión de pánico que le prestaba un aspecto casi animal. Le di la mano para saludarle y, al margen de los motivos que pudiera tener para temernos tanto, volví a pensar que aquello no me gustaba. Lo mismo sentí un cuarto de hora después, al entrar en el aula más grande de la escuela de aquel pueblo, mientras recuperaba la imagen de otra escuela, otra aula, otro pueblo donde pronuncié palabras parecidas. Si me lo hubieran contado, no me lo habría creído. Tenía ante mí un auditorio mucho más numeroso que aquel pequeño grupo de oficiales alemanes. Estos eran civiles y entendían perfectamente mi idioma, pero me acogieron con la misma frialdad que habría esperado de un ejército enemigo. De ellos, no. De ellos, nunca.
Paseé la mirada por sus rostros antes de empezar a hablar, y apenas logré contemplar algunos ojos, porque la mayoría de los vecinos los tenían fijos en su regazo, como si no sintieran curiosidad por enterarse de qué les estaba pasando, o como si ya tuvieran preparada una respuesta para cualquier cosa que yo pudiera decirles. En la primera fila estaban los guardias civiles, el alcalde, su mujer, y dos señores vestidos con traje y corbata, un atuendo que destacaba sobre la ropa campesina, de trabajo, que llevaban los demás. Mientras tomaba aliento, volví a extrañar el aire, su tibia temperatura, su deshilachada consistencia, y busqué en los rostros que procuraban esconderse de mis ojos algún indicio, algún rastro de la antigua energía, el viejo coraje que aún calentaba mi memoria, pero no lo encontré.
Mis hombres me estaban esperando, sin embargo. Tiesos, formados, rodeando el aula como aquella vez, cada uno de ellos me miraba desde el lugar que tenía asignado. «Pero ahora estoy en España, —me obligué a pensar—, estoy en mi país, un país que no se rindió, que no se resignó, que se desangró antes de perderlo todo…». En los años que estuve preso en Francia había pensado en eso muchas veces, mientras veía cómo se venían abajo los franceses, cómo se derrumbaban bajo la menor presión, toda una línea Maginot, cada casa de cada pueblo, de cada ciudad. Mientras los europeos iban entregándose a los alemanes como una voluntariosa manada de corderos desorientados, los españoles recordábamos, comparábamos nuestros recuerdos todos los días, nos aferrábamos al orgullo de haber caído con un fusil en la mano, luchando hasta el final, a la desesperada. Ese orgullo, lo único que teníamos, nos había sostenido, nos había alimentado, nos había levantado, nos había armado, y nos había empujado hasta una gran victoria que nos importaba exactamente una mierda. Porque habíamos luchado en Francia, pero no por Francia. En Francia, pero no para Francia. En Francia o donde fuera, pero sólo por volver, para volver a casa.